Noche y día

Fragmento

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Discurría la tarde de un domingo del mes de octubre, y Katharine Hilbery, al igual que muchas otras señoritas de su clase social, servía el té. Quizá la quinta parte de su mente estaba ocupada en esta tarea, mientras que las restantes partes habían saltado por encima de la menguada barrera temporal, lo poco que del día quedaba entre el presente momento, notablemente apacible, y la mañana del lunes, y jugueteaban con los actos que se ejecutan voluntaria y normalmente a la luz del día. A pesar de guardar silencio, se advertía con claridad que Ka­tharine Hilbery se sentía dueña de una situación que le era harto conocida, y que prefería se desarrollara por sí misma por sexagésima vez, sin intervención de aquellas de sus facultades actualmente ociosas. Bastaba una sola mirada para advertir, por otra parte, que la señora Hilbery estaba tan dotada de las virtudes que convierten la reunión de distinguidas personas mayores en torno al té en un éxito que apenas necesitaba la ayuda de su hija, siempre y cuando esta se encargara de la fatigosa tarea de las tazas, del pan y de la mantequilla.

Habida cuenta de que el grupito llevaba menos de veinte minutos alrededor de la mesa de té, la animación que se observaba en el rostro de cada uno de sus componentes, y el sonido que conjuntamente producían, constituían un excelente elogio de la dueña de la casa. De repente, a Katharine se le ocurrió que, si alguien abría la puerta en aquel instante, creería que se estaban divirtiendo. Pensaría: «¡En qué casa tan agradable acabo de entrar!». E, instintivamente, Katharine rio, y dijo algo para aumentar el ruido, con la finalidad, cabía presumir, de enaltecer mayormente aquel hogar, ya que Katharine no experimentaba alegría. Y en este mismo instante, con la consiguiente diversión de Katharine, la puerta se abrió y un hombre joven entró en el cuarto. Mientras estrechaba la mano del recién llegado, Katharine le preguntó in mente: «¿Verdad que imagina que nos estamos divirtiendo inmensamente?». Y, en voz alta, pues notó que su madre había olvidado el nombre del recién llegado, dijo:

—El señor Denham, mamá.

También el señor Denham se dio cuenta de que la señora Hilbery había olvidado su nombre, lo cual aumentó el envaramiento inevitablemente anejo a la entrada de un desconocido en una estancia llena de gente muy a sus anchas, y cada cual con una frase en los labios. Al mismo tiempo, el señor Denham tuvo la impresión de que centenares de puertas suavemente acolchadas se hubieran cerrado a sus espaldas, aislándole de la calle. Una neblina muy tenue, como la etérea esencia de la niebla, flotaba visiblemente en el anchuroso y un tanto vacío ámbito del cuarto, plateada en el lugar en que se agrupaban las velas sobre la mesa de té y rojiza alrededor de las llamas. Con la sensación de que los autobuses y los taxis seguían circulando en el interior de su cabeza, y de que su cuerpo aún vibraba a resultas de su rápido trayecto a pie a lo largo de las calles, entre coches y transeúntes, aquella sala de estar le pareció al señor Denham muy lejana y sosegada. Los rostros de aquellos seres entrados en años, notablemente distanciados los unos de los otros, habían quedado dulcificados y tenían cierto esplendor, gracias a que azules puntos de neblina daban densidad al aire de la sala. El señor Denham había entrado en el instante en que el señor Fortescue, el eminente novelista, llegaba a la mitad de una frase muy larga. El señor Fortescue dejó en suspenso la frase, mientras el señor Denham se sentaba y la señora Hilbery volvía a trabar hábilmente la unidad quebrada, por el medio de inclinarse hacia el recién llegado y preguntarle:

—¿Y qué haría usted, señor Denham, si estuviera casado con un ingeniero y tuviera que vivir en Manchester?

—Sin duda alguna —terció un caballero anciano y delgado—, la esposa podría aprender persa. ¿O es que en Manchester no hay maestros retirados u hombres de letras que puedan enseñar el persa?

—Una prima se ha casado y se ha ido a vivir a Manchester —explicó Katharine.

El señor Denham farfulló algo, que era precisamente lo único que de él se esperaba, y el novelista reanudó la frase en el mismo punto en que la había dejado. En su fuero interno, el señor Denham se maldijo con vehemencia por haber cambiado la libertad de la calle por aquella distinguida reunión que, entre otros inconvenientes, tenía el de no ofrecerle la oportunidad de lucirse en la justa medida. Miró a su alrededor y vio que, con la salvedad de Katharine, todos los presentes habían rebasado ya los cuarenta años. Su único consuelo fue que el señor Fortescue era ciertamente un hombre célebre, por lo que quizá se alegrara mañana de haberlo conocido.

—¿Ha estado usted en Manchester? —le preguntó el señor Denham a Katharine.

—Jamás.

—En ese caso, ¿por qué le desagrada?

Katharine agitó su té, como si meditara, pensó el señor Denham, si acaso no era su deber llenar la taza de alguien, pero en realidad Katharine se preguntaba cómo podía arreglárselas para mantener a aquel extraño joven en armónico trato con todos los demás. Observó que el señor Denham oprimía con fuerza su taza, de manera que corría el peligro de quebrar hacia dentro la delgada porcelana china. Advirtió que estaba nervioso. Era natural que un joven huesudo, con la cara levemente enrojecida por el viento, y el cabello en modo alguno perfectamente peinado, se pusiera nervioso en una reunión como aquella. Además, probablemente al señor Denham no le gustaba esa clase de reuniones sociales y había acudido impulsado por la curiosidad, o debido a que el padre de Katharine le había invitado. De todas maneras, era difícil amalgamarlo con los restantes asistentes.

