O lo uno o lo otro

Elif Batuman

Fragmento

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LA PRIMERA SEMANA

Ya había oscurecido cuando llegué a Cambridge. Arrastré la maleta de mi madre por los adoquines hacia el río. Riley se había indignado cuando nos ubicaron en Mather y no en uno de los edificios históricos de ladrillo visto cubiertos de hiedra donde en el pasado lejano los estudiantes vivían con sus criados. Pero a mí no me interesaba nada la historia, de modo que estaba encantada de que las habitaciones de Mather fueran todas individuales y no había que andar decidiendo cómo compartir una suite de distribución irregular en la que los chicos habían vivido con sus criados.

No hablaba con Ivan desde julio, cuando nos despedimos en el aparcamiento junto al Danubio. No nos intercambiamos los números, porque los dos íbamos a estar viajando, y además nunca habíamos hablado mucho por teléfono. Pero no tenía la menor duda de que al retomar el curso me encontraría con un email suyo, explicándomelo todo. No me cabía en la cabeza que no me diera ningún tipo de explicación, o que esa explicación viniera de un tercero, o que llegara por otra vía que no fuese un email, ya que todo lo que había sucedido entre nosotros había sido por esa vía.

Mather parecía una nave alienígena: inexpugnable, al mismo tiempo antigua y futurista, poderosa. Sostuve mi identificación ante el lector y la puerta de la sala de ordenadores se abrió. Recordé de pronto un libro que leí en el que una mujer, tras siete años encerrada en un gulag, se contemplaba por primera vez en un espejo y el rostro que la miraba no era el suyo, sino el de su madre. De inmediato me di cuenta de lo vergonzoso, fatuo y estúpido que resultaba que yo, una estudiante universitaria americana que llevaba tres meses sin consultar su email, tuviera la ocurrencia de compararme con una prisionera política que se había pasado siete años en un gulag. Pero ya era demasiado tarde, la idea ya se me había pasado por la cabeza.

Introduje dos veces una contraseña errónea antes de recordar la correcta. La información empezó a aparecer en cascada en la pantalla, primero datos sobre el propio ordenador y los protocolos que usaba, después sobre cuándo y dónde se me había ubicado la última vez y por último la frase que hizo que me diera un vuelco el corazón: Tienes emails nuevos.

Aparecía el nombre de Ivan, tal como me esperaba. Sin embargo, antes de leer el mensaje, le eché un vistazo rápido, para comprobar lo largo que era y la pinta que tenía. De inmediato detecté que algo iba mal. De modo que algo va mal, leí. Vi las palabras «estupefacto» y «monstruo»: «Me deja estupefacto que me veas como un monstruo», decía. «Ya sé que no te crees nada de lo que digo». Y: «Espero que me digas por qué soy tan horrible, para que al menos pueda defenderme».

Tuve que releer dos veces el mensaje entero antes de entender que era de hacía tres meses. Ivan me lo había enviado en junio, en respuesta a un furibundo email que yo le había mandado antes de dejar el campus. Técnicamente, su respuesta había quedado invalidada por todo lo sucedido entre nosotros durante esos meses. Pero seguía pareciendo su última palabra al respecto, porque, aunque había muchos mensajes más en la bandeja de entrada, ninguno era de Ivan. No me había vuelto a escribir desde ese día en el aparcamiento, desde que me había abrazado y después se había metido en su coche y se había largado.

La mayoría de los restantes emails eran también de meses atrás y ya desactualizados. Había uno de Peter que decía: Necesito saber con urgencia la hora de llegada de tu vuelo a Budapest, y otro de Riley preguntándome si me parecía bien un alojamiento compartido para no tener que vivir en Mather. Solo había un par de mensajes de los últimos dos días. Uno decía que tenía que contactar con mi asesor financiero lo antes posible. El otro, del nuevo presidente de la Asociación de Estudiantes Turcos, informaba de que alguien había encontrado una tienda en Brookline que vendía pastirma al estilo Kayseri, un tipo de carne curada que según algunos estaba etimológicamente relacionada con el pastrami. Así que si os gusta la pastirma estilo Kayseri podéis encontrarla allí, concluía su mensaje.

Salí del programa de email y utilicé el terrible comando «finger» para averiguar dónde estaba Ivan. Había iniciado sesión en Berkeley hacía un par de horas. De modo que estaba allí. Solo que no me estaba escribiendo a mí.

* * *

Svetlana llegó al campus un día después que yo, aunque parecía que habían pasado años. Yo ya había dormido toda la noche en mi nueva habitación, había desayunado y comido en la cafetería, y había hecho varios viajes a la consigna y había mantenido la misma conversación una y otra vez. «¿Qué tal el verano?». «¿Qué tal el verano?». «¿Qué tal por Hungría?». No estaba nada satisfecha con las vaguedades en mis respuestas. Pero no sabía qué más decir.

«¿Qué tal por Hungría?», me preguntó Lakshmi durante el almuerzo con un destello conspirativo en los ojos. «¿Sucedió algo?». A pesar de mi profundo convencimiento de que habían sucedido un montón de cosas, respondí con sinceridad a lo que en realidad Lakshmi me estaba preguntando. No, no había sucedido nada.

Svetlana me hizo la misma pregunta por la noche, cuando nos encontramos en su suite con aspecto de almacén en el nuevo Quincy y nos sentamos en sillas en forma de sacos de judías bajo un póster de un cuadro de Edward Hopper, y hablamos de todo lo que había sucedido desde la última vez que habíamos hablado, yo desde una cabina en la estación ferroviaria de Kál y Svetlana desde casa de su abuela en Belgrado. Le conté que al final había telefoneado a Ivan en Budapest, que él se presentó con una piragua y nos pasamos toda la noche charlando en casa de sus padres.

—¿Sucedió algo? —me preguntó, con un tono más relajado y divertido que el de Lakshmi, pero queriendo saber exactamente lo mismo.

—Bueno, eso no pasó —respondí.

—Oh, Selin —dijo Svetlana.

Cuando Ivan me habló por primera vez del programa de ve­rano en Hungría, me dijo que me tomara mi tiempo para pensármelo, porque no quería obligarme a nada. Svetlana tenía la teoría de que, si yo aceptaba ir, Ivan intentaría acostarse conmigo. Era una posibilidad que hasta entonces ni se me había pasado por la cabeza. Fantaseaba con Ivan a todas horas, imaginando diferentes conversaciones que podíamos tener, cómo me miraría, me acariciaría el cabello, me besaría. Pero jamás me lo había imaginado manteniendo relaciones sexuales conmigo. Lo que yo sabía sobre «mantener relaciones sexuales» no se correspondía con nada que yo desease o hubiera experimentado.

Había intentado, un montón de veces, colocarme tampones. Las chicas más mayores o más sofisticadas consideraban los tampones más liberadores y feministas que las compresas maxi. «Me lo pongo y me olvido del asunto». Me agobiaba la idea implícita de que una no dejara de pensar nunca en su compresa maxi. Pese a todo, cada pocos meses lo intentaba de nuevo con los tampones. Pero siempre pasaba lo mismo. Daba igual hacia donde empujase el aplicador y lo metódicamente que probara todos los ángulos posibles, el resultado era un dolor intensísimo, como de descarga eléctrica. Me leía y releía las instrucciones. Estaba claro que algo hacía mal, pero ¿qué? Estaba preocupada, porque estaba segura

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