Cien Cuyes

Gustavo Rodríguez

Fragmento

Capítulo 1

Cuando por fin se inauguró el metro elevado, luego de veinticinco años de construcción, los aplausos ocultaron las críticas de que su larguísima verruga marcaría para siempre a la ciudad. Es lo que ocurre ante la desesperación: poco interesa en una sala de emergencia cómo quedará la cicatriz tras una cirugía.

Sin embargo, aquel ciempiés de concreto, que los visitantes de metrópolis más amables observaban incrédulos por encima de sus cabezas, tenía en Eufrasia Vela a una pasajera agradecida ante la sucesión de fotogramas vivos que le enriquecían el trayecto. Hacía un rato, por ejemplo, había pescado en una azotea a una mujer de su edad, rechoncha como ella, dando vueltas sobre su eje mientras hacía girar un sostén rojo; y ahora, en plena curva antes del óvalo Los Cabitos, había descubierto en un muro el grafiti de una pichula azul y relumbrante como un neón: sabía que la acababan de pintar, esa misma noche quizá, y la asociación entre el vandalismo y el tren la hizo retroceder a una viejísima película ambientada en Nueva York. Un policial con ese actor, Al Pacino..., ¿cómo se llamaba?

Nunca tuvo buena cabeza para los títulos y, últimamente, tampoco la tenía para los encargos. Por fortuna, aquella pintura en spray se hizo témpera en su cabeza y el rostro de su hijo se volvió una urgencia.

Mientras el tren desaceleraba, buscó su teléfono en el pantalón.

Marcó las teclas y se levantó del asiento.

Extrañamente, para ser un lunes, la gente no era mucha y avanzó con pocos roces: cuando sus zapatillas empezaban a bajar las escaleras de la estación, la voz de su hermana ya estaba en su oreja.

—¿Qué te has olvidado ahora?

—Por qué dices eso...

—Ay, Frasia...

A Eufrasia Vela se le formaron ese par de hoyitos en las mejillas, como cada vez que era sorprendida en una travesura. Ante su mirada se extendió el gran óvalo que la conectaría con la avenida Benavides.

—Bueno, sí... —sonrió—, es que me olvidé de comprarle una cartulina a Nico.

—Ajá.

—¿Tú podrás?

—Sí...

Fue una afirmación irónica, un si sabes para qué preguntas.

—Mañana es su clase de arte —trató de justificarse—, van a dibujar no sé qué cosa.

—Sí, me contó el viernes cuando lo recogí.

Eufrasia asintió. En el tono de su hermana no halló otro mensaje escondido, solo la satisfacción de ser una buena tía y alguien que sabía echarle una mano. Sentirlo y creerlo la puso de mejor humor y, como sabía que el turno de Merta empezaba más tarde, siguió conversando.

—Se levantó de buen ánimo hoy... —le informó—. Lo dejé en el colegio con un pan con huevo y te dejé uno a ti.

—Ahorita le doy curso.

Una combi se detuvo entre bocinazos junto a Eufrasia y al subirse notó que quedaban dos asientos libres. El ancho día fluía sin muchas piedras en el cauce. Una vez que se sentó, relajó la mano con que sujetaba el celular. Era poco probable que allí se lo arrancharan.

—¿Y cómo estará la doña hoy? —preguntó Merta por preguntar.

Eufrasia respondió con lugares comunes, pero en el fondo temía una degradación en picada. Del accidente habían transcurrido tres meses y, aunque el hueso parecía haber soldado, intuía que a cierta edad hay heridas que ya no dependen del calcio ni del resto de la tabla periódica.

Doña Carmen siempre había sido celosa con su autonomía, y no sin razón, porque valerse por sí mismos es el hito final que separa a los ancianos de los infantes, con la brutal diferencia de la tersura y los olores. Pasado cierto límite, que, según la persona, varía desde el digno uso de un bastón hasta la oprobiosa limpieza del culo, sobreviene el terror y, en el caso de doña Carmen, ese Rubicón corría entre blancas mayólicas. «Yo la baño, seño», le había dicho Eufrasia muchas veces y en todas ellas la anciana había querido mostrarse capacitada. La última vez, como presagiando lo que iba a ocurrir, Eufrasia le sugirió colocar un banquito para que se duchara sentada, pero tampoco aceptó. El alarido fue espantoso. Y la escena incluso peor: un pollo inerme en un cuenco de sopa jabonosa. Ese grito pareció robarle a la anciana los demás sonidos, pero lo que ocultó la mudez, lo aullaron los ojos. Las noches que siguieron, el sueño de Eufrasia se vio aplazado por el recuerdo de aquel rictus. ¿Así será mi cara cuando sienta que la muerte me busca?

En la penumbra del estrecho dormitorio destinado al servicio doméstico, Eufrasia Vela se arrebujaba bajo su tiesa frazada y esperaba que el vaivén del océano la ayudara a comunicarse con la dimensión de los sueños. Pero lo peor para doña Carmen no había sido el accidente, desde luego, sino la secuela. Una vez que llegaron los paramédicos y la anciana fue llevada a la clínica —donde felizmente estaba al día con su seguro geriátrico—, el diagnóstico cayó como una baldosa: fractura de cadera.

«De eso no se vuelve», le había escuchado decir a doña Carmen varias veces en el pasado con temor reverencial, lo cual hacía más absurdo que no hubiera tenido más cuidado para prevenir su accidente.

—¿Por qué no me hizo caso?

—Así son las viejitas —sentenció Merta.

—¿Nosotras nos pondremos así?

—Ahora te digo que no... —rio la hermana—. Pero una nunca sabe.

A la combi le habían tocado solo semáforos en verde y Eufrasia lo había notado: las cuadras entre el óvalo Los Cabitos y la céntrica avenida Larco transcurrieron como las escenas aceleradas de una película muda, o esa fue la imagen que se le ocurrió a Eufrasia. Raudas habían pasado las casas residenciales en los márgenes de Miraflores, hoy convertidas en amplios locales de comida, en establecimientos de autos usados, en clínicas cosmetológicas y en algunos edificios nuevos de oficinas: ahora que entraban al centro del distrito, aparecían las tiendas por conveniencia visitadas por los turistas, los restaurantes de franquicia, las farmacias de cadena, los hoteles que no bajaban de cuatro estrellas y uno que otro casino con las luces encendidas en pleno día. Las nalgas de Eufrasia se descomprimieron otra vez, pero el calzón aguantó el desborde.

—Te llamo al regreso —le dijo a su hermana antes de bajar.

—Mejor un mensaje, no vaya a estar con alguna urgencia.

A Eufrasia le gustaba caminar por esa avenida ancha y con aires de país desarrollado: un carril reservado para el transporte público, una ciclovía pintada de rojo, aceras con relieve para los ciegos, rampas para las sillas de ruedas y hasta gringos en las cafeterías. Era una pena que a doña Carmen no le apeteciera pasear entre sus restaurantes, comercios y boutiques, que adujera lo horrible que era ahora en comparación con la de su niñez, cuando los árboles regalaban moras y de las casas se derramaban madreselvas. Lo que sí estaba feo ese día era el viento. Los edificios a ambos lados de la avenida formaban un call

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