Cuentos escogidos

Katherine Mansfield

Fragmento

Introducción

Introducción

Katherine Mansfield: entre lo visible y lo oculto

De acuerdo con numerosos testimonios, Katherine Mansfield siempre se sintió fuera de lugar. Sabía que no encontraría aquello que necesitaba —«poder, riqueza y libertad»— en su Nueva Zelanda natal, sobre la que sin embargo tanto escribió. Katherine, o Kass, o K. M., o Kathleen (el nombre que le pusieron sus padres), al parecer, entendió desde niña que aquel ambiente, construido sobre las rígidas convenciones propias de la clase media colonial a finales del siglo XIX, no era el suyo. Su vida, como la de los personajes de sus historias, estuvo marcada por el destierro y, de alguna manera, por la soledad. A pesar de que se codeó con todo tipo de personalidades artísticas y literarias (D. H. Lawrence, Virginia Woolf y otros miembros del grupo de Bloomsbury) y de que su abundante vida social marcó su producción literaria, Mansfield adoptó en sus narraciones cierta distancia, actitud que respondía quizás a su naturaleza huidiza y que le permitió ser testigo de lo que la rodeaba y contarlo como pocos lo habían hecho hasta entonces.

Mansfield era una observadora nata de los detalles que conforman nuestra existencia cotidiana y todo lo que subyace a ellos. Sus historias querían llegar al fondo de las cosas, aunque al menos en una ocasión dejó constancia de que solo estaban «rozando la superficie, nada más».[1] Con toda seguridad, su capacidad de observación se vincula con su novela familiar. En la biografía de referencia, Katherine Mansfield: una vida secreta,[2] Claire Tomalin recuerda que fue «la hija rara» de un padre que dedicó su vida a escalar puestos en el mundo empresarial y de una madre cuya posición acomodada le permitía dedicarse a leer, escribir cartas y organizar fiestas. En 1889 el padre de Katherine pasó a ser socio en su empresa y más tarde a formar parte del consejo de administración del Banco de Nueva Zelanda, lo que le permitió ofrecer a su familia una vida llena de comodidades. Katherine cuenta en sus diarios que su madre dirigía la vida social familiar y que daba mucha importancia a las apariencias, encargando vestidos para sus hijas e impartiendo órdenes al servicio. La infancia de Mansfield en Nueva Zelanda aflora en muchos de sus relatos.

El apellido de soltera de su madre, Annie Burnell Dyer, le sirve para bautizar a una de las familias recurrentes de su ficción: los Burnell, protagonistas de dos de sus historias más largas y celebradas, «En la bahía» y «Preludio», así como de la inolvidable y emotiva «Casa de muñecas». Incluidos en la presente selección, los tres cuentos son una muestra del talento infalible de Mansfield para colocar a los personajes en un escenario, insuflarles vida y dejar que sean ellos los que, a través de sus palabras, gestos y acciones, construyan la trama. (Es evidente en los tres la herencia directa de quien ella consideraba su maestro, Antón Chéjov). Cabe señalar también que son las niñas de la familia, un claro paralelismo con las hermanas de Katherine, las que se anclan con mayor facilidad en el imaginario del lector: la mandona primogénita, Isabel, un ejemplo de la perfecta niña victoriana; la pequeña y dulce Lottie; y Kezia, el alter ego infantil de Mansfield. Kezia no solo comparte inicial con su creadora, sino que también representa el espíritu rebelde e inconformista que la propia Katherine habría tenido en su infancia. Las disparidades entre las tres hermanas se observan claramente en «Casa de muñecas». En este cuento, las niñas reciben una casa de muñecas de regalo, e invitan a sus compañeras de clase a verla. A todas, excepto a las hermanas Kelvey, hijas de una lavandera y de un presidiario, marginadas y maltratadas por toda la comunidad. Kezia se pregunta por qué tiene prohibido hablar con las Kelvey, qué diferencia sustancial hay entre ellas y sus propias hermanas, de dónde vienen los distintos comportamientos que las niñas observan y aprenden de los adultos. Pero todas estas preguntas, por supuesto, no se explicitan en el texto, sino que lo recorren como un río subterráneo.

Los cuentos relacionados con la familia Burnell no son los únicos que tratan el tema de la clase y las diferencias sociales. En «Fiesta en el jardín», Mansfield muestra los contrastes entre una acomodada casa familiar —con jardín, porche de columnas blancas, trabajadores que colocan una marquesina para la fiesta bajo las órdenes de la señorita Laura— y la miseria y la desesperación de las clases bajas que aparecen al final. De hecho, en el desenlace se esconde también otra de las claves de su obra: la incesante búsqueda de lo innombrable. Y es que, como bien señala Ali Smith en su introducción a The Collected Stories of Katherine Mansfield, este cuento acaba mostrando cómo «un tipo distinto de realidad, final e inevitable, provoca la ruptura de la superficie formada por las convenciones sociales».[3]

Esta ruptura, podríamos argumentar, a veces conduce a los personajes al mutismo, al tartamudeo, a la imposibilidad de nombrar aquello que tienen delante y que les punza irremediablemente. Un ejemplo perfecto de la incapacidad de alcanzar con palabras lo que se quiere decir se ve de manera clara en «Psicología», la historia de un hombre y una mujer que son incapaces de expresar la devoción que sienten el uno por el otro. Después de una velada de conversaciones aparentemente insustanciales, se despiden sin haberse dicho nada, conscientes de sus propios sentimientos y, de alguna manera, de los de la otra persona:

Lo especial y emocionante de su amistad residía en la total entrega de ambos. Como dos ciudades en medio de una vasta llanura, sus mentes se abrían la una a la otra. Y él no irrumpía en la de ella como un conquistador, armado hasta los dientes y sin notar nada salvo un colorido flamear de sedas, ni ella hacía su entrada como una reina que pisara pétalos de rosa. No, eran viajeros serios y entusiastas, centrados en comprender lo visible y en descubrir lo oculto, que aprovechaban la extraordinaria oportunidad que se les presentaba de comportarse con total sinceridad el uno con el otro.

¿Cómo se nombra, entonces, lo innombrable? Cuentos como «Su primer baile», «La lección de canto», «Felicidad» o «El desconocido», recogidos en la presente edición, son ejemplos de lo que podríamos llamar la sinestesia narrativa de Mansfield, a través de la cual conecta lo que sienten sus personajes con los olores, colores y sonidos del mundo que habitan. Para alcanzar lo inasible, no solo deja a sus personajes tartamudeando al final de los cuentos, sino que se sirve de una permanente interacción entre el mundo exterior y el interior. Al abordar por medio del lenguaje los momentos de la vida en los que el tiempo parece detenerse por causa de una fuerte emoción, Mansfield presenta a sus personajes como criaturas permeables al mundo y al mundo como un escenario permeable, interpretable, definible a partir del momento psicológico y emocional de quienes lo habitan. Así arranca «Felicidad», uno de sus cuentos más brillantes:

Aunque tenía treinta años, Bertha Young seguía viviendo momentos como el actual, en los que quería correr en vez de andar, subir y bajar el bordillo de la acera dando pasos de baile, echar a rodar un aro, arrojar algo al aire y atraparlo, o quedarse quieta y reírse de... nada... de nada, sencillamente. [...] ¿Acaso no hay manera de expresarlo sin parecer ebria y «alterar el orden público»? ¡La civilización es idiota! ¿De qué sirve tener un cuerpo si nos recomiendan dejarlo guardado en un estuche como si fuese un violín precioso?

¿Para qué sirven las convenciones sociales de esa civilización de la que Mansfield se ríe en los primeros párrafos de «Felicidad»? Como pronto aprendió la propia autora, a veces apuntaban a coartar las aspiraciones de las muchachas rebeldes. En relación con ello, la juventud de Mansfield se puede leer como una tensión permanente entre dos orillas y dos caminos. La orilla neozelandesa, de la que siempre ansió escapar, y la británica, donde encontró por primera vez un lugar en el que se sentía comprendida. El camino de la castidad, por un lado; el de la liberación sexual, por el otro. La narrativa de Mansfield sin duda se vio enriquecida por la precoz comprensión que la autora tuvo de su bisexualidad y por las relaciones que mantuvo tanto con hombres como con mujeres a lo largo de su corta vida. En sus años de formación, Mansfield no solo acudió al Queen’s College, un colegio liberal para señoritas en Londres, sino que también viajó a París y a Bruselas, conoció el ambiente bohemio de la Europa del momento y tomó conciencia de algunas nociones feministas que comenzaban a calar en la sociedad. En una carta a una amiga, Katherine escribe:

Me gusta tanto que todas las mujeres tengan un futuro definido... ¿a ti no? La idea de esperar sentada a un marido me resulta muy lamentable... y la verdad es que es la actitud de muchas chicas... Casi me hizo sonreír leer que deseas poder crear tu destino... Oh, cuántas veces he sentido exactamente lo mismo. Anhelo tener poder sobre las circunstancias.[4]

«Poder, riqueza, libertad». Las aspiraciones personales de Mansfield son también los anhelos de sus personajes. A los temas ya mencionados se suman otros universales como el amor y la muerte, sobre todo en los cuentos que escribió cuando enfermó de tuberculosis (el propio «Fiesta en el jardín» es un ejemplo), teñidos de una amenaza de finalidad. En Suiza, a donde viajó para intentar curarse, Mansfield escribió algunos de sus mejores cuentos: los ya mencionados «Fiesta en el jardín», «En la bahía», «Casa de muñecas», así como «Su primer baile», que, a pesar de ser una de sus historias más luminosas, conserva la profundidad y la pesadez que sienten los personajes al constatar el imparable paso del tiempo.