Sin pensarlo mucho, Katharine repuso:

—Me parece que en Manchester no tendría con quien hablar.

El señor Fortescue había observado durante breves instantes a Katharine, como suelen hacerlo los novelistas, y, al oír las palabras de la muchacha, sonrió y las convirtió en el tema de su próximo parlamento:

—A pesar de su leve proclividad a exagerar, Katharine siempre da en el blanco.

El señor Fortescue se reclinó en su sillón, fijó la mirada de sus opacos ojos contemplativos en el techo y, juntando por las yemas los dedos de una y otra mano, describió, primero, los horrores de las calles de Manchester y, después, los inmensos y desérticos páramos que se extendían junto a la ciudad, y, a continuación, la sórdida casita en que la muchacha tendría que vivir, para pasar a centrarse en los profesores y los desdichados jóvenes estudiantes consagrados al análisis de las más fatigosas obras de nuestros jóvenes dramaturgos, quienes la visitarían, con todo lo cual la apariencia externa de la muchacha iría variando poco a poco, viéndose obligada a huir a Londres, con lo que Katharine tendría que llevarla de un lado para otro, como se lleva atado con correa a un perro ansioso, a lo largo de una calle ocupada por flagrantes carnicerías contiguas, pobre criatura.

—¡Señor Fortescue —exclamó la señora Hilbery, cuando el señor Fortescue terminó—, pues precisamente acabo de escribirle diciéndole lo mucho que la envidio! Lo he hecho pensando en grandes jardines, en dulces señoras ancianas con mitones que solo leen el Spectator, y despabilan velas. ¿Es que estas señoras han desaparecido todas? Le he dicho que allí encontraría cuanto de agradable ofrece Londres, sin necesidad de tener que andar por estas horrorosas calles que tanto deprimen.

El flaco caballero que anteriormente había insistido en la existencia de personas conocedoras del persa dijo:

—Está la universidad.

—Me consta que hay páramos —observó Katharine—. Hace pocos días leí un libro que trataba de estos páramos.

—La ignorancia de mi familia me duele y me pasma —señaló el señor Hilbery.

El señor Hilbery era un hombre entrado en años, con un par de ojos ovalados y de color avellana, de notable viveza teniendo en cuenta su edad, que aliviaban la pesadez de sus facciones. El señor Hilbery jugueteaba constantemente con una piedrecilla verde unida a la cadena del reloj, con lo que exhibía sus dedos largos y extremadamente sensibles, y tenía la costumbre de mover la cabeza hacia aquí y hacia allá, muy aprisa, sin alterar la posición de su cuerpo grande y anchuroso, de manera que causaba la impresión de procurarse sin cesar materia para divertirse y reflexionar, con el menor gasto de energías posible. Inducía a suponer que, para él, ya había pasado aquel periodo de la vida en que las ambiciones son personales, o bien que ya las había alcanzado en la medida de que era capaz, por lo que ahora dedicaba su nada despreciable agudeza antes a observar y a reflexionar que a conseguir frutos.

Denham había llegado a la conclusión, mientras el señor Fortescue construía otra redondeada estructura de palabras, de que Katharine se parecía a su padre y a su madre, y de que los elementos del parecido estaban extrañamente mezclados. Tenía los movimientos rápidos e impulsivos de su madre, y a menudo abría los labios como si fuera a hablar y los cerraba sin haber hablado. Y tenía los ovalados ojos oscuros de su padre, rebosantes de luz sobre una base de tristeza, o, teniendo en cuenta que por su juventud aún no había podido llegar a un punto de vista triste, bien cabía decir que la base no era tristeza sino antes bien un espíritu dado a la contemplación y al dominio de sí misma. Por su cabello, por su colorido general y por la forma de sus rasgos, Katharine era atractiva, cuando no realmente bella. Parecía conformada por la decisión y la compostura, combinación de cualidades que daba el resultado de un carácter muy notable, y que no era el más adecuado para tranquilizar a un hombre joven que apenas la conocía. Por lo demás, Katharine era alta, llevaba un vestido de discreto color, con el adorno de un amarillento encaje antiguo, al que los destellos de una joya de pasados tiempos daban un rojizo esplendor. Denham advirtió que Katharine, incluso cuando guardaba silencio, conservaba el dominio de la situación en la medida suficiente para contestar a su madre cuando esta le pedía ayuda, a pesar de lo cual tenía la seguridad de que Katharine prestaba atención solo con la capa más superficial de su mente. Comprendió también que la situación de la muchacha ante la mesa de té, entre aquella gente mayor, no dejaba de presentar dificultades, y contuvo su inclinación a calificarla a ella, o a su actitud antipática para con él, en términos generales. La conversación había ya rebasado Manchester, después de prestarle una generosa atención.

—¿Qué fue, la batalla de Trafalgar o la cosa esa de la Invencible? —preguntaba la madre de Katharine a su hija.

—Trafalgar, mamá.

—¡Trafalgar! ¡Claro! ¡Qué tonta soy! Tome otra taza de té con una rodajita de limón y aclare mis absurdas dudas, querido señor Fortescue. Es muy difícil no creer a señores con nariz de romano, incluso en el caso de que se las encuentre en el autobús.

En este momento, el señor Hilbery se dirigió a Denham, interponiéndose entre este y todos los demás, y habló con gran sentido común acerca de la profesión de abogado y de los cambios que en esta había visto a lo largo de su vida. En realidad, Denham recibió su merecido, por cuanto el señor Hilbery y él se conocieron gracias a un artículo que Denham había escrito sobre un tema jurídico y que el señor Hilbery había publicado en su revista. Pero poco después, cuando se anunció la llegada de la señora Sutton Bailey, a esta prestó su atención el señor Hilbery, con lo que el señor Denham se encontró sentado en silencio, rechazando diversas frases que decir, al lado de Katharine, quien también guardaba silencio. Por tener parecida edad y por hallarse los dos por debajo de los treinta años, no podían servirse de gran número de frases útiles para poner a flote una conversación en aguas tranquilas. Katharine contribuyó a este silencio en méritos de su malévola decisión de no ayudar mediante cualquiera de las normales amabilidades femeninas a aquel joven, en cuya apostura resuelta y firme notaba algo que era hostil a su entorno. En consecuencia, siguieron sentados en silencio, mientras Denham hacía un esfuerzo para no ceder a su deseo de decir algo brusco y explosivo que escandalizara a Katharine y le infundiese animación. Pero la señora Hilbery percibía inmediatamente cualquier silencio que se produjera en el salón, como se percibe una nota falsa en una escala sonora, e inclinándose sobre la mesa de té observó con el tono de lejanía, curiosamente dubitativo, que daba a sus frases un aire de mariposas revoloteando de un soleado lugar a otro:

—Señor Denham, no sabe usted lo mucho que me recuerda al buen señor Ruskin… ¿A qué se deberá, Katharine? ¿A la corbata, al cabello, a la manera de sentarse? Dígame, señor Denham, admira usted a Ruskin? Hace poco, alguien me dijo: «No, no, nosotros no leemos a Ruskin, señora Hilbery». Y yo me pregunto: ¿qué leerán entonces? Sí, porque uno no puede pasarse toda la vida volando en aviones o hurgando en las entrañas de la tierra.

La señora Hilbery miró con benevolencia a Denham, quien no dijo nada coherente, y luego miró a Katharine, quien sonrió pero asimismo nada dijo, ante lo cual la señora Hilbery pareció alumbrar una idea brillante y exclamó:

—¡Katharine, estoy segura de que al señor Denham le gustará ver nuestras cosas! Estoy segura de que no es como aquel horrible joven, el señor Ponting, que me dijo que tenemos el deber de vivir exclusivamente en el presente. —Y, volviéndose hacia el señor Fortescue, añadió—: A fin de cuentas, ¿qué es el presente? En gran parte es el pasado, y, a mi parecer, esta parte es la mejor.

Denham se levantó, casi decidido a irse, y con el convencimiento de que ya había visto cuanto se podía ver, pero Katharine se levantó al mismo tiempo que él, y dijo:

—Quizá le gustará ver los cuadros.

Y, a través de la sala, llevó al señor Denham a una estancia contigua, más pequeña. Esta estancia era como una capilla en la nave de una catedral o como una laguna a la que afluyen las aguas subterráneas en una cueva, ya que el zumbante sonido del tránsito a lo lejos recordaba el suave fluir de las aguas, y los espejos ovalados, con su plateada superficie, eran como profundos remansos en los que el agua tiembla bajo la luz de las estrellas. Sin embargo, la comparación con un templo consagrado al culto de una religión era la más adecuada de las dos, por cuanto las reliquias atestaban la pequeña estancia.

Katharine tocó puntos diversos y se encendieron luces aquí y allá, que revelaron una masa cuadrada de libros rojos y dorados, luego una larga falda lustrosamente pintada de blanco y azul, detrás de un vidrio, y luego una mesa-escritorio de caoba, con todos sus objetos perfectamente ordenados, y, por fin, un cuadro rectangular, por encima de la mesa, al que se había concedido una iluminación especial. Cuando Katharine hubo tocado estas últimas luces, dio unos pasos atrás, como expresando: «¡Ahí está!». Y Denham se encontró bajo la vista de los fijos ojos del gran poeta, Richard Alardyce, y tuvo una sensación de leve sorpresa que le habría inducido a destocarse, caso de que hubiese llevado el sombrero puesto. Aquellos ojos lo miraban entre los suaves matices rosados y amarillentos del cuadro con divina amistad, le abrazaban y, rebasándole, contemplaban el mundo entero. La pintura se había empañado un poco, pero en ella destacaban los grandes y hermosos ojos oscuros en la penumbra que los rodeaba.

Katharine esperó como si quisiera que la impresión recibida por Denham fuera completa, y luego dijo:

—Esta es la mesa en la que escribía. Y con esta pluma.

Levantó una pluma antigua y la volvió a dejar. En la mesa había viejas manchas de tinta, y la pluma estaba desgastada por el uso. Allí reposaban las gigantescas antiparras con montura de oro, al alcance de la mano del poeta, y debajo de la mesa había un par de grandes y gastadas zapatillas. Katharine cogió una y observó:

—Tengo la impresión de que el tamaño del cuerpo de mi abuelo doblaba al de cualquier persona actual. —Y, como si supiera de memoria cuanto tenía que decir, prosiguió—: Y esto es el manuscrito original de la «Oda al invierno». Los primeros cantos no están tan corregidos como los posteriores. ¿Quiere echarle una ojeada?

Mientras Denham examinaba el manuscrito, Katharine alzó la vista al retrato del abuelo, y, por milésima vez, entró en un agradable trance de ensoñación en el que tenía la impresión de ser la compañera de aquellos hombres gigantescos, de pertenecer, al menos, a su linaje, con lo que el insignificante momento presente quedó hundido en el barro. No cabía la menor duda de que la magnífica y fantasmal cabeza pintada en el lienzo jamás se había fijado en todas las banalidades de las tardes de los domingos, y que nada le importaba lo que aquel joven y ella se dijeran, ya que los dos eran seres de poca monta.

Sin tener en cuenta que el señor Denham seguía examinando el manuscrito, Katharine prosiguió:

—Y este es un ejemplar de la primera edición de sus poemas, en la que hay varios que no han sido reeditados. También hay correcciones. Hizo una pausa y, luego, siguió, como si esos momentos de silencio hubieran sido calculados de antemano—: La señora vestida de azul es mi bisabuela, pintada por Millington. Y aquí está el bastón de mi tío, ya sabe, sir Richard Warburton, el que con la caballería de Havelock acudió en auxilio de Lucknow. Y luego… a ver… este es el primer Alardyce, 1697, el forjador de la fortuna de la familia, con su esposa. Hace poco, alguien nos regaló este bol, porque en él están las iniciales y las armas del primer Alardyce. Creemos que se lo ofrecieron en ocasión de sus bodas de plata.

En este instante, Katharine se calló, preguntándose a qué se debería que el señor Denham no dijera nada. La sensación de que sentía antipatía hacia ella, sensación que se había amortiguado mientras pensaba en las posesiones de su familia, reapareció con tanta fuerza que se detuvo a mitad del catálogo y le miró. La madre de Katharine, llevada por el deseo de relacionar al señor Denham con los grandes muertos prestigiosos, le había comparado con el señor Ruskin. Esta comparación había quedado grabada en la mente de Katharine y la inducía a enjuiciar al joven señor Denham con más sentido crítico de lo que en realidad se merecía, por cuanto un joven que viene de visita vestido de chaqué es un elemento totalmente distinto a una cabeza captada en un momento culminante de expresión que mira inmutable desde detrás de una lámina de vidrio, lo cual era cuanto el señor Ruskin representaba para ella. El señor Denham tenía una cara singular, una cara reveladora antes de rapidez y decisión que de general contemplación. La frente era ancha; la nariz, larga y recia; los labios, bajo la piel rasurada, tenían una expresión sensible y tozuda a la vez, y las mejillas escuetas quedaban animadas por el profundo fluir de sangre roja. Sus ojos, que ahora expresaban la habitual impersonalidad y autoridad masculina, podían revelar más sutiles emociones si se daban las circunstancias propicias, por cuanto eran grandes y de color castaño claro, y ahora, de manera imprevista, parecían dudar meditativamente. Pero Katharine solo le miraba para averiguar si el rostro del señor Denham se parecía más a los de sus héroes muertos caso de poseer el adorno de unas patillas. Para Katharine, el flaco cuerpo del señor Denham y sus escuetas pero saludables mejillas revelaban un alma angulosa y agria. Advirtió en la voz del señor Denham cierta vibración o gimiente calidad cuando este dejó el manuscrito y dijo:

—Debe de estar usted muy orgullosa de su familia, señorita Hilbery.

—Sí, lo estoy —repuso Katharine, y, a continuación, preguntó—: ¿Hay algo malo en ello?

—¿Malo? ¿Cómo puede haber algo malo en ello? —dijo el señor Denham en tono reflexivo—. De todas formas, ha de ser aburrido mostrar las posesiones familiares a los visitantes.

—Cuando gustan a los visitantes, no.

—¿Es difícil vivir de manera que sea digna de los antepasados?

—Bueno, creo que debo abstenerme de escribir poesía.

—Efectivamente. Y esto es lo que me molestaría. No toleraría que mi abuelo me impusiera barreras.

Mientras Katharine pensaba, Denham dirigió una irónica mirada a su alrededor y añadió:

—A fin de cuentas, no se las pone solamente su abuelo. Usted vive rodeada de barreras. Creo que pertenece a una de las más distinguidas familias de Inglaterra. Los Warburton y los Manning. Y está emparentada con los Otway, ¿no es cierto? Lo leí en un semanario.

—Soy prima de los Otway.

En tono de voz concluyente, como si hubiera demostrado algo, Denham dijo:

—Claro…

—Claro… Pues a mi juicio no ha demostrado usted nada.

Denham esbozó una sonrisa notablemente provocadora. Le divertía y satisfacía darse cuenta de que era capaz de irritar a la lejana y altiva muchacha, ya que no lo era de impresionarla, aun cuando habría preferido esto último.

Denham se sentó, en silencio, sosteniendo en sus manos, cerrado, el preciado librito de poemas, y Katharine le observó, mientras en sus ojos adquiría profundidad la expresión melancólica o contemplativa, a medida que su irritación menguaba. Al parecer, Katharine estaba pensando en muchas cosas. No había cumplido con sus deberes.

—Claro —volvió a decir Denham.

Y en un brusco ademán abrió el librito de poemas, como si hubiera dicho cuanto quería decir o cuanto podía decir sin menoscabo de la cortesía. Volvió páginas con gran decisión, de manera que parecía estar juzgando el aspecto material del libro, el papel, la impresión, la encuadernación, al mismo tiempo que las poesías que contenía, y, después de haber concluido si era bueno o si era malo, lo dejó sobre la mesa escritorio y examinó el bastón de malaca, con empuñadura en forma de bola de oro, que había pertenecido al militar.

—¿Y usted no está orgulloso de su familia? —preguntó Katharine.

—No. No hemos hecho nada digno de orgullo. A menos que pagar las cuentas pendientes sea digno de orgullo.

—Esto parece un poco aburrido —observó Katharine.

Denham se mostró de acuerdo:

—Usted nos consideraría terriblemente aburridos.

—Sí, es posible que los juzgara aburridos, pero nunca los consideraría ridículos.

Katharine pronunció estas últimas palabras como si Denham hubiera formulado esta acusación contra la familia de Katharine.

—No —dijo Denham—, porque en manera alguna somos ridículos. Somos una respetable familia de clase media, que vive en Highgate.

—Nosotros no vivimos en Highgate, pero me parece que también pertenecemos a la clase media.

Denham se limitó a sonreír. Dejó el bastón en su sitio, y extrajo una espada de su adornada vaina. Katharine, asumiendo inmediatamente sus deberes de representante de la familia, dijo:

—Nosotros decimos que esta espada fue de Clive.

—¿Y es mentira?

—Es una tradición familiar, pero no sé si podemos demostrarlo.

—¿Lo ve? En nuestra familia no tenemos tradiciones.

—Parecen ustedes muy aburridos —observó Katharine por segunda vez.

—Muy de la clase media —replicó Denham.

—Ustedes pagan sus deudas y dicen la verdad. Pero no veo a santo de qué tienen que despreciarnos.

Cuidadosamente, el señor Denham envainó la espada que los Hilbery decían había sido de Clive, y, como si se esforzara en expresar lo que pensaba con la mayor precisión posible, dijo:

—No me gustaría ser como ustedes, esto es todo lo que he dicho.

—No, pero es que a nadie le gusta ser otro.

—A mí sí. Yo me cambiaría por un montón de personas.

—¿Y por qué no con nosotros?

Denham la miró. La muchacha estaba sentada en el sillón de su abuelo, pasando suavemente los dedos por el bastón de su tío abuelo, en tanto que tenía por fondo, en iguales proporciones, la brillante pintura azul y blanca y los libros rojos con rayas doradas. La vitalidad y la compostura de la actitud de la muchacha, como un pájaro de colorido plumaje que se posa fácilmente antes de emprender de nuevo el vuelo, indujo a Denham a revelarle las limitaciones que la afectaban. Denham sabía que muy pronto y muy fácilmente sería olvidado.

—Nunca conocerá nada directamente —dijo casi con rudeza—. Se lo han dado todo hecho. Jamás conocerá el placer de ahorrar y luego comprar cosas con los ahorros, de leer libros nuevos, de hacer descubrimientos.

De repente, Denham, al oír su propia voz proclamando con claridad estos hechos, tuvo dudas acerca de su veracidad, y calló.

—Siga —dijo Katharine.

Con cierta sequedad, Denham prosiguió:

—Desde luego, ignoro en qué emplea usted su tiempo, pero supongo que estará obligada a acompañar a gente a sitios. Además, está escribiendo la biografía de su abuelo, ¿no es cierto? —Indicando con un movimiento de cabeza la habitación contigua, en la que sonaban unas risas cultas, añadió—: Y esa clase de asuntos seguramente le ocupan mucho tiempo.

Katharine le miró con expresión expectante, como si entre los dos estuvieran adornando una figurita que la representara y notase que Denham dudaba en lo referente a la disposición de un lazo o una faja de adorno en la figurita.

—Casi, casi ha acertado usted —dijo—. No escribo la biografía, sino que me limito a ayudar a mi madre.

—¿Y no hace nada por sí sola?

—¿Qué quiere decir con eso? Si es lo que imagino, le diré que no salgo de casa a las diez de la mañana para volver a las seis de la tarde.

—No, no era esto.

El señor Denham había recobrado el dominio de sí mismo. Habló con una tranquilidad que suscitó en Katharine ansias de que le diera todo género de explicaciones, pero al mismo tiempo deseaba irritarle, alejarle de ella mediante una leve corriente de ridículo o de ironía, como solía hacer con aquellos jóvenes que su padre invitaba intermitentemente.

—En nuestros tiempos nadie hace algo que valga la pena —observó, y, mientras con las puntas de los dedos golpeaba el volumen de poesías de su abuelo, añadió—: Fíjese, ni siquiera imprimimos tan bien como antes se imprimía. Y, en cuanto a poetas, pintores o novelistas, no hay ni uno. Por lo tanto, no soy un ser tan raro.

—Es cierto, no tenemos grandes hombres, de lo cual me alegro mucho. Odio a los grandes hombres. A mi juicio, el culto a la grandeza en el siglo XIX explica la falta de valía de aquella generación.

Katharine abrió la boca e inhaló aire, como si se dispusiera a replicar con igual vigor, cuando el sonido de una puerta al cerrarse llamó su atención, y los dos se dieron cuenta de que las voces alzándose y descendiendo alrededor de la mesa de té se habían acallado e incluso la luz parecía haber menguado. Instantes después, la señora Hilbery aparecía en el umbral de la salita. Con una sonrisa de expectación, se quedó mirándolos, como si ante ella y para su diversión estuvieran representando una escena de un drama centrado en la joven generación. Era una mujer de notable aspecto físico que, si bien hacía ya años había cumplido los sesenta, parecía, debido en gran parte a la levedad de su cuerpo y al esplendor de sus ojos, haber sido impulsada sobre la superficie de los años, sin sufrir graves consecuencias en el tránsito. Tenía el rostro aquilino y de facciones sumidas, pero todo posible matiz de dureza quedaba borrado por sus grandes ojos azules, sagaces e inocentes al mismo tiempo, que parecían contemplar el mundo animados por un enorme deseo de que se comportara con nobleza, y con total confianza de que así sería si se tomaba ella las correspondientes molestias.

Algunas arrugas en la ancha frente y alrededor de los labios quizá indicaran que había conocido ciertas dificultades y perplejidades en el curso de su carrera, pero no habían bastado para destruir su confianza, y todavía estaba claramente dispuesta a ofrecer cuantas oportunidades fuesen precisas y a conceder el beneficio de la duda al sistema en su integridad. Se parecía mucho a su padre y, al igual que este, evocaba los aires puros y los espacios abiertos de un mundo más joven.

—¿Le gustan nuestras cosas, señor Denham? —preguntó.

El señor Denham se puso en pie, dejó el libro, abrió la boca y nada dijo, cosa que Katharine observó un tanto divertida.

La señora Hilbery cogió el libro que el señor Denham había dejado y murmuró:

—Hay ciertos libros que viven. Son jóvenes a la par que nosotros y envejecen con nosotros. ¿Le gusta la poesía, señor Denham? ¡Qué pregunta tan absurda! La verdad es que el buen señor Fortescue me ha dejado casi agotada. Es tan elocuente, tan ingenioso, tan inquieto y tan profundo que, al cabo de media hora, tengo ganas de apagar las luces. Pero quizá en la oscuridad sería aún más maravilloso. ¿Tú qué opinas, Katharine? ¿Por qué no damos una fiesta en una oscuridad total? Dejaríamos unas cuantas habitaciones iluminadas para los pesados…

En este instante, el señor Denham le ofreció la mano. Sin darse cuenta de ello, la señora Hilbery dijo:

—¡Tenemos montañas de cosas que enseñarle! Libros, cuadros, porcelanas, manuscritos, y la mismísima silla en la que María Estuardo estaba sentada cuando se enteró del asesinato de Darnley. Ahora tengo que echarme un ratito, y Katharine tiene que cambiarse el vestido, a pesar de que el que lleva es muy bonito. De todos modos, si no le molesta que le dejemos solo, ya sabe: la cena es a las ocho. A lo mejor escribe usted una poesía entretanto. ¡Cuánto me gusta la luz de las llamas! ¿Verdad que la sala tiene un aspecto encantador ahora?

La señora Hilbery se echó a un lado y les invitó a contemplar la sala desierta, iluminada por las luces irregulares y de denso color de las llamas que saltaban y se ondulaban en el hogar.

—¡Cosas! —exclamó la señora Hilbery—. ¡Queridas cosas! ¡Queridas sillas, queridas mesas! Son como viejos amigos, amigos fieles y silenciosos. Lo cual me recuerda, Katharine, que esta noche vendrá el pequeño señor Anning, y también me recuerda la calle Tite y la plaza Cadogan… Y no te olvides de encargar que pongan vidrio al dibujo de tu tío abuelo. La tía Millicent se dio cuenta la última vez que estuvo aquí, y me consta que me desagradaría mucho ver a mi padre detrás de un vidrio roto.

Para el señor Denham, despedirse y escapar fue como abrirse paso por entre un amasijo de telarañas con destellantes diamantes, ya que en cada uno de los movimientos propios del caso la señora Hilbery recordaba algo más acerca de las torpezas cometidas por los encargados de enmarcar cuadros o acerca de las delicias de la poesía, y hubo un momento en que el joven visitante pensó que quedaría hipnotizado y obligado a hacer lo que la señora Hilbery se había propuesto que hiciera, ya que no creía que dicha señora diera la menor importancia a su presencia. Sin embargo, Katharine supo darle la oportunidad de irse, por lo que le quedó agradecido, como una persona joven agradece la comprensión de otra persona joven.

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El joven cerró la puerta produciendo un sonido más fuerte que el que había producido cualquier otro visitante aquella tarde, y emprendió el recorrido de la calle a largas zancadas y azotando el aire con el bastón. Estaba contento de haber salido de la sala de estar, de respirar la densa niebla, y de estar entre personas rudas que solo aspiraban a la parte que les correspondía del pavimento a ellas destinada. Pensaba que si allí, en el exterior, estuviera en compañía del señor Hilbery, o la señora Hilbery, o la señorita Hilbery, podría hacerles sentir su superioridad, sí, ya que le mortificaba el recuerdo de sus frases torpes y vacilantes que ni siquiera a la muchacha de la mirada triste, aunque en el fondo irónica, habían podido dar idea de la fuerza de la que él estaba dotado. Procuró recordar al pie de la letra las palabras de su pequeño estallido, y, al hacerlo, las complementó inconscientemente con tal número de palabras más expresivas que la irritación causada por su fracaso quedó un tanto menguada. Sin embargo, la verdad desnuda y sin adornos de vez en cuando le producía agudas punzadas, debido a que, por su manera de ser, no tenía propensión a contemplar su propio comportamiento bajo una rosada luz, pero gracias al ritmo con que sus pies golpeaban el pavimento, a los vislumbres que alguna que otra cortina entreabierta ofrecía de cocinas, comedores y salas de estar, que con un mudo poder constituían ilustraciones de diferentes escenas de vidas diferentes, los recuerdos de lo tan recientemente vivido perdieron virulencia.

