Número dos

David Foenkinos

Fragmento

libro-4

1

Para entender la envergadura del trauma de Martin Hill, había que remontarse a la raíz del drama. En 1999, Martin tenía apenas diez años y vivía en Londres con su padre. Recordaba esta época como un tiempo feliz. En una foto, de hecho, aparecía esbozando una amplia sonrisa en forma de promesa. Y eso que los últimos meses habían sido complicados; su madre se había vuelto a vivir a París. De común acuerdo, para no separarlo de sus amigos, para no añadir otra separación a la separación, se había decidido que el pequeño Martin se quedaría con su padre. Vería a su madre todos los fines de semana y en vacaciones. Se elogiaba el Eurostar por el acercamiento francobritánico que suponía, pero también facilitaba una barbaridad la logística de las rupturas. A decir verdad, a Martin no le afectó este cambio. Como a todos los niños testigos de disputas, el espectáculo permanente de los reproches se le había vuelto insoportable. Jeanne había acabado aborreciendo todo lo que en un primer momento le había gustado de John. Le encantó su faceta artística y soñadora hasta que solo vio en él a un holgazán soberanamente excéntrico.

Se conocieron en un concierto de los Cure. En 1984, John lucía el mismo corte de pelo que el cantante, una especie de baobab en la cabeza. Jeanne era au pair en casa de una pareja de ingleses jóvenes tan ricos como inflexibles, y su melena formaba un cuadrado impecable. Si el corazón fuese capilar, jamás se habrían reconocido. Por lo demás, Jeanne estaba en aquel concierto un poco por casualidad, azuzada por Camille, otra francesa a la que había conocido en Hyde Park. Las dos se fijaron en esa especie de energúmeno al fondo de la sala con pintas de estar completamente perdido. Empalmaba las cervezas como el grupo empalmaba los temas. Al cabo de un rato, le fallaron las piernas. Las dos chicas se acercaron para levantarlo, él intentó darles las gracias, pero su boca pastosa ya no era capaz de producir ni un mísero sonido inteligible. Lo acompañaron a la salida a que le diera el aire. John estaba lo bastante lúcido para sentirse francamente patético. Camille, como fan fatal que era, se metió de nuevo en la sala, mientras que Jeanne se quedó con el muchacho en vías de perdición. Más adelante se preguntaría: ¿debería haber salido por pies? Cuando nos conocimos, estaba cayéndose redondo, no es un dato anodino. «No hay que fiarse de las primeras impresiones; suelen ser acertadas», escribió Montherlant, o al menos Jeanne creía que podía atribuírsele a él la cita, probablemente extraída de Les Jeunes Filles, novela que todas sus amigas devoraban por aquel entonces. Muchos años después, descubriría que aquellas palabras las había pronunciado Talleyrand. Sea como fuere, Jeanne se dejó conquistar por la extravagancia del chico. Conviene especificar que a John no le faltaba sentido del humor. Eso que se da en llamar humor inglés, seguramente. Cuando volvió en sí, balbució: «Siempre he soñado con ponerme al fondo de la sala durante un concierto de rock y encadenar una birra tras otra. Siempre he soñado con ser ese tío guay. Pero no hay nada que hacer, soy un pipiolo aficionado a la Schweppes y a Schubert».

De esta manera, Jeanne se perdió la increíble versión de ocho minutos de A Forest. A Robert Smith le gustaba alargar esa canción sideral, la primera de la banda en entrar en las listas británicas. Empezó a caer un buen aguacero; los dos jóvenes se refugiaron en un taxi y pusieron rumbo al corazón de Londres. John vivía allí, en un territorio minúsculo heredado de su abuela. Antes de morir, la mujer le había dicho: «Te dejo el piso con la única condición de que vayas a regar las flores de mi tumba una vez a la semana». No es muy habitual que se haga valer un contrato indefinido entre una difunta y un vivo. Quizá otro ejemplo de humor inglés. En cualquier caso, el nieto aceptó el pacto y jamás faltó a su promesa. Pero regresemos a los vivos. Aquella noche, Jeanne, de ordinario reservada, decidió subir a casa de John. Juzgaron entonces preferible desvestirse con tal de no dejarse puesta la ropa empapada. Una vez desnudos, uno frente al otro, no les quedó más remedio que hacer el amor.

De madrugada, John propuso que fueran al cementerio; le tocaba pagar el alquiler moral. A Jeanne le pareció absolutamente encantadora la idea de aquel primer paseo. Caminaron durante horas, sumidos en la magia total de los comienzos, sin imaginar que quince años después se divorciarían estrepitosamente.

2

Les hacía gracia llamarse John y Jeanne. Se narraron durante horas; todas las páginas del pasado. En los albores del amor, el ser amado es una novela rusa. Es río caudaloso, furioso. Descubrieron multitud de puntos en común. La literatura, por ejemplo. A los dos les gustaba Nabokov y se prometieron ir algún día a cazar mariposas para emularlo. Por aquel entonces, Margaret Thatcher reprimía con brutalidad las reivindicaciones y esperanzas de los mineros en huelga; a ellos les traía sin cuidado. La felicidad no entiende de condición obrera; la felicidad siempre es un poco burguesa.

John estudiaba en la escuela de Bellas Artes, pero su auténtica pasión eran los inventos. Su último hallazgo: la corbata paraguas. Un objeto necesariamente abocado a convertirse en imprescindible para cualquier inglés. Aunque la idea era brillante, se estrelló contra un muro de desinterés general. La moda del momento era el bolígrafo despertador. Jeanne no se cansaba de repetirle que a todos los grandes genios los habían rechazado al principio. Había que darle tiempo al mundo para que se adaptara a su talento, añadía, enamorada y grandilocuente. Ella, por su parte, se había refugiado en Londres para huir de unos padres que nunca habían comprendido el manual de instrucciones del cariño; ya hablaba inglés a la perfección. Su sueño era ser periodista política. Quería entrevistar a jefes de Estado, sin tener muy claro de dónde le venía la obsesión. Ocho años más tarde, plantearía a François Mitterrand una pregunta durante una rueda de prensa en París. A su juicio, aquel instante constituiría el borrador de la consagración. En un primer momento, abandonó el empleo de niñera para servir mesas en un restaurante que servía un chili excelente. Enseguida se percató de que bastaba con hablar con un marcado acento francés para cosechar más propinas. Progresaba día tras día en el arte de trufar su inglés de vaguedades. Le gustaba cuando John la observaba desde la calle, esperando que acabase el turno. Cuando por fin Jeanne salía, daban paseos nocturnos. Ella le hablaba de la actitud grosera de ciertos clientes; él explicaba con entusiasmo su nueva idea. Reinaba entre ellos una especie de unión armoniosa de sueño y realidad.

Al cabo de varios meses de acumulación de propinas, Jeanne consideró que había reunido suficientes ahorros para dejar el trabajo. Redactó una sublime carta de motivación que le valió unas prácticas en el prestigioso diario The Guardian. Como era francesa, le encargaron que ejerciera de ayudante del corresponsal del periódico en París. Fue un jarro de agua fría. Ella esperaba una vida trepidante, viajar aquí y allá para hacer reportajes, pero sus funciones se limitaban a concertar citas o reservar billetes de tren. Era una ironía, pero el oficio de camarera le había parecido intelectualmente más estimulante. Por suerte, la situación mejoró. A golpe de tenacidad, demostró de lo que era capaz y al final le confiaron más responsabilidades. Incluso publicó su primer artículo. En unas pocas líneas, Jeanne informó de la creación de los comedores sociales Les Restos du Cœur en Francia. John leyó y releyó aquel puñado de palabras como si de un texto sagrado se tratara. Qué emoción increíble, ver en el periódico el nombre de la mujer que amaba; bueno, sus iniciales: J. G. Jeanne se apellidaba Godard, pero no tenía ningún parentesco con el cineasta suizo.

Unos días más tarde, al llegar al trabajo, ella descubrió en la sección de anuncios por palabras estas tres líneas escritas en francés:

Inventor sin inspiración

ha encontrado la iluminación.

¿Te casas conmigo, J. G.?

