El ataque final

Ruperto Long

Fragmento

El ataque final

Finales de abril de 1978
Apartamento en la calle Lauro Müller, Parque Rodó, Montevideo

Corrían las copas, y eso aliviaba la tensión.

Una veintena de viejos compañeros de andanzas se habían dado cita para festejar el cumpleaños de Federico, el Fede para la barra de amigos. Y estaban todos. Bah, estaban los que tenían que estar. Los de «fierro», los de la primera hora, los que no le habían sacado el culo a la jeringa cuando las papas quemaron, los que hicieron todo lo que había que hacer, los que les apretaron las clavijas a los que se hacían los duros, sin más vueltas. Los que no querían saber nada de tratos con los políticos corruptos, a quienes ellos mismos habían defenestrado.

La mayoría eran uruguayos. Del Servicio de Información de Defensa del Ejército —el SID—, del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas —el OCOA— y de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia de la Policía —la DNII—, en particular, de la Brigada de Narcóticos. Nino, el Conejo, Pajarito, el Turco, Manolo y unos cuantos más. Pero había gente de otros países: argentinos, chilenos, algunos estadounidenses. La mayoría eran militares y policías. Pero no todos. Pocos tenían muchos galones, aunque a unos cuantos les sobraban historias que solían relatar una y otra vez, con aires de soberbia.

En apariencia, el clima era festivo. Bromas y chanzas iban y venían entre los viejos camaradas, que habían hecho muchas cosas juntos —quizás demasiadas—, y que protegían con celo algunos sombríos secretos compartidos.

Sin embargo, a través de la espesa humareda de los cigarrillos —que invadía el viejo y deteriorado apartamento de segundo piso por escalera donde el Fede pasaba sus días en la sola compañía de Fantasma, su perro—, se percibía preocupación. En los últimos meses algo había cambiado en el ambiente. Se notaba en el aire. Muchos de sus jefes decían que se acercaba el final del «Proceso». Que había que buscar «una salida». Que era necesario elegir un general que fuera «su guía» en ese camino. Todo el tiempo había reuniones, de las que ellos solo se enteraban por rumores. Nadie les preguntaba nunca nada, como si no existieran. ¡Bien que cuando hubo que sacar las papas del fuego y hacer alguna que otra «cosita» los habían llamado a ellos! Una pregunta se balanceaba sobre la reunión como si fuera una espada de Damocles. Una pregunta que nadie se atrevía a plantear y mucho menos a responder: «¿Qué va a pasar ahora en el país? Y, sobre todo, ¿qué pasará con nosotros?».

Hasta que, de repente, en un momento inesperado de silencio —luego de los gritos y festejos que siguen a una broma, y antes de que alguien alcanzara a soltar una nueva ocurrencia—, se escuchó una voz decir, sin mucha estridencia, pero con absoluta claridad:

—Van a volver.

De improviso, alguien se animó a enunciar lo que muchos estaban pensando. Lo que todos temían. Lo que nadie quería escuchar. El clima de la reunión cambió por completo. Y un silencio pesado se instaló entre los presentes.

—Los tupas fueron un bluf —continuó el que había soltado la frase maldita, un mayor bigotudo, entrado en canas, que hablaba como los que tienen autoridad—. No bien nos organizamos y los encaramos de frente, se arrugaron y empezaron a hacer locuras. Después se les prendieron de las orejas a algunos generales. ¡Unos lameculos! Y para completarla, antes que terminara el 72, se fueron al mazo. De un día p’al otro eran todos renunciantes… Pero estos tipos, «los viejos políticos», sí que son complicados —agregó el mayor, sopesando sus palabras—. Fíjense: Gutiérrez Ruiz y Michelini —hizo como que cortaba su garganta con el índice de la mano derecha— ya están en el jonca, y la oposición en Argentina se terminó. Wilson se escapó por un pelo en Buenos Aires y después salió rajando, como buen maula que es. Se llevó flor de cagazo cuando a su amigo Koch casi lo limpian, después de lo del chileno Letelier. Y todavía peor cuando lo fichamos a él mismo en Londres. Se jodió la Teseo, ¡pero bien que se arrugó! Ahora anda a los grititos… pero del otro lado del océano, no es estúpido. Y a los de acá los tenemos a todos con-tro-la-di-tos… —Hizo una pausa, reflexivo. Los demás guardaron silencio. Confiaban en él: les importaba mucho lo que fuera a decir—: Pero siguen y siguen. Mandan casetitos, les ponen flores a Saravia y Herrera, organizan misas… ¡Todas boludeces de maricones! Uno dice: ¿A quién van a joder con eso? ¿Quién mierda les va a hacer caso? Pero no: cada vez tienen más gente que les da pelota. Así que, muchachos, si no hacemos nada, a la corta o a la larga nos van a joder.

Recién entonces se soltaron los demás. Dijeron de todo. El cumpleaños del Fede se transformó en una asamblea caótica, en la que se escuchó cualquier cosa, incluso comentarios muy duros contra compañeros de armas. A tal punto que el militar de mayor rango que andaba por allí tuvo que parar la mano:

—Una cosa son los de afuera, los enemigos… y otra cosa son los de adentro. Los trapitos sucios se lavan en casa. Los temas de la Fuerza los tenemos que arreglar nosotros. No vamos a pretender que vengan otros a cocinarnos el estofado, ¿no les parece? —Hizo entonces una pausa, y calculó muy bien las palabras que iba a pronunciar—. Tranquilos. Como decimos en combate: «la ayuda viene en camino»… —Esto último lo dijo subrayando las palabras—. Así que a serenarse y a seguir peleando. Siempre supimos que ganar una batalla no era ganar la guerra.

Nadie entendió bien lo que había querido decir. Pero el alboroto disminuyó y los espíritus se serenaron. Los muchachos de la barra del Fede retomaron el clima festivo, el whisky volvió a correr, unas sabrosas empanadas condimentaron la reunión y, una vez más, la jarana y el buen ánimo se adueñaron de la noche.

Fue entonces que se escuchó decir algo más. El comentario provino de un hombre corpulento, ya medio veterano, con acento extranjero. Alguien mencionó que había venido con Frederick W. Latrash a fines del 75, y que se había fogueado con el jerarca de la CIA en Akkra, El Cairo y Santiago de Chile; en este último destino, durante el derrocamiento de Allende. Que no le faltaba currículum.

—He visto esto muchas veces. Y es cierto: al final terminan volviendo los mismos de siempre. Pero para ustedes lo importante es ganar tiempo. Demorar las cosas. Eso arregla muchos asuntos… ya me entienden. Si no, los que van a pagar la fiesta son ustedes: el hilo siempre se corta por lo más delgado. No van a tener más remedio que counteract, que neutralize them.

Eso dijo: contrarrestarlos, neutralizarlos. Como esa noche el festejo había continuado, fueron pocos los que lo escucharon.

Pero esos pocos fueron suficientes.

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