Algunos de los personajes de Mansfield, sobre todo las mujeres jóvenes de sus cuentos, que se muestran casi siempre alerta y espabiladas, parecen compartir la preocupación que pone de relieve Ursula K. Le Guin en el cuento «Los que se marchan de Omelas» (1973), en el que postula que, para que una sociedad como la nuestra, obsesionada con el dinero y la comodidad, viva tranquila, debe existir un oscuro contrapeso: el sufrimiento de los demás. Algo parecido vislumbra Fanny, la protagonista recién casada del cuento «Luna de miel», cuando, sentada en una terraza con su marido, observa:

«¿Así es la vida también? —pensó Fanny—. Hay gente así. Hay sufrimiento». Miró el espléndido mar, que lamía la tierra como si la amara; y el cielo, deslumbrante con el brillo que precedía el atardecer. ¿Tenían George y ella el derecho a ser tan felices? ¿No era cruel? Debía de haber algo en la vida que hiciera posible todo esto. ¿Qué era?

¿Qué es lo que hace posible que unos vivan y otros tan solo sobrevivan? Ursula K. Le Guin, Katherine Mansfield y numerosos literatos se han preguntado lo mismo a lo largo de la historia. Estas cuestiones tan universales pueden abordarse desde incontables frentes; mientras otros escritores se centran en analizar las estructuras jerárquicas de la sociedad, Mansfield indaga en la psique de sus personajes, en lo que sienten ante el mundo y en las situaciones que presencian. En «Luna de miel», por ejemplo, dos personas que se aman son incapaces de comunicarse, mientras que el inolvidable final de «El desconocido» sugiere que, quizá incluso cuando estamos con la persona amada, no estamos solos con ella, sino que siempre nos acompañan los fantasmas del mundo interior y secreto del otro.

El lujo del que disfrutan las clases medias y altas convive en los cuentos de Mansfield en claro contraste con el sufrimiento de aquellos que no disponen de recursos suficientes y se ven obligados a servir a los demás. Quizás el cuento que trata este tema de manera más contundente sea «La niña que se sentía cansada». Este texto (cuyo final no revelaremos) narra la historia de una jovencísima sirvienta, encargada de cuidar de los hijos de una familia de clase baja en condiciones que hoy consideraríamos de esclavitud. La niña debe limpiar, cocinar y mantener tranquilos a tres niños pequeños y a un bebé. A través de estas historias protagonizadas por sirvientes y familias de clase baja, Mansfield parece cuestionar su propia posición en el mundo. Utiliza su capacidad de escucha para transmitir al lector los sonidos, los olores y las texturas de un mundo que ella nunca llegó a habitar del todo, que veía desarrollarse en los márgenes de su privilegio.

Cabe destacar que «La niña que se sentía cansada» se puede considerar una traducción libre del cuento de Chéjov «Ganas de dormir», que Mansfield leyó en 1909, un año crucial en su vida. Fue el momento en que, tras quedar embarazada de un amigo de la infancia, Garnet Trowell, y ser rechazada por los padres de este, se apresuró a casarse con George Bowden, un académico casi diez años mayor que ella. Cuando Katherine se negó a consumar el matrimonio, ambos se distanciaron. La madre de Katherine llegó desde Nueva Zelanda para intentar averiguar qué estaba sucediendo en la vida de su hija más conflictiva y, al darse cuenta de la situación, la llevó a Alemania, donde Katherine sufrió un aborto involuntario. De su estancia en Alemania nacerán las narraciones recogidas en la colección En una pensión alemana (1911), la primera que se publicó y cuyos cuentos Mansfield más tarde rechazaría por considerarlos demasiado juveniles. Sin embargo, aquella temporada será para la escritora la semilla de algo mucho más decisivo en su vida: la cadena de enfermedades que supusieron un imparable deterioro de su salud y, finalmente, una muerte temprana cuando tenía tan solo treinta y cuatro años.

Después de que su madre regresara a Nueva Zelanda y borrara a su hija para siempre de su testamento, Mansfield se recuperó de su aborto y conoció a un joven polaco llamado Floryan Sobieniowski, un intelectual que le enseñó por primera vez la obra de Antón Chéjov. Pero aquello no fue lo único que Floryan le dejó a Katherine; también la contagió de gonorrea, la primera de muchas enfermedades que Mansfield sufriría en adelante. Aquejada de varios síntomas incapacitantes, se sometió a una operación que no hizo sino empeorar la situación. Podríamos decir que, al mismo tiempo que Mansfield leyó a Chéjov por primera vez, se activó en ella una cuenta atrás paralela a la que había sufrido el padre del cuento moderno unos años antes. Los avances médicos que hicieron de la gonorrea una enfermedad curable tardarían años en llegar, y la consiguiente debilidad convirtió a Katherine en una presa fácil para la tuberculosis, que finalmente acabó con su vida en 1923.

Mansfield escribió casi siempre entre dolores, medicamentos y estancias en el continente europeo orientadas a mejorar su salud. En una entrada de su diario en 1914 escribe: «¡Dios mío, Dios mío, permíteme trabajar! ¡Qué tiempo desperdiciado! ¡Desperdiciado!», lo que prueba el deseo constante de desarrollar su creatividad. Sin embargo, hubo épocas de su vida en las que no producía las historias brillantes que se recogen en esta edición. Tras formar pareja con quien más tarde sería su marido y editor, John Middleton Murry, por aquel entonces joven director de una revista literaria, y mientras esperaba a que George Bowden, su primer marido, le concediera el divorcio, Mansfield pasó muchas penurias. Además de tener que lidiar con las secuelas de su enfermedad, Katherine ya no disfrutaba de la estabilidad económica de su infancia y juventud. Murry y ella no siempre disponían de dinero e iban de casa en casa, ayudados por la hospitalidad de amigos, algunos tan reconocidos como D. H. Lawrence, con quien trabaron una fuerte amistad. A pesar de su relación con Murry, que siempre fue tormentosa y, según ambos, «algo infantil», Katherine mantuvo el contacto con diversos y diversas amantes, vivía una vida relativamente independiente de su marido y seguía buscando saciar su espíritu aventurero.

Otro de los motivos que vemos en sus cuentos es el viaje, el transporte, el cambio de lugar. Muchos de sus personajes suben a trenes, barcos, carruajes, transformándose casi a la par que el paisaje. Dos de sus cuentos más reconocidos e incluidos también en esta antología, «Un viaje indiscreto» y «Je ne parle pas français» están directamente basados en el viaje que emprendió la autora en 1914 a Francia. Corrían tiempos difíciles, y Mansfield tuvo que engañar a los oficiales del ejército francés para poder visitar a uno de sus amantes, Francis Carco. En él está basado el personaje de Raoul Duquette, el narrador de «Je ne parle pas français», una de sus voces narrativas más inclasificables y un personaje escurridizo y posiblemente bisexual. Así pues, las vivencias de la autora se entrelazan a menudo con sus ficciones. Los viajes que hizo se trasladan a sus historias como una especie de interrogante, están llenos de personajes que atraviesan una situación complicada o se enfrentan a un conflicto. Mansfield pone así en escena las incertidumbres, los estados pasajeros y las dudas que pueblan los momentos vitales que relataba con tanta maestría.

En mayo de 1919, Mansfield escribe a Woolf parafraseando a Chéjov: «Lo que hace el escritor no es tanto contestar a la pregunta, sino plantearla. Debe plantearse una pregunta. Para mí, esa es una buena línea divisoria entre el falso escritor y el verdadero». El hecho de que Mansfield conciba las historias como interrogantes es importante porque nos apela directamente como lectores. Mansfield no escribe para el lector pasivo e indiferente; escribe para quien abre un libro sabiendo que, si le quiere sacar el máximo partido, tendrá que poner mucho de su parte. Este tratamiento de la ficción como reto y como juego es parte del valor de su literatura. Ella, a quien tanto le gustaba el teatro, la mímica, lo que hoy llamaríamos la performance, nos invita a ser parte de su elenco.

Tras la muerte de Mansfield en 1923, Virginia Woolf escribe sobre ella en su diario:

Cuando me puse a escribir, sentí que no tenía sentido hacerlo. Katherine no lo va a leer. Katherine ya no es mi rival. [...] En ocasiones nos mirábamos muy resueltas la una a la otra, como si hubiéramos alcanzado cierta amistad duradera a través de los ojos. Los suyos eran muy bonitos, perrunos, marrones, muy separados, con una expresión permanente, lenta, bastante fiel y triste. [...] ¿Yo le importaba? A veces me lo decía, me besaba, me miraba como si (¿son esto sensiblerías?) sus ojos quisieran ser siempre fieles. Me prometía que no olvidaría. Eso es lo que nos dijimos al final de nuestra última conversación. Me dijo que me mandaría su diario para que lo leyera, que me escribiría siempre. [...] Yo sentía envidia de lo que ella escribía: la única escritura de la que he sentido envidia. [...] Tengo la sensación de que pensaré en ella a intervalos durante toda la vida. Probablemente tuviéramos algo en común que no volveré a encontrar nunca en nadie más.[5]

Las escritoras se habían conocido años antes y habían trabado una profunda pero inestable amistad, que Mansfield, en su naturaleza esquiva, a ratos rehuía. Sus paseos hablando sobre literatura y escritura se habían visto mermados por la frágil salud de ambas. Mientras Mansfield sufría los estragos de la gonorrea y posteriormente de la tuberculosis, Woolf luchó toda la vida con una precaria salud mental que la llevaría al suicidio a los cincuenta y nueve años.

