
Cuando les pregunto a mis pacientes a qué edad hicieron su primera dieta, cuántas dietas llevan hechas y qué consideran que falló, recibo decenas de respuestas, pero las más frecuentes van desde «a los diez años» o «a los 15, para que me entrara el vestido de la fiesta» hasta respuestas mucho más dolorosas: «siempre», «desde que tengo memoria».
Las respuestas a la segunda pregunta no son más alentadoras: «todas», «varias», «la del doctor X, la de los polvos H, la del libro Z, la del desayuno, la del gimnasio tal». Y todas fracasaron: «no la pude sostener», «me moría de hambre», «me aburrí», «solo pensaba en comida», «no sirvo para hacer dieta»… Y quizás la más frecuente y tan errónea «no tengo voluntad».
Aquí conviene hacer un alto y averiguar por qué hacemos dieta y cómo la dieta está casi tan ligada a la historia de la humanidad como la alimentación.
Los griegos tenían la palabra diaíta (de allí viene nuestra dieta) para hablar del control de los hábitos de vida, y no solo en relación con los alimentos. Un papiro egipcio, 2.000 años antes de la era cristiana, recomendaba: «Un vaso de agua calma la sed. Un puñado de vegetales fortalece el corazón. Toma una sola cosa en lugar de manjares. Un pedazo pequeño en lugar de uno grande».
«Que tu alimento sea tu medicina», decía el célebre médico griego Hipócrates siglos después, y más adelante el poeta romano Horacio alertaba a sus contemporáneos, que acostumbraban celebrar grandes banquetes y comilonas, de que «un cuerpo cargado de alimentos embrutece el espíritu y convierte en terrenal el aire divino que nos anima».
Y ya Galeno, en el segundo siglo de nuestra era, ensayó las primeras dietas para combatir el sobrepeso, que incluían la actividad física como uno de sus principios.
Lo cierto es que el cuidado del peso (o el combate al sobrepeso) fue una preocupación más o menos constante durante siglos, acompañando, también, ideales estéticos propios de cada época y creencias erróneas: hasta hace muy poco todavía podíamos escuchar aquello de que «un niño gordo es un niño sano».
A partir del siglo XIX comenzó a crecer la industria de las dietas, empujada, entre otras cosas, por la invención de las balanzas domésticas. A partir de allí surgieron innumerables maestros, profesionales y gurús, cada uno con su «dieta infalible» bajo el brazo.
Entonces, ¿cómo puede ser que, de tantas dietas infalibles, definitivas, que no-pueden-fallar, ninguna sea universal, aplicable para todo el mundo y que cumpla su cometido?
Después de más de 20 años de experiencia, de estudiar y disfrutar esta profesión, mi conclusión es que quienes hicieron esas dietas, todas, una, no importa cuál, solo trataron el síntoma, una y otra vez, sin contemplar las causas que los llevaron a él.
El peso, la punta del iceberg
El peso es solo la punta del iceberg, un síntoma que indica que algo en nosotros (cuerpo y emociones) no funciona bien. No es la causa en sí misma, es la consecuencia de diferentes aspectos que interactúan de manera variable y evolucionan con el ambiente y la etapa de la vida. Por eso, es un error pensar en el peso como en el único problema a solucionar. Hay, por detrás del síntoma, por debajo del iceberg, una cantidad de factores que inciden y que necesariamente tenemos que contemplar a la hora de empezar tu última dieta.

Porque, generalmente, el peso es lo único que ves, y no es tu culpa. Trabajaste una y otra vez sobre ese esfuerzo, de distintas maneras, pero siempre abordando qué, cuándo y cuánto comer y, a lo sumo, cuánta actividad física hacer.
Ese es, quizás, el concepto más relevante a la hora de elegir un plan para siempre, ya que, a medida que van pasando los años, el desgaste metabólico y emocional va dejando huella y los resultados son cada vez más difíciles de conseguir. Y más efímeros.
Hacer una y otra dieta lleva al agotamiento de recursos biológicos y económicos, y a obtener respuestas limitadas según el impacto de lo intentado. Además, a cada intento tenemos menor capacidad de respuesta biológica, sumada al lógico acumulado de desilusión y cansancio y al descreimiento, acompañado de la ilusión, que otra vez nos lleva a probar la «nueva oferta mágica» para por fin bajar de peso en forma definitiva.
¿Qué hay bajo la superficie del iceberg?
Ese iceberg, del que solo vemos la punta que emerge, tiene otros componentes más o menos invisibles bajo la superficie, y son, también, los que tenemos que tener en cuenta a la hora de determinar una dieta sana y definitiva.
Las dietas estrictas, que llevan a una reducción muy drástica de la ingesta, nos hacen pensar que se trata de algo que tiene un comienzo y un fin, por lo que nos pasamos deseando que ese proceso termine para volver a la vida anterior. Y, así, volvemos al punto cero, e incluso a más atrás.
Esos planes que solo trabajan en la punta del iceberg y que generalmente son restrictivos no permiten que el cuerpo se reeduque, aprenda, camine hacia un proceso que sea definitivamente eficiente y exitoso.
Por eso, te propongo generar los pilares de una dieta para toda la vida.
Para ello, para dejar de tratar el peso como un síntoma, hay algunos aspectos que tenemos que recorrer, para analizar las causas que llevan al peso sin trabajar solamente sobre el peso en sí.
Logística
Empecemos por el principio: antes de comer, tenemos que pensar qué comer. Esto parece una tontería, pero no lo es. Tarde, en casa, y agotados de la jornada diaria, no es el mejor momento para decidir qué compramos, qué cocinamos, cómo elaboramos. En ese momento es más probable que haya fallas en nuestra compra, por lo que no es una estrategia eficiente para tener una alimentación medianamente pensada.
En ese sentido, la logística es clave, y es, en general, un punto débil, porque pensar, planificar, organizar, comprar y cocinar llevan tiempo.
Como actualmente el tiempo es un bien tan preciado, hay que apuntar a optimizar ese aspecto tan importante. Pensar en términos de logística es un buen punto para comenzar a organizar una buena dieta.
Y ahí entra otro factor importante: tenemos que tener algún manejo básico de la cocina. Mi propuesta es que comamos casero, inteligentemente y sin excusas. Por supuesto que también dejamos previstas las salidas, las excepciones, los fines de semana, las vacaciones, la vida misma. Ninguna dieta que nos saque de la vida real es sostenible en el tiempo. Nadie quiere dejar de participar en esos eventos, esas instancias, y tenemos que aprender a convivir con esas situaciones.
Aislarse puede dar resultados puntuales sobre uno de los objetivos, que es el de la balanza, pero no va a funcionar a largo plazo.
A la hora de comer, tenemos que saber elegir la porción, la frecuencia y la ocasión, buscando comer con autonomía. Elegir porque queremos, porque lo disfrutamos, y no por obligación.
Vamos a pensar en un proceso que podamos mantener en el tiempo, en lugar de perseguir números de balanza que, también, son insuficientes y muchas veces estresantes.
Queremos vernos bien y dejar de dietar.