Su comportamiento experimentó un curioso cambio. Su velocidad se aminoró, la cabeza se le inclinó un poco hacia el pecho, y las luces de las farolas iluminaban intermitentemente una cara que había adquirido una rara tranquilidad. Estaba tan sumido en sus pensamientos que, cuando tenía necesidad de averiguar el nombre de una calle, alzaba la vista y miraba las palabras durante un tiempo, antes de leerlas; cuando llegaba al punto en que tenía que cruzar una calle, golpeaba el bordillo de la acera con el bastón, igual que un ciego; y, al llegar a la estación del metro, parpadeó bajo el intenso círculo de luz, echó una ojeada a su reloj, decidió que aún tenía el tiempo suficiente para gozar un poco más de la oscuridad, y siguió adelante.

Y, a pesar de ello, seguía pensando en aquello que había comenzado a pensar. Seguía pensando en la gente de aquella casa de la que acababa de salir. Pero en vez de recordar, con cuanta exactitud pudiera, sus frases y su aspecto físico, ahora se había alejado conscientemente de la verdad literal. El hecho de doblar una esquina, de ver una habitación iluminada por el fuego del hogar, de percibir el aspecto monumental anejo al desfile de las farolas, quién sabe qué aspecto casual de las luces o de las formas, había tenido la virtud de cambiar bruscamente el marco de sus pensamientos y le había inducido a murmurar:

—Servirá… Sí, Katharine Hilbery servirá… Me quedo con Katharine Hilbery.

Tan pronto hubo pronunciado estas palabras, su caminar se hizo lento, se le hundió la cabeza y se quedó con la vista fija. El deseo de justificarse a sí mismo, que tan imperativo había sido, dejó de atormentarle y, como si hubieran quedado liberadas de una atadura, de manera que ahora funcionaban sin fricciones ni limitaciones, sus facultades dieron un salto al frente y se centraron de una manera natural en la forma de Katharine Hilbery. Fue maravilloso lo mucho con que dichas facultades pudieron alimentarse, si se tiene en consideración la destructiva naturaleza de las críticas emitidas por Denham en presencia de Katharine. Aquel encanto que él había intentado no ver, precisamente cuando se encontraba bajo sus efectos, aquella belleza, aquella personalidad, aquella altivez, que tan decididamente se empeñó en no percibir, ahora le poseían por entero. Y cuando, por ser las cosas tal como son, agotó todos sus recuerdos, recurrió a la imaginación. Tenía clara conciencia de lo que estaba haciendo, ya que al centrarse en las cualidades de la señorita Hilbery lo hizo con cierto método, como si necesitara esta visión para una finalidad determinada. Aumentó la estatura de la muchacha y oscureció su cabello, aun cuando, desde el punto de vista físico, poca necesidad había de cambiarla. Las libertades más audaces las tomó en lo referente a la mente, mente que, por razones propias de Denham, deseaba que fuera exaltada e infalible, y tan independiente que solo en el concreto caso de Ralph Denham abandonara sus altos y vertiginosos vuelos, y, en cuanto a él hacía referencia, si bien al principio reaccionara con exigencias, acabara bajando de las alturas para coronarle con su aprobación. Sin embargo, los detalles deliciosos debían ser elaborados lentamente, en todas sus ramificaciones. Lo principal era que Katharine Hilbery serviría. Serviría durante semanas, quizá durante meses. Al atribuir a Katharine este papel, Denham se había provisto de algo cuya carencia había dejado un espacio huero en su cabeza durante bastante tiempo. Emitió un suspiro de satisfacción. Volvió a tener conciencia de su situación física, en las cercanías de Knightsbridge, y poco después ya se encontraba en el metro, dirigiéndose velozmente hacia Highgate.

A pesar de contar con el apoyo del conocimiento de su nueva posesión, Denham no había quedado protegido de los habituales pensamientos que las calles del barrio extremo, los húmedos arbustos que crecían en los jardines y los absurdos nombres pintados en portales de las villas suscitaban en él. Avanzaba cuesta arriba, y su pensamiento se centraba lúgubremente en la casa en la que iba a entrar, donde encontraría a seis o siete hermanos, entre chicos y chicas, a su madre viuda, y probablemente a algún tío o alguna tía, todos sentados alrededor de la mesa para cenar con platos desagradables, bajo una luz muy intensa. ¿Convertiría en realidad la amenaza que una reunión parecida había hecho nacer en él, hacía dos semanas, la terrible amenaza de cenar solo en su habitación si venían visitantes en domingo? Pensó brevemente en la señorita Hilbery y decidió adoptar las medidas anunciadas, por lo que, después de comprobar, gracias a la existencia de un sombrero hongo y de un paraguas de descomunal tamaño, la presencia del tío Joseph, dio las pertinentes órdenes a la doncella, y subió a su habitación.

