Meditaciones de cine

Quentin Tarantino

Fragmento

meditaciones-1

EL PEQUEÑO Q VE GRANDES PELÍCULAS

A finales de los años sesenta y principios de los setenta, el Tiffany Theater contaba con un bien cultural inmueble por el que se distinguía de los demás grandes cines de Hollywood. Para empezar, no estaba situado en Hollywood Boulevard. A excepción del Cinerama Dome, de la cadena Pacific Theatres, que se alzaba imponente en la esquina de Sunset con Vine, las otras grandes salas de Hollywood se encontraban todas en el último refugio turístico del Viejo Hollywood: Hollywood Boulevard.

Por el día aún se veía pasear a los turistas por el bulevar, camino del Museo de Cera de Hollywood, mirándose los pies y leyendo los nombres en el Paseo de la Fama («Mira, Marge, Eddie Cantor»). Hollywood Boulevard atraía a la gente por sus cines mundialmente famosos (el Grauman’s Chinese Theatre, el Egyptian, el Paramount, el Pantages, el Vogue). Sin embargo, cuando el sol se ponía y los turistas regresaban a sus Holiday Inn, Hollywood Boulevard quedaba en manos de la gente de la noche y se transformaba en Hollyweird, «Hollyraro».

En cambio, el Tiffany estaba en Sunset Boulevard y, para colmo, en Sunset Boulevard al oeste de La Brea, con lo que oficialmente pertenecía al Sunset Strip.

¿Y eso tiene alguna importancia?

Una gran importancia.

En esa época se imponía una profunda nostalgia por todo aquello propio del Viejo Hollywood. Dondequiera que mirases, había fotos, pinturas y murales de Laurel y Hardy, W. C. Fields, Charlie Chaplin, el Frankenstein de Karloff, King Kong, Harlow y Bogart (corrían los tiempos de los famosos pósteres psicodélicos de Elaine Havelock). Sobre todo en Hollywood propiamente dicho (es decir, al este de La Brea). Pero, cuando ibas por Sunset y dejabas atrás La Brea, el bulevar se convertía en el Strip, y el Viejo Hollywood, tal como lo definía el cine, se desvanecía, dando paso a los bares de copas hippies y a la cultura de los jóvenes. El Sunset Strip era famoso por sus clubes de rock (Whisky a Go Go, London Fog, Pandora’s Box).[1]

Y allí mismo, entre los clubes de rock y frente al Ben Frank’s Coffee Shop, se hallaba el Tiffany Theater.

En el Tiffany no pasaban películas como Oliver, Aeropuerto, Adiós, Mr. Chips, Chitty Chitty Bang Bang, Ahí va ese bólido, o ni siquiera Operación Trueno. El Tiffany acogía Woodstock, Los Rolling Stones (Gimme Shelter), Yellow Submarine, El restaurante de Alicia, Trash, Carne para Frankenstein (ambas de Andy Warhol) y Pound, de Robert Downey.

Esas eran las películas que podían verse en el Tiffany. Y aunque el Tiffany no fue la primera sala de Los Ángeles donde se proyectó The Rocky Horror Picture Show, o ni siquiera la primera que empezó a programarla en sesiones de medianoche, sí fue el cine que más contribuyó a la leyenda en que se convertiría esa película y donde realmente se desencadenó gran parte de lo que constituiría el fenómeno «Rocky Horror»: presentarse disfrazado en el cine, el shadow cast (un «elenco en la sombra» que actuaba en vivo mientras se proyectaba la película), las callbacks (frases que el público gritaba intercaladas en el diálogo de la película), las noches temáticas, etcétera. A lo largo de los años setenta, el Tiffany seguiría siendo el lugar de referencia contracultural para pelis alucinógenas. Algunas tuvieron éxito (200 Motels, de Frank Zappa), otras no (El hijo de Drácula, de Freddie Francis, con Harry Nilsson y Ringo Starr).

Los filmes contraculturales producidos entre 1968 y 1971, fueran buenos o no, eran apasionantes. Y tenían que verse con más gente, a ser posible todos colocados. Pronto el Tiffany se apartaría de ese ambiente, porque las películas alucinógenas realizadas a partir de 1972 eran más bien creaciones trasnochadas para un nicho de mercado.

Pero si el Tiffany tuvo un año especial, fue 1970.

Ese mismo año, cuando yo tenía siete, asistí por primera vez a una sesión en el Tiffany. Mi madre (Connie) y mi padrastro (Curt) me llevaron a un programa doble: Joe, ciudadano americano, de John G. Avildsen, y ¿Dónde está papá?, de Carl Reiner.

Alto ahí, ¿viste Joe, ciudadano americano y ¿Dónde está papá? en una sesión doble a los siete años?

Vaya que si las vi.

Y si bien para mí en su día aquella fue una sesión memorable, y por eso escribo ahora sobre la experiencia, no puede decirse que fuera una conmoción cultural. Si nos guiamos por la cronología de Mark Harris, el principio de la revolución del Nuevo Hollywood se produjo en 1967. Por tanto, mis primeros años como espectador de cine (nací en 1963) coincidieron con los inicios de esa revolución (1967), la guerra revolucionaria cinematográfica (1968-1969), y el año en que se ganó la guerra revolucionaria (1970). Que fue el año en que el Nuevo Hollywood se convirtió en el único Hollywood.

Joe, ciudadano americano, de Avildsen, causó mucho revuelo cuando se estrenó en 1970 (ejerció una influencia innegable en Taxi Driver). Por desgracia, en los últimos cuarenta años, esta película, un auténtico barril de pólvora, casi ha caído en el olvido. El filme cuenta la historia de un hombre de clase media alta, un padre disgustado (interpretado por Dennis Patrick) porque su hija (Susan Sarandon, en su debut cinematográfico) ha sucumbido a la cultura del hippismo y las drogas de la época.

Cuando Patrick visita el inmundo cuchitril que ella comparte con su novio yonqui, un tipejo rastrero, se encuentra con este y acaba rompiéndole la cabeza (en ese momento la hija no está en casa). Poco después, sentado en una taberna, mientras intenta asimilar tanto la violencia en la que ha incurrido como el delito que ha cometido, conoce a un bocazas, un obrero reaccionario y racista llamado Joe (interpretado, en una actuación estelar, por Peter Boyle). Joe, sentado a la barra tomándose su cerveza después del trabajo, suelta una perorata patriotera salpicada de obscenidades sobre los hippies, los negros y la sociedad de 1970 en general. En la taberna, un local de clase trabajadora, nadie le presta atención (el camarero incluso llega a decirle, obviamente no por primera vez: «Joe, danos un respiro»).

La diatriba de Joe culmina con la opinión de que alguien debería matarlos a todos (los hippies). En fin, el hecho es que Patrick acaba de matar a uno y, en un momento de descuido, se le escapa una de esas confesiones de bar que solo Joe oye.

A partir de ahí surge una extraña relación antagónica y, a la vez, simbiótica entre dos hombres distintos y de diferentes clases. No son exactamente amigos (Joe casi chantajea al angustiado padre), pero, con una comicidad malévola sí se convierten en compinches. El hombre distinguido de clase media, un ejecutivo, ha llevado a la práctica las peroratas fascistas de ese patán y ese bocazas de clase baja, un obrero.

Al forzar a Patrick mediante chantaje a formar una especie de alianza, Joe comparte con el asesino tanto su siniestro secreto como, en cierta medida, la culpa del asesinato. Esa dinámica da rienda suelta a los deseos y a las inhibiciones del obrero fanfarrón y entierra el sentimiento de culpa del hombre refinado, que pasa a sentir motivación y justificación. Hasta que los dos, armados con fusiles automátic

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos