La herida

Caitlin Wahrer

Fragmento

Capítulo 1

1

JULIA HALL, 2019

El inspector moribundo vivía en una casa alta de color azul oscuro que tenía las molduras y las contraventanas desportilladas. Se alzaba con imponencia hacia el cielo brillante por detrás del banco de nieve que bordeaba la calle. Como había nevado esa noche, estaba cubierta de nieve reciente, pero habían cepillado el 23 negro que había clavado encima de la entrada. El acceso para el coche era estrecho, pero había sitio; sin embargo, ella aparcó en la calle.

Julia Hall se removió para acceder al bolsillo de su abrigo, que abultaba mucho. Metió la mano hasta el fondo y rozó el borde del papel doblado. Mientras sacaba la nota, pensó que ojalá pusiera cualquier cosa menos esa dirección en la que se ubicaba; cualquier cosa que le diera pie a seguir conduciendo y, quizás, no toparse nunca con esa casa. En el papel arrugado había una dirección, «23 Maple Drive, Cape Elizabeth», y allí estaba.

«No lo pienses más», dijo en alto antes de mirar de reojo la casa. La entrada estaba flanqueada por ventanas, pero las persianas venecianas estaban cerradas y no se veía nada. Eso significaba que él no la había visto hablando sola. Bien.

Al bajarse del SUV, a Julia se le escapó la puerta de la mano por el viento. Estaba siendo un invierno extremadamente frío. Con los años se había dado cuenta de que cada vez le costaba más capear dicha estación. Se tapó bien las orejas con el gorro y se volvió hacia el coche. Sin darse cuenta, dio un portazo. El sonido sacudió la calle y ella se estremeció. Hacía años que no daba un portazo así; por un momento había pensado que era su coche anterior, un Subaru que funcionaba a base de fuerza bruta; el coche que tenía hace tres años, cuando tuvo ocasión de hablar con el hombre que la estaba esperando en esa casa.

A pesar de la nevisca de anoche, el sendero que llevaba a la entrada estaba recién despejado. ¿Lo había hecho por ella? El camino y los escalones del porche estaban cubiertos de sal; se concentró en el ruido que hacía mientras se dirigía hacia la puerta. Se sacudió las manos y tocó el timbre. Él abrió la puerta antes de que dejara de sonar.

—Julia —dijo la figura que asomaba por la puerta—, ¿cómo estás, guapa?

La verdad es que ella estaba mejor que él. Si bien el hombre que tenía delante era el inspector Rice, o al menos su fachada, era como si su cuerpo, otrora imponente, hubiera cedido a su peso como el tallo de una flor marchita. Tenía la cara amarillenta y unas ojeras muy marcadas. Llevaba una gorra de los Red Sox que le aplastaba las orejas y ocultaba lo que parecía una cabeza completamente calva.

—Todo bien, inspector Rice. Todo bien.

Se dieron la mano de aquella manera, ya que él había hecho amago de abrazarla.

—Bueno, ¿quieres pasar?

Lo que hubiera querido era decirle que desde su llamada había vomitado el desayuno todas las mañanas. Pero sonrió y le soltó una mentira.

—Sí, claro.

—Y llámame John, por favor —dijo él, tambaleándose al echarse hacia atrás para dejarla pasar.

Era como si en esos tres años hubiera envejecido diez; quizás fuera por el cáncer. No es que ella estuviera mucho mejor. Durante casi toda su vida, Julia siempre había parecido más joven de lo que era, pero en algún momento del pasado reciente eso había cambiado. Ahora aparentaba treinta y nueve.

Estudió el recibidor del inspector Rice mientras se quitaba las botas, y una vocecita interior le señaló lo raro que era estar precisamente allí. Se sentó en un banco robusto y funcional. Había varios pares de botas de trabajo y zapatos de vestir alineados en la base. A su derecha, al lado del banco, había un cubo de sal y una pala mojada apoyada en la pared. A su izquierda vio la única cosa que le llamó la atención: una estantería pequeñita llena de libros de jardinería. Jamás se habría imaginado cuando lo conoció, hace ya muchos años, que le gustara la jardinería. A pesar de que entonces no se dio cuenta, él también era humano.

—No sé si voy a poder —dijo ella mientras se levantaba—. Creo que para mí siempre serás el inspector Rice.

Él sonrió y se encogió de hombros.

Julia lo siguió por un pasillo estrecho lleno de fotos de familia y objetos religiosos: varios retratos del inspector Rice de joven, su difunta mujer —supuso ella— y tres hijos; un crucifijo y una hoja de palma seca; una foto de un nieto, probablemente, al lado de una imagen de Jesús…

El inspector Rice musitó algo mientras la guiaba por el pasillo.

—¿Cómo? —contestó ella.

Se volvió y la miró por encima del hombro.

—Nada, que tienes coche nuevo.

—Ah, sí. —Señaló hacia atrás con el pulgar—. Supongo que he subido de nivel desde la última vez que nos vimos.

Observó que ya no tenía la misma altura. Mientras lo seguía, pensó que, aunque todavía era alto, la enfermedad le había robado varios centímetros.

—He pensado que podemos ponernos aquí.

Lo dijo señalando la primera estancia con la que se toparon. Y no había duda de que era una salita de estar, algo que Julia solo veía en casas de gente mayor. Como en todas las que había visto, la del inspector no invitaba mucho a socializar, a pesar de que, obviamente, su función era recibir visitas. La sala estaba dispuesta alrededor de dos sillones reclinables grandes con una mesa entre ambos.

El inspector le indicó que se sentara en el sillón de la derecha y él siguió por el pasillo.

Ella esperó un segundo y luego se asomó. Había una puerta a la derecha y al final estaba la cocina. No oyó nada.

Volvió a la sala de estar. «Respira hondo», pensó y, acto seguido, inspiró.

Fue hacia la ventana panorámica que había al otro lado de la estancia. Daba a Maple Drive, a una casa grande que había enfrente. La superficie de cristal irradiaba frío; Julia la tocó con un dedo tembloroso. Pocas cosas había más desapacibles que Maine en el mes de febrero.

Los meses fríos eran duros; siempre había sido así. Todos los años a Julia le tocaba afrontar el otoño y el invierno de Maine, que nada tenían que ver con las versiones nostálgicas que ella recordaba. Empezaba a nevar en diciembre y paraba en abril. Y después de un invierno concreto, cuando vio por última vez al inspector, todos albergaban cierta melancolía existencial que había que quitar a palazos, como la nieve.

—No se acaba nunca, ¿verdad?

Ella se sobresaltó al oírlo. Él estaba de nuevo en la puerta, sonriendo. Había ido a por café y venía con dos tazas. Ella espiró, seguramente haciendo patente su alivio.

Rice volvió a señalar el sillón y esa vez Julia ya sí se sentó. Aceptó una de las tazas y lo observó mientras se acomodaba en el otro. El olor que percibió no era de café; era té, de hecho. Lo probó y le pareció que estaba demasiado dulce. Eso la sorprendió.

—¿Qué tal están tus niñ

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