Jeanne se quedó varios minutos inmóvil delante del escritorio, estupefacta. Le resultaba aterrador ser tan feliz. Por un segundo se dijo que tarde o temprano lo pagaría caro, pero enseguida volvió a concentrarse en la relación idílica que mantenía con su propia vida. Empezó a pensar en una respuesta original, un sí que lo sorprendiera, una puesta en escena a la altura de su petición. Pero no. Levantó el teléfono, marcó el número del piso y, cuando John descolgó, ella dijo simplemente: «Sí». La ceremonia fue íntima y lluviosa. En el ayuntamiento sonó una canción de los Cure en el momento en que entraron los inminentes recién casados. Los pocos amigos invitados aplaudieron a la pareja, que, como manda la tradición, se besó fogosamente tras intercambiar las alianzas. Por desgracia, y por sorprendente que parezca, nadie se acordó de pertrecharse con una cámara de fotos. Tal vez fuera mejor así; cuando no hay huella física de la felicidad se reduce el riesgo de que posteriormente lo embargue a uno la nostalgia.

Pasaron unos días en una pequeña granja en el corazón de la campiña inglesa. Aprender a ordeñar vacas fue la ocupación principal de la luna de miel. Al volver, se mudaron a un piso más grande; o sea, a uno de dos habitaciones. Esto les permitiría disponer cada uno de su espacio si sobrevenía una pelea, se dijeron con una sonrisa. Vivían esa bendita fase del amor en que el humor corre por las venas; todo resulta cómico con una facilidad pasmosa. Aunque esto no impedía que Jeanne pensara con ambición en el porvenir. Su marido le parecía excepcional, pero no por ello estaba dispuesta a hacerse cargo de todo lo que suponía una vida en pareja. John tenía que madurar, tenía que trabajar. ¿Por qué hay que someterse constantemente a la dimensión pragmática de la vida?, pensó él. Por suerte, la cosa fue bastante sencilla. Stuart, un antiguo compañero de Bellas Artes que ahora era escenógrafo de cine, le propuso incorporarse a su equipo. Así pues, John se vio en el set de rodaje de Panorama para matar, la nueva entrega de las aventuras de James Bond. Entre sus contribuciones cabía destacar la pintura verde del picaporte de una puerta abierta por Roger Moore. Durante años, con cada redifusión de la película John exclamaría: «¡Mi picaporte!», como si todo el éxito de la saga reposara sobre ese accesorio. Le complacía formar parte de aquel ejército silencioso que se afana entre las bambalinas de un plató. Y así fueron pasando los años, en una alternancia de rodajes y de tentativas estériles de inventar algo revolucionario.

La Nochevieja que transformaría 1988 en 1989, Jeanne tuvo náuseas. Y eso que todavía no había bebido nada. Adivinó de inmediato que estaba embarazada. Cuando dieron las doce campanadas, a pesar de que estaban en medio de una fiesta y todo el mundo se besaba, Jeanne no le dijo «Feliz año nuevo, amor mío», sino que susurró: «Feliz año nuevo, papá». John tardó unos segundos en comprender, y a punto estuvo de desmayarse; era de tragedia fácil. Pero tenía su explicación: él, que navegaba en la sequía de la inspiración, iba a crear un ser humano. Y así fue como el 23 de junio de 1989 nació Martin en el Queen Charlotte’s and Chelsea Hospital, una de las maternidades más antiguas de Europa. Los jóvenes padres escogieron ese nombre porque se identificaba fácilmente a ambos lados del canal de la Mancha. Por lo demás, digámoslo ya, en ese mismo hospital, justo un mes más tarde, vendría también al mundo Daniel Radcliffe, futuro intérprete de Harry Potter.

3

La llegada de Martin, naturalmente, alteró el día a día. La ligereza de la primera etapa era ya agua pasada; ahora tocaba calcular, prever, verlas venir. Combinaciones todas bastante poco compatibles con las inclinaciones de John, que seguía trabajando en películas, pero no lo suficiente. Varios directores de escenografía se negaban a volver a colaborar con él; lo encontraban demasiado vehemente cada vez que surgía una discrepancia a cuenta de alguna decisión artística. Jeanne había intentado inculcarle algo de diplomacia, o al menos una manera de medir sus palabras, pero era evidente que John tenía un problema con la autoridad. Por lo general, se pasaba la vida criticando a los poderosos. En sus arrebatos, incluso llegaba a denigrar el periódico para el que trabajaba su mujer por considerarlo a sueldo del poder.[1] Y eso que The Guardian estaba lejos de tener fama de indulgente con el gobierno. Cuando aquello pasaba, a Jeanne le costaba soportar su manera de quejarse sin cesar, aquella actitud que delataba amargura. John la sacaba de quicio, pero luego el cariño se regeneraba.

