La Perricholi

Alonso Cueto

Fragmento

perricholi-3

Esa mañana, al abrir los ojos, el señor Joseph Villegas vio una grieta atravesando la pared. La línea ya se estaba acercando al crucifijo y pronto podría hacerlo caer.

Se incorporó en la cama.

Su esposa Teresa estaba cerca.

—Buenos días.

—Buenos.

—¿En qué piensas?

—En nada.

—Pues hay mucho en qué pensar. La gente está toda revuelta afuera.

—No exageres.

—Hoy es la fecha —repitió Teresa.

—Ya sé, pero no es para tanto.

Joseph se puso de pie. Ella tenía razón y él lo sabía. Era un día crucial.

Llega el nuevo virrey. Ya viene, ya viene, ya se acerca. Vamos a recibirlo.

—Voy a ver qué ropa me pongo —dijo Joseph.

Mientras caminaba, se animó. La llegada del nuevo virrey podría ser un regalo del destino. Quizá pueda ayudarme a salir de aquí. Incluso a reparar esa grieta en la pared.

*

Joseph podía oír el sonido de una pregonera tras la puerta.

Tamales, tamales, tamales.

Solo algunas sílabas, los mismos sonidos de todos los días.

Sí, sí. Los mismos sonidos pero más fuertes, más rápidos, más largos. Todos los ruidos parecían estar al tanto de la noticia.

La habían repetido las vendedoras, los cocheros, las fruteras, los pregoneros, los curas, los soldados, los vecinos, los agricultores del valle. Los albañiles, los alarifes, las chicheras.

Después de una breve estadía en el puerto del Callao, el nuevo virrey, un representante señorial de la casa de los Borbones, iba a hacer su entrada a la capital del reino más ancho y largo del hemisferio sur.

Joseph se vistió, se echó agua en la cara, se sentó a la mesa. Había una taza de chocolate y un trozo de pan.

La voz de su mujer seguía resonando mientras desayunaban.

Dicen que en Santiago de Chile, al recibir la noticia de su traslado, este nuevo virrey, un noble de Cataluña llamado Manuel Amat y Junyent, ha dicho que lo llena de orgullo ocupar el cargo en una de las ciudades más importantes del mundo. «El virrey está muy feliz de venir aquí», había explicado la mañana anterior una vendedora de chicha que señalaba con el dedo hacia la tierra mientras instalaba su puesto en la plaza. Pero cómo será. Quién sabe, pues. Cómo será.

Desde que había empezado ese mes de octubre de 1761, los vecinos de la ciudad se habían preguntado por la fecha exacta de su arribo. Pero la tarde anterior el rumor había llegado a la plaza principal. Ya estaba en camino, ya había llegado a Virgen de la Legua. Ya llega, ya viene, queremos verlo, pues. Vamos todos.

—Dicen que este nuevo que llega es muy duro pero que es justo —dijo Joseph mientras se engullía una miga de pan.

—Quién sabe cómo será —dijo la condesa Villaseñor en el gran comedor de su casona.

—Lo que sí sé es que no viene con virreina. Así dicen —contestó su marido.

—¡No viene con virreina! ¿Pero por qué? ¡Qué le pasa a ese hombre!

—Nada. No se ha casado. O sea que la comitiva tendrá menos gente que las anteriores. Mejor así.

—Vendrá con ayudantes, funcionarios, sirvientes y sirvientas, cocineros y sus curas confesores. Uno o dos por lo menos. Con toda su comitiva, como cincuenta personas seguro, por lo menos, o más. Pero no con virreina.

—Y aquí la gente lo recibirá en la plaza con todos sus esclavos desplegados. Claro que sí, claro que sí.

Teresa puso otra taza de chocolate en la mesa.

—Dicen que todas las tiendas han vendido telas estos días.

—Todo para lucir bien. Solo quieren lucirse estos peruanos. Todos quieren lucirse para que los vea el virrey. El carnaval de siempre en Lima. Pobres diablos —dijo Joseph.

