De vuelta a casa

Kate Morton

Fragmento

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PRÓLOGO

Altos de Adelaida, Australia del Sur,

Día de Año Nuevo de 1959

Y, cómo no, iban a ofrecer una comida para celebrar el año nuevo. Una fiesta pequeña, solo para la familia, pero Thomas exigiría la guarnición completa. Sería impensable hacerlo de otro modo: los Turner creían en la tradición y, con la visita de Nora y Richard, que venían desde Sídney, no debían escatimar en pompas ni alardes.

Isabel había decidido situarse en otro lugar del jardín ese año. Solían sentarse debajo del nogal del patio oriental, pero hoy se había sentido atraída por el césped a la sombra del cedro del señor Wentworth. Caminaba por ahí cortando flores para la mesa, impresionada por las vistas a las montañas que quedaban al oeste. «Sí —se había dicho a sí misma—. Aquí estaremos de maravilla». La llegada de esa idea y su capacidad de decisión habían sido embriagadoras.

Se dijo que todo era parte de su propósito de Año Nuevo: llegar a 1959 con nuevas expectativas y formas de ver el mundo; pero una vocecita en su interior se preguntaba si no pretendía atormentar a su marido solo un poco con esa súbita ruptura del protocolo. Desde que descubrieron la fotografía en sepia del señor Wentworth y sus victorianos amigos, igual de barbudos que él, sentados en unas elegantes butacas reclinables de madera dispuestas en el patio oriental, Thomas se había mostrado inflexible en su convicción de que ese era el lugar idóneo para recibir invitados.

Isabel no tenía claro exactamente cuándo había empezado a sentir un placer culpable al provocar la aparición de aquella pequeña línea vertical en el ceño fruncido de su marido.

Una ráfaga de viento casi le arrebató el cordel de los banderines y se agarró con fuerza al tramo más alto de la escalera de madera. Había cargado con ella aquella mañana desde el cobertizo del jardín, disfrutando bastante del esfuerzo. Al subir por primera vez a lo alto, le había venido a la cabeza un recuerdo de infancia: una excursión de un día a Hampstead Heath con su madre y su padre en la que había trepado una de las secuoyas gigantescas y mirado al sur, hacia la ciudad de Londres.

—¡Veo la catedral de St. Paul! —dijo a sus padres cuando vislumbró la familiar cúpula entre la niebla.

—No te sueltes —le respondió su padre.

Justo cuando lo dijo, se despertó en Isabel la perversa tentación de llevarle la contraria. El deseo le cortaba la respiración.

Una bandada de cacatúas galah salió disparada de la copa del árbol de banksia, un frenesí de plumas rosadas y grises, e Isabel se paralizó. Alguien se encontraba ahí. Siempre había tenido un poderoso instinto que le avisaba del peligro. «Será que te sientes culpable», solía decir Thomas allá en Londres, cuando, aún fascinados, se estaban conociendo. «Qué tontería —había respondido ella—. Es solo que soy muy perceptiva». Isabel permaneció quieta en lo alto de la escalera y escuchó.

—¡Ahí, mira! —oyó un susurro teatral—. Date prisa y mátalo con el palo.

—¡No puedo!

—Sí puedes. Y debes. Lo prometiste.

¡Solo eran los niños, Matilda y John! Qué alivio, supuso Isabel. Aun así, permaneció inmóvil para no delatarse.

—Dóblale el cuello y acaba ya —era la voz de Evie, de nueve años, la más pequeña.

—No puedo.

—Oh, John —dijo Matilda—. Dámelo. Deja de ser un bebé.

Isabel reconoció el juego. Llevaban años jugando por temporadas a la caza de serpientes. Al principio, les había inspirado un libro, una antología de poesía folclórica australiana que les envió Nora, Isabel les leyó en voz alta y a los niños les entusiasmó. Como muchas de las historias del lugar, eran relatos llenos de advertencias. Al parecer, había muchísimas cosas que daban miedo en esas tierras: serpientes y puestas de sol, tormentas y sequías, embarazos y fiebres, incendios forestales e inundaciones, además de novillos locos, cuervos, águilas y desconocidos: peones de granja con cara de condenados al cadalso que emergían de entre los arbustos con un crimen en mente.

En ocasiones, a Isabel le resultaba abrumador tal número de amenazas letales, pero los niños eran pequeños australianos de pura cepa y disfrutaban de las historias, inmersos en su juego. Era una de las pocas actividades que entretenía a todos a pesar de las diferencias en edad y gustos.

—¡Ya está!

—Bien hecho.

Una risotada exultante.

—Vamos a otro sitio.

Le encantaba oírlos así, tan contentos y revoltosos; de todos modos, contuvo el aliento y esperó a que el juego los llevara a otra parte. A veces —aunque jamás lo habría admitido en voz alta— Isabel se sorprendía a sí misma imaginando cómo sería tener el poder de hacerlos desaparecer. Solo por un rato, por supuesto, o los echaría muchísimo de menos. Una hora, tal vez un día… Una semana a lo sumo. Lo suficiente para tener un poco de tiempo para pensar. Nunca tenía bastante y, sin duda, no le bastaba para seguir una idea hasta su conclusión lógica.

Thomas la miraba como si estuviera loca si alguna vez sugería algo parecido. Tenía ideas bastante inflexibles respecto a la maternidad. Y en cuanto al papel de las esposas. Al parecer, en Australia era común dejar que las mujeres se las apañasen solas con las serpientes, los incendios y los perros salvajes. A Thomas se le perdía la mirada en la lejanía cada vez que se explayaba sobre el tema, preso de la fascinación romántica y sentimental con el folclore de su país. Le gustaba imaginar una esposa de frontera, capaz de afrontar las adversidades y avivar el fuego del hogar mientras él vagaba por el mundo repartiendo felicidad.

Hubo un tiempo en que la idea la divertía. Había sido más gracioso cuando Isabel pensaba que él bromeaba. Pero Thomas tenía razón cuando le recordaba que ella había aceptado su grandioso plan… De hecho, se había lanzado de cabeza a la oportunidad de cambiar de vida. La guerra fue larga y lúgubre y, al acabar, Londres se había vuelto un lugar despreciable y hostil, descolorido. Isabel se había cansado. Además, Thomas estaba en lo cierto cuando señalaba que la vida en esa mansión no se parecía en nada a una vida en la frontera. Caramba, Isabel tenía teléfono, iluminación eléctrica y un candado en cada puerta.

Lo cual no significaba que no fuera solitario en ocasiones y hasta lúgubre cuando los niños se iban a la cama. Incluso la lectura, desde siempre una fuente de consuelo, había comenzado a parecer otra actividad aislante.

Sin dejar de agarrarse a la escalera, Isabel estiró el cuello para ver si la guirnalda iba a colgar lo bastante alta como para dejar espacio a la mesa que iría debajo. Calcular la altura correcta era una tarea más peliaguda de lo que esperaba. Henrik siempre lograba que pareciera sencillo. Le podía (y debería) haber pedido que lo hiciera antes de terminar su jornada el día anterior. No iba a llover y no les habría ocurrido nada a los banderines por pasar una noche al aire libre. Pero no fue capaz. Las cosas habían cambiado entre ellos en los últimos tiempos, desde que ella se topó con él en la ofici

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