John era un genio de domingo. ¿Debía culparse por no estar tocado por la gracia de la inspiración? ¿Tenía sentido sufrir por no ser Mozart cuando no sacabas de un piano más que pésimas melodías? Él se regodeaba en su papel de artista incomprendido. Era de los que pretendían envilecerse en un concierto de rock cuando en realidad detestaba esa música. Puede que toda su psicología se resumiera en aquella contradicción inicial. John soñaba que era inventor, pero en realidad no tenía ni una sola idea; lo hacía sufrir esa fuerza creadora no desarrollada que sentía en lo más recóndito de su ser. Por suerte, la paternidad le ofrecía material para alimentar su creatividad; adoraba confeccionar toda clase de juguetes originales. Martin estaba increíblemente orgulloso de tener un papá así. Su día a día rezumaba imprevisibilidad, cada jornada buscaba lo insólito. John resplandecía a ojos de su hijo. Y esa mirada le sentaba bien, lo ayudó a apaciguarse, a espantar paulatinamente la frustración.

Las cosas por fin mejoraron también en el terreno profesional. Un día lo llamaron para sustituir en plató a un utilero que se había puesto enfermo. Fue como una revelación. Se trataba de un oficio complejo que requería una inmensa capacidad de reacción. Su papel consistía en resolver cualquier problema de tipo práctico: calzar una silla que de pronto cojeaba, encontrar un sacacorchos más sencillo de manejar o cambiar el color de una bolsita de té. No solo era John mucho más autónomo en sus nuevas funciones, sino que le chiflaba esa tensión incesante. Había encontrado una vocación que combinaba inventiva y decoración (existe siempre, pues, un oficio que nos aguarda en alguna parte). Según sus propias palabras, se había convertido en un artista del último segundo.

4

Jeanne no conocía semejantes tormentos. Su curva profesional no había hecho más que ascender. Consiguió incorporarse a la sección de política (su sueño) y escribía reportajes que le exigían viajar. Cuando estaba fuera y llamaba por teléfono a su hijo, él coloreaba en un mapa su ubicación geográfica. Llegó un momento en que las huellas de su madre recubrían buena parte de Europa. Sin ser del todo consciente de ello, Jeanne se alejaba de su hogar. John era como esos amoríos de juventud que soportan mal la madurez. Saltaba a la vista que ambos habían evolucionado hacia esferas diferentes. Sin embargo, muchas parejas sobreviven al desparejamiento. Había tantas razones para seguir queriéndose… Su hijo, su pasado, los rescoldos de su certeza. Jeanne sentía afecto por John, pero ¿era todavía amor? Ella quería preservar intacta su historia, pero el tiempo avanzaba y Jeanne tenía la sensación de que estaba pasando por alto lo esencial; su corazón latía de un modo demasiado razonable. A veces se guardaba rencor por sus disputas de pareja. No has ordenado esto, ¿por qué has olvidado esto otro? Esos ultrajes domésticos la horripilaban, ella aspiraba a más en su vida cotidiana. Pero aquellos reproches eran la materialización verbal de la frustración.

Algunas historias están escritas antes incluso de que comiencen. A Jeanne le caía bien uno de sus compañeros de la sección de deportes. Alguna vez habían comido juntos, con esa falsa inocencia que disimula la seducción al acecho. Hasta que él le propuso: «¿Y si vamos a tomar una copa alguna tarde?». Ella respondió que sí espontáneamente. Lo más raro fue que no le contó la verdad a su marido. Jeanne puso la excusa de un cierre de edición tardío. Todo estaba ya ahí, en ese embuste que delataba lo que ella sentía. Después de la copa hubo otra proposición, esta vez de una cena; y de nuevo una mentira; tras la segunda cena hubo un beso; y luego se habló de verse en un hotel. Jeanne fingió sorpresa, pero su reacción solo era la frágil fachada de su exaltación. Deseaba a aquel hombre, pensaba en él a todas horas, en su mirada y en su cuerpo. La sensualidad volvía al primer plano de su vida. Y él también sentía lo mismo; nunca antes había engañado a su esposa. Ocultaba la intensidad de su turbación bajo una fachada de confianza. Tan avergonzados como atónitos, se prometieron que su aventura tendría los días contados; estaban hurtándole una pizca de locura a su vida cotidiana y procuraban hacerlo sin que la culpabilidad los machacara; la vida era demasiado corta para ser intachable.

