Solas (Trilogía Justicia 2)

Javier Díez Carmona

Fragmento

solas-epub-3

1

Al otro lado de los cristales todo era oscuridad. Imposible distinguir el brillo de las estrellas, las luces de algún auto descarriado ni, mucho menos, el fulgor de una farola. La niebla diluía las siluetas de los pinos, el sufrimiento de los manzanos desnudos y el vacío de un valle que, demasiado lejos, se preparaba para el sueño. Pero el vacío, el auténtico, no estaba en los campos desiertos, sino en la butaca que, paralela a la suya, delataba una ausencia cuyo dolor no mitigaba la botella abierta frente a ella. Aceptando su falsa invitación, Agurtzane Loizaga se sirvió el primer trago.

Desperdigados sobre la alfombra, los exámenes esperaban que la doctora Loizaga, catedrática de Economía Aplicada, terminara de lamerse las heridas para dedicar una o dos tardes a corregirlos. Pero no podía. Era incapaz de renunciar a la tortura de sus recuerdos, incapaz de aceptar su estupidez y su destino. No le quedaban fuerzas para afrontar la aridez de aquellos folios mal redactados.

Asentado siglos atrás en la cima del puerto de La Escrita, lejos de la carretera y el ruido de los escasos vehículos que la transitaban, el caserío Ilbeltza parecía el centinela de Karrantza, un cancerbero de piedra y roble que, desde su privilegiada posición, dominaba un exuberante tapiz de bosque y prado, un paisaje inexistente cuando la oscuridad se cernía sobre la casa.

Lola y Agurtzane conocieron Ilbeltza una calurosa mañana de mayo. Contra el cielo azul se recortaba la joroba gris de Peña Jorrios. Los manzanos lucían flores pequeñas y muy blancas que a Lola le recordaban pendientes de nácar. No pudo evitar una sonrisa desdibujada que perduró mientras evocaba cómo se tomaron de la mano, cómo dejaron que sus miradas se perdieran en la profundidad de una tierra domada siglos atrás y, sin embargo, salvaje en apariencia. Cómo se enamoraron de esa imagen. Cómo se lanzaron a comprar aquel baserri a medio reformar enclavado en lo alto de un puerto de montaña en el corazón de Las Encartaciones, un lugar desconocido para ambas. Los cuarenta y cinco kilómetros que lo separaban de Bilbao les parecieron entonces una distancia cómoda, adecuada para quienes buscaban a un tiempo distancia y proximidad. Un bucólico paraíso de paz, pensaron entonces sin soltarse de la mano.

Vació el vaso y volvió a llenarlo. Era incapaz de pensar en nada que no fuera su abandono. Ni en los exámenes, ni en las clases sin preparar, ni en el riesgo que entraña descender La Escrita en las madrugadas de invierno, los arcenes congelados y la bruma recostada en el asfalto. Tampoco en los silencios que llenaban los pasillos de la facultad cuando, ojerosa, despeinada y vestida con la ropa del día anterior, se arrastraba camino de su despacho. Estaba acostumbrada a ser la víctima de los rumores más jugosos, más sangrantes, que circulaban por el claustro. Desde que se divorció de Alberto y comprendió que, con treinta y cinco años, quedaba mucha vida por vivir.

Aquella separación fue la comidilla perfecta para profesores, secretarios y bedeles, hastiados correveidiles incapaces de encontrar en sus vidas alguna forma de diversión. No solo porque Alberto Quiroga, con sus canas milimétricamente peinadas y su eterno bronceado, fuera más respetado en la universidad que el propio decano. Catedrático de Economía Actuarial, ponente en centenares de congresos en todo el mundo, asesor oficioso del gobierno autonómico y tutor de decenas de tesis doctorales, incluida la de una joven Agurtzane que entonces no supo sustraerse a su magnética madurez. No. Si su divorcio sustituyó al fútbol y a los culebrones como tema principal de las sesudas conversaciones entre doctores y licenciados fue porque, tras abandonar a Quiroga, comenzó a salir con mujeres.

Algo se movió contra las paredes, algo reptó y rozó su mano provocándole un escalofrío. Pero solo era una de las muchas sombras esculpidas por las llamas. O tal vez una ilusión inventada por el alcohol y su estómago vacío. Más allá del ventanal no se veía nada. Tinieblas, lluvia y ausencia. Solo ausencia desde que Lola se fue.

Dejar a Alberto, huir de aquella casa de muebles que pretendían ser antiguos y solo eran viejos, fue lo mejor que le pudo pasar. En Bilbao brillaba la vida. Una vida más allá de las investigaciones académicas, las tardes en silencio y la compañía amable y educada. Una vida hecha de sonrisas, música, cenas hasta altas horas de la madrugada, bailes, alcohol y sexo. Un sexo diferente. Un sexo, por fin, pleno.

La primera fue una amiga de la infancia, una compañera de colegio con quien, al albor de la pubertad, compartió confidencias, cuchicheos sobre chicos y gustos musicales. Tropezó con ella a una hora a la que su exmarido estaría comenzando su gimnasia matutina. Quizá fue la alegría del reencuentro, quizá el exceso de alcohol. O quizá era el momento de abandonar inhibiciones y caminar por una senda anhelada y negada a lo largo de los años. El caso es que amaneció en su cama, desnuda, satisfecha y feliz.

Un golpe. En la puerta trasera, junto a la cocina. Agurtzane tragó saliva y su respiración se suspendió hasta hacerse inau­dible. Incluso las nubecillas de vapor que flotaban frente a su boca desaparecieron en el frío del salón. Sin ruido, pegó la frente contra el cristal incapaz de comprender, al filo de la borrachera, que su silueta se recortaba en la ventana con toda nitidez. Aguzó el oído. Nada. Solo el chasquido de la leña, los latidos de su corazón y un jadear ansioso cuya procedencia tardó en reconocer. Y otro golpe. Diáfano, inconfundible. Una puerta acababa de cerrarse. Se separó de la ventana y, a la carrera, regresó al sillón. Agarró la botella por el cuello y, tratando de contener el pánico, se arrastró hacia la parte de atrás.

La oscuridad era tan profunda que incluso ella, que indicó a los albañiles por dónde tirar y por dónde levantar tabiques y pasillos, dudó del camino a seguir. A su izquierda había un interruptor, una forma inequívoca de delatarse. Agazapada en el umbral, trató de pensar. Tenía miedo. Estaba sola en un caserío anclado en un puerto de mon­taña, a dos kilómetros de la vivienda más cercana. A una hora de la ciudad, la civilización, las comisarías. ¿Qué haría Lola en su lugar? Lola, tan decidida, tan persuasiva que la convenció para comprar aquella casa perdida en ninguna parte. ¿Qué haría? Lola jamás se separaba del móvil. Seguramente ya habría llamado a emergencias, ya habría pedido ayuda de alguna forma. Pero su teléfono estaba lejos, dormido en el fondo del bolso, junto a las llaves del coche, la cartera y la esperanza. Aferró con fuerza la botella, húmeda de su propio sudor, apretó los dientes hasta hacerse daño y, a gatas, se coló en la cocina.

Algo frío le tocó el rostro, algo se movió en la encimera, la puerta golpeó y la humedad se espesó sobre su piel. Con un alarido de pánico, se incorporó y lanzó la botella hacia el aliento que rozaba su pescuezo.

Falló.

El improvisado proyectil se estrelló contra la pared esparciendo restos de licor por las baldosas. Y Agurtzane se derrumbó entre gemidos mientras la puerta trasera, que debió de dejar abierta por la mañana, seguía golpeando y la niebla que se colaba por el umbral anegaba la estancia de terrores inventados.

Temblaba en el momento de cerrar y asegurarse de echar el pestillo. Revisó las ventanas, oteó en vano las tinieblas y regresó al refugio de la butaca, segu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos