Bestuario

Ignacio Alcuri

Fragmento

Bestuario

Prólogo

El otro día recibí un WhatsApp y estaba sin los lentes. En la foto de perfil vi una carita de barba oscura y enseguida pensé que se trataba de uno de esos mensajes de estafas internacionales que vienen de Medio Oriente, tipo: «Hola, ¿cómo estás? ¿Te acuerdas de mí? ¿Cómo está tu familia? Necesito tu ayuda». Me puse los lentes y vi que andaba bien rumbeada, porque el mensaje decía exactamente eso y algo más: «Hola, ¿cómo estás? ¿Te acuerdas de mí? ¿Cómo está tu familia? Necesito tu ayuda. Más precisamente el prólogo para mi próximo libro». Era Nacho Alcuri. «¡Qué honor!», pensé emocionada. «El mismísimo Alcuri, el que con Sobredosis Pop le levantó la moral a toda una generación frustrada y agobiada por la crisis económica; el que me robó carcajadas durante años con un humor delirante, corrosivo, veloz, geek, atrevido...». Su mensaje continuaba y me pedía que le girara mil quinientos dólares porque estaba varado en el aeropuerto de Fráncfort. «Pará, Ignacio, el prólogo te lo hago, pero plata justo a mí no me pidas». Quedamos en que era un trato justo, y me mandó el manuscrito.

Leí el título: Bestuario. Siempre con nombres bien pensados este tipo: Basurita, Temporada de Pathos, La novia de Johnny Storm ve la vaca y llora... Este, sin embargo, con sus múltiples significados me resultó especialmente ingenioso. «Acá va a haber personajes bizarros y mucho fútbol», dije. Mi intuición seguía bien, porque eso me fui encontrando a medida que leía. «Qué raro que tenga tanto amor por el fútbol y su folclore, justo él que es hincha de un cuadro que no tiene ni lo uno ni lo otro...», murmuré. «Pero bueno, es asunto de él».

Los relatos se fueron sucediendo de manera vertiginosa como un capítulo (o varios, en realidad) de la serie animada Robot Chicken. Insólitas situaciones y registros, diálogos a todo vapor, la cultura pop (obvio), el desesperanzado mundo contemporáneo, equipos que están a punto de irse a la B, relaciones afectivas sin futuro, delitos horrendos, todo eso y más observado y plasmado a través de un filtro alcuriano que sorprende por su inagotable inventiva.

Hay en el libro varios puntos altos que me hicieron escupir el café con leche. El cuento «A la medida» es un diálogo delicioso e hilarante entre el doctor Frankenstein y su criatura; en «La otra mitad» un joven medio atolondrado sueña con tener un auto y se dedica a buscar la otra mitad del premio en las tapitas de refresco; en «Muy sacrificado» el mismísimo Dios va a buscar a Abraham para que sacrifique a Isaac, el hijo que escucha Márama y Rombai; «Sí, Mery» es una parodia alucinante de Misery, pero con un orgulloso George R.R. Martin y una fanática bastante talentosa; en «Un debut y una despedida» el futbolista Henry Malabuena hace lo que ningún jugador puede hacer: se engolosina. Y así podría seguir páginas y páginas, pero no tengo tantos caracteres asignados. Además, no les quiero quemar todo el libro.

Lo que sí quiero agregar es que me encontré con un autor más maduro (ojo, no me malinterpreten, el humor adolescente y guaso sigue ahí). La cosa es que, si bien lo parece, Nacho ya no es un muchachito y el mundo ya no es como era en 2003, así que este Bestuario tiene más que ver con un hombre que pasó la crisis de los 38 y que se adapta a un mundo hostil: va al médico a hacerse chequeos, tiene colesterol alto, mete la pata, discute con su editor, no suelta Star Wars y sigue lidiando con el amor en tiempos de tecnología aplicada a la compatibilidad sentimental.

Si Sobredosis Pop era un libro para leer en el baño, Bestuario se lee bien en cualquier lado. Lo veo fenómeno en la sobremesa familiar del domingo, en los entretiempos de cualquier deporte, en la cola del súper, en la sala de espera del dentista, en la asamblea del edificio, en la plaza de comidas del shopping, en fin, estoy segura de que se convertirá rápidamente en el complemento ideal para mejorar lo insufrible de la vida cotidiana.

Natalia Mardero

Bestuario

Resultados

Llevaba más de una década sin hacerme un chequeo exhaustivo de salud, lo que encendió las alarmas del doctor Urrutia cuando fui a consultarlo por una leve tendinitis. Me mandó una batería de exámenes que incluía extracción de sangre, análisis de orina y un electrocardiograma. Me los hice con total normalidad, incluyendo la parte del desmayo mientras me sacan sangre, algo tan normal para mí que había puesto al personal de la enfermería en preaviso.

Los resultados estuvieron prontos tres días después, aunque tardé casi un mes en volver a la consulta del doctor Urrutia, ya que siempre tenía algo que hacer en los horarios disponibles: cuando no me tocaba una reunión de trabajo, me veía con una señora en la tranquilidad de su casa o la mía.

