Brutus, una historia de 3º de BUP

Felix Culpa

Fragmento

1. Geografía e história

1

Geografía e Historia

Madrid, hace casi cuarenta años

Medio centenar de jóvenes hormonalmente desequilibrados se movían de forma caótica e incesante por la enorme galería que daba acceso a las aulas de 3.º de BUP. Ajeno a los gritos, empujones, collejas y la algarabía general, Francisco Cepeda caminaba con los hombros caídos, los brazos colgando y la cabeza gacha, esbozando la figura de un hombre derrotado por los acontecimientos y que no tiene ninguna gana de enfrentarse de nuevo a ellos.

Cepeda se ajustó las gafas para evitar que se le cayeran, hizo una pausa para suspirar y se detuvo en el umbral del aula de 3.º A.

«¿Pero en qué cojones estaba pensando yo? La madre que me parió…», se volvió a decir por quinta vez aquella mañana.

Hace apenas tres semanas, su ánimo había sido completamente diferente. Tras convencer al padre Antonio de sacar algunas lecciones del temario de Geografía e Historia para dedicar en su lugar esas horas a explicar a sus alumnos los fundamentos de la Constitución española, el señor Cepeda se sentía parte del gran engranaje que empezaba a hacer girar las ruedas del motor de la nueva España democrática, la de las libertades y el pluralismo. Por eso, cuando en su mente se gestó la idea, la abrazó con un optimismo renovado en su vocación, en su profesión y en la nueva sociedad que aquellos jóvenes iban a construir.

—Buenos días —había empezado diciendo aquella mañana—. Como seguramente no sabéis, el Ministerio de Educación ha dirigido una recomendación a los profesores de Geografía e Historia para que comiencen a explicar a sus alumnos los contenidos de la carta magna.

El conjunto de homínidos agrupado bajo el genérico término de «3.º A» se abstuvo de mostrar otra reacción que la más absoluta indiferencia ante cualquier comunicación procedente del Ministerio de Educación, a no ser que fuera su implosión con todos sus funcionarios dentro.

—Bien —dijo Cepeda—, ¿alguno de vosotros sabe lo que es la carta magna?

Tras un breve silencio alguien levantó la mano. Su propietario era Raúl Moreno, más conocido como el Solomillo, porque su padre tenía una carnicería y el hijo la misma inteligencia que un filete.

—¿Sí, Moreno?

—¿Un coñac?

—¿UN COÑAC? ¿UN COÑAC? ¡NO, MORENO! NO.

Cepeda hizo una pausa para calmarse y, llevándose las palmas de las manos a la sien, respiró profundamente unos segundos.

—¿Es que nadie lo sabe? —preguntó sinceramente sorprendido Cepeda.

Ninguno de los presentes dio muestras de saberlo, sospecharlo o tener el más mínimo interés en confesar que estaba al corriente de la existencia de la carta magna.

—La Constitución española. ¡¡¡Por Dios, señores!!! La carta magna es la Constitución… ¿Alguien sabe qué es la Constitución? —Una mano se levantó—. Dígame, González.

—La carta magna —respondió González, que siempre apostaba sobre seguro.

—Sí, vale, pero ¿qué es?, ¿qué contiene?, ¿para qué sirve?

La clase se mantuvo en silencio, sorprendida hasta cierto punto del nivel de excitación que había provocado en el Cepeda el hecho de que ellos como colectivo ignorasen algo, ya que esta solía ser la regla más que la excepción y que a fin de cuentas, allí los mandaban para que aprendieran y para aprender era necesario ignorar, y en ese apartado específico no se les podía exigir más, porque ya ignoraban bastante.

—Pues, bueno, les explico —continuó Cepeda sin desanimarse—. La Constitución es un conjunto de leyes. Contiene los derechos y las libertades de los ciudadanos, la organización del Estado…, todo. Cómo decirlo…, son las reglas del juego de la convivencia.

—¿Y cómo se juega a eso? —preguntó el Solomillo, que por regla general desconfiaba de cualquier palabra de más de ocho letras.

—¿Cómo se juega a qué?

—A la convi…, a eso que ha dicho.

—No se juega, Moreno, se vive. Es la vida. Es… Vamos a ver… ¿Alguien sabe para qué se hace una ley?

—Pa saltársela —intervino Poveda.

—Fuera de clase. ¿Alguien lo sabe? —volvió a preguntar Cepeda mientras el alumno abandonaba el aula en dirección a la oficina del padre Antonio, más conocido como el Brutus, murmurando para sus adentros que la honestidad no es buena consejera y que la libertad de expresión es siempre reprimida por el orden burgués explotador, que usa a jóvenes disfrazados de progresistas como brazo ejecutor de sus políticas represoras.

—Para cumplirla —dijo González, una vez más pisando sobre terreno firme.

—Sí, ya, pero ¿qué se persigue haciendo una ley?

—A los delincuentes —intervino Amo, quien, al igual que el resto de la clase, se estaba cansando ya de tanta adivinanza.

—No, joder —dijo Cepeda, que empezaba a perder la paciencia—. También, pero las leyes se hacen para ordenar las cosas. Para que la gente sepa lo que se puede y lo que no se puede hacer, para que vivan en comunidad sin matarse los unos a los otros, para que puedan hacer negocios, para que elijan un gobierno… Para todas esas cosas se hacen las leyes. Pues bien, la Constitución es la más importante de todas. Es decir, la ley que diga algo en contra de la Constitución no vale. Es la norma suprema, y por eso, como es tan importante, tienen ustedes que estudiarla, o sea que a partir de hoy los lunes dedicaremos la clase a su estudio.

Nuevamente, 3.º A eligió no reaccionar de manera alguna a la declaración de intenciones del señor Cepeda.

—Y caerá en el examen.

Un murmullo de desaprobación recorrió los pupitres, más intenso, como era habitual, entre las filas del fondo, donde se escuchó el sonido inconfundible de al menos dos cortes de mangas, de aquellos que llaman invisibles por hacerse fuera del alcance de la vista, pero no del oído.

—Bien, me alegro de que les guste la idea. Vamos a empezar por el título primero. —El señor Cepeda se ajustó las gafas, carraspeó y comenzó a leer la Constitución española de 1978. «Les guste o no, voy a democratizar a estos salvajes», se prometió a sí mismo.

Con voz solemne y reafirmado en sus creencias sobre la nueva pedagogía y el progresismo intelectual, el señor Cepeda comenzó la lectura mientras sentía cómo en su interior crecía una llama de orgullo y de realización profesional.

Apenas llevaba tres minutos leyendo cuando alguien entre las primeras filas levantó una mano. Molesto por la interrupción que lo acababa de sacar de su momento de autosatisfacción empírica, el señor Cepeda decidió dar la palabra a su alumno, por aquello de la nueva pedagogía, el progresismo y todo eso.

—Esto que dice ahí de que todos somos iguales… ¿qué significa? —preguntó uno de los pocos alumnos que estaba prestando atención.

—Significa que ante la ley todos somos iguales, co

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