La esposa traicionada allanó aquel paréntesis a raíz del descubrimiento de unos mensajes. Podría haber abandonado a su marido, pero no fue eso lo que hizo. Exigió que el affaire acabase a la voz de ya. Él accedió de inmediato, pues no estaba dispuesto a renunciar a la familia que había construido ni al día a día con sus tres hijos. Dimitió del periódico y encontró un puesto en un canal de televisión local en Mánchester, que lo obligó a mudarse. Jeanne no volvió a verlo nunca más. Pasó semanas como embrutecida, estupefacta al constatar la velocidad a la que se había esfumado su felicidad. Ir a trabajar se volvió un suplicio; comprendió entonces que aquella historia que ella había creído ligera la había trastornado. Ironías constantes del corazón, John había estado especialmente cariñoso durante todo este período. Cuanto más esquiva se mostraba Jeanne, más intentaba él acercarse a ella. Pero John le estorbaba; necesitaba estar sola; ya no lo amaba. Reñían por pequeñeces que ella fomentaba. Necesitaba echar un manto sobre su desamor.

De pronto, Jeanne no soportaba más Inglaterra, tierra de los vestigios visibles de su pasión abortada. Pero ¿qué hacer? Martin tenía nueve años, estaba atrapada. No podía desarraigarlo volviendo a Francia; y mucho menos arrebatárselo a su padre. Fue entonces cuando el destino decidió en su lugar: le ofrecieron un puesto de analista política en la revista L’Événement du jeudi. Georges-Marc Benamou acababa de tomar las riendas del semanario y se había propuesto rejuvenecer y dinamizar la plantilla. Jeanne lo había conocido en Londres cuando Tony Blair salió elegido primer ministro. Hicieron buenas migas, pero ella jamás hubiera imaginado que algún día pudiera reclamarla. Jeanne interpretó la situación como una mano extendida hacia su porvenir. Justo antes de echarse a dormir, en la oscuridad de la habitación, le dijo en voz baja a su marido: «Me voy a ir». John encendió la luz y le preguntó adónde pretendía ir a esas horas de la noche.

Ella sacó a colación sus últimos años. En medio de aquella súbita voluntad de confesión, se planteó revelar su infidelidad, pero se lo pensó mejor. De nada servía malograr aún más algo que ya había terminado. Jeanne habló de desgaste y del tiempo que pasa. Unas cuantas fórmulas generales de las que pretenden decirlo todo y a la vez no decir nada. Y luego aludió a la oportunidad profesional que se le brindaba. John suspiró tres veces:

—No puede ser, no puede ser, no puede ser.

Al final, dijo:

—Siempre puedes irte a París, si para ti es importante. Yo me encargaré de todo. Nos reuniremos los fines de semana…

—No es eso lo que quiero. Yo necesito avanzar.

—…

—Nuestra historia se ha acabado.

—…

—Lo siento muchísimo.

—…

—Martin se quedará contigo. No quiero apartarlo de su vida de aquí, de sus amigos. Él vendrá a verme los fines de semana y en vacaciones… Bueno, si te parece bien…

John se había quedado mudo. Aquello no era una discusión, sino una sentencia. Ya se imaginaba solo en el piso, su hijo al otro lado del mar. Al cabo de poco, Jeanne le pediría la custodia, estaba convencido; primero intentaba engatusarlo, ir por fases en la implantación de su declive. ¿Qué iba a ser de él? ¿Cómo vivir sin ella? John se dejó ir a la deriva hacia la versión más oscura de su futuro.

5

Dio comienzo una nueva vida. John intentaba no dejar traslucir sus sensaciones; era un payaso en el circo de la separación. Cuando acompañaba a Martin a la estación los viernes por la tarde, decía indefectiblemente con una sonrisa de oreja a oreja: «¡Dale un beso a la torre Eiffel de mi parte!». Cualquier crío habría sido capaz de detectar el patetismo de tamaña comedia. Para cada viaje, John preparaba un bocadillo de atún con mayonesa que envolvía delicadamente en papel de aluminio. Este acto ritual era una pura manifestación de amor. Luego volvía a casa, donde la soledad era ensordecedora. La mayor parte de su fin de semana consistía en imaginar los paseos de su hijo con Jeanne; ¿adónde irían, qué harían? Sin embargo, cuando recogía a Martin el domingo por la tarde, prácticamente no le hacía ninguna pregunta. Le faltaba valor para oír el relato de la vida sin él. Se limitaba a decir: «Bueno, ¿estaba rico el bocata?».

6

Corría el año 1999. Martin era un inglesito como tantos otros. Futbolero, hincha del Arsenal, dio saltos de alegría cuando el equipo de sus amores fichó a Nicolas Anelka. Cada vez que este último marcaba un gol, Martin se sentía orgulloso de tener una madre francesa. ¿Qué más? Su cantante favorito era Michael Jackson, tenía un póster de Lady Di en su cuarto y soñaba con tener algún día un perro al que pudiera llamar Jack. También deberíamos aludir a su amor por Betty, una pelirroja que prefería a su amigo Matthew. Aunque algunos días no estaba muy seguro de amarla; esa forma que Betty tenía de hablar a voces le resultaba insoportable. Quizá le buscara defectos para sufrir menos por no ser su favorito. Con diez años ya había comprendido que una de las diversas formas de ser feliz consiste en modificar la realidad. Esa misma realidad de la que también se puede huir tirando de imaginación o de las imágenes que genera la lectura. A su alrededor, se hablaba cada vez más de una novela titulada Harry Potter. Su amiga Lucy bebía los vientos por aquella historia de magos. Pero a Martin no le apetecía demasiado seguir la moda. Con las lecturas obligatorias del colegio le bastaba y le sobraba. En líneas generales, no manifestaba ninguna tendencia artística. No quería aprender a tocar un instrumento musical y no se sentía a gusto durante los espectáculos de fin de curso. Las raras ocasiones en que su padre lo había llevado a algún rodaje, Martin se había aburrido como una ostra. Desde luego, un niño en un plató de James Ivory es como un vegetariano en una carnicería.

La vida de Martin podría haber continuado de ese modo. Nada lo predestinaba a lo que sucedería después. Para llegar al casting de Harry Potter era necesario que se operase una modificación en la trayectoria. Y eso fue exactamente lo que pasó; por partida doble.

*

Siempre asociamos el azar con una fuerza positiva que nos catapulta hacia momentos maravillosos. De forma sorprendente, casi nunca se alude a su versión negativa, como si el azar hubiera confiado la gestión de su imagen a un as de la comunicación. La prueba: se suele decir que «el azar hace bien las cosas», algo que enmascara por completo la idea de que también es capaz de hacerlas mal.

*

En primer lugar, tenemos la larga huelga de transportistas británicos en la primavera de 1999. Luchaban por una mejora en sus condiciones laborales. Durante semanas, Londres se quedó aislada del resto del territorio, desabastecida hasta de los productos de primera necesidad. Pero este elemento no pesará hasta un poco más adelante. De momento, Martin está en el colegio. Como cada año, los alumnos deben someterse a un reconocimiento médico, una evaluación básica de su estado de salud. Los niños siempre reciben encantados esa oportunidad de perder una hora de clase, un poco como cuando toca hacer un simulacro de incendio que sustituye la tortura de la física y la química por el júbilo de un paseo. En fin, que para ellos era una alegría hacer pis en un tarrito. A Martin, poco deportista, se lo podía considerar un niño flacucho, pero tenía buena postura y un porte enérgico. La enfermera que lo auscultó le midió la tensión, le ordenó respirar con normalidad y toser, le dio unos toques en las rodillas con un extraño martillo para evaluar sus reflejos y por último le pidió que se levantara y se tocase los pies. Después le hizo varias preguntas sobre su entorno familiar y su alimentación; una especie de psicoanálisis exprés en el que Martin anunció que su madre se había vuelto a Francia y confesó que jamás comía brócoli.

Lo últim

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos