Científico, verdugo y víctima; según cuándo, según para quién. Julius Robert Oppenheimer tenía solo 22 años cuando obtuvo su doctorado en la Universidad de Gotinga (epicentro de la física teórica del momento), 41 cuando la prueba de la primera bomba atómica de la humanidad descuartizó sus creencias. Desde aquella detonación, la culpa se convertiría en una costra inmune a cualquier remedio. Aunque se opuso a la proliferación de armas nucleares y defendió la necesidad de frenar la carrera armamentística, no hay forma de arrancarse la conciencia. Premiada en 2006 con el Premio Pulitzer, la biografía definitiva del «Prometeo americano» (Debate) —un trabajo de tres décadas llevado a cabo por Kai Bird y Martin J. Sherwin— es también una radiografía del mundo de la Guerra Fría y una auscultación de los dilemas morales que nos atraviesan. Las siguientes líneas, extraídas del capítulo «Ahora somos todos unos hijos de puta», relatan el día en el que la ciencia permitió fabricar aniquilaciones e inventar la masacre, el día en el que Oppenheimer devino muerte.