Finalmente llegó el día y entré a la consulta con gran incertidumbre, ya que desconocía cómo mi ya no tan joven organismo había reaccionado a tantos años de estrés, sedentarismo y la peor alimentación que un ser humano pueda imaginar. La cara de culo de Urrutia anticipó las malas noticias tanto como mi cara blanca como un papel anticipaba un desmayo durante las extracciones.

—Usted debería estar muerto.

Comenzó a tirar sobres de manila arriba de su escritorio. De sus interiores salieron toda clase de papeles y papelitos.

—¿Qué puedo hacer para evitarlo?

—Irse del país, grandísimo hijo de puta.

Miré de nuevo la mesa de trabajo del doctor Urrutia. Del último sobre habían salido varias fotografías tomadas con un teleobjetivo, en las que yo aparecía besando a la señora Urrutia, en el interior de su casa o la mía. Al otro día cambié de mutualista.

Bestuario

Los trajes nuevos del emperador

—¡El emperador está desnudo! ¡El emperador está desnudo!

La mayoría de los ciudadanos guardaba silencio mientras el líder supremo paseaba por la ciudad, así que los gritos del hijo del herrero retumbaron por toda la calle principal. En segundos, una decena de hombres reía a carcajadas luego de ver frente a ellos a aquella mole fofa y blanquecina.

Asdrúbal IV volvió sobre sus pasos, se encerró en el palacio y pidió a sus guardias que trajeran «¡de inmediato!» al sastre que le había cobrado mil monedas de oro por aquella vestimenta. Lo encontraron en la frontera y no lo soltaron hasta que estuvo dentro de la sala del trono.

—Eres… eres un genio —le dijo el emperador mientras se paraba con dificultad y corría a abrazarlo—. ¡Tu traje de verdad funciona!

—Jamás le mentiría a alguien tan importante como vuestra majestad. Os dije que la tela del traje sería invisible para los tarados y los incapaces.

—¡Y era cierto! Primero me gritó el hijo del herrero, que todos sabemos que es un poquito… —Hizo la seña del truco de «no tengo cartas»—. Eso despertó las carcajadas del grupo de estúpidos del pueblo, esos que se pasan bebiendo aguardiente y atando piedras a las colas de los gatos.

El emperador estaba entusiasmadísimo y no paraba de hablar con sus guardias.

—Al principio pensé que me estaba cagando. Por supuesto que veía el traje y es hermoso, pero creía que todos los demás también lo verían. ¡Lo que dije! ¡Es un genio!

—Agradezco vuestra amabilidad. Si me disculpa, estaba camino a otras tierras para continuar con mi trabajo.

—Nada de eso. Tu combinación de alquimia y costura es justo lo que necesito. ¡Guardias, háganle ya mismo un contrato de trabajo!

Pasaron los días y en los alrededores del palacio nadie había vuelto a ver al emperador ni al sastre, que terminó siendo un tipo honesto pese a la cara de garca que tenía.

El siguiente paseo del mandatario volvió a atraer a una multitud de súbditos. Él comenzó a pasearse luciendo un vestido de tantos colores que uno podría morir de ancianidad si se ponía a contarlos. No tardó en escucharse un grito:

—¡El emperador está desnudo!

—¡Es cierto, miren! —respondió una segunda persona.

—¿Son idiotas? ¿No se dan cuenta de que está en pelotas? ¡Siempre los mismos arrastrados, por eso el imperio está como está! —agregó un tercero.

En segundos, dos guardias que se encontraban trabajando encubiertos se acercaron a cada uno de los gritones y los redujeron al instante. Fueron llevados a la torre más alta del palacio y decapitados de inmediato.

—Aquí tienes más monedas de oro, sastre. Te las has ganado. Confeccionaste un traje invisible a aquellos que están planeando complotar contra mi vida. ¡Y además es hermoso! —agregó el emperador girando frente al espejo.

—Solo hice lo que usted me pidió. Si me disculpa…

—Claro que no estás disculpado. Tienes que hacer muchísimos trajes más.

El modisto continuó elaborando sus telas mágicas y confeccionando vestidos con ellas. Una noche se celebró un baile de gala en la sala del trono al que asistieron los terratenientes y los banqueros más acaudalados. El traje de esa noche fue invisible a quienes no tenían los impuestos al día y las finanzas del imperio se sanearon a la semana siguiente.

Los rumores comenzaron a circular en el pueblo. La gente primero creyó que era solamente un castigo por burlarse del monarca, pero al conversar con aquellos que regresaban con vida (por delitos menores, como destilar alcohol casero o decir que a la amante del emperador no se le daba) todos contaban la misma historia. De verdad lo habían visto desnudo. Y daban detalles acerca de sus nalgas porosas y su alopecia púbica.

Algunos, los más inteligentes, entendieron que ver o no el traje tenía un significado. Los tarados siguieron atando piedras a las colas de los gatos.

La siguiente prueba no salió como el emperador esperaba. El sastre elaboró un hermoso traje con incrustaciones de piedras preciosas, que era invisible para cualquier persona que no hubiera vacunado a sus hijos. Los pueblerinos estaban avisados y, aunque no supieran exactamente qué implicaba verle los cojoncitos al líder supremo, se quedaron todos en el molde.

