La mesa de los solteros (Maravillosos desastres 1)

Hollie Deschanel

Fragmento

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Capítulo 1

—¿Dónde debería sentar a mi tío Connor? ¿En la mesa de Cenicienta o en la de Blancanieves? —La voz de Talía, su mejor amiga de la infancia, resonó por toda la estancia. Era la quinta vez que le preguntaba lo mismo. Solo cambiaba Connor por cualquier otro invitado: Thomas, su abuelo; o su cuñado, Elijah. Cualquiera de ellos la obligaba a pensar, durante diez largos minutos, dónde ubicarlo para que no molestase a los demás o, en su defecto, no empezaran una disputa absurda con quienes no se llevaban bien.

Organizar una boda era algo agotador. Podrían decir lo que quisieran, pero hacer realidad los sueños de una pareja, crear un pequeño mundo donde ellos iban a ser los protagonistas absolutos durante todo un día era difícil y requería mucha paciencia. Y Brooke agradecía que su amiga supiera comportarse, porque se había cansado de aguantar a suegras impertinentes, novios pasotas y novias al borde del colapso. Las bodas tranquilas eran sus favoritas. Y las más escasas.

Se giró con la taza de café vacía en la mano. Tener un despacho equipado con todo lo que necesitaba la ayudaba a sobrellevar las largas horas que pasaba allí dentro, escuchando todo tipo de peticiones ridículas. Menos mal que Talía no esperaba convertir su boda en el evento del año, a ver si Vogue —o, en su defecto, cualquier otra revista de moda— les hacía un reportaje, porque de ese tipo de clientas ya había aguantado demasiadas.

—¿Tu tío Connor no es el mismo que se emborrachó hace tres navidades y salió desnudo al balcón con el ukelele, dispuesto a cantar «Merry Christmas» y cualquier otro villancico que se terciara?

Brooke entrecerró los ojos sobre su amiga. Talía apretó los labios para contener una carcajada, y asintió con la cabeza.

—Dios mío, no podemos ponerlo junto a tu abuelo y su nueva novia. Se escandalizarían tanto que tendríamos que llamar a Emergencias. —Tamborileó con los dedos sobre la taza de porcelana, donde rezaba la frase «Un día me voy al Infierno y, desde allí, os dirijo»—. ¿Qué tal si lo sentamos en la mesa del Sastrecillo Valiente? Estoy segura de que su mujer querrá perderlo de vista un rato.

—Si pongo a Connor en esa mesa, mi tía lo seguirá sin pensárselo. Y se lleva bastante mal con mi prima Jill.

—¿Qué es peor?, ¿un abuelo al borde del infarto o la tía Jill poniendo malas caras?

Talía se lo replanteó menos de un minuto. Finalmente, escribió el nombre de su tío Connor sobre la mesa del Sastrecillo Valiente.

—Tú ganas —soltó—. Es mejor fastidiar a la tía Jill.

—Le diremos a los de Seguridad que vigilen al tío Connor todo el rato. Lo último que necesitamos es que circulen un montón de fotos y vídeos de su salchicha en Internet.

Las carcajadas de Talía le sonsacaron una sonrisa.

Todo el mundo en aquella familia conocía al tío Connor y sabía cómo se las gastaba: un hombre bueno y cariñoso, que perdía el norte cada vez que se pimplaba una botella entera de brandy o de whisky, o lo que tuviese a mano. Siempre alardeaba de que, en su juventud, estaba más bueno que el mismísimo Brad Pitt en Troya. Y Brooke se lo creía. Había visto fotos de cuando acudía a la universidad, y los vaqueros acampanados le quedaban francamente bien, al igual que el tupé a lo Elvis Presley. Pero eso se quedó atrapado en el pasado, y actualmente era un hombre regordete y calvo, adicto a las canciones de country. Lo último que deseaba Brooke era un espectáculo bochornoso donde el tío Connor pasease su culo peludo por todos los jardines. Querer a alguien no te otorgaba un escudo capaz de protegerte de la vergüenza ajena que te provocase.

—¿No se molestará por el hecho de que lo exiliemos con mis primos?

—¿Por qué se iba a quejar? Oye, que a mí me habéis mandado a la mesa donde van a estar todos los pringados sin pareja —farfulló Brooke. No le molestaba ese hecho: comprendía muy bien dónde estaba su sitio.

Todas sus amigas se habían casado ya, menos ella, porque todas sus relaciones terminaban mucho antes de que despegaran. Tres meses era el límite. Ninguno de sus novios seguía a su lado después de doce semanas de amor —o conexión, o atracción— desenfrenado. Se largaban sin mirar atrás, y ella volvía al punto de partida: en las apps de ligue, donde solo habitaban los incels, los frikis y un puñado de empresarios aburridos de trabajar y de no tener con quién compartir su fortuna. Que Talía la relegase a la mesa de los solteros solo era un trámite más por el que tendría que pasar ella y otros invitados que no encajaban con el resto de la familia. Un trámite que, a decir verdad, ya era una costumbre. Por cada boda que sus amigas celebraban, ella se sentaba allí, con un vestido diferente, pero con la misma emoción que le apretaba las costillas. No era culpa de sus amigas, sino de ella, que se negaba en rotundo a invitar a cualquiera a acompañarla para no sentir que todo el mundo la miraba y la señalaba con lástima.

—¿Tanto te molesta? —De pronto, Talía la miró con cierta culpabilidad—. Es algo que suele hacerse en las bodas, pero por ti hago la excepción.

Brooke se rio con la idea de quitarle hierro al asunto. Sí, le jodía; sin embargo, lo aceptaba de buen grado. Beber vino y cerveza rodeada de solteros insoportables era algo que hacía cualquier fin de semana en un pub, al que se arrastraba por aburrimiento. Vivir sola y no tener pareja era casi tan desagradable como vivir en pareja y que no te prestaran atención. Por eso se gastaba las propinas en cócteles impronunciables mientras un morenazo le calentaba la oreja sobre lo impresionante que era su trabajo, su perro y la máquina elíptica de su garaje. ¿Por qué iba a quejarse de pasar por lo mismo en su boda? Brooke firmaba en cualquier lado por poder emborracharse sin tener que controlarse un mínimo para que la Policía no la parase de regreso a casa y la obligase a pagar una multa de las gordas.

—Solo bromeo, tonta. —Brooke dejó la taza a un lado y volvió a sentarse frente a su ordenador. En la pantalla, aún estaba el e-mail a medio escribir, que iba dirigido a la imprenta—. Terminemos esto, anda. Nos queda ir a comprobar que las flores están pedidas y hacer una última prueba del vestido.

—Uf, calla. Mi suegra se ha empeñado en acompañarme para ver si me arreglan el corsé y me lo suben un poco más. No deja de criticar que vaya enseñando las tetas.

—Ostras, ¿sigue con eso?

Talía asintió con la cabeza.

—Alejandro le ha espetado que deje de meterse, pero ella no se baja de esa colina. Joder, señora, ¡deja que enseñe lo que me dé la gana el día de mi boda! Cuando sea vieja, nadie va a querer ver mis dos uvas pasas.

—Bueno, más que uvas pasas, serán melones arrugados —apreció con una de sus rubias cejas alzadas.

Brooke no estaba acomplejada de sus pechos. Consideraba que una talla estándar —ni grandes, ni pequeñas— era perfecta. Lo justo para que asomaran en los tops apretados y cuando bajaba a la piscina, pero que no la molestaran en el gimnasio. Quien no podía afirmarlo era Talía. La diosa de los senos la bendijo con un par de sandías descomunales que, un poco más, y la golpeaba en la frente al salir a correr. Todos los vecinos de su calle se quedaban embobados con el boing-boing que hacían al abandonar ella su casa a primer

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