—Ay, no hables así.

—Pobres diablos. Bien vestidos pero pobres diablos igual. Y lo peor es que tengo que verlos. Y saludarlos.

*

«Dicen del nuevo virrey que en Chile es muy bien conside-
rado», dijo la condesa de Mogrovejo esa mañana junto a la plaza.

Estaba caminando junto a la condesa de Querejazu. «Es un hombre muy estricto y muy elegante. Tenemos suerte de que venga aquí, a Lima».

—¿Ya todos lo saben?

—Sí —dijo la condesa. Pero el primero en saberlo fue como siempre don Pedro Bravo del Ribero.

—Pero tú ya sabes que el primero en saberlo es siempre don Pablo Vásquez de Velasco, conde de las Lagunas, el alcalde de la ciudad —dijo la condesa de Querejazu—. Y nosotros, por supuesto.

—Claro, los de siempre, dijo la condesa de Mogrovejo. Los Querejazu, los Carrillo de Albornoz, los de la Puente, los Jiménez de Lobatón. Pero nosotros también.

Las dos mujeres paseaban por la plaza, seguidas de sus esclavas. Escuchaban el murmullo crecer como una nube de sonidos. «El nuevo virrey», «dicen que Amat y Junyent», «viene de Chile». Era un murmullo sostenido entre los mercaderes, los tenderos, los vendedores en la plaza. Estaba secundado por los ruidos de carrozas, rebuznos y chicotazos de arreadores. Para entonces, un jinete se había adelantado con la noticia y todos se estaban revolviendo en grupos alrededor de palacio. Mírala a la condesa de Cartago. Es una arpía pero viste bien. Mírala. Y mira al conde, su marido. Diantres. Míralo, pues. Sedas de Lyon, calzas verdes, botines de cuero, sombreros negros. Seguramente el virrey los iba a notar apenas llegara. Mil veces diantres.

Ya durante la semana anterior a ese lunes algunos vecinos notables se habían vestido especialmente, con sus chalecos, sus botas y sus fajines, para salir a las calles «si se daba el caso de que lo pudieran ver o, mejor aún, de que él los viera a ellos», según se había escuchado. Las palabras flotaban por la plaza, fluían en la brisa de las esquinas, en medio de la dulzura del olor de las frutas, el humo con cenizas de alguna fogata, la pestilencia de las acequias, el sonido de las ruedas de madera sobre la calle empedrada y sobre la tierra, los gritos de tamales y de mangos y de telas.

¿Pero será como el conde de Superunda acaso? ¿Será como él? Porque el conde de Superunda es el mejor. Míralo nomás, dijo la condesa. El conde de Superunda, veterano del sitio de Gibraltar y de la reconquista de Orán. Mira nomás cómo lo puso Cristóbal Lozano en su cuadro. Reconstruyó toda Lima después del terremoto del 1746. Es un señor. Habrá que mirarlo a este nuevo, dijo la otra condesa. Mirándolo me doy cuenta de quién es. La decencia brilla donde esté.

Y el señor Joseph Villegas, sentado en su casa, frente a la segunda taza de chocolate que le había servido su esposa Teresa, sentía por algún motivo que también debía ver al nuevo virrey. Por curiosidad, por interés y por saber si le parecía que ese hombre iba a durar en el cargo. Y si podía hacer algo para que cambiara su maldita suerte.

Mi maldita suerte, carajo.

*

La neblina se había iluminado y un nuevo calor se elevaba al cielo desde las calles. Esa blancura delgada del cielo y esa grisura azulada del mar y el sol crispado y bendecido de un amarillo silencioso traían las buenas nuevas.

Nada pasa en balde, dijo el ilustre Pedro Bravo a su esposa Petronila y a sus hijos. Todo es obra de Dios. Pero veremos de qué lado está Dios ahora. Ya veremos lo que pasa aquí. No me gusta nada este Amat, ya te lo dije. ¿Y quién es?, le preguntó su hijo. ¿Y viene hoy? ¿Seg

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