Salud y sabor
Salud y sabor pueden y deben convivir felizmente. Si permanentemente nos prohibimos cosas o separamos lo que nos hace bien de lo que nos da felicidad, vamos a fallar, seguramente, en alguno de los dos aspectos. Estamos concebidos para disfrutar, para sentir placer, y la comida recorre circuitos de recompensa que son muy importantes. Es sabido que al comer nuestro cerebro genera endorfinas, la llamada «hormona de la felicidad», y cuando no es capaz de generar niveles suficientes de endorfinas da lugar a perjuicios en el estado de ánimo, algunos de ellos importantes.
Además, cuando hacemos dietas muy restrictivas, en las que pasamos hambre, extrañamos algunos alimentos o nos pasamos pensando en los «permitidos» del fin de semana, el cerebro boicotea esos esfuerzos y entra en un «modo ahorro», que, como el celular, va cerrando aplicaciones. Así, lo prohibido se vuelve tentador.
Vamos a transitar el camino del disfrute, en pos de que sabor y salud tengan una convivencia feliz. Es posible.
Vamos a intentar derribar esa diferencia entre el «modo dieta», que nos hace cuidarnos y prohibirnos cosas, y el «modo derrape», cuando no lo estamos.
Vamos a construir un proceso que vaya por el medio, que cumpla los objetivos, que trate las causas y no solo el abordaje del peso, y que nos permita disfrutar como nos lo merecemos.
Otras razones que llevan a la punta del iceberg
Ya vimos que qué comemos y cómo comemos tienen una incidencia muy importante en nuestro cuerpo. Sin embargo, esos factores no son los únicos, y tampoco funcionan igual para todo el mundo.
La genética, la gestión del intestino y las emociones
El factor común de la mayoría de las dietas es que no tocan el aspecto emocional. Eso no es concebible, porque no hay comida sin emociones y no hay sobrepeso sin emociones.
Aunque estemos en un buen peso, esa punta del iceberg es a fuerza de herramientas, sacrificios y malabares tan imponentes que no son saludables; por eso, nuestro camino tiene que pasar por las emociones.
Vamos a bucear profundamente en busca de herramientas que nos permitan diferenciar entre el hambre emocional y el hambre real, y conocer algunas prácticas del mindfulness respecto de la comida, que es algo de lo que no podemos escapar: no hay vacaciones, no hay divorcios, podemos pelearnos y mucho con la comida, pero no nos podemos separar de ella, siempre va a estar y vamos a tener que enfrentarla varias veces todos los días de nuestra vida.
Queremos tener una relación armoniosa con la comida que nos permita estar sanos, disfrutar y tener buena calidad de vida en todo sentido. Es una frase que no por repetida deja de ser cierta.
Metabolismo y hormonas
No está bien embarcarse en un proceso sin conocer a los enemigos, pues hay veces en que no sabemos que los tenemos. Por ejemplo, situaciones metabólicas o fisiológicas, como insulinorresistencia, disfunción tiroidea, vitamina D baja, que si no sabemos de su existencia no podemos combatir.
Pensar desde ese lugar es importante e implica mirar la parte más profunda del iceberg.

Una pregunta que siempre me hacen: «Al final… ¿cuánto tengo que bajar?, ¿cuánto debería pesar? ¿Cuál es mi peso ideal?». Mi respuesta es que no hay un peso ideal y que la medida peso, por sí misma, puede resultar insuficiente y muy arbitraria; ese es el contenido de este capítulo.
Para empezar, a la hora de hacer la valoración nutricional en el consultorio, utilizamos distintos instrumentos. Balanza de composición corporal, tallímetro, centímetro.
Tengo muy claro que para hacer un diagnóstico no me puedo quedar con un solo indicador, con un solo número. Ni siquiera con el índice de masa corporal, que probablemente alguna vez lo calculamos en casa, esa fórmula «peso sobre el cuadrado de la altura en centímetros». Seguro que alguien, alguna vez, te lo calculó con una ruedita de cartón.
Generalmente, lo que todos tenemos en casa es una balanza, y ahí es donde empiezan los problemas: la balanza sola, por sí misma, con su número frío, q