Los tres mosqueteros

Alexandre Dumas

Fragmento

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El día en que el joven D’Artagnan partió de casa para probar fortuna en París, sus padres le hicieron cuatro regalos. El primero, la receta de una pomada muy popular allí, en la Gascuña, en el duro sudoeste de Francia, capaz de curar casi todas las heridas. El segundo, una carta de recomendación para Monsieur de Tréville, también gascón, compañero de armas de su padre y capitán del cuerpo de élite del ejército francés: la compañía de Mosqueteros del Rey. El tercer regalo fue la propia espada de su progenitor, que había luchado en las guerras de religión junto a De Tréville, a las órdenes de otro paisano: el caudillo de los protestantes, Enrique de Borbón; el mismo que, tras vencer y convertirse al catolicismo, fue coronado como Enrique IV de Francia y que, al ser asesinado, le dejó el trono a su hijo, el actual monarca, Luis XIII.

El cuarto regalo, bueno, no parecía ser tan valioso como los demás, pero su padre le tenía un gran aprecio. Además, era necesario para que el joven D’Artagnan viajara como debe viajar un caballero, incluso cuando es po­bre, como era el caso. Por eso, monsieur D’Artagnan pa­dre, junto a sus sabios consejos y una bolsa de monedas bastante vacía, le dio también su viejo caballo de batalla.

D’Artagnan hijo recibió este último regalo con un suspiro de resignación, porque no se le escapaba que, en un tiempo en el que todo el mundo entendía de caballos, haría el ridículo montado en él. Era un caballo grande y viejo, aunque todavía fuerte y con carácter. Tenía un estrafalario color amarillo, la cola desprovista de crines, y las patas traseras bien surtidas de tumores y panadizos. Además, había adquirido la manía de caminar con la cabeza inclinada, por debajo de las rodillas. Era sin duda un animal que no pasaba desapercibido, sobre todo al verlo montado por el héroe de esta historia: imaginaos, lectores, a don Quijote de la Mancha, pero con dieciocho años, sin armadura y vestido con una vieja chaqueta azul muy desteñida. Un don Quijote de cara larga y morena, pómulos salientes, mandíbula poderosa, ojos abiertos e inteligentes y nariz ganchuda y elegante.

Así era el joven caballero que cruzaba Francia en dirección a París, provocando la sorpresa y la risa de quienes se topaban con él. A las puertas de una posada de Meung-sur-Loire, a pocas jornadas de su destino, las cuchufletas de la gente fueron a más:

—Pero ¿qué es eso que viene por ahí? —dijo uno—: ¿De verdad que es un caballo?

Y otro contestaba:

—Tal vez lo fuera en otros tiempos, pero ahora parece más muerto que vivo.

—Ese chico haría mejor en cargar él a su montura y no al revés —añadió un tercero, lo que provocó las carcajadas de todos los presentes.

D’Artagnan, mortificado, contuvo su genio a duras penas, y lo cierto es que entró en el patio de la posada echando chispas. Allí, la cosa empeoró.

Esta vez fue un caballero quien comentó jocosamente con sus criados la curiosa apariencia del caballo del joven gascón. Era un tipo atlético, elegante y con aire peligroso, agravado por el parche que cubría uno de sus ojos y la cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara. Sin embargo, eso no detuvo a D’Artagnan, quien, harto ya de tanta burla, saltó del caballo y le pidió explicaciones al caballero:

—¡Eh! ¡Monsieur! Dígame qué le hace tanta gracia, y así podré reírme yo también…

—No hablo con usted —respondió el interpelado, con displicencia.

—Pero yo sí que le hablo, monsieur —repuso D’Ar­tagnan, que se encaró con él y añadió—: ¿Cómo se atreve a reírse de mi caballo?

—Yo me río de lo que me da la gana —le espetó el caballero, con aire desafiante.

—Eso tendrá que verse —concluyó D’Artagnan mientras echaba mano de la espada—: ¡En guardia!

Pero no hubo duelo. El caballero peligroso no desenfundó. Se limitó a sonreír y sus lacayos, armados con palos y garrotes, atacaron por la espalda a D’Artagnan, hasta dejarlo sangrando e inconsciente en el suelo.

El posadero y dos de sus empleados habían salido al patio al oír el alboroto, pero, temerosos de la reacción del caballero del parche y de la cicatriz, no se atrevieron a socorrer a D’Artagnan hasta que este y sus hombres se alejaron entre risas.

Entonces, uno de los mozos llevó al caballo amarillo a la cuadra, mientras que el propio posadero y otro empleado recogieron la alforja de D’Artagnan y llevaron a este, todavía inconsciente, a la cama de una de las habitaciones del establecimiento. Allí restañaron sus heridas, lo vendaron y avisaron a un médico.

Cuando este llegó, D’Artagnan deliraba, pero, tras un breve examen, el médico aseguró que no tenía nada roto y que, con los cuidados adecuados y descanso, apenas tardaría unos días en recuperarse…, aunque los quejidos del herido y sus delirios no parecían avalar su diagnóstico:

—¡Oh, mi cabeza! ¡Me duele!… ¿Dónde estoy? ¡La carta! ¡La carta! ¿Dónde está mi carta?

A todo esto, la alforja del joven había quedado muy a la vista en el salón de la posada y, en un descuido, el caballero del parche —que sabía pasar desapercibido cuando le convenía— registró su contenido y encontró la carta de recomendación dirigida al capitán De Tréville.

—Sospecho que debe de ser importante para este gascón cabezota —se dijo en voz baja, y se la llevó con sigilo.

Unas horas más tarde, mientras D’Artagnan empezaba a recuperar la conciencia, llegó un rico carruaje al patio de la posada. El caballero de la cicatriz se dirigió a él de inmediato y se puso a hablar a través de la ventanilla con la hermosa mujer que lo ocupaba.

El joven apaleado, despierto ya, pero aturdido, había hecho un ímprobo esfuerzo para levantarse y vio esta escena por la ventana. Al reconocer al caballero del parche, se lo llevaron los demonios, cogió la espada y se lanzó a trompicones hacia su provocador.

Llegó al patio a tiempo para oír parte de la conversación que mantenían el caballero y la dama, y también para advertir su extraordinaria belleza.

—Entonces, Su Eminencia me ordena… —decía esta.

—Volver de inmediato a Inglaterra, Milady, y avisarlo enseguida si el duque abandona Londres.

—Muy bien, ¿y qué hará usted, conde Rochefort?

—Me vuelvo a París.

—¿Sin castigar a ese muchacho insolente que se ha atrevido a exigirle explicaciones? —preguntó con un punto de desprecio la dama, a quien el llamado Rochefort había referido el incidente con tono de mofa.

El conde se disponía a responder, pero en ese momento llegó D’Artagnan al patio y gritó, mientras se abalanzaba lenta y penosamente hacia él y Milady:

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