Entre el deber y el placer (Noches de romance en Bath 3)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Enero de 1819

Pentargon Park, Trevena, Cornualles.

Si por cada vez que Orestes Trebarwith le había dicho a su hijo Henry que debería haber nacido en otra familia le hubieran dado al joven un chelín, tendría la mayor fortuna de Inglaterra. Pero esos agravios nunca le eran cobrados al padre en ninguna de las formas posibles y sí a su vástago, que pagaba con trozos de su corazón por cada una de las palabras. Quizá por eso, al rodar de los años, Henry se había ido apagando como cordel de vela ahogado en una cera hecha de esperanzas frustradas, de sueños que morían antes de ser imaginados, de futuros dibujados sobre la arena. Era su padre viento huracanado que soplaba para que no quedase de ellos la mínima reminiscencia. Y, a base de soplar, ese chiquillo, tiempo atrás alegre, entusiasta de las artes, la poesía, la vida y el amor, estaba a punto de ser una sombra de sí mismo. A veces temía que, o sucedía algo que cambiase su vida, o se convertiría en un espectro... de una forma terriblemente literal.

Henry era el menor de los cuatro hijos del primer matrimonio del conde de Trevanyon, que terminó con la muerte de la entonces condesa en su parto. Un hecho por el que Orestes a menudo lo culpaba. Su hermano mayor, llamado como su progenitor, era el heredero; el segundo, Percy, militar de renombre, había muerto en batalla; su hermana Elizabeth ya estaba bien casada y él... Él se sentía a veces como los restos de una comida que nadie quiere, por más apetitosa que sea, pues todos han llenado los estómagos. Desde pequeño estuvo inclinado hacia cosas que su padre consideraba superfluas, y por ello lo había corregido infinidad de veces. Su constante vigilancia habría sido insoportable de no ser porque se casó por segunda vez y tuvo una nueva esposa a quien consentir y otros hijos a quienes prestar atención. El mayor, Paul, que estaba haciendo carrera en la Iglesia, y Helen y Sophie, dos gemelas algo atolondradas que a menudo volvían loco a Henry. No obstante, él los quería como si fueran de su misma sangre por completo y respetaba a su nueva madre, Helen, por lo que los años pasaron envueltos en cierta felicidad.

Sin embargo, pronto llegaron los días de responsabilidades. Henry, a pesar de haber estudiado en las mejores instituciones y de sentirse inclinado a la política, no terminaba de tomar una decisión. Seguía sin encontrar su lugar, cosa que el conde le recordaba de forma constante. Parecía orgulloso de todos sus hijos menos de él.

A sus veinticinco años, el futuro le resultaba tan desolador que a veces pensaba en dejar de existir. A nadie le sorprendería que un espíritu como el suyo, varado por el tormento de las imposiciones sociales en lugar de nadar por las aguas de la libertad, eligiera decir «adiós» a la vida de la forma en la que lo harían quienes, como él, no soportaban el peso de la existencia. Por suerte, todavía había motivos para quedarse. Personas a las que amaba y a quienes no quería arrojar al sufrimiento de la pérdida. Había visto languidecer a Charles y James, sus amigos, por la muerte de sus seres queridos como para preocuparlos por otra ausencia. Y, desde luego, no iba a darle el gusto a Arthur de que se pavoneara en su funeral ante las damas de la familia, para ver si sacaba de tan mal trago mieles que lo consolasen. No, Henry soportaría estoico las circunstancias de su vida hasta aprender a amarlas o escapar de ellas, lo que ocurriese antes. Por eso, mientras su padre le recordaba por decimocuarta vez en lo que iba de año —y apenas llevaban días en él— lo disgustado que estaba con su comportamiento, el joven aparentaba escucharlo sin atreverse a pestañear. Su mente, no obstante, estaba en ese último soneto leído, a la par que se preguntaba por el sentido de este. Habría podido estar horas así, de pie junto a la chimenea, atendiendo al enojo de Orestes, de no ser porque escuchó el conjunto de palabras que más escalofríos le provocaba. Más que cualquier narración truculenta.

—En mayo cumples al fin veintiséis años. Tienes una obligación con esta familia, tal y como acordamos. Vendrás a Londres y te presentaré a caballeros de mi confianza. Buscaremos una esposa conveniente para ti y entrarás en política.

Henry detestaba los privilegios con los que unas cuantas familias influyentes ocupaban las Cámaras, tanto como la idea de casarse por conveniencia. Pero para solventar lo primero habrían sido necesarias reformas, y, para lo segundo, un cambio de pensamiento; cosas que sentía imposibles de conseguir. Sin embargo, Paul prefería la tranquilidad de la rectoría y su padre lo señalaba irremediablemente para tal cometido.

—Padre, no...

Los ojos de Orestes Trebarwith se clavaron en los de su hijo con venenosa atención. El conde alzó una ceja y aguardó a que hablase. Pero para Henry no era fácil pronunciarse cuando él estaba delante. Tenía la impresión de que poseía una tercera mano, invisible, que reptaba hasta él cual serpiente para apretarle la garganta.

—¿Sí? —preguntó a los pocos segundos, pues su hijo no hablaba—. ¿Qué vas a decirme, Henry Eneas? Espero que no se te ocurra contrariarme. Tienes un compromiso con esta familia. Acordamos que te dejaría disfrutar de tu juventud y tus amistades hasta los veintiséis años, pero después aceptarías las responsabilidades que dictara. He respetado nuestro acuerdo por la memoria de tu difunta madre, por esa carta que escribió cuando aún te llevaba en el vientre. No esperaré más.

—Dice haber respetado el acuerdo, pero ha reprobado mis acciones, poniendo trabas a menudo. —Ante tales palabras, aunque el conde no dijo nada, su rostro se tornó más severo. Henry continuó—: Pese a que respeto la política y me gusta estar al corriente de lo que sucede, no quiero...

Orestes levantó la mano, con el dedo índice enhiesto, haciéndolo callar.

—¿Desde cuándo importa en esta vida lo que uno quiera? Uno tiene deberes. Obligaciones. Compromisos. —Agitó con vehemencia el dedo, en cada palabra, con tanto ímpetu que hasta el cabello, de un blanco impoluto y brillante, se le despeinó—. Responsabilidades. Asuntos que cumplir con devoción y entrega, sin esgrimir queja o pensar en uno mismo. Los jóvenes os habéis vuelto egoístas. Os creéis en la potestad de cambiar el mundo; de olvidar los valores de rectitud que nos han traído hasta aquí, afectados por unas fantasías que llevarán a este país y a su moral al más letal declive.

—Padre, nada en este mundo es permanente. Los hombres han de ser libres. La vida no puede someterse a los cánones de la razón absoluta porque eso solo trae la enajenación del alma.

—La enajenación del alma... —murmuró Orestes mientras negaba con la cabeza—. Debí alistarte en el ejército cuando tuve ocasión. Todas tus fantasías se habrían borrado de un plumazo. Quizá serías tú quien habría muerto y no Percy. —Soltó una exhalación cansada—. El mundo ha perdido la cordura y no dejaré que tú la pierdas también. Creo que los rizos de tu pelo son por culpa de lo enredado de tus ideas, igual que le ocurría a tu madre

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