
l hacha y las runas recorrieron playas y bosques de un nuevo mundo luego de atravesar mares feroces y vencer el terror a lo desconocido. Quien las trajo fue un guerrero, viajero y explorador excepcional que fue guiado por su destino a un lugar muy lejano de la tierra que lo vio nacer.
Pero antes de seguir con su historia debemos hablar de su nacimiento, porque todos los hombres y mujeres que hemos admirado y amado, que son fuertes, poderosos o famosos, fueron alguna vez bebés; débiles e indefensos, llorones y mocosos que se debían valer de sus padres para sobrevivir.
El día que nació sería recordado por una extraña tormenta que azotó su pueblo. La tarde era carmesí, oscura como la sangre, y los rayos empezaron a surcar el cielo de manera continua, sin parar, uno tras otro, mientras fuertes vientos golpeaban las casas.
Durante el ocaso, una mujer embarazada empezó a gritar que había llegado la hora de dar a luz. Mi mamá era una bjargrygr; es decir, la partera del pueblo, y su labor era asegurarse de que todo saliera bien. A pesar de que no se permitían hombres en ese momento, como yo era pequeño, mamá siempre me llevaba con ella a contemplar el inicio de una nueva vida.
Afuera de la choza los hombres estaban maravillados por la tormenta: no caía ni una gota de agua, pero el ruido del viento era ensordecedor. Bien se sabe que el causante de esta era Thor, ¿pero a qué se debía que no lloviera? Se dice que cuando ocurre la borrasca y el rayo y el trueno están presentes, es porque el dios está peleando contra sus enemigos o porque está montado en su carruaje, el cual es arrastrado por dos cabras mágicas y carga calderos de bronce que, al chocarse, producen los ruidos de la tempestad.
Si no caían gotas de agua, era porque no estaba combatiendo contra sus enemigos, los gigantes de escarcha, pues muchas veces el sudor que estos dejaban era la lluvia que caía del cielo. A pesar de ello, el sonido del trueno se oía como si el cielo se fuera a desplomar, y los rayos surcaban el firmamento tantas veces y con tanta claridad que parecía el más soleado de los días.
Pronto, la idea se convirtió en rumor; y el rumor, en afirmación que pasó de boca en boca. Thor visitaba el pueblo. Era la única explicación para el ruido del trueno causado por su transporte; para el cielo rojo, como su barba, y los rayos, cuyas ramificaciones se asemejaban a Yggdrasil, el Árbol del Mundo que contiene los nueve reinos existentes en el universo.
Mientras tanto, la mujer seguía pujando. Su vientre tenía dibujados símbolos y runas de parto para que el alumbramiento fuera exitoso. Aparte de mi madre, varias mujeres observaban el proceso entonando cánticos y alabanzas a las dísir, pidiendo que le dieran fuerzas a la joven.
La futura madre se retorcía de dolor, pues era la primera vez que daba a luz. Muchas de las presentes habían oído los rumores sobre la llegada del dios al pueblo y sentían su presencia, a pesar de que los dioses solo son visibles si desean ser vistos. Astrid, mi mamá, se acercó a la mujer que lloraba mientras murmuraba «Quema, quema», una y otra vez.
—Ten fuerza —le dijo mi madre—. Thor nos visita y tu hijo será afortunado entre dioses y hombres.
A pesar del dolor, la mujer sonrió e hizo un esfuerzo final.
El niño nació en el mismo momento en que el último trueno rugió con fuerza, como si quisiera atravesar todos los reinos que componen el universo.
Mi mamá fue la primera persona en cargar al nuevo morador de Midgard. El bebé lloró con la fuerza del trueno y las mujeres respiraron aliviadas al saber que había nacido sano y fuerte.
La nueva madre, extenuada y al límite de sus fuerzas, contemplaba con ternura y sonreía a ese ser que tanto había anhelado. Cuando lo acercaron a su regazo se dio cuenta de que tenía el pelo de color rojo intenso, como si fuera una pequeña llama.
—El fuego marca tu nacimiento —susurró—, es el reflejo del espíritu que guiará tu vida, hijo mío.
Lo besó y abrazó acunándolo contra su pecho. Luego lo devolvió a mi mamá diciendo que estaba muy agotada. Tiempo después, se diría que la mujer fue incapaz de aguantar el fuego que traía consigo el bebé y que moriría en medio de dolores atroces, pero yo estuve ahí y puedo decir que partió con una sonrisa en los labios, feliz de haber traído a ese niño al mundo.
Cuando Thorvald, el padre de la criatura, entró a la choza y vio a la mujer, se arrodilló junto a ella, la besó y lloró amargamente. Secó sus lágrimas, se acercó al niño y lo tomó.
El bebé no lloraba. Thorvald lo examinó buscando algún desperfecto. Si lo veía enfermizo o deforme, podía abandonarlo a su suerte y a la de los dioses. Sin embargo, no había ser más rebosante de vida como aquel que lo miraba curioso bajo el brillante mechón rojo. Finalmente, se lo entregó a mi madre para que lo cuidara.
Desde que un nórdico nace, se enfrenta a su primera prueba. Debe sobrevivir nueve días para tener su propio nombre. Muchos bebés morían antes, ya fuera por el difícil clima o porque nacían muy débiles. Tan pronto se cumplió el plazo, Thorvald tomó una rama que simulaba ser el árbol Yggdrasil, la sumergió en agua y roció al niño con ella.
—Los dioses han venido a mí en sueños y me han susurrado tu nombre. Se repetirá una y otra vez hasta el Ragnarok, la batalla del fin de los tiempos; serás «líder», «gobernante único», te llamarás… Erik.
Así fue el nacimiento de Erik, el Rojo.

as tierras que vieron nacer a Erik en el año 950, en Jaeren —una pequeña población en la región de Rogaland, en el reino de Noruega—, eran verdes, rodeadas de hermosos bosques, y blancas por las nieves que las cubrían como una manta durante los fuertes inviernos.
En las gélidas noches, las familias nos reuníamos en el centro de las casas, y muchas veces dejábamos que animales como vacas o cabras nos acompañaran para compartir el calor, mientras prendíamos hogueras que nos mantenían a salvo de morir congelados.
Aun así, el frío se metía por debajo de la piel como pequeñas dagas de hielo, sin importar lo abrigado que se estuviera. Los niños más pequeños lloraban queriendo llamar la atención, pero Erik, ya fuera por la falta de su madre o porque la visita de Thor el día de su nacimiento le había infundido fuerza, permanecía tranquilo y en silencio, contemplando este nuevo mundo donde había llegado.
Este no era el único rasgo que lo distinguía por encima del resto. Parecía inmune a los climas helados, culpables de llevar a Helheim, el reino de los muertos, a débiles, enfermos y víctimas de las plagas que en ocasiones azotaban a nuestra comunidad.
Varias veces, Erik, siendo un pequeño de cinco inviernos, salía de su casa sin que nadie se diera cuenta. Cuando su padre regresaba de las labores del campo y lo buscaba, por lo general lo encontraba merodeando cerca, como si quisiera descubrir algo especial que los demás no podían ver. Sin embargo, un día no apareció y la noche y sus peligros se acercaban.
—Amigos míos, les pido que me ayuden a encontrar a Erik —dijo Thorvald, preocupado—. A pesar de buscarlo por todas partes, no lo encuentro. Ustedes saben que enemigos de hombres y dioses se amparan en las sombras esperando el momento ideal para atacar. Como decía mi padre: riqueza es la lucha entre parientes; el lobo se esconde en el bosque.
—Deberías cuidar mejor a tu hijo y evitar que se meta en problemas —gritó con sorna Sven, uno de los presentes—. El niño nunca se queda quieto y al final siempre nos toca a nosotros solucionar sus enredos.
—Si no quieres ayudar a buscarlo, Sven, no lo hagas, pero no hables mal de mi hijo o te arrepentirás —dijo Thorvald, y su voz por lo general calmada se tornó violenta y áspera.
Sven calló y no participó en la búsqueda de Erik, llevándose consigo una cantidad considerable de hombres, mientras que otros como mi padre y yo nos aprestamos a encontrar al niño.
Decidimos dividirnos por parejas y buscarlo por todas las casas y caminos del asentamiento. Nada. Parecía como si se hubiera desvanecido en el aire. A mi papá entonces se le ocurrió buscarlo en el bosque que quedaba cerca del fiordo, para que no quedara lugar sin explorar.
Nos internamos en la espesura cuando las últimas luces de la tarde se extinguían, y si bien en un primer momento creímos que la búsqueda fracasaría, a lo lejos reconocí una pequeña figura que caminaba muy lento.
Al acercarnos, vimos al pequeño Erik que vagaba sin rumbo fijo, entre los cristales de nieve que descendían del cielo, rompiendo la niebla, empecinado en llegar a alguna parte. Había salido sin abrigo, por lo que tiritaba de frío, pero aun así no se detenía.
—Erik —dijo Bardar, mi padre—. ¿A dónde vas?
El niño levantó la mirada, siendo apenas consciente de que estaba acompañado.
—A Asgard, a visitar a los dioses, ya debo estar cerca, ¿cierto? —respondió como si fuera lo más natural del mundo.
Volvimos con el niño y Thorvald no sabía si castigarlo o abrazarlo. Erik enfermó algunos días debido a los vientos helados a los que estuvo sometido, pero se curó rápidamente. Recordando esa historia, no dejo de pensar que esa primera aventura sería el reflejo de su espíritu viajero que el futuro revelaría.
Erik compartía con Thor no solo el color de su cabello, sino también otras características. Era precoz y curioso: aprendió a caminar y a hablar mucho antes que el resto de los niños de su edad y, a pesar de que no era sabio, aunque sí astuto y perspicaz, siempre estaba preguntando lo que no entendía.
Aun siendo pequeño intentó interesarse en el conocimiento, en la historia de su pueblo, en los secretos de la navegación y los dioses. Pero su sed de aventuras era mayor, por lo que pronto abandonó su búsqueda por el saber. No le temía a la sabiduría; al contrario, apreciaba a quien la poseía, y ya adulto se rodeó de quienes pudiéramos aconsejarlo de la mejor manera.
Este episodio de la niñez de Erik fue solo uno de tantos recuerdos perdidos entre las costas congeladas que se derritieron durante sucesivos veranos, hasta transformarlo de forma sorprendente. Erik, con diez inviernos, llegó a ser más alto que cualquier niño de su edad, y su fuerza parecía la de un adulto sano y decidido. Igualmente, era diestro para el combate, como lo demostró en los pequeños torneos que se armaban en el pueblo, en los que ganaba sin problema.
Asimismo, tenía un ingenio único con el que podía convencer de lo que quisiera tanto a un criador de cabras como a un gran guerrero, al punto que su padre se preguntó si en realidad el dios que había sido testigo de su nacimiento había sido Loki, en vez de Thor.
Por lo general, los más pequeños se agrupaban en torno a él y le obedecían ciegamente en los juegos que inventaba. Aunque su temperamento parecía ser como el fuego, agresivo e impredecible, y no temía usar la violencia, trataba de ser justo, sin aprovecharse de los más débiles.
Pero estas cualidades que tanto enorgullecían a Thorvald lo hicieron ganarse la enemistad de personas a las que ni siquiera conocía; pues es bien sabido que la envidia anida en el alma de los hombres mediocres y está dispuesta a manifestarse no por la confrontación o la batalla justa, sino a través de la traición y la mentira.
Sin embargo, yo sabía que había algo especial en él, algo lejano a nuestra comprensión. Su rostro no parecía el de un niño, era grueso y fino al mismo tiempo. Sus cabellos parecían de fuego: una llamarada iridiscente, con tonalidades indescifrables que nadie ha vuelto a ver desde entonces. Después de su nacimiento no volvió a nacer en nuestro pueblo otro niño con su color de pelo, con esa seña indiscutible que lo hacía diferente al resto, marcando quizá su destino.
Por esta razón fue que empezamos a llamarlo el Rojo.
Erik el Rojo.