ACTO I
El tribunal
(Un nombre para la ciudad)
El tribunal es menos viejo que la ciudad, que comenzó en algún momento del final de siglo como un puesto de intercambio de la agencia Chickasaw y continuó como tal cerca de treinta años hasta descubrir, no que carecía de un archivo para sus registros y ciertamente no que necesitara uno, sino que tan solo creándolo o al menos decretándolo podía enfrentarse a una situación que de otra manera iba a costarle dinero a alguien;
El poblado tenía los registros; incluso el simple desposeimiento de los indios engendró con el tiempo un rudimento de archivo, por no mencionar la habitual camada de la ruinosa confederación humana contra el entorno —contra aquel tiempo y aquella tierra salvaje—; en este caso, una mezquina, descolorida, abarquillada, desordenada y a veces ininteligible colección de concesiones de tierras, licencias, traspasos y escrituras, nóminas de milicianos y de propiedades según su tasa impositiva, facturas de ventas de esclavos, listas de contadurías sobre moneda espuria y cotizaciones de cambios, embargos e hipotecas, anuncios de recompensas por negros fugados o robados y por otro ganado, anotaciones parecidas a un diario sobre nacimientos y matrimonios, defunciones, ahorcamientos y subastas públicas de tierras, que se habían acumulado lentamente durante esas tres décadas en una especie de piratesco cofre de hierro, en el cuarto interior de la oficina de correos barra puesto de intercambio barra almacén general, hasta aquel día en que, treinta años más tarde, a causa de una fuga de la cárcel junto con un antiguo y monstruoso candado de hierro transportado a caballo mil seiscientos kilómetros desde Carolina, la caja fue trasladada a un pequeño y nuevo cuarto anexo semejante a un cobertizo para leña o para herramientas construido dos días antes junto al muro exterior de troncos encotanados y unidos con barro de la improvisada cárcel; y de esta manera nació el tribunal del condado de Yoknapatawpha: por mera casualidad, no solo menos antiguo que la propia cárcel, sino venido al mundo por puro azar y accidente: la caja que contenía los documentos no se trasladó desde ningún lugar, sino simplemente a uno; sacada del cuarto trasero del puesto de intercambio no por razón alguna inherente al cuarto trasero o a la caja, sino al contrario: esta —la caja— no solo no se interponía en el camino de nadie en el cuarto trasero, sino que hasta la echaron de menos cuando se la llevaron, por haber servido de asiento o banquillo entre los barriles de pólvora y de whisky y los barriletes de sal y de manteca en torno a la estufa en las noches de invierno; y la sacaron de allí por la simple razón de que repentinamente el poblado (de la noche a la mañana se convertiría en ciudad sin haber sido aldea; un día cien años más tarde se despertaría frenéticamente de su sueño comunal a una erupción de clubes de Rotarios y de Leones y Cámaras de Comercio y de movimientos para embellecer las ciudades: un furioso redoblar de huecos tambores hacia ninguna parte, simplemente para retumbar con mayor estruendo que el pequeño coágulo humano más próximo al norte, al sur, al este o al oeste, llamándose a sí mismo ciudad como Napoleón se llamó a sí mismo emperador e hinchando sus registros censales para defender su maniobra: una fiebre, un delirio en el que el poblado quisiera confundir para siempre inquietud con movimiento y movimiento con progreso. Pero aquello sería a cien años vista; ahora era frontera, los hombres y las mujeres pioneros, rudos, sencillos y duraderos, buscando dinero o aventuras o libertad o simple evasión, sin preocuparse de cómo hacerlo) se descubrió a sí mismo enfrentado no tanto a un problema que tuviera que resolver, sino a un dilema en forma de espada de Damocles del que debía salvarse;
Incluso la fuga de la cárcel fue fortuita: una pandilla —tres o cuatro— de bandidos de la Senda Natchez (según comenzaría a afirmar veinticinco años más tarde la leyenda, y cien años después seguiría insistiendo, que dos de los bandidos eran los propios Harpe, al menos Big Harpe, pues las circunstancias, el método de la fuga, dejaban tras de sí como un olor, un vestigio, una especie de gargantuesco y extravagante espíritu travieso, a la vez humorístico y aterrador, como si el poblado hubiese caído, desatinado, bajo la mirada o dentro del alcance de un ocioso y caprichoso gigante; lo cual —que fueran los Harpe— era imposible, pues los Harpe, y hasta el último de los rufianes de Mason, habían muerto o se hallaban dispersos en aquel tiempo, y los ladrones habrían tenido que pertenecer a la organización de John Murrel, si es que tenían que pertenecer a alguna cofradía que no fuera la simple cofradía de la rapiña) capturada de casualidad por una incidental patrulla de civiles más o menos milicianos y llevada a la cárcel de Jefferson por ser la más próxima, habiendo sido convocada la banda de milicianos a Jefferson dos días antes con ocasión de una barbacoa del 4 de julio, que al segundo día se purgó por robusta eliminación convirtiéndose en una pelea de borrachos que volvió aun a los más intrépidos supervivientes lo bastante vulnerables como para ser expulsados del poblado por los residentes civiles, la patrulla que debía realizar la captura habiendo sido transportada, todavía en estado comatoso, en uno de los vagones del desahucio a una ciénaga a seis kilómetros de Jefferson conocida como Hurricane Bottoms, donde acamparon para recuperar fuerzas o al menos el equilibrio de sus piernas, y donde aquella noche los cuatro —o tres— bandidos, en su fuga a través de la comarca después de su última hazaña en la Senda Natchez, fueron a tropezar con la hoguera. Y aquí se dividen los testimonios: algunos dicen que el sargento al mando de la milicia reconoció a uno de los bandidos como desertor de su cuerpo, otros dicen que uno de los bandidos reconoció al sargento como un antiguo compinche de su profesión, la de los bandidos. Sea como fuere, a la cuarta mañana todos ellos, captores y prisioneros, regresaron a Jefferson en grupo, unos dicen que confederados en busca de más bebida, otros dicen que los captores llevaron de vuelta al poblado a sus presas como desquite por haber sido expulsados de allí. Como aquellos eran tiempos de la frontera y de los pioneros, en los que la libertad personal y la independencia eran casi condiciones físicas, como los incendios o las inundaciones, y a ninguna comunidad se le ocurría intervenir en la moral de nadie mientras el amoral ejerciese en cualquier otro lugar, Jefferson, no hallándose en la Senda ni en el Río, sino a medio camino entre ambos, no quería ninguna porción del submundo de unos o de otros;
Pero ahora tenía una parte, tomada por así decirlo por sorpresa, de improviso, sin advertencia para prepararse y defenderse. Encerraron a los bandidos en la agrietada cárcel de troncos y barro, que hasta entonces no había tenido cerrojo ya que sus clientes habían sido aficionados —camorristas locales, borrachos y esclavos fugados— para los que bastaba una simple traba de madera pesada encajada en la parte exterior de la puerta como en un granero. Pero ahora tenían a quienes hubiesen podido ser cuatro —tres— Dillinger o Jesse James de la época, con precio puesto a sus cabezas. Por tanto, cerraron bien la cárcel; hicieron con un taladro un agujero en la puerta y otro en la jamba, pasaron por ellos una larga y pesada cadena y enviaron un mensajero a la carrera hasta la oficina de correos barra almacén para traer el viejo candado de Carolina procedente de la última valija de correos de Nashville: aquel monstruo de hierro pesaba casi siete kilos y tenía una llave casi tan larga como una bayoneta, y era no solamente el único candado en aquella región del país, sino el candado más antiguo de aquel recoveco de Estados Unidos, llevado allí por uno de los tres hombres que habrían de ser pioneros y colonos contemporáneos del condado de Yoknapatawpha, al que legaron los tres nombres más antiguos: Alexander Holston, que vino como mitad criado y mitad guardaespaldas del doctor Samuel Habersham y mitad niñera y mitad tutor del hijo del doctor, huérfano este de madre y de ocho años, cabalgando los tres a través de Tennessee desde Cumberland Gap en compañía de Louis Grenier, el segundón hugonote que trajo por primera vez esclavos al país y obtuvo la primera gran adjudicación de tierras, convirtiéndose así en el primer plantador de algodón; mientras que el doctor Habersham, con su negro y raído maletín de píldoras y bisturíes y su fornido y taciturno guardaespaldas y su hijo medio huérfano, se convirtió en el poblado mismo (durante una época, antes de que se le diera a este un nombre, se lo conocía como el poblado del doctor Habersham, luego como el poblado de Habersham, luego simplemente como Habersham; cien años más tarde, durante un cisma entre dos clubes de señoras por el nombramiento de las calles para así obtener reparto gratuito del correo, se inició un movimiento, primero, para cambiar de nuevo el nombre por el de Habersham, y luego, habiendo fracasado esto, para dividir al pueblo en dos y llamar una mitad Habersham en memoria del viejo doctor pionero y fundador); amigo del viejo Issetibbeha, el jefe chickasaw (el joven Habersham, huérfano de madre, ya un hombre de veinticinco años, se casó con una de las nietas de Issetibbeha y en los años treinta emigró a Oklahoma con el desposeído pueblo de su esposa), agente de los chickasaw, primero oficioso y luego oficial, hasta que renunció en una carta de colérica denuncia dirigida al propio presidente de Estados Unidos; y —su pupilo hecho ya hombre— Alexander Holston se convirtió en el primer tabernero del poblado al abrir la taberna aún hoy conocida como Holston House, cuyas primitivas paredes de troncos y sus suelos entarimados y sus junturas escopleadas a mano se hallan todavía sepultados en alguna parte bajo los modernos escaparates de vidrio, las fachadas de ladrillo y los tubos de neón. El candado era suyo:
Siete kilos de inservible hierro acarreados a lo largo de mil seiscientos kilómetros a través de un yermo de despeñaderos y ciénagas, de inundación y sequía y de bestias salvajes e indios salvajes y hombres blancos aún más salvajes, desplazando siete kilos que habrían sido más útiles en forma de víveres o de semillas para plantar cosechas o incluso de pólvora para su defensa, con el fin de convertirse en un adorno, una especie de hito, en el mostrador de una venta en tierras salvajes, sin encerrar ni proteger nada, pues nada había tras las pesadas rejas y postigos que necesitase un mayor encierro y seguridad; ni siquiera un pisapapeles, pues los únicos papeles que había en Holston House eran las retorcidas mechas para encender tabaco en un viejo cuerno para pólvora sobre la repisa de la chimenea; siempre estorbando un poco, ya que había que moverlo constantemente: del mostrador al estante, a la repisa, luego otra vez de vuelta al mostrador hasta que finalmente se les ocurrió colocarlo en la valija de correos bimensual; familiar, conocido, de pronto el objeto más antiguo e inalterado del poblado, más antiguo que la gente desde que Issetibbeha y el doctor Habersham murieron y Alexander Holston era un anciano lisiado por la artritis y Louis Grenier tenía un poblado propio en su vasta plantación, la mitad de la cual no estaba siquiera en el condado de Yoknapatawpha, y rara vez se lo veía en el poblado; más viejo que el pueblo, pues había en este más nombres nuevos ahora que cuando la vieja sangre corría en ellos —Sartoris y Stevens, Compson y McCaslin, Sutpen y Coldfield— y ya no se podía matar a tiros un oso o un ciervo o un pavo silvestre con solo quedarse un rato en la puerta de la cocina, por no mencionar la valija del correo —cartas y hasta periódicos— que llegaba de Nashville cada dos semanas traída por un jinete especial que no hacía otra cosa y al que por ello le pagaba un salario el Gobierno federal; y esta fue la segunda fase de la transubstanciación del monstruoso candado de Carolina, el cual se convirtió en el tribunal del condado de Yoknapatawpha;
La valija del correo no siempre llegaba al poblado cada dos semanas, ni siquiera cada mes. Pero más pronto o más tarde llegaba, y todo el mundo sabía que llegaría, porque aquello —la alforja de cuero, ni siquiera lo bastante amplia como para guardar en ella una muda de ropa, que contenía tres o cuatro cartas y la mitad de periódicos de una o dos hojas, mal impresos, tres o cuatro meses atrasados y generalmente a medias desinformados e incorrectos, y a veces por completo— era los Estados Unidos, el poder y la voluntad de la libertad, sin deber vasallaje a hombre alguno, llevando hasta aquellas tierras salvajes aún casi sin caminos la fina y perentoria voz de la nación que había arrebatado su independencia a uno de los más poderosos pueblos de la tierra, defendiéndola luego de nuevo victoriosamente dentro de una misma generación; tan perentoria y audible que el hombre que acarreaba la valija en su galopante caballo ni siquiera portaba arma alguna excepto un cuerno de hojalata, y cruzaba mes tras mes de forma descarada y flagrante, casi de forma despectiva, una región en la que, por menos de lo que valían las botas que calzaba, los hombres mataban a un viajero y lo destripaban como a un oso, un venado o un pez y llenaban la cavidad con piedras para sumergir la evidencia en el agua más próxima; sin dignarse siquiera a pasar en silencio por donde otros hombres, aun yendo armados y en compañía, trataban de pasar en secreto o al menos sin alboroto, sino que por el contrario anunciaba su solitario arribo tan por adelantado como pudiera llegar el sonido del cuerno. Así era no mucho antes de que se trasladara el candado de Alexander Holston a la valija del correo. No es que la valija necesitase uno, tras haber recorrido ya quinientos kilómetros desde Nashville sin candado. (En un principio se proyectó que el candado permaneciese constantemente en la valija. Es decir, no solo mientras la valija estaba en el poblado, sino también mientras se encontraba sobre el caballo en el viaje entre Nashville y el poblado. El jinete se negó, lacónicamente, con tres palabras, solo una de las cuales podría imprimirse. Su razón fue el peso del candado. Le replicaron que aquello no colaba, ya que no solo —el jinete era un hombrecillo frágil e irascible que pesaba menos de cuarenta y cinco kilos— los siete kilos del candado no alcanzaban a elevar su peso hasta el de un varón adulto normal, sino que el peso añadido del candado equivalía al de las pistolas que su jefe, el Gobierno de Estados Unidos, creía que él llevaba y que incluso le pagaba por llevar; el jinete respondió a esto siempre de forma concisa aunque no tan vivaz: que el candado pesaba siete kilos lo mismo en la puerta trasera del almacén del poblado que en la de la oficina de correos de Nashville. Pero que como Nashville y el poblado se hallaban a quinientos kilómetros de distancia, para cuando el caballo lo hubiese llevado de un sitio al otro, el candado pesaría siete kilos por kilómetro, o sea tres mil quinientos kilos. Lo cual era manifiestamente absurdo, una imposibilidad física tanto para el candado como para el caballo. Sin embargo, indudablemente siete kilos multiplicados por quinientos kilómetros eran tres mil quinientas cosas, kilos o kilómetros, especialmente cuando mientras ellos estaban tratando todavía de resolver aquello, el jinete repitió sus tres primeras lacónicas —dos de ellas imposibles de imprimir— palabras). Por lo tanto, menos que nunca necesitaba la valija un candado en el cuarto interior del puesto de intercambio, rodeada y encerrada cada vez más por la civilización, donde su mera integridad, su entereza para recibir un candado, demostraba que no lo necesitaba durante los quinientos kilómetros de la Senda plagada de rapiña; necesitaba un candado tan poco como equipada estaba para recibirlo, ya que hubiese sido necesario rajar el cuero con una navaja exactamente debajo de cada lado de su boca e insertar la mandíbula de hierro del candado en las dos rajas y cerrarla con un estruendo metálico, de tal manera que cualquier mano provista de un cuchillo similar habría podido cortar el cuero y retirar el candado