La vida brava

Fragmento

La vida brava

1. MARÍA HELENA

Horacio Quiroga fue mi marido.

Mi nombre es María Helena Bravo Schnaibel; nací en el año 1907 en Buenos Aires, Capital Federal, y hasta 1931 viví en el poblado de Vicente López, provincia de Buenos Aires. Soy hija de Norberto Bravo y de María Elena Schnaibel, ambos argentinos, aunque mi madre era hija de alemanes. Tuve una única hermana, llamada Haydée.

En 1927, le anuncié a mi padre que Horacio Quiroga quería casarse conmigo, y mi progenitor, desprevenido, respondió:

—Pero m’hija, si ese señor es más viejo que yo. Él bien podría ser su padre.

Lo interrumpí para continuar mi anuncio:

—Yo también quiero casarme con él.

Mi pobre padre no podía creer lo que oía. Se angustió considerando que algo estaba fallando, luego de la esmerada educación que me había dado.

—¿Está loca?, es viejo y viudo. ¿En qué cabeza cabe un disparate así?

Conservaba el hábito de hablarnos de «usted» cuando estaba enojado porque, si el clima era natural, nos tuteábamos. Mi madrastra estaba más escandalizada que él, pero no se permitió intervenir. Quien imponía las reglas en nuestra casa era papá. Ella, por no ser nuestra verdadera madre, se limitaba a atendernos y cuidarnos.

En aquella ocasión, tanto mi madrastra como mi padre se pusieron de acuerdo en enviarme de vacaciones a Montevideo, a la casa de mis primos, para que se me aclararan las ideas. Y aunque pasé allí varias semanas divertidas de playa y carnaval, e incluso conquisté algún dragón de puerta, no pude olvidarme de Quiroga. Al principio tal vez hubiese ocurrido y se habría cumplido la voluntad de mi padre, porque aquel nuevo pretendiente montevideano me caía simpático; tenía tres o cuatro años más que yo, estaba en la mitad de la carrera de Derecho y no bailaba mal. En una de las mascaradas a las que concurrimos escoltadas celosamente por mi tía, le concedí a él solo la mitad de las piezas. Todas no, porque no era bien visto que una joven facilitara tanto las cosas y, además, no quería entusiasmarlo. El viudo de Vicente López seguía alojado en mi cariño.

Mi tía había recibido instrucciones de aconsejarme, así que alentaba mi relación con este otro muchacho. También le habían ordenado que si yo recibía alguna carta del añoso pretendiente, no me la entregase. Pero, antes de que hubiera pasado una semana llegó, a la casa de mis parientes montevideanos, un paquete para mí.

—Qué raro, viene a tu nombre, pero no veo remitente alguno. No es una carta, es un paquete —se extrañó mi primo—. Mamá me dijo que te lo dé, porque esto no te lo prohibieron. ¿Encargaste alguna cosa de allá que te hiciera falta?

Rompí el papel con ansiedad. Me encantaban las sorpresas y el misterio. Se trataba de una caja de cartón. Adentro había un gran montón de hojas de carta, sobres y al fondo de la caja una dirección que yo conocía bien, escrita a máquina en una tira pequeña de papel: Urquiza 1350.

Ahí se inició una correspondencia que se extendió, con interrupciones, por diez años. Nunca le entregué esas cartas a nadie. Las conservo atadas con una cinta azul, y perfumadas con flores de lavanda. No pienso exponerlas a la curiosidad morbosa de los investigadores y de los críticos, como hicieron sus amigos con la correspondencia recibida, una vez que el escritor Horacio Quiroga hubo muerto y su fama volvió a propagarse como un incendio por el Río de la Plata.

Las cartas que Horacio me escribió, y las que le escribí yo, forman parte del nudo íntimo de nuestra historia de amor. No voy a liberarlas para que ojos extraños las mancillen. Bastante daño ya me han hecho todos. Me ignoraron como si yo no hubiese sido su mujer hasta la muerte, su último gran amor. «Grande amore», decía él, citando a un poeta italiano que había admirado en su juventud. Los peores juicios fueron aquellos que me criticaron por la «falta de comprensión» hacia aquel «gran hombre».

¿Qué hice de malo? Alegré el último período de su vida con mi juventud y mi pasión. Le di una hija más. Acepté sus hábitos curiosos. Lo acompañé a la selva. En el hospital, aprendí a ponerle anestesia para calmar sus dolores, provocados por el cáncer. Ninguno de sus biógrafos reconoce mi abnegada labor de esposa. Subrayan mi frivolidad. ¿Cuál de ellos pudo tener una mujer como yo, que siendo joven y hermosa, estuviera dispuesta a vivir en lo alto de una meseta de piedra calcinante, cercada por la fronda espesa y riesgosa? Seguro que ninguno. Las damas burguesas que acompañaron en la vida a los amigos de mi marido se sacudían bien el polvo de las suelas de sus botitas, antes de pisar las alfombras persas del living.

Lo único que les preocupó a todos ellos fue destacar los desentendimientos finales, debido a que él se quejaba en su correspondencia de «los trastornos matrimoniales, más graves que los de la próstata». ¿Existen matrimonios sin rispideces? No quieren entender que si yo no me hubiese vuelto antes a Buenos Aires, él se hubiese dejado morir en San Ignacio, sin atención médica. Tuve que tomar varias decisiones muy duras en aquel año de 1936: disponerme a vivir sola con una niña, prepararme para su muerte, que me dejaba sin un solo bien y sin dinero.

A los veintinueve años quedé viuda con una hijita de ocho, sin casa propia y con el único ingreso de una modesta pensión del Consulado uruguayo, de la que si no se hubiese preocupado Enrique Amorim, tampoco me la hubieran dado. Tuve que cuidarme de los gavilanes que arruinarían mi reputación de viuda decente. Pronto entendí que debía eludir las relaciones peligrosas. Fui extremadamente discreta con mis amantes. Rechacé dos o tres propuestas de nuevo matrimonio. Con uno había sido más que suficiente. Preferí disfrutar de las pocas horas de placer y compañía que un hombre educado y solvente pudiese darme, y no aguantar las muchas horas de trabajo, hastío y sometimiento que implican el vínculo conyugal.

Aprendí muy bien el oficio de enfermera, para poder sostenernos. Mantuve sola a mi hija. Defendí con uñas y dientes el cobro de los derechos de autor por la obra literaria de mi marido, en Argentina y en Uruguay. Comprendí que los editores son rapaces y mentirosos. Quieren toda la ganancia para sí. Por eso me preparé para dar la batalla. Me vestía con mi mejor ropa para visitar a aquellos que se hacían ricos publicando sus cuentos; esperaba horas hasta que me recibían y jamás me iba sin el cheque en la mano. Esta batalla la di no sólo por la necesidad económica, sino por hacer justicia al trabajo de mi marido. Él fue un escritor profesional, jamás regaló su trabajo y vendió su literatura a quien mejor se la pagase.

A un solo periodista le enseñé el paquete con nuestras cartas escritas a lápiz, únicamente descifrables por mí, debido a que la nerviosa caligrafía de Horacio era ilegible a los ojos de un extraño. Se llamaba Alberto Perrone y tuvo la amabilidad de entrevistarme. También tuvo la consideración de escribir Helena con hache, como firmo yo, y no sin ha

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos