Índice
Portadilla
Dedicatoria
El esposo tarado
Habla, gorda
El diente roto
Hágale
Feliz año huevo
Lo que sé del amor
Las bolitas de mi esposo
La profesional que no pude ser
Un sátiro en Disney
Todo por una alcachofa
Maná del cielo
Jorge Mario, ¡sos groso!
El hijo del papa
La pepita de oro
Mi Jimmy
La presión religiosa
Conspiración telefónica
Hagamos un trío
Tres amigas en apuros
Tetas nuevas
Un manatí a dieta
Ya es Navidad
No seas paloma
La sorpresa argentina
El secreto de Dorita
Choque y fuga
Cosas que se hacen a escondidas
Vieja loba de mar
El gato satánico
Una mujer de derecha
Riesgos de tomar whisky en Navidad
La mujer pingüino
¿Dónde diablos está mi corona?
No es que sea tacaña
El jardín de los pudores
No está el horno para bollos
¿Dónde está la piscina?
Cayo Grasa
¡Todos gays!
Siempre una adicta
El tesoro oculto de mi madre
Una madre se queda sola
El papa, mi madre Dorita y Gareca
La Doctora Pipiola
El hombre de un solo huevo
Una ninfómana como yo
El ladrón de madrugada
Las fotos prohibidas
Tranquilo, Jimmy, tranquilo
Yo no tengo la culpa de ser tan sexy
Seis viejitos gobiernan el mundo
Sobre este libro
Sobre el autor
Créditos
A mi madre
El esposo tarado
En vísperas del Día de la Madre, no tenía regalos para Silvia, mi esposa, madre de nuestra hija Zoe, así que, como me encontraba corto de plata, los ahorros menguando, el futuro en la televisión incierto, llamé a mi madre Dorita y le pedí permiso para usar su tarjeta de crédito y cargar a su cuenta los regalos para Silvia.
—Tengo las tarjetas bloqueadas por tus hermanos, que me vuelven loca, pidiéndome anticipos de herencia —me dijo Dorita—. Pero se me ocurre una cosa: anda a la parroquia cerca de tu casa, pregunta por el padre Julio, dile que eres mi hijo mayor, mi engreído, el que va a ser presidente del Perú, y pídele que te deje sacar regalos de la ropa que le donan las señoras de tu barrio.
Esa misma tarde le dije a mi esposa que tenía que pasar por el banco para ver cómo iban mis inversiones en bonos corporativos, pero, por supuesto, era mentira, porque, sin que ella siquiera lo sospechase, me detuve en la parroquia, pregunté por el padre Julio, quien no tardó en salir y saludarme con cariño, y le dije que necesitaba sacar tres regalos para el Día de la Madre.
—Pasa, hijo, pasa, ya tu mamá me llamó avisándome que vendrías —dijo él, amable como siempre.
Me llevó a la cancha de baloncesto del colegio católico adyacente a la parroquia y señaló una pequeña montaña de ropa usada, chucherías y baratijas.
—Elige lo que quieras —dijo, y se retiró pronto porque tenía que prepararse para oficiar misa.
Como estaba solo y nadie me apremiaba, me tomé un tiempo para revolver y escudriñar entre tanta ropa amontonada de segunda mano, alguna ya bastante maltrecha, otra en óptimo estado, ropa para mujeres, hombres, niños, ropa de marca, de colecciones lujosas, que los ricachones de la isla usaban un año o dos y luego daban de baja para que el padre le diera un uso caritativo. Me ayudó saberme de memoria las tallas de Silvia y por eso no tardé en elegir unos zapatos italianos muy lindos, impecables, sin huellas visibles ni estragos del tiempo, y una chalina ancha, de seda, preciosa, y unos pantalones negros, de cuero, ajustados, de escritora maldita, perfectos para mi esposa. Los tres regalos eran muy de su estilo y a tono con sus aires, y por eso no dudé de que serían un éxito el domingo, Día de la Madre.
Llegando a la casa, subí sigilosamente a mi cuarto, envolví con papel regalo los tres obsequios para Silvia y los escondí debajo de la cama. Me quedé tan tranquilo: mi esposa recibiría unos regalos estupendos y yo no había tenido que sacar siquiera la billetera ni pasar las tarjetas de crédito, que, de tanto usarlas últimamente, ya estaban recalentadas y casi echaban humo, pidiendo una tregua.
El Día de la Madre desperté tarde, saqué los regalos, saludé a Silvia con un gran abrazo y, acompañados de Zoe, todavía en pijama, nos sentamos en la sala a abrir los presentes.
—Este es de parte de Zoe —le dije, entregándole los zapatos.
Silvia los abrió, se los probó, dijo que le encantaban y le quedaban perfectos, y nos dio un beso y pareció contenta, aunque, a decir verdad, tampoco eufórica o jubilosa, solo medianamente contenta.
Luego le entregué mi regalo:
—Con todo mi amor, bebita linda.
Lo abrió, eran los pantalones de cuero negro. Los elogió, los olió, los miró una y otra vez, fue al baño de visitas y se los probó y salió con ellos puestos y dijo que le quedaban geniales y le encantaban y los usaría mucho. Pero algo en ella delataba que no estaba realmente feliz y su alegría era un tanto fingida.
—Este regalito te lo envió mi madre por correo rápido —dije, caradura, y le entregué el último de los tres.
Silvia rompió el papel, se encontró con la chalina de seda, se la probó, dijo que era lindísima, me dio un beso aparentemente sentido y dijo:
—Muy lindos los regalos. Muy originales. Todo mi tipo.
Enseguida añadió, sin que yo advirtiera la ironía:
—Los hubiera podido comprar yo misma.
Sentí que era un halago a mi mirada juiciosa y a mi memoria para acertar sus tallas, pero, un par de horas después, echados en las tumbonas frente a la piscina, noté que estaba seria, ensimismada, algo distante, y por eso le pregunté:
—¿Qué te pasa, mi amor?
—Nada, nada —dijo, pero era evidente que algo nublaba su felicidad y la sumía en una tristeza