Mansfield escribió durante una buena parte de su corta vida a contrarreloj. Reflejo indudable de esa urgencia, los numerosos cuentos que alumbró en apenas quince años buscan penetrar en la psicología de los personajes para mostrarnos su relación con el mundo y con la época que habitaron. Son historias rebosantes de niñas, ancianos, jovencitas a punto de casarse, muchachos viajeros, matrimonios complejos y un sinfín de criaturas nacidas de una de las plumas más brillantes del modernismo anglosajón. Con ellos y con sus jardines, sus salones de baile, sus colegios, sus calles y sus hogares, Mansfield intentó arañar la superficie de las cosas. Mujer altiva e inquieta, que buscó la aventura durante toda su vida, no estaba segura de haber conseguido romper esa superficie y llegar a lo que subyace a nuestros gestos, nuestras palabras y los momentos punzantes que atravesamos a lo largo de la vida. Katherine Mansfield, que sabía muchas cosas, se equivocó en esto último. Hoy comprendemos —y los cuentos recogidos aquí son testimonio de ello— que su pluma quebró definitivamente la superficie. Ahora lo mejor que podemos hacer los lectores es acercarnos a esa grieta y asomarnos.

PAULA DUCAY

Nota sobre los textos

Nota sobre los textos

El gusto de Katherine Mansfield por disfrazarse, alterar su nombre y seguir las corrientes que le interesaban se refleja también en su escritura. A lo largo de su corta pero fructífera carrera compuso una gran variedad de textos. Aunque podemos encontrar motivos y temas que les otorgan coherencia, a la autora le gustaba jugar con la forma y el lenguaje, probar técnicas nuevas, improvisar e innovar. En esta edición aspiramos a presentar no solo una selección de sus mejores cuentos, sino también una muestra de su enorme versatilidad.

Los relatos de Mansfield conforman cinco colecciones, tres de ellas publicadas en vida y otras dos editadas tras su muerte por su marido y albacea, John Middleton Murry. Cabe recordar, con todo, que muchos vieron la luz primero en revistas y periódicos, mientras que otros se publicaron en volúmenes independientes. A continuación, resumimos la procedencia de los textos incluidos en nuestra selección.

En una pensión alemana (1911), el primer libro, se compone sobre todo de relatos aparecidos en la revista The New Age entre 1910 y 1911. Es el caso de los que aquí se recogen —«Frau Brechenmacher asiste a una boda», «Casa Lehmann», «Día de parto» y «La niña que se sentía cansada»—, que se escribieron cuando Mansfield tenía entre diecinueve y veinte años. En la década siguiente, se distanció de la colección y se negó a que se reimprimiera, aduciendo que los cuentos le parecían carentes de «calidad suficiente» y demasiado «juveniles». Con todo, no descartó la posibilidad de una edición futura, con un prólogo explicativo, que por desgracia nunca llegó a escribir. Sea como fuere, creemos que los cuentos hablan por sí solos, y el último presenta el interés adicional de ser una reescritura del cuento «Un asesinato» (también llamado «Ganas de dormir»), de Antón Chéjov, un autor vital para Mansfield.

De Felicidad y otros cuentos (1920) hemos seleccionado ante todo «Preludio», casi una novela corta que se publicó por separado en 1918 en la Hogarth Press, la editorial de Virginia y Leonard Woolf. Incluimos el otro relato largo de la colección, «Je ne parle pas français», publicado en 1920 en la Heron Press, una editorial de cortísima vida fundada por Murry. Cabe notar que, cuando el cuento se incluyó en Felicidad y otros cuentos, Murry y Michael Sadleir, el editor de Mansfield en la editorial Constable, la convencieron de la necesidad de censurar algunas partes «demasiado explícitas en lo sexual», cosa que ella hizo a regañadientes y de la que luego se arrepintió. Hemos recuperado la versión sin cortes. También incluimos «Felicidad», publicado en 1918 en The English Review; «El viento sopla», publicado en la revista Signature en 1915; y «Psicología», publicado por primera vez en la colección misma.

De Fiesta en el jardín y otros cuentos (1922) hemos escogido «En la bahía», otro relato que frisa la longitud de una novela corta, publicado en la revista London Mercury en 1922; «Fiesta en el jardín», publicado en dos partes en The Saturday Westminster Gazette y Weekly Westminster Gazette ese mismo año; «Las hijas del difunto coronel» y «El desconocido», publicados en London Mercury en 1921; «Su primer baile» y «La lección de canto», ambos publicados en el periódico The Sphere en 1921.

El nido de la paloma y otros cuentos (1923) apareció unos meses después de la muerte de la autora, con un prefacio de Murry, e incluía varios fragmentos de historias inconclusas, así como los seis cuentos completos que ofrecemos en la presente edición: «Casa de muñecas», «La mosca» y «Luna de miel», publicados por primera vez en The Nation and Atheneum, en 1922; «Una taza de té», publicado en The Story-Teller en 1922; «Toma de hábito» y «El canario», aparecidos en The Nation and Atheneum en 1923.

Algo infantil y otros cuentos (1924) se publicó un año después de la muerte de Mansfield. Murry explica en la nota preliminar que la antología recoge cuentos escritos entre el primer y el segundo libro de Mansfield, es decir, entre 1911 y 1920. Tal vez debido al largo periodo, se trata de la colección más ecléctica de la autora, con una gran variedad de temas y estilos. «Cómo secuestraron a Pearl Button» y «La mujer de la tienda» se publicaron por primera vez en 1912 en la revista Rhythm, fundada por Murry. «Millie» se publicó en The Blue Review en 1913; «Algo infantil, pero muy natural» en Adelphi en 1914. Incluimos también «Un viaje indiscreto», fechado en 1915, y «Veneno», fechado en 1920 —ambos inéditos hasta su inclusión en el volumen póstumo.

CUENTOS ESCOGIDOS

En una pensión alemana (1911)

En una pensión alemana

(1911)

Frau Brechenmacher asiste a una boda

Frau Brechenmacher asiste a una boda

Arreglarse no era un asunto fácil. Después de cenar, frau Brechenmacher metió en la cama a cuatro de sus cinco críos, permitiéndole a Rosa quedarse con ella para que le ayudara a abrillantar los botones del uniforme de herr Brechenmacher.

Luego repasó un poco con la plancha la mejor camisa de su esposo, sacó brillo a sus botas y dio un par de puntadas a la corbata de satén negro.

—¡Rosa! —gritó—, ve a buscar mi vestido y extiéndelo frente a la estufa para que se le quiten las arrugas. Acuérdate de que debes cuidar de los niños y de que no debes acostarte más tarde de las ocho y media. ¡Ah!, y no toques el quinqué; ya sabes lo que pasaría si lo hicieses.

—Sí, mamá —dijo Rosa, que tenía nueve años, pero que se sentía lo bastante mayor para cuidar de un millar de lámparas—. Pero déjame que me quede despierta. Bub podría despertarse y querer su leche.

—¡A las ocho y media! —ordenó frau—. Le diré a tu padre que te lo diga también.

Rosa frunció la comisura de los labios con disgusto.

—Pero... pero...

—Ya viene tu padre. Ve a la habitación y trae mi pañuelo de seda azul. Puedes ponerte mi chal negro mientras yo esté fuera.

Rosa quitó de un tirón el chal de los hombros de su madre y se lo colocó cuidadosamente sobre los suyos, anudando las puntas a la espalda. «Después de todo —pensó—, si me voy a las ocho y media a la cama, me lo dejaré puesto». Aquella decisión la consoló por completo.

—Bueno, ¿qué? ¿dónde está mi ropa? —gritó herr Brechenmacher colgando la cartera vacía del correo tras la puerta y sacudiéndose la nieve de las botas—. Por supuesto, nada estará preparado, y a estas horas todo el mundo se encuentra ya en la boda. He oído la música al pasar. ¿Qué has estado haciendo? ¿Todavía no estás vestida? No puedes ir de ese modo.

—Aquí lo tienes todo sobre la mesa. Y agua caliente en la jofaina. Lávate la cabeza. Rosa, dale a tu padre la toalla. Todo está listo menos los pantalones. No he tenido tiempo de recortarlos de abajo. Tendrás que remeterlos en las botas hasta que lleguemos allí.

—Bueno —dijo herr—. Aquí no hay sitio para moverse, y necesito luz. Ve a vestirte al pasillo.

Vestirse a oscuras no tenía para frau Brechenmacher la menor importancia. Se abrochó la falda y el corpiño, y se sujetó el pañuelo alrededor del cuello con un broche precioso, del que colgaban cuatro tintineantes medallas de la Virgen. Luego sacó el manto y la toca.

—¡Ven a apretarme esta hebilla! —gritó herr Brechenmacher. Estaba en medio de la cocina pavoneándose. Los botones de su uniforme azul relucían con ese entusiasmo que solo los botones oficiales poseen—. ¿Qué tal estoy?

—Magnífico —exclamó la pequeña frau, apretando la hebilla de la cintura y dándole un tirón aquí, un tirón allá—. Rosa, ven a ver a tu padre.

Herr Brechenmacher daba largas zancadas de un lado a otro de la cocina. Le ayudaron a ponerse el abrigo, y luego esperó a que su mujer encendiera la linterna.

—Bueno, acaba de una vez. Vámonos.

—El quinqué, Rosa —recomendó frau, cerrando de golpe tras ellos la puerta de la calle.

No había nevado en todo el día, y el suelo escarchado estaba tan resbaladizo como la superficie helada de un estanque. Hacía varias semanas que ella no salía de casa y, como aquel día había sido tan ajetreado, se sintió torpe y atontada. Apenas se había dado cuenta de que Rosa la había empujado para que saliese y de que su marido iba ya lejos, caminando apresurado.

—¡Espera, espera! —gritó.

—No. Se me van a mojar los pies. Apresúrate tú.

Fue menos molesto cuando entraron en el pueblo. Allí había cercas donde podía asirse, y desde la estación hasta la Gasthaus[6] habían preparado, esparciendo ceniza, un pequeño camino para los invitados.

La Gasthaus estaba resplandeciente. Todas las ventanas se hallaban iluminadas. De los salientes de la fachada pendían festones de ramitas de abeto. Las puertas, abiertas de par en par, lucían adornos de ramaje, y en el vestíbulo el patrono pregonaba su superioridad amedrentando a las camareras que corrían incesantemente de un lado a otro, llevando vasos de cerveza, bandejas con tazas, fuentes y botellas de vino.

—Suban las escaleras, suban las escaleras —tronó el propietario—. Dejen en el descansillo los abrigos.

Herr Brechenmacher se sintió tan intimidado ante aquellos modales que olvidó sus privilegios como marido hasta el punto de pedir perdón a su mujer por haberla empujado contra la barandilla, en sus esfuerzos por adelantarse a los demás.

Los amigos de herr Brechenmacher le saludaron con aclamaciones en cuanto entró por la puerta de la Festsaal, y frau se enderezó el broche y cruzó las manos, adoptando el aire digno que correspondía a la mujer de un cartero y a la madre de cinco hijos. La Festsaal estaba verdaderamente preciosa. Las tres grandes mesas se habían desplazado a un extremo a fin de dejar libre el resto de la sala para el baile. Del techo colgaban lámparas de petróleo, que esparcían una luz pálida y brillante sobre los muros decorados con flores y cadenetas de papel y sobre los rostros arrebolados de los asistentes, vestidos con sus mejores ropas.

A la cabecera de la mesa se sentaron los novios. Ella, con su vestido blanco adornado con franjas y lazos de cintas de color, parecía una tarta de nieve a punto de ser cortada y servida en pequeños trocitos al novio, que estaba a su lado. Este llevaba un traje blanco demasiado holgado para él y una corbata de seda también blanca que le subía hasta medio cuello. Agrupados en torno a ellos, con delicadas consideraciones al grado de parentesco, se sentaban los padres y parientes.

Sentada en un taburete, a la derecha de la novia, había una niña vestida con un traje de muselina arrugado. Llevaba colgada una guirnalda de nomeolvides tras la oreja. Todo el mundo reía, charlaba, se estrechaba la mano, entrechocaba los vasos y daba pisotones en el suelo. Un hedor a cerveza y a sudor llenaba el aire.

Frau Brechenmacher, después de saludar a los novios y a sus acompañantes, echó a andar tras su marido por el salón. Sabía que iba a pasar un rato agradable. A medida que olfateaba aquel olor a fiesta, que le era familiar, se distendía y sentía que entraba en calor y que se le enrojecía a la cara. Alguien le tiró de la falda y, al volver la cabeza, vio a frau Rupp, la mujer del carnicero, que arrastraba una silla vacía y la invitaba a sentarse a su lado.

—Fritz le traerá un poco de cerveza —dijo—. Hija mía, se le ha desabrochado la falda por detrás. No he podido menos de reír al verla cruzar la sala enseñando la cintita blanca de las enaguas.

—¡Qué horror! —exclamó frau Brechenmacher dejándose caer en la silla y mordiéndose los labios.

—Bueno, ya está —dijo frau Rupp, extendiendo sobre la mesa sus manos regordetas para contemplar con gozo reconcentrado sus tres anillos de viuda—. Pero hay que tener cuidado. Y sobre todo en las bodas.

—¡Y en una boda como esta! —declaró frau Ledermann, que se sentaba al otro lado de frau Brechenmacher—. ¿Cómo se le ocurriría a Theresa traer a la niña? Es hija suya, ¿sabe usted, querida?, y se la llevará a vivir con ella. Considero que es un pecado contra la Iglesia que una hija natural asista a la boda de su propia madre.

Las tres mujeres miraban atentamente a la novia, que permanecía muy quieta, con los labios contraídos en una sonrisa estúpida. Solo sus ojos se movían de uno a otro lado intranquilos.

—También le han dado cerveza —susurró frau Rupp—. Y vino blanco con hielo. Le van a estropear el estómago para siempre. Deberían haberla dejado en casa.

Frau Brechenmacher se volvió para mirar a la madre de la novia. Esta no apartaba la vista de su hija, pero, arrugando como un mono la frente morena, saludaba ceremoniosamente con la cabeza a un lado y a otro. Sus manos temblaban al levantar la jarra de cerveza, y, después de beber, escupía en el suelo y se limpiaba zafiamente la boca con la manga. Cuando la música empezó a sonar, siguió a Theresa con la mirada, observando recelosa a todos los que bailaban con ella.

—¡Anímate, vieja! —le gritó su marido, dándole un codazo en las costillas—, que no estamos en los funerales de Theresa.

Luego hizo un guiño a los invitados, que se echaron a reír a carcajadas.

—Estoy animada —tartamudeó la vieja.

Y, para demostrar que se hallaba a la altura de las circunstancias, se puso a dar golpes en la mesa con el puño, siguiendo el compás de la música.

—La madre no puede olvidar lo alocada que ha sido Theresa —dijo frau Ledermann—. ¿Cómo olvidarlo con esa niña aquí? He oído decir que el sábado por la noche le dio un ataque de nervios. Decía que no quería casarse con ese hombre. Tuvieron que ir a buscar al cura.

—¿Dónde está el otro? —preguntó frau Brechenmacher—. ¿Por qué no se ha casado con ella?

La mujer se encogió de hombros.

—Ha desaparecido, se largó. Es un viajante y solo durmió un par de noches en la casa. Vendía botones de camisa. Excelentes botones; yo misma le compré algunos. Pero qué puerco. No sé qué vería en esa muchacha tan sosa, vaya usted a saber. Su madre dice que a los dieciséis años ya era ardiente como el fuego.

Frau Brechenmacher se quedó mirando su vaso de cerveza y sopló un hoyito que se había hecho en la espuma.

—No es así como debería ser una boda —declaró—. No es cristiano amar a dos hombres a la vez.

—Pues se va a divertir con este —exclamó frau Rupp—. El verano pasado lo tuve de huésped en casa, y me vi obligada a echarlo. No se mudó de ropa en dos meses y, cuando le llamé la atención sobre el olor que había en la habitación, me dijo que sin duda salía de la tienda. ¡Ay!, cada esposa lleva su cruz. ¿No es cierto, querida?

Frau Brechenmacher vio en la mesa inmediata a su marido en compañía de sus colegas. Sabía que estaba bebiendo demasiado. Gesticulaba de forma exagerada y, al hablar, salpicaba con la saliva.

—Sí —asintió ella—, es verdad. Los jóvenes tienen que aprender mucho.

Incrustada entre aquel par de viejas gordas, frau había perdido las esperanzas de que la sacaran a bailar. Contemplaba a las parejas que daban vueltas y vueltas y, olvidándose de sus cinco criaturas y de su marido, se imaginaba de nuevo joven. La música sonaba melancólica y dulcemente.

Entre los pliegues del regazo, sus ásperas manos se enlazaban y desenlazaban por sí solas. Al cesar la música, no se atrevió a mirar a nadie a la cara, y sonrió con un leve temblor nervioso en torno a la boca.

— ¡Por Dios! —exclamó frau Rupp—. Le han dado a la hija de Theresa un trozo de salchicha. Es para que se esté quieta. Ahora van a hacerles un presente. Su marido va a hablar.

Frau Brechenmacher se puso tiesa en su silla. La música cesó, y los que bailaban ocuparon sus sitios en las mesas.

Solo herr Brechenmacher permaneció en pie. Sostenía en la mano una enorme cafetera de plata. Todo el mundo rio con el discurso, y todos corearon con carcajadas sus gestos, al verle llevar la cafetera a la pareja nupcial como si llevara un niño en brazos.

La novia alzó la tapa, miró dentro y volvió a cerrarla, dando un leve grito. Luego se sentó mordiéndose los labios. El novio se la quitó de las manos y sacó de dentro un biberón y dos figurillas de porcelana en sendas cunitas. Cuando se puso a zarandear aquel tesoro ante los ojos de Theresa, el caldeado salón pareció oscilar y venirse abajo con las risotadas.

A frau Brechenmacher no le hizo ninguna gracia. Iba mirando una a una las caras de los que reían y, de repente, se le antojaron todos extraños; sintió deseos de volver a su casa y no volver a salir. Se figuró que todas aquellas personas se estaban riendo de ella, y de otras muchas que no estaban en el salón. Y todos se reían porque eran más fuertes que ella.

Volvieron a casa sin hablar: Herr Brechenmacher delante, caminando a grandes pasos; ella detrás, siguiéndolo a trompicones. Desde la estación hasta su casa el camino se extendía blanco y solitario. Una ráfaga de viento frío le alzó la cofia de la cabeza y, de pronto, se acordó de aquella noche en que habían ido por primera vez juntos a casa.

Ahora tenían cinco criaturas y el doble de dinero, pero...

—¿Para qué todo eso? —murmuró.

Y no dejó de hacerse aquella estúpida pregunta mientras entraban en casa y luego preparaba para su marido una cena ligera de pan y carne.

Herr Brechenmacher partió un trozo de pan, lo echó en el plato y, después de haberlo untado bien con ayuda del tenedor, lo masticó vorazmente.

—¿Está bueno? —preguntó ella, acodándose en la mesa y apelotonando sus senos contra los brazos.

—Sí, muy bueno.

Él cogió un trozo de miga, rebañó con él los bordes del plato y lo acercó a la boca de ella.

Frau Brechenmacher desvió la cabeza.

—No tengo hambre —dijo.

—Pero si es el mejor bocado. Está lleno de grasa.

Cuando el plato quedó vacío, él se quitó las botas y las tiró a un rincón.

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