de la valija tan fácilmente como se lo había instalado en ella. Por lo tanto, el viejo candado no era ni siquiera un símbolo de seguridad: era un gesto de saludo, de hombres libres a hombres libres, de civilización a civilización a través no solamente de los quinientos kilómetros de tierra salvaje hasta Nashville, sino de los mil quinientos hasta Washington: de respeto sin servilismo, de lealtad sin humillación frente al Gobierno que ellos habían ayudado a fundar y aceptado con orgullo pero aun así como hombres libres, libres todavía de apartarse de él en cualquier momento en que los dos vieran que no eran ya compatibles, el viejo candado uniéndose a la valija cada vez que llegaba, para abrocharla con hierro e inviolable simbolismo, mientras el viejo Alec Holston, solterón sin hijos, se hacía un poco más viejo y canoso, un poco más artrítico en la carne y también en el carácter, un poco más envarado y rígido en los huesos y también en el orgullo, pues el candado era todavía suyo, solamente lo había prestado, y por tanto, en cierto sentido, en el poblado era el abuelo de la inviolabilidad no solo del correo gubernamental, sino también de un libre Gobierno de hombres libres, en tanto el Gobierno recordase dejar a los hombres vivir libremente, no bajo él sino junto a él;
Aquel era el candado; lo pusieron en la cárcel. Lo hicieron rápidamente, sin esperar siquiera a que pudiese regresar un mensajero de Holston House con el permiso del viejo Alec de retirarlo de la valija del correo o de usarlo para su nuevo propósito. No es que este hubiera objetado en principio ni negado su permiso como no fuera por simple instinto; es decir, posiblemente habría sido el primero en ofrecer el candado si se hubiese enterado a tiempo o pensado en ello primero, pero lo habría rehusado inmediatamente si pensara que la cosa se había decidido sin consultarlo. Cosa que todo el mundo sabía en el poblado, aunque en modo alguno fue esa la razón de que no esperasen al mensajero. En realidad, no se envió ningún mensajero al viejo Alec; no tuvieron tiempo para mandar uno, y menos para esperar tranquilamente su regreso; no querían el candado para mantener dentro a los bandidos, pues (como se demostró más tarde) el viejo candado no habría sido para la fuga de los bandoleros obstáculo mayor que la habitual tranca de madera; no necesitaban el candado para proteger al poblado de los bandidos, sino para proteger a los bandidos del poblado. Pues apenas habían llegado al poblado los prisioneros cuando se descubrió que había una facción decidida a lincharlos inmediatamente, sin pensárselo dos veces, sin preliminares: una pequeña pero resuelta pandilla que trató de arrebatar los prisioneros a sus captores mientras la milicia trataba aún de encontrar a alguien a quien entregárselos, y que hubiera tenido éxito de no ser por un hombre llamado Compson, que había llegado al poblado pocos años antes con un caballo de carreras que le cambió a Ikkemotubbe, sucesor de Issetibbeha en la jefatura chickasaw, por un kilómetro cuadrado de lo que habría de ser la tierra más valiosa de la futura ciudad de Jefferson, el cual, dice la leyenda, sacó una pistola y mantuvo a raya a los asaltantes hasta que se pudo llevar a los bandidos a la cárcel, perforar los agujeros con el taladro y enviar a alguien a que trajera el candado del viejo Alec Holston. Pues ahora había nuevos nombres y rostros en el poblado… rostros demasiado nuevos para tener (según los viejos residentes) antecedentes discernibles aparte de ser mamíferos, ni ningún pasado aparte de los simples años que declaraban; y nombres tan nuevos que no tenían antecedentes discernibles (ni tampoco susceptibles de descubrirse) ni pasado alguno, como si hubiesen sido inventados ayer, y de nuevo los testimonios se dividían: es decir, que aquel día había más gente en el poblado de la que el sargento de la milicia o uno o todos los bandidos podían reconocer;
Así pues, Compson acerrojó la cárcel, y un correo con los dos mejores caballos del poblado —uno para cabalgar y otro para guiar— atajó por los bosques hasta la Senda para recorrer los más de ciento sesenta kilómetros a Natchez con noticias de la captura y con autoridad para regatear la recompensa; y aquella noche en la cocina de Holston House se celebró la primera reunión municipal del poblado, prototipo no solo de la junta municipal después de que el poblado fuese pueblo, sino de la cámara de comercio cuando comenzó a proclamarse a sí mismo ciudad, bajo la presidencia de Compson, no del viejo Alec, que ahora estaba realmente viejo, ceñudo, taciturno, sentado aún aquella cálida noche de julio ante un humeante leño que ardía en su vasta chimenea, la espalda vuelta a la mesa (no estaba interesado en la deliberación; los prisioneros eran realmente suyos puesto que su candado los guardaba; cualquier cosa que la conferencia decidiese tendría que ser sometida de todos modos a su aprobación antes de que nadie pudiese tocar su candado para abrirlo) en torno a la cual los progenitores de los padres de la ciudad de Jefferson celebraron lo que fue casi un consejo de guerra, no solo discutiendo el cobro de la recompensa, sino su custodia y su defensa. Pues ahora había dos facciones de oposición, no solo los partidarios del linchamiento, sino también la patrulla de milicianos, los cuales sostenían que los presos pertenecían como trofeos a sus primitivos captores; que ellos —la milicia— solo habían entregado la custodia de los prisioneros pero no habían renunciado a su recompensa; a cuenta de la cual la banda de milicianos había adquirido más whisky en el almacén del puesto de intercambio y levantado una tremenda hoguera frente a la cárcel, en torno a la cual ellos y los partidarios del linchamiento se habían confederado ahora en una juerga o conferencia propia. O eso pensaban ellos. Pues la verdad es que Compson, en nombre de una crisis de la paz y del bienestar públicos, había hecho una demanda formal del maletín profesional del doctor Peabody, sucesor del viejo doctor Habersham, y ellos tres —Compson, Peabody y el proveedor del puesto de intercambio (su apellido era Ratcliffe; cien años después ese apellido existiría aún en el condado, pero para entonces habría pasado a través de dos herederos que dejaron de usar el ojo en la trasmisión de palabras y usaron solo el oído, de manera que para cuando el cuarto heredero se vio obligado por simple necesidad a aprender a escribirlo de nuevo, había perdido la «c» y también la «fe» final)— agregaron láudano al barrilito de whisky, lo enviaron como regalo del poblado al atónito sargento de la milicia y regresaron luego a la cocina de Holston House para esperar a que se apagaran los últimos restos de la juerga; entonces el partido de la ley y el orden realizó una rápida incursión y arramblaron con toda la comatosa oposición, linchadores y captores, y los metieron a todos en la cárcel con los prisioneros y de nuevo echaron el cerrojo a la puerta y se marcharon a dormir a casa… hasta la mañana siguiente, cuando los primeros en llegar se toparon con un espectáculo semejante al montaje de un escenario al aire libre; y así nació la leyenda de los locos Harpe: algo no solo fantástico sino incomprensible, no solo extravagante sino un poco aterrador (aunque por lo menos fue incruento, lo que no habría satisfecho a ningún Harpe): no solo desapareció el candado de la puerta, no solo desapareció la puerta de la cárcel, sino que el muro entero desapareció, los troncos ensamblados con barro y escoplados con hacha habían sido limpia y silenciosamente destrabados en la oscuridad y apilados ordenadamente a un lado, dejando la cárcel abierta al mundo como un escenario en el que todavía yacían los insurgentes, esparcidos y diversos en un sueño parecido a la muerte, y todo el poblado se reunió para mirar cómo Compson trataba de despertar a patadas al menos a uno de ellos, hasta que un esclavo de Holston —el marido de la cocinera, el mozo-criado-palafrenero— se abrió camino corriendo entre la muchedumbre gritando: «Ojo con el candado, ojo con el candado, el viejo Patrón dice que ojo con el candado».
Había desaparecido (así como tres caballos pertenecientes a tres miembros de la facción de los linchadores). Ni siquiera pudieron encontrar la pesada puerta y la cadena, y en un primer momento casi se traicionaron a sí mismos al creer que los bandidos habían tenido que llevarse la puerta con el fin de robar la cadena y el candado, para después rescatarse a sí mismos desde el borde mismo de esa desenfrenada acusación de racionalidad. Pero el candado había desaparecido: y no tardó mucho el poblado en comprender que no eran los evadidos bandoleros ni la recompensa abortada, sino el candado, y no a una simple situación a lo que se enfrentaban, sino a un problema que los amenazaba, el esclavo regresando a Holston House sin parar de correr y después reapareciendo, de nuevo sin parar de correr desde casi antes de que la puerta misma, los muros, tuvieran tiempo de ocultarlo, de engullirlo y después de expulsarlo de nuevo, cruzando la muchedumbre hasta llegar ahora al propio Compson, diciendo: «El viejo patrón dice que vayan a buscar el candado»; no enviar el candado, sino traer el candado. De modo que Compson y sus tenientes (y aquí fue donde comenzó a aparecer o, mejor, a emerger, el jinete del correo: frágil hilillo de humo sin edad, sin cabellos, sin dientes, demasiado endeble en apariencia para acercarse a un caballo, y mucho menos para cabalgar a solas mil kilómetros cada dos semanas, a pesar de lo cual lo hacía, y no solo eso, sino que también le quedaba aliento suficiente no solo para anunciar y preceder su paso sino también de seguirlo con el burlesco triunfo musical del cuerno: su indiferencia hacia los posibles —probables— saqueadores tan solo igualado por su desprecio hacia la escoria oficial de la que podía ser despojado, y que accedía a permanecer dentro de límites civilizados solo mientras los salteadores tuvieran el buen gusto de refrenarse) se reunieron en la cocina, donde el viejo Alec continuaba sentado ante su leño humeante, de espaldas aún a la estancia, y sin volverse tampoco esta vez. Y eso fue todo. Ordenó la inmediata devolución de su candado. Ni siquiera fue un ultimátum, fue una simple instrucción, un decreto, impersonal, el jinete del correo ahora en la periferia del grupo, sin decir nada y sin perderse nada, como un ingrávido pájaro disecado o fosilizado, no un buitre por supuesto, ni siquiera un halcón, sino digamos un polluelo de pterodáctilo detenido justo al salir del huevo hace diez eras glaciares y tan viejo en la mera infancia como para ser el gastado y agotado antecesor de toda vida posterior. Le hicieron al viejo Alec la observación de que la única razón de que hubiera desaparecido el candado era que los bandidos no habían tenido tiempo o no habían sido capaces de cortarlo de la puerta, y que ni siquiera tres locos fugados en caballos robados podían llevar muy lejos una puerta de roble de dos metros de altura, y que un grupo de mozos de Ikkemotubbe estaba siguiendo ya la pista de los caballos hacia el oeste, hacia el Río y que sin duda el candado sería hallado en cualquier momento, probablemente bajo el primer matorral a la salida del poblado: aun sabiendo que no había límite para lo fantástico y lo aterrador y lo extravagante de que podían ser capaces los hombres que, solo para escaparse de una cárcel de troncos, habían retirado en silencio un muro entero y lo habían apilado ordenadamente y pieza a pieza a un lado del camino, y que ni ellos ni el viejo Alec volverían a ver nunca aquel candado;