Ese invierno murieron decenas de niños y volvió a instaurarse la encuesta de hogares, cuyo costo era más o menos similar al de aquel fastuoso vestido.

—¡Pagarás caro el engaño, sastre! —dijo el emperador blandiendo con dificultad una gigantesca espada.

—Espere, por favor. Vuestra majestad sabe que el traje funciona. Varios de sus asesores señalaron su desnudez y luego confesaron que aún no habían llevado a sus retoños a ser inmunizados.

—¿Qué sucede entonces?

—Descubrieron el truco y aquellos que os ven sin ropas prefieren guardarse esa información.

—Entonces te relevo de tus servicios —dijo y levantó la espada.

—Quizás exista otra manera…

El sastre trabajó durante diez días y sus noches sin parar, hasta confeccionar un vestido del color del más fino mármol, que resultaba invisible entre quienes, además de creer en el llamado a elecciones libres, eran líderes de opinión entre sus conocidos. La idea era mantenerse en el poder sin baños de sangre innecesarios.

Aquella mañana miles se agolparon fuera del palacio, ya que los trajes eran realmente lindos para quienes podían verlos. Una veintena de ellos divisó desde lejos a una bola de piel con coronita encima y se preparó para divertirse constatando que la gravedad afecta a todos los cuerpos por igual.

Cuando lo tuvieron más cerca, descubrieron que el emperador llevaba unas pezoneras rojas, el mismo color del hilo dental que llevaba como única ropa interior. La guardia imperial miraba en todas direcciones, en busca de muecas de asco o transpiración excesiva.

Uno por uno, los demócratas fueron llevados frente a Asdrúbal IV, quien les bailaba provocativamente, con movimientos pélvicos indetectables para cualquiera que lo viera vestido. El resto rompía en llantos y pedía ser arrestado antes que seguir presenciando ese espectáculo desagradable.

El último en quebrarse fue el líder de la resistencia, a quien tuvieron que atar en una silla para que el emperador le realizara un lap dance a milímetros de su regazo, mientras dos guardias le mantenían los ojos abiertos.

Todos fueron fusilados, pero el cabecilla fue el único que pidió por favor que le dispararan a él primero.

Bestuario

Metida de pata

—¡Mariela querida! Tanto tiempo sin verte.

—¡Cristian! Qué loco encontrarte por acá.

—La verdad. Después de tantos años. No sabía nada de tu embarazo.

—¿Qué embarazo? Desde que me conocés sabés que uso ropa holgada. Y sí, tengo panza, no tenías por qué recordármelo.

—Me refiero a que estuviste embarazada y fuiste madre.

—No, te digo que solamente estoy gorda, dejá de meter la pata.

—Mariela, tenés un recién nacido en brazos.

—No es un bebé.

—Es que no se me ocurre otra forma de llamarlo.

—Grasa abdominal.

—¿Y por qué la estás sosteniendo?

—Para que no cuelgue, Cristian. Mi sobrepeso se salió de control y si no agarrara toda esta grasa con las dos manos, la estaría arrastrando por el piso.

—Vos me estás jodiendo. Puedo ver que ese bebé tiene dos bracitos, con manitos y cinco dedos al final de cada una de ellas.

—Parece que nunca escuchaste hablar de la gordura fractal. Cuando la grasa es demasiado grande, empieza a desarrollarse en formas extrañas. En mi caso, cabeza y dos brazos completos.

—¿Y el pelo? ¿Y los ojos celestes?

—Ahora resulta que nunca viste un lunar con pelo. El mío simplemente quedó coronando la protuberancia mayor.

—Eso no explica los ojos.

—No. Los ojos son un tatuaje que me hice de joven, justo abajo de las tetas para que no se notara. Qué me iba a imaginar que años más tarde iba a terminar así. Aunque supongo que la mayoría de las personas que se tatúan en la adolescencia terminan arrepintiéndose.

—Te juro que no sé qué decirte, Mariela. En ningún momento quise ofenderte, solamente me confundí.

—Bueno, podrías estar más atento la próxima vez.

—¡Uaaaaaaa! Ploc. Chup, chup, chup.

—¡Me estás tomando el pelo! ¡Es un bebé y le estás dando el pecho para que no llore!

—Serás imbécil. Algunos pliegues de mi panza tienen rozamiento entre ellos y producen sonidos similares a los del llanto de un niño, pero descubrí que mis pezones funcionan como tapón. ¿Ves?

—Ploc. ¡Uaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! Ploc. Chup, chup, chup, chup.

—El ruidito de succión es porque hace vacío.

—Las cosas que uno aprende. Ahora, si es tan molesto, ¿no pensaste en hacerte una liposucción?

—¡Estás loco! Mis padres nunca me lo hubieran perdonado. Y a veces te operan mal y después ya no podés volver a engordar.

—Bueno, otro día nos tomamos un café y me contás bien toda la historia. Ahora me tengo que ir volando.

—D

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos