Cielos rebeldes

Ann Sei Lin

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando Himura tenía nueve años, una tortuga gigante atacó su pueblo natal. Cada vez que contaba la historia, se aseguraba de enfatizar lo de «gigante». Las tortugas no parecen aterradoras hasta que te asomas a la ventana y te encuentras con la cara arrugada de un reptil del tamaño de una montaña.

Le crecían árboles en la parte trasera del caparazón. Tenía la cabeza cubierta de musgo. Sus garras, que devoraban el suelo a una velocidad alarmante, estaban manchadas de barro y de los restos de los animales que había pisoteado. Los caminos se combaban. La tierra se estremecía. Quienes no eran lo bastante rápidos para escapar quedaban aplastados bajo el cuerpo de aquella gigantesca criatura.

Himura recordaba cómo se había aferrado al alféizar mientras la tortuga atravesaba su pueblo. Recordaba haberse quedado mirando su cara agrietada, tan monstruosa como si fuera tierra dotada de vida. Bajo las capas de tierra que le cubrían el caparazón, Himura todavía pudo distinguir los pliegues amarillentos de su cuerpo.

Papel. La tortuga estaba hecha de papel. Era una figura perfecta de pliegues ondulados y dobleces inversos, tan hermosa que Himura sólo pudo contemplarla maravillado, incluso mientras avanzaba amenazante hacia su casa.

La tortuga alzó una pata por encima del tejado, pero el crujido de las vigas de madera y el estruendo del techo al derrumbarse no llegó a producirse. Himura no recordaba el orden exacto de lo que sucedió después; lo único que recordaba era el sonido y el calor. Un silbido siseó por encima de él mientras algo golpeaba el caparazón de la tortuga; de repente, las llamas devoraron el cuerpo de la criatura con la virulencia propia de un incendio.

Cuando Himura levantó la vista de nuevo, unas naves negras llenaban el cielo.

Echando la cabeza atrás en su agonía, la tortuga ardió y...

El suelo se movió bajo los pies del chico, sacándolo de sus recuerdos. La cubierta de la aeronave cabeceó como un barco en mar abierto. Las turbinas zumbaban. Las hélices giraban en el cálido aire del verano. Las luces de la capital centelleaban más abajo, en el suelo, pero la noche empezaba a desvanecerse y los primeros acordes del alba estaban a punto de sonar.

Hacía mucho tiempo que Himura no pensaba en su pueblo y en el shikigami al que los cazadores habían prendido fuego. Un final abrasador, apropiado para una bestia de papel. Nadie normal lamentaría la muerte de un shikigami, sobre todo la de uno tan descontrolado y furioso como aquella tortuga; sin embargo, Himura había sentido algo parecido a la lástima al verlo arder.

Qué desperdicio.

—¿Todavía estás aquí?

Una voz irritada devolvió a Himura a la realidad. Al girarse, vio a la oficial de navegación saliendo a cubierta por la escotilla.

Mientras la joven se incorporaba, Himura reparó en que sus ojeras eran más oscuras. Y en que llevaba tanto el pelo como el kimono hechos una pena: el uno era una maraña de nudos, y el otro, un desastre de arrugas. No era fácil dormir cuando se tenía que mantener el rumbo de una aeronave.

Himura se sacó un papel del bolsillo y lo mantuvo en equilibrio sobre la yema de un dedo.

—Estaba pensando, Sayo —empezó, y, sin tocarlo, el papel se plegó sobre sí mismo formando una grulla de origami—, en un shikigami que vi cuando era pequeño. Destrozó mi hogar, pero me pareció una bestia magnífica. Ojalá hubiera sobrevivido.

Lanzó la grulla al aire y la atrapó, apretando el puño para aplastarla. Cuando abrió la mano, el ave de papel estaba hecha pedazos. Himura sopló para esparcir los trocitos, que se arremolinaron sobre la cubierta como pétalos de nieve.

Sayo soltó un resoplido.

—Sólo dices eso porque eres un artesano. La mayoría de la gente se alegraría de ver arder a un shikigami.

Con un chasquido de los dedos, Himura hizo que los trocitos de papel bailaran alrededor de sus pies.

«Artesano.» Algunos le habían soltado esa palabra como si fuera una maldición. Otros la susurraban con pavor. Pero, cuando Sayo decía «artesano», lo hacía con el desdén de alguien que lo conocía y a quien no impresionaba en absoluto.

—Hablando de artesanos —dijo Sayo, paseando la vista por el cielo del alba—, deberías ponerte en marcha. Tienes que llegar al Midori cuando salga el sol. Según el informante del capitán, la chica estará sirviendo el desayuno en el salón de banquetes principal. Tráela contigo cuando vuelvas o no vuelvas.

Himura miró hacia las nubes. Una única luz resplandecía contra el cielo morado. Aunque de lejos parecía una estrella varada, él sabía que la luz procedía del Midori: el primer y el único salón de banquetes flotante del imperio.

«¿Qué hace una artesana sirviendo desayunos ahí fuera?», se preguntó. ¿Qué extraño giro del destino había reducido a alguien que podía controlar el papel a su antojo, por cuya sangre corría el poder de sus antepasados, a la vida de una simple camarera?

Himura pensaba que era bueno salvarla de un trabajo tan innoble. Además, anhelaba tener compañía. Viajar con Sayo y el resto de la tripulación de la aeronave lo hacía sentir como un lobo entre ovejas. Estaba cansado de rodearse de gente que jamás entendería el modo en que su poder vibraba en sus venas, ni cómo se conmovía su corazón con el susurro del papel.

—No causes problemas —le advirtió Sayo—. Sólo tienes que recoger a la chica y marcharte. Sabrás quién es cuando la veas, ¿no? No traerás a una camarera al azar, ¿verdad?

—Siempre reconozco a los de mi clase.

Himura chasqueó los dedos, y los trozos de papel que revoloteaban alrededor de sus pies giraron hacia arriba. Con un movimiento de la mano, los papelitos se entrelazaron formando una pulsera blanca en su muñeca.

El artesano se subió a la barandilla de la cubierta y extendió los brazos como si estuviera en la cuerda floja, para mantener el equilibrio. Se tambaleó entre la cubierta y el cielo abierto. Las luces de la ciudad flotaban debajo de él como las de los peces abisales que atraen a sus presas a la muerte.

Era un descenso largo. Balanceando una pierna en el aire, Himura dio un paso adelante y cayó.

Al principio no había nada excepto el silbido del viento. El aire del verano le cortó la piel al caer. Bizqueando con los ojos llorosos, Himura esperó a estar a cierta distancia de la nave para arrancarse la pulsera de la muñeca.

Ésta se rompió en mil pedacitos de papel que giraron en un ciclón furioso. Los trozos se fusionaron para crear un par de alas, se estiraron hasta formar las plumas de una cola y se retorcieron hasta convertirse en garras.

Debajo de Himura apareció un halcón blanco gigantesco. Todo, desde la punta del pico hasta la curva de las garras, era tan blanco como la nieve; incluso sus pupilas resultaban invisibles contra el blanco de sus ojos.

—¡Fanfarrón! —gritó Sayo mientras Himura aterrizaba encima del ave.

El artesano sonrió con satisfacción. Nunca se disculpaba por su talento. Aferrándose a las plum

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos