Caminar sin punteras

Almudena Cid

Fragmento

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Prólogo

Por los suelos

Me rompí. Un día mi mundo se vino abajo, y no lo vi venir. En el caos y el dolor que llegó de golpe, sin avisar, todo me parecía nuevo, ni siquiera me reconocía a mí misma. Seguía intentando levantarme, salía de casa, veía a gente, me subía al escenario como actriz, pero todo lo hacía rota y con la sensación de que ese dolor nunca lo había vivido antes y, peor aún, que nunca acabaría.

Me faltaban herramientas. Pensaba que el dolor que provoca una ruptura amorosa era diferente al dolor de la fractura de un hueso y que detenerme a deshacer un nudo en mi cinta de seis metros en plena ejecución de un ejercicio era muy distinto a sentir que la vida se había parado para mí, pero no para los demás.

Con el tiempo me he ido dando cuenta de que existen elementos comunes. Aquella no era la primera vez que me rompía, tampoco la primera vez que, rota, me exponía ante un público. Reconocía algo muy familiar en sentirme por los suelos, y es que sobre ellos bailé durante más de dos décadas.

Mi primer contacto con la gimnasia rítmica lo tuve a los seis años en la ikastola. Mi madre decidió apuntarme para sacarle algún rendimiento a tanto verme por casa lanzando el cepillo del pelo por los aires y cogiéndolo por el mango. De la ikastola pasé a un club, de ese club a otro, hasta que con catorce años salí de mi ciudad, Vitoria, para incorporarme al equipo nacional en Madrid. A mis compañeros de clase les dije que volvería pronto porque pensaba que yo no valía para eso. Nunca volví.

Me separé de mi familia, de mis amigos, dejé mi instituto y emprendí un largo viaje que pasó por diez Campeonatos Europeos, nueve Mundiales, más de cien competiciones internacionales y cuatro Juegos Olímpicos: Atlanta, Sídney, Atenas y Pekín. Fueron años en los que tuve que enfrentarme a nuevos aprendizajes, a la férrea disciplina de un deporte de élite, al dolor de las lesiones, a la soledad y al rechazo, también a la inseguridad e incluso, al final, a conflictos con mi propia estructura federativa para definir el cierre de mi carrera.

El 23 de agosto de 2008 besé el tapiz, trece metros por trece delimitados por unas líneas rojas, el suelo que me había sostenido durante tres cuartas partes de mi vida. Una superficie de apariencia amable, bonita, pero que es dura y raspa y quema, y que recorres a veces con saltos, otras de puntillas, y siempre obligada a adaptarte a su aspereza.

Sobre el tapiz había vivido penas y alegrías. En torno a él había girado todo lo demás casi desde que tenía memoria: calendarios, sueños, retos, amistades, mi propia autoestima. La despedida no fue fácil, y aquel beso, ese instante que apenas duró un segundo, separaba a la gimnasta de mi nueva vida lejos de eso que me hacía sentir válida y competente.

El beso puso fin a esa parte de mi historia de amor con la rítmica y lo hizo donde, cuando y como yo quise, porque ya desde Sídney no paraban de oírse esas voces que me invitaban a la retirada: «Eres demasiado mayor», «Tienes que dejar el camino libre a las nuevas generaciones»...

No es lo mismo sentir que el deporte te abandona a que tú decidas abandonarlo. Lo había visto en muchas compañeras, cuando una lesión o la decisión de un entrenador de no contar con ellas las apartaba de la alta competición, de lo que más amaban. Justo por eso, porque fui testigo de numerosas retiradas a lo largo de mi carrera deportiva, entendí que el mayor regalo que podría hacerme, si estaba en mi mano, sería marcar yo el punto y final a esa historia.

Sin embargo, no siempre tenemos esa suerte, y fuera del tapiz no pude hacerlo.

Después de quince años de relación con mi pareja, no pude elegir el final de lo nuestro. Llegó de repente, como lo hace una lesión. No lo decidí yo. Aún tenía mucho por escribir sobre la cinta de mi vida y, de pronto, me vi completamente abandonada. Sentí que habían roto en pedazos el satén. Que la cinta había dejado de moverse.

Muchos meses trabajando un ejercicio sobre el tapiz, y solo noventa segundos para mostrarlo ante público y jueces. Quince años de una relación que creía firme, y solo una frase, tres segundos escasos, para que todo se venga abajo. A lo mejor a ti también te ha pasado.

Escribir este libro tiene que ver precisamente con eso, con que, por mucho que nos esforcemos, hay historias de amor que no acaban como uno desearía. Cuando esto ocurre, toca mirar atrás, ver cómo era en realidad eso que tenías, averiguar dónde estuvo el fallo que lo desencadenó todo para, al menos, intentar no repetirlo. Y analizar qué herramientas tienes a mano, aun cuando no lo sepas, para hacer frente al caos.

Esto es lo que he hecho este último año, un año que comenzó fuera del tapiz y que traspasó con total impunidad su línea roja, el año que trajo consigo un dolor inesperado. El año en que me rompí.

Cuando era gimnasta, podría no haber salido al tapiz rota, pero lo hice más de una vez y también ahora voy a hacerlo. Luché por reconstruirme y encontré dolor en la belleza y belleza en el dolor.

De eso hablo en las siguientes páginas: de cómo recurrir a mi experiencia en un ámbito distinto —el de la rítmica— me salvó de quedarme enredada esperando a que algo aliviara mi dolor.

Ojalá recorrer el camino que yo he andado este último año pueda ayudarte a ti en algún momento.

Esta historia, como la de muchos otros y otras, empieza por no haber sido capaz de interpretar las señales y establecer los límites. Por no haber sabido escucharme o por entenderme mal. Por no haber comprendido en qué terreno jugaba, como nos ha pasado a tantos y en tantas relaciones de pareja en apariencia distintas.

Caminar sin punteras habla de cómo sentirte arrasada por un tsunami puede ser la mejor noticia, la oportunidad de volver a construir, pero esta vez en otro lugar y con mejores cimientos. Y también de cómo es posible encontrar fuerzas donde no creías y de cómo, a veces, puedes redescubrirte a ti misma mientras tratas de deshacer el nudo en el que se ha convertido tu vida.

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La cinta

EL ARTE DE DESHACER NUDOS

Material: satén

Medidas: 6 m de largo, 4 cm de ancho. La varilla mide 60 cm y pesa 35 g

Composición: varilla, tela y enganche

Característica: el constante movimiento

Riesgo: el nudo

Un recuerdo de 2008. Quedaban solo unos meses para competir en mis últimos Juegos Olímpicos, y yo dibujaba y coloreaba la que también sería mi última cinta, poniendo todo mi cariño en c

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