Y así fue; el resto de aquella tarde y todo el día siguiente, mientras el viejo Alec continuaba fumando su pipa frente a su leño humeante, los avergonzados y furibundos prebostes del poblado fueron en su busca, y (para entonces: a la tarde siguiente) los chickasaw de Ikkemotubbe ayudaron, o al menos estuvieron presentes, mirando: los hombres salvajes, los desposeídos e indómitos hijos de la tierra salvaje, con aspecto aún más salvaje e indigente aún por la mezclilla y los petos y el fieltro y los sombreros de paja del hombre blanco con que se vestían; de pie o en cuclillas o andando; graves, atentos e interesados mientras los hombres blancos sudaban y maldecían entre los setos que bordeaban su campamento débilmente arañado a la naturaleza; y siempre el jinete, Pettigrew, ubicuo, en todas partes, sin ayudar a buscar y nunca estorbando, pero siempre presente, inescrutable, saturnino, sin perderse nada: basta que finalmente hacia la puesta de sol Compson emergió salvajemente del último seto de zarzal, se apartó el sudor del rostro con un amplio movimiento del brazo suficiente para repudiar un trono, y dijo:
—Está bien, maldito sea, se lo pagaremos.
Pues ya habían considerado este último gambito; ya habían comprendido su seriedad por el mero hecho de que Peabody había tratado de hacer un chiste cuando todo el mundo sabía que ni siquiera Peabody pensaba que tuviera gracia:
—Sí… y deprisa, antes de que tenga tiempo de ponerse de acuerdo con Pettigrew y ponerle precio por kilos.
—¿Por kilos? —dijo Compson.
—Pettigrew lo acaba de pesar por los quinientos kilómetros hasta Nashville. El viejo Alec puede empezar la cuenta desde Carolina. Eso son once mil kilos.
—¡Oh! —dijo Compson.
Entonces convocó a sus hombres haciendo sonar un cuerno de cazar zorros que uno de los indios llevaba al cuello con una correa, aunque incluso ellos se detuvieron para una última y rápida conferencia; y de nuevo fue Peabody quien los detuvo.
—¿Quién va a pagarlo? —dijo—. Basta conocerlo para saber que querrá dos dólares por cada kilo de candado, aun en el caso de que, de acuerdo con la escala de Pettigrew, lo hubiese encontrado entre las cenizas de su chimenea.
Ellos —Compson en todo caso— habían pensado ya en eso; que probablemente era la presencia de Pettigrew lo que lo movía a tratar de llevarlos a la presencia del viejo Alec con la oferta tan rápidamente que nadie tendría agallas para negarse a pagar su escote. Pero ahora Peabody lo había estropeado. Compson los miró entonces, sudoroso, severamente encolerizado.
—Eso quiere decir que Peabody probablemente pagará un dólar —dijo—. ¿Quién paga los otros catorce? ¿Yo?
Entonces Ratcliffe, el comerciante, el propietario del almacén, lo resolvió: una solución tan sencilla, tan ilimitada en su retroactividad que nunca comprendieron cómo no se le había ocurrido antes a nadie; la cual no solo resolvió el problema, sino que lo abolió; y no solamente aquel problema, sino todos los problemas, desde entonces y a perpetuidad, abriendo ante sus ojos, como el desgarrarse de un velo o como una gloriosa profecía, el vasto, espléndido, ilimitado panorama de América: aquella tierra de ilimitada oportunidad, aquella destinación, creada no por ni a partir del pueblo, sino para el pueblo, como el celestial maná de tiempos antiguos, sin demandar en pago al hombre nada aparte de la masticación y la deglución ya que a partir de su propio e incomparable Todobién crearía produc