CAPÍTULO 1
El horario era malo. Las propinas eran peores, y la mayoría de mis compañeros de trabajo sin duda dejaban que desear, pero c’est la vie, così è la vita, usa el tópico en la lengua extranjera que prefieras. Era un trabajo de verano y eso me quitaba a la nonna de detrás de la oreja. También evitaba que mis numerosos tíos, tías y abigarrados primos tuvieran la necesidad imperiosa de ofrecerme un trabajo temporal en sus diversos restaurantes, carnicerías, bufetes de abogados y tiendas. Dado el tamaño de la grandísima y extensísima (e italianísima) familia de mi padre, las posibilidades eran infinitas, pero siempre era una variación del mismo tema.
Mi padre vivía en la otra punta del mundo. Mi madre estaba desaparecida, dada por muerta por el FBI. Yo era el problema de todos y el de nadie.
Adolescente, dada por problemática.
—¡Ya está el pedido!
Con aprendida destreza, tomé el plato de tortitas (con beicon) con la mano izquierda y un enorme burrito de desayuno (guarnición de jalapeños) con la derecha. Si los exámenes de acceso a la universidad me iban mal en otoño, tenía un verdadero futuro por delante en la industria de las cafeterías de mala muerte.
—Tortitas con beicon. Burrito de desayuno acompañado de jalapeños. —Coloqué los platos en la mesa—. ¿Puedo traerles algo más, caballeros?
Antes de que cualquiera de los dos abriera la boca, supe exactamente qué iba a decirme ese par. El tipo de la izquierda iba a pedirme más mantequilla. Y ¿el tipo de la derecha? A ese le iba a hacer falta otro vaso de agua antes de poder siquiera pensar en esos jalapeños.
Hubiera apostado diez a uno a que ni siquiera le gustaban.
Los tipos a quienes les gustan de verdad los jalapeños no los piden como guarnición. Aquí don Burrito Desayuno no quería que la gente pensara que era una nenaza. Claro que la palabra que él habría usado no era precisamente «nenaza».
«Pero, bueno, Cassie —me dije con dureza—. No transgredamos el control parental».
Por regla general, no solía decir muchas palabrotas, pero tenía la mala costumbre de adoptar los dejes de las otras personas. Ponme en una habitación con un puñado de ingleses y saldré de allí hablando con su acento británico. No es algo intencionado, es solo que he pasado mucho tiempo a lo largo de los años metiéndome en la cabeza de la gente.
Gajes del oficio. No del mío. Del de mi madre.
—¿Podrías traerme unos pocos paquetitos de mantequilla más? —preguntó el tipo de la izquierda.
Asentí. Y esperé.
—Más agua —gruñó el tipo de la derecha, que sacó pecho y me miró las tetas.
Forcé una sonrisa.
—Ahora mismo le traigo el agua. —Y me las arreglé como pude para no añadir «pervertido» al final de la frase. Aunque a duras penas lo logré.
Seguía manteniendo la esperanza de que un tipo que rozaba los treinta, que fingía que le encantaba la comida picante y que no tenía ningún reparo en mirarle los pechos a una camarera adolescente como si se estuviera entrenando para las olimpiadas de mirones, tal vez sería igual de ostentoso a la hora de dejar propinas.
«Aunque, claro —pensé mientras iba a buscar lo que me habían pedido—, quizá resulta ser el tipo de tío que deja propina a la pobre camarera solo para demostrar que puede».
Sin poner mucha atención, repasé mentalmente los detalles de la situación: cómo iba vestido don Burrito Desayuno; el trabajo que tendría; el hecho de que su amigo, el que había pedido tortitas, llevaba un reloj mucho más caro…
«Se peleará por pagar la cuenta y luego me dejará una propina de pena», me dije.
Deseé equivocarme, pero estaba bastante convencida de que había dado en el clavo.
Hay niños que pasan sus años de preescolar aprendiendo el abecedario. Yo crecí aprendiendo un tipo de alfabeto distinto. Comportamiento, personalidad, entorno: mi madre los llamaba los CPE, y eran los trucos de su oficio. Pensar de esa manera no era algo que pudieras desactivar a placer, ni siquiera cuando ya eras lo suficientemente mayor para comprender que cuando tu madre le decía al personal que era vidente, en realidad mentía, y que cuando les pedía dinero, en realidad les estaba timando.
Incluso ahora que ella ya no estaba, yo no podía evitar analizar a las personas, de la misma manera que no podía evitar respirar, parpadear o contar los días que me quedaban para cumplir los dieciocho.
—¿Mesa para uno?
Una voz grave y risueña me llevó de vuelta a la realidad al instante. El propietario de esa voz parecía el tipo de chico que estaría más a gusto en un club de campo que en una cafetería de mala muerte. Tenía una piel perfecta y un pelo despeinado con mucho arte. Aunque había pronunciado esas palabras como si fueran una pregunta, en realidad no lo eran.
—Claro —contesté al tiempo que cogía una carta—. Por aquí.
Tras observarlo de cerca supe que Club de Campo tendría más o menos mi edad. Una sonrisita jugaba con sus rasgos perfectos, y andaba con la desenvoltura de la nobleza del instituto. El mero hecho de mirarlo me hizo sentir como una sierva.
—¿Esta va bien? —pregunté tras llevarlo a una mesa que había cerca de la ventana.
—Sí, está bien —replicó al tiempo que se deslizaba hacia la silla. Como quien no quiere la cosa, paseó la mirada por la estancia con una confianza a prueba de balas—. ¿Viene mucha gente por aquí los fines de semana?
—Claro —contesté. Empezaba a cuestionarme si había perdido la habilidad de formular oraciones complejas. Por la forma en que me miraba el chico, seguramente él también se lo preguntaba—. Te daré un minuto para que le puedas echar un vistazo a la carta.
No me respondió, y yo dediqué mi minuto a llevar a Tortitas y Burrito Desayuno sus cuentas, en plural. Pensé que si la dividía, tal vez sacaría una propina medio buena entre los dos.
—Yo misma les cobraré cuando estén listos —añadí exhibiendo una sonrisa amplia y forzada.
Me volví de nuevo hacia la cocina y pillé al chico junto a la ventana mirándome. No era una mirada de «Ya sé qué voy a pedir». No tuve claro qué era, en realidad, pero cada fibra de mi ser me decía que había… algo. La molesta sensación de que había un detalle clave de toda esa situación —de ese chico— que se me estaba escapando no me dejaba en paz. Los chicos como él normalmente no comían en lugares como este.
No miraban con fijeza a chicas como yo.
Cohibida y recelosa, crucé la cafetería.
—¿Ya has decidido qué vas a tomar? —pregunté. No me quedaba otra que atenderle, de modo que dejé que el pelo me cayera sobre el rostro para que él no pudiera verme bien.
—Tres huevos —contestó, con los ojos de color avellana fijos en lo que atisbaba de los míos—. Con tortitas de acompañamiento. Y guarnición de jamón dulce.
No me hacía falta escribir su pedido, pero de pronto deseé llevar un boli para tener algo a lo que agarrarme.
—¿Cómo quieres los huevos? —pregunté.
—Dímelo tú.
Las palabras del chico me pillaron desprevenida.
—¿Disculpa?
—Adivínalo —me dijo.
Fijé la mirada en él a través de los mechones de pelo que todavía me ocultaban el rostro.
—¿Quieres que yo adivine cómo quieres que te sirva los huevos?
Sonrió.
—¿Por qué no?
Y así, sin más, me lanzó el desafío.
—Revueltos no —dije, pensando en voz alta.
Los huevos revueltos eran demasiado normales, demasiado corrientes, y ese parecía un chico a quien le gustaba distinguirse un poco. No en exceso, eso no, lo cual descartaba los huevos escalfados, al menos en un lugar como ese. Fritos por un lado habrían sido demasiado pringosos para él; fritos pero cocidos del todo no habrían sido lo suficiente pringosos.
