Sarmiento

Martín Caparrós

Fragmento

cap-1

1874

YA

Ya está: mañana se termina. Estoy dejando atrás todo eso que alguna vez me pareció, de tan lejano, inalcanzable. Pasé toda mi vida tratando de ser lo que ahora soy y mañana ya no. Lo fui seis años; pasado mañana será como si no lo hubiera sido.

Ya fui. Ya cumplí sesenta y tres años, ya se acaba. Es el momento de aprender a ser viejo.

De aprender, digo, a ser un viejo.

No hay nada más difícil. Todos los otros aprendizajes, ingratos, laboriosos, se toleran por la esperanza de que servirán para conseguir lo que uno quiere de la vida. Se aprende con un fin, y eso lo vuelve más soportable: lo vuelve posible. Aprender a ser viejo, en cambio, se justifica con metas de pantuflas: descansar, disfrutar de tus seres queridos, retomar aquella afición de juventud que la vida te impidió cultivar, cuidarte la salud, sobrevivir. Aprender a ser viejo es aceptar que ya has hecho lo que tenías para hacer, que ya no serás otro, que ya no queda mucho más, que ya sos parte del pasado: que la palabra ya es la clave de tu vida.

Ya sé, me dirán que solo —¡solo!— tengo sesenta y tres años, que todavía puedo hacer tanto, que si no quiero dar lástima debo empezar por no tenérmela. Esquivarán la certeza de lo más evidente: que nada de lo que puedo intentar de ahora en más se compara siquiera con la potencia de dirigir —de haber dirigido— mi país; que cualquier cosa, frente a eso, será un pasatiempo. Que al retirarme de la presidencia me retiro: que todo lo demás es pura cháchara.

Mi escritorio ya está casi limpio. Felipe ha hecho, eficaz e imperceptible como siempre, su trabajo: ha metido en estas cestas de mimbre del Tigre —de ese mimbre que yo mismo planté en las islas hace años— mis papeles personales, mi tintero y mi pluma de plata que me mandó la reina de Inglaterra, mi mástil con la bandera azul y blanca que me trajo mi amigo Pepe Posse, mi retrato miniatura del pobre Dominguito que pintó mi nieta Eugenia, los siete u ocho libros que estuve usando estos últimos días, los dos ladrillos del Censo Nacional que publicamos hace casi tres años, el mate de plata repujada que me hizo llegar el pueblo de San Juan cuando asumí la presidencia. Queda esta pila de hojas en blanco, el viejo tintero de porcelana de Limoges que me regaló —hace quién sabe cuánto— mi querida Aurelia y la pluma más basta, de pato lagunero, que prefiero para escribir en serio. Queda, sobre todo, la sensación de que esto que pasó no ha sido: que, en unos días, alguien tendrá que convencerme de que fui, durante seis largos años, el presidente de la República Argentina.

Queda, por eso, la opción de hacer una vez más lo que hice siempre: contarlo, a ver si me lo creo.

Pero ya sé que recordar —también acá, incluso acá— sigue siendo un memorial de las derrotas.

¿Qué otra cosa se podría recordar?

O, mejor, el recuerdo: ¿no convierte en derrota todo lo que toca?

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