—Fritos por ambos lados.
Estaba tan segura de mi conclusión como del color de sus ojos. El chico sonrió y cerró la carta.
—¿Vas a decirme si he acertado? —pregunté, no porque necesitara la confirmación, sino porque quería ver cómo respondía él.
El chico se encogió de hombros.
—¿Qué gracia tendría entonces?
Quise quedarme allí de pie, mirándolo fijamente hasta haberlo analizado, pero no lo hice. Pasé su pedido a la cocina. Le serví la comida. La avalancha de comensales de la hora de comer me alcanzó, y para cuando volví a ver cómo estaba, el chico de la mesa de la ventana se había ido. Ni siquiera había esperado la cuenta, se había limitado a dejar veinte dólares encima de la mesa. Justo acababa de decidir que podía hacerme jugar a las adivinanzas cuanto quisiera por una propina de doce dólares cuando vi que el billete no era lo único que había dejado.
También había una tarjeta de visita.
La recogí. Era de un blanco inmaculado. Letras negras. Espaciado regular. Había un logo en la esquina superior izquierda, pero relativamente poco texto: un nombre, una profesión y un número de teléfono. En la parte superior de la tarjeta había cuatro palabras, cuatro palabritas que me dejaron sin respiración con la efectividad de un puñetazo en el pecho.
Me guardé la tarjeta y la propina. Volví a la cocina. Cogí una bocanada de aire. Y luego volví a mirarla.
Tanner Briggs. El nombre.
Agente especial. La profesión.
Federal Bureau of Investigation.
Cuatro palabras, pero las miré con tanta fijeza que la visión se me empezó a nublar y solo pude leer tres letras.
¿Se podía saber qué demonios había hecho yo para atraer la atención del FBI?
CAPÍTULO 2
Tras un turno de ocho horas, tenía el cuerpo hecho polvo, pero mi mente trabajaba a toda velocidad. Quería encerrarme en mi cuarto, tumbarme en la cama y entender qué demonios había ocurrido esa tarde.
Por desgracia, era domingo.
—¡Ahí está! Cassie, estábamos a punto de mandar a los chicos a buscarte.
De entre los hermanos y hermanas de mi padre, la tía Tasha era una de las más razonables, por eso no me guiñó el ojo ni me preguntó si me había buscado un novio con el que ocupar mi tiempo.
De eso ya se encargaba el tío Rio.
—Nuestra pequeña rompecorazones, ¿eh? ¿Andabas por ahí rompiendo corazones? ¡Pues claro que sí!
Me había convertido en una habitual de las cenas de los domingos desde que Servicios Sociales me arrojara en la puerta de mi padre —metafóricamente hablando, gracias a Dios— cuando tenía doce años. Tras cinco años, todavía no había oído al tío Rio preguntarme una sola cosa que, de inmediato, no procediera a contestar él mismo.
—No tengo novio —dije. Era un diálogo establecido y esa era mi parte—. Lo prometo.
—¿De qué estamos hablando? —preguntó uno de los hijos del tío Rio al tiempo que se dejaba caer en el sofá del salón y dejaba las piernas colgando por un lado.
—Del novio de Cassie —contestó el tío Rio.
Puse los ojos en blanco.
—Que no tengo novio…
—Del novio secreto de Cassie —se corrigió el tío Rio.
—Creo que me confundís con Sofia y Kate —comenté. Bajo circunstancias normales nunca habría arrastrado al barro a mis primas, pero tiempos desesperados requerían medidas desesperadas—. Es mil veces más probable que ellas tengan novios secretos, y no yo.
—Bah —hizo el tío Rio—. Los novios de Sofia nunca son secretos.
Y así siguió, haciendo bromas familiares y tomándonos el pelo de buen humor. Representé mi papel, dejé que su energía me contagiara, dije lo que querían que dijera, sonreí cuando esperaban verme sonreír. Aquello era cálido y seguro y feliz, pero no era yo.
Nunca lo había sido.
En cuanto tuve la certeza de que no me echarían de menos, me metí en la cocina.
—Cassandra. Bien. —Mi abuela, hundida hasta los codos en la harina, con el pelo canoso recogido en un moño suelto a la altura de la nuca, me sonrió con ternura—. ¿Qué tal el trabajo?
A pesar de su aspecto de abuelita, la nonna llevaba a toda la familia como un general dirigiendo a sus tropas. En ese preciso instante, yo era quien se salía de la formación.
—Pues como siempre —contesté—. No ha estado mal.
—Pero ¿tampoco bien? —Achicó los ojos.
Si no jugaba bien mis cartas, en cuestión de una hora tendría una docena de ofertas de trabajo. La familia cuidaba de la familia, incluso cuando «la familia» era una chica perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
—En realidad hoy ha sido bastante decente —comenté, intentado sonar risueña—. Un chaval me ha dejado una propina de doce dólares.
«Y también —añadí para mis adentros— una tarjeta del FBI».
—Bien —dijo ella. Perfecto. Has tenido un buen día.
—Sí, nonna —confirmé mientras cruzaba la cocina para darle un beso en la mejilla, porque sabía que eso la haría feliz—. Ha sido un buen día.
Hacia las nueve, para cuando todos hubieron despejado, la tarjeta se me antojaba pesada como el plomo en el bolsillo. Intenté ayudar a la nonna con los platos sucios, pero ella me mandó al piso de arriba. En la tranquilidad de mi propio cuarto, pude sentir la energía abandonando mi cuerpo, como el aire que escapa lentamente de un globo pinchado.
Me senté en la cama y luego me dejé caer hacia atrás. Los viejos muelles gimieron bajo el impacto y yo cerré los ojos. Mi mano derecha se abrió paso hasta el bolsillo y saqué la tarjeta.
Era una broma. Tenía que serlo. Por eso ese chico mono de club de campo se me había antojado extraño. Por eso se había interesado: para reírse de mí.
«Aun así, ese chico no parecía de esos», me dije.
Abrí los ojos y miré la tarjeta. Esta vez, me permití leerla en voz alta:
—Agente especial Tanner Briggs. Federal Bureau of Investigation.
Unas pocas horas en mi bolsillo no habían cambiado el texto de la tarjeta. ¿El FBI? ¿En serio? ¿A quién pretendía engañar ese tipo? Por la pinta, tendría dieciséis o diecisiete años.
Y no parecía ser un agente especial.
«Solo especial». No pude evitar ese pensamiento. Desvié la mirada al instante, con una expresión pensativa, hacia el espejo que colgaba en la pared. Una de las grandes ironías de mi vida era haber heredado todos los rasgos de mi madre, pero ni pizca de la magia que los unía en su rostro. Ella era preciosa. Yo era extraña: tenía un aspecto extraño, era extrañamente callada y siempre era la extraña en todas partes.
Incluso tras cinco años, seguía sin poder pensar en mi madre sin acordarme de la última vez que la vi, echándome de su camerino con una sonrisa enorme en el rostro. Luego me acordaba de cuando había vuelto a su camerino. De la sangre que manchaba el suelo y las paredes y el espejo. No me había ido mucho rato. Había abierto la puerta…
—Basta ya —me ordené. Me senté y coloqué la espalda contra el cabecero de la cama, incapaz de dejar de pensar en el olor de la sangre y en el momento en que supe que era de mi madre y recé para que no lo fuera.
¿Y si se trataba de eso? ¿Y si la tarjeta no era una broma? ¿Y si el FBI estaba investigando el asesinato de mi madre?
«Han pasado cinco años», me dije a mí misma. Sin embargo, el caso seguía abierto. Nunca llegaron a encontrar el cuerpo de mi madre. A juzgar por la cantidad de sangre, eso era lo que la policía buscaba desde el principio.
Un cuerpo.
Le di la vuelta a la tarjeta entre las manos. En la parte posterior había una nota manuscrita.
«Cassandra —decía—, POR FAVOR, LLAMA».
Eso era todo. Mi nombre y luego la indicación de llamar, en mayúsculas. Ni una explicación ni nada.
Debajo de esas letras, otra persona había garabateado otro par de palabras en letras pequeñas y afiladas, que apenas se podían leer. Recorrí las letras con los dedos y pensé en el chico de la cafetería.
Tal vez el agente especial no era él.
«Entonces, ¿en qué lo convierte eso? ¿En un mensajero?», me pregunté.
No tenía una respuesta, pero las palabras garabateadas en la parte inferior de la tarjeta me parecían tan claras como el «POR FAVOR, LLAMA» del agente especial Tanner Briggs.
«Si yo fuera tú, no lo haría».
TÚ
Se te da bien esperar. Esperar al momento adecuado. Esperar a la chica adecuada. Ahora ya la tienes y, aun así, esperas. Esperas a que despierte. Esperas a que abra esos ojos suyos y te vea.
Esperas a que grite.
Y que grite.
Y que grite.
Y que se dé cuenta de que nadie puede oírla, solo tú.
Sabes cómo irá todo, sabes que se enfadará, que luego se asustará, que te jurará del derecho y del revés que si la dejas ir no le dirá nada a nadie. Te mentirá, intentará manipularte y tú tendrás que mostrarle —igual que has enseñado a tantas personas ya— que eso no va a servir de nada.
Pero todavía no. Ahora mismo, ella sigue durmiendo. Preciosa, pero no tan hermosa como estará cuando hayas terminado con ella.
CAPÍTULO 3
Tardé dos días, pero al final llamé. Desde luego que llamé, porque, aunque había un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que se tratara de algún tipo de engaño, había un uno por ciento de que no lo fuera.
Sin darme cuenta, aguanté la respiración hasta que alguien me contestó.
—Aquí Briggs.
No supe decir qué me desarmó más: el hecho de que ese tal «agente Briggs» al parecer me hubiera dado el número de su línea directa o el modo en que contestó al teléfono, como si decir «hola» hubiera sido una pérdida de tiempo.
—¿Hola? —Como si pudiera leerme la mente, el agente especial Tanner Briggs volvió a hablar—: ¿Hay alguien ahí?
—Soy Cassandra Hobbes —contesté—. Cassie.
—Cassie. —Hubo algo en el modo en el que el agente especial pronunció mi nombre que me hizo pensar que sabía, incluso antes de que yo hubiera dicho una palabra, que no me hacía llamar por mi nombre completo—. Me alegro de que hayas llamado.
El hombre esperó a que dijera algo más, pero yo me quedé callada. Todo cuanto dices o haces es información que regalas al mundo, y yo no quería darle a ese hombre un solo dato más de lo estrictamente necesario. No hasta que supiera qué quería de mí.
—Estoy seguro de que te estarás preguntando por qué me he puesto en contacto contigo. Por qué ordené a Michael que se pusiera en contacto contigo, vaya.
«Michael». Bien, ahora el chico de la cafetería tenía un nombre.
—Tengo una oferta que querría que consideraras.
—¿Una oferta? —Me asombró que mi voz sonara igual de tranquila y serena que la suya.
—Creo que esta conversación es mejor tenerla en persona. ¿Hay algún lugar donde podamos encontrarnos que te haga sentir cómoda?
Ese hombre sabía bien lo que hacía al dejarme escoger el lugar, pues, de haber impuesto él uno, yo podría no haber ido. Probablemente tendría que haberme negado a encontrarme con él de todos modos, pero no podía, por la misma razón que me había impulsado a coger el teléfono y llamarlo.
Cinco años era mucho tiempo para sobrellevar sin un cuerpo. Sin respuestas.
—¿Tiene usted un despacho? —pregunté.
La breve pausa que se hizo al otro lado de la línea me confirmó que no era la respuesta que esperaba que le diera. Podría haberle pedido que nos viéramos en la cafetería, en el bar de al lado del instituto o en cualquier otro lugar en el que yo hubiera tenido la ventaja de jugar en casa, pero me habían enseñado a creer que la ventaja de jugar en casa no existía.
Podías descubrir mucho más de un desconocido viendo su casa de lo que descubrirías jamás si lo invitaras a la tuya.
Además, si ese tipo en realidad no era un agente del FBI, si era alguna clase de pervertido y eso era alguna especie de juego, entonces pensé que le supondría un buen marrón intentar organizar un encuentro en la oficina local del FBI.
—A decir verdad no trabajo fuera de Denver —dijo al fin—. Pero estoy convencido de que podré arreglar algo.
Probablemente no era un pervertido, entonces.
Me dio una dirección. Yo le di una hora.
—Por cierto, Cassandra.
Me pregunté qué esperaba conseguir el agente Briggs usando mi nombre de pila completo.
—¿Sí?
—Esto no tiene nada que ver con tu madre.
Acudí a la cita de todos modos. Desde luego que lo hice. El agente especial Tanner Briggs sabía lo suficiente de mí como para deducir que el caso de mi madre era la razón por la que había seguido las instrucciones de la tarjeta y lo había llamado. Quería saber cómo había conseguido esa información, si había echado un vistazo a la documentación policial del caso, si lo haría en el supuesto de que yo le diera a él lo que fuera que quería de mí.
Quería saber por qué el agente especial Tanner Briggs se había tomado la molestia de conocerme, de la misma manera que un hombre que quisiera comprarse un ordenador habría memorizado las especificaciones del modelo que le había llamado la atención.
—¿A qué piso?
La mujer que estaba a mi lado en el ascensor tendría poco más de sesenta años. Llevaba la cabellera rubio platino recogida en una coleta sencilla a la altura de la nuca, y el traje que vestía le iba perfectamente a medida.
No se andaba por las ramas, igual que el agente especial Tanner Briggs.
—Al quinto —contesté—. Por favor.
Para quemar la energía de los nervios, eché otra mirada de soslayo a la señora y empecé a desentrañar la historia de su vida, contada por su modo de estar, su ropa, el ligero acento de su discurso, el esmalte de uñas neutro que lucía.
Estaba casada.
No tenía hijos.
Cuando empezó en el FBI era un espacio solo de hombres.
«Comportamiento. Personalidad. Entorno». Casi podía oír a mi madre guiándome a través de ese análisis improvisado.
—Quinto piso. —Las palabras de la mujer fueron bruscas, y yo añadí otra entrada a mi columna mental: impaciente.
Obedecí y salí del ascensor. Las puertas se cerraron detrás de mí y observé el lugar que me rodeaba. Parecía todo tan… normal. De no haber sido por el control de seguridad que había justo delante y por la chapa de visitante que me había enganchado en mi descolorido vestido negro de verano, jamás habría pensado que un lugar como ese estuviera dedicado a luchar contra los delitos federales.
—Bueno, ¿qué? ¿Esperabas un número del circo?
Reconocí la voz al instante. El chico de la cafetería. «Michael», recordé. Parecía estar divirtiéndose, y cuando me volví para mirarlo, observé esa familiar sonrisita bailando por sus rasgos, un gesto que el chico podría haber borrado de haber tenido la más mínima inclinación para intentarlo.
—No esperaba nada —afirmé—. No tengo expectativas.
Me dedicó una mirada de complicidad.
—Si no hay expectativas, no hay decepciones.
No supe decir si aquello fue su valoración de mi estado mental actual o el lema bajo el que regía su propia vida. De hecho, estaba teniendo verdaderos problemas para desentrañar un solo rasgo de su personalidad. Había cambiado su polo de rayas por una camiseta negra entallada, y sus vaqueros por unos chinos de color caqui. Allí se le veía tan fuera de lugar como en la cafetería, como si tal vez esa fuera la intención.
—¿Sabes? —empezó a decir con tono familiar—, sabía que vendrías.
Lo miré con una ceja enarcada.
—¿Aunque me dijeras que no viniera?
El muchacho se encogió de hombros.
—Mi boy scout interior tenía que intentarlo.
Si aquel chico tenía un boy scout interior, yo tenía un flamenco interior.
—Dime, ¿estás aquí para llevarme ante el agente especial Tanner Briggs? —pregunté. Las palabras me salieron ciertamente bruscas, pero al menos no parecí fascinada, embelesada ni atraída en lo más mínimo por el sonido de su voz.
—Mmmmmm. —Para responder a mi pregunta, Michael emitió una suerte de sonido evasivo muy bajito y ladeó la cabeza: lo más parecido a un «sí» que iba a conseguir. Me llevó por la oficina abierta y cruzamos un pasillo. Moqueta neutra, paredes neutras, una expresión neutra en su rostro, que era ilegalmente atractivo.
—Dime, ¿qué se trae entre manos Briggs contigo? —preguntó Michael.
Sentía cómo me observaba, cómo buscaba un atisbo de emoción —la que fuera— que le indicara si su pregunta me había tocado la fibra o no.
No lo había hecho.
—Quieres que todo esto me ponga nerviosa —le dije, porque sus palabras me lo habían dejado muy claro—. Y me dijiste que no viniera.
El chico sonrió, pero vi un destello hosco en el gesto, algo mordaz.
—Supongo que se podría decir que estoy en contra.
Me reí por la nariz. Era una manera de decirlo.
—¿Vas a darme aunque sea una pista de lo que está pasando aquí? —le pregunté cuando nos acercábamos al final del pasillo.
Él se encogió de hombros.
—Eso depende. ¿Vas a dejar de jugar a «Quién pone la mejor cara de póquer» conmigo?
Aquello me sorprendió tanto que me arrancó una risotada. Entonces me di cuenta de que llevaba mucho tiempo sin reírme porque me saliera de dentro y no porque otra persona estuviera riendo ya.
La sonrisa de Michael perdió ese deje mordaz y, por un segundo, la expresión le cambió por completo el rostro. Si antes era atractivo, en ese momento era hermoso…, pero no duró. La liviandad se desvaneció tan rápido como había llegado.
—Iba en serio lo que escribí en esa tarjeta —me aseguró en voz baja. Hizo un ademán con la cabeza hacia la puerta que cerraba el despacho que nos quedaba a la derecha—. Si yo fuera tú, no entraría.
Entonces supe —del mismo modo que siempre advertía las cosas— que Michael había estado en mi lugar en algún momento y que él había abierto la puerta. Su advertencia era sincera, pero abrí la puerta como lo había hecho él.
—Hobbes. Por favor, adelante.
Tras dedicarle una última mirada a Michael, entré en el despacho.
—Au revoir —se despidió el chico de la excepcional cara de póquer, coronando las palabras con un gesto exagerado de los dedos.
El agente especial Tanner Briggs se aclaró la garganta. La puerta se cerró detrás de mí. Para bien o para mal, estaba allí para conocer a un agente del FBI. A solas.
—Me alegro de que hayas venido, Cassie. Siéntate.
El agente Briggs era más joven de lo que esperaba a juzgar por la voz que había oído por teléfono. Los mecanismos de mi cerebro giraron despacio para incorporar su edad a lo que ya sabía. Un hombre de cierta edad que se tomaba la molestia de parecer serio era alguien precavido. Uno de veintinueve años que hacía lo mismo quería que lo tomaran en serio.
Había una gran diferencia.
Obediente, me senté. El agente Briggs permaneció en su silla, pero se inclinó hacia delante. El escritorio que nos separaba estaba vacío a excepción de un montón de papeles y dos bolígrafos, a uno de los cuales le faltaba el tapón.
No era ordenado por naturaleza, pues. Por alguna razón, aquello me reconfortó. Era ambicioso, pero no inflexible.
—¿Has terminado? —quiso saber. Su voz no sonó brusca. En cualquier caso, parecía sentir verdadera curiosidad.
—¿Si he terminado qué? —pregunté a mi vez.
—De analizarme —contestó—. Solo llevo dos horas en este despacho. No podría siquiera tratar de adivinar qué te ha llamado la atenci