Subió muchos tramos y advirtió con una claridad rara vez experimentada que las alfombras estaban más y más deslucidas a medida que ascendía, hasta que dejaban de existir; advirtió que las paredes estaban descoloridas, en ocasiones gracias a cascadas de humedad, y en otras ocasiones mostraban las manchas de los cuadros que otrora colgaron de ellas; advirtió que el papel estaba despegado de la pared en los ángulos y que una buena porción de yeso se había desprendido del techo. La habitación en sí misma era, en aquella hora extemporánea, un lugar inhóspito. Más tarde, un sofá de respaldo abatible se transformaría en cama. Una mesa ocultaba un artilugio para lavarse. Sus ropas y zapatos se mezclaban desagradablemente con libros que mostraban la dorada estampación de las insignias de un colegio universitario, y, a modo de decoración, en las paredes colgaban fotografías de puentes y de catedrales, así como de numerosos y desagradables grupos de jóvenes insuficientemente vestidos, sentados formando filas ascendentes, en unos peldaños de piedra. Tanto los muebles como las cortinas tenían cierto aire de sordidez, y en parte alguna se veía un detalle lujoso o de simple buen gusto, a no ser que los baratos ejemplares de obras clásicas significaran un intento de ello. El único objeto que arrojaba un poco de luz sobre la personalidad del dueño de la habitación era una gran percha, situada junto a la ventana para que recibiera el sol y el aire, en la que una corneja domesticada y evidentemente decrépita daba bruscos saltos. El pájaro, animado por una caricia detrás de la oreja, se posó sobre el hombro de Denham. Este encendió la estufa de gas, y se sentó para esperar con triste paciencia la hora de la cena. Cuando ya llevaba unos minutos en esta posición, una niña asomó la cabeza por la puerta y dijo:

—Mamá dice que por qué no bajas a cenar. Tío Joseph…

—Hoy cenaré aquí —repuso Ralph en tono autoritario.

Después de oír estas palabras, la niña desapareció, dejando, en sus prisas, la puerta entornada. Cuando Denham ya llevaba varios minutos esperando, tiempo durante el cual ni él ni la corneja apartaron la vista del fuego, soltó una maldición, bajó corriendo la escalera, interceptó a la camarera y se sirvió una rebanada de pan y una porción de carne fría. Mientras lo hacía, la puerta del comedor se abrió.

—¡Ralph! —exclamó una voz.

Pero Ralph no hizo caso alguno, y volvió a subir la escalera con el plato en las manos. Dejó el plato en una silla, se sentó enfrente y comió con una ferocidad que en parte se debía a la ira y en parte al hambre. Evidentemente, su madre no parecía dispuesta a respetar sus deseos. Él era una persona carente de toda importancia en la familia. Le mandaban a buscar como si fuera un niño y le trataban como si fuera un niño. Consideró, sintiéndose más y más ofendido a medida que lo pensaba, que desde el instante en que había abierto la puerta de su habitación todos sus actos habían tenido que ser rescatados del absorbente poderío familiar. En buena ley, Denham debería haber estado sentado en la sala de estar de la primera planta, relatando sus aventuras de la tarde, o escuchando las aventuras de los demás. Incluso la habitación en que se encontraba, la estufa de gas y el sillón habían tenido que ser conquistados. El infeliz pájaro, sin la mitad de sus plumas y con una pata coja a resultas del ataque de un gato, había sido acogido entre protestas. Pero lo que más molestaba a su familia, pensó Denham, era su deseo de poder llevar una vida privada independiente. Cenar a solas o estar sentado a solas después de la cena constituía un claro acto de rebelión, contra el que era preciso luchar con todas las armas que proporciona la artera astucia o la explícita exhortación. ¿Qué le desagradaba más, el engaño o el llanto? Pero, de todas maneras, no podían robarle sus pensamientos. No podían obligarle a decir dónde había estado y a quién había visto. Esto era asunto suyo. Esto era, verdaderamente, un avance. Ralph encendió la pipa, cortó los restos de su cena para dárselos a la corneja, calmó su un tanto excesiva irritación, y se dispuso a analizar sus posibilidades.

Sí, en aquella tarde, Ralph había avanzado notablemente, ya que formaba parte de sus planes el conocer a personas que no pertenecieran al círculo familiar, de la misma forma que también se hallaba en sus planes el aprender alemán ese otoño y escribir reseñas de libros jurídicos para publicarlas en la Critical Review del señor Hilbery. Desde niño, Ralph siempre había trazado planes, debido a que las estrecheces económicas y el hecho consistente en que él era el varón mayor de una numerosa prole le habían llevado a considerar la primavera y el verano, el otoño y el invierno, como etapas de una larga campaña. A pesar de que aún no había cumplido los treinta años, este hábito de previsión había dejado la marca de dos líneas semicirculares sobre sus cejas, que, en este instante, amenazaban con convertirse en profundas arrugas. Pero Ralph, en vez de quedarse sentado, sumido en sus pensamientos, se levantó y cogió una porción de cartón en la que, con grandes letras, escribió: NO ESTOY. Luego colgó el cartón en la manilla de la puerta. Cumplido este trámite, sacó punta a un lápiz, encendió una lámpara de lectura y abrió un libro. Pero dudó en sentarse. Acarició a la corneja y se acercó a la ventana. Separó las cortinas y contempló la ciudad que se extendía a sus pies, envuelta en un neblinoso resplandor. A través de los húmedos vapores, dirigió la vista hacia Chelsea. Mantuvo la vista fija durante unos instantes y regresó al sillón. Pero ni siquiera el grosor del tratado sobre Agravios escrito por algún sabio jurisconsulto fue suficiente para aislarle debidamente. A través de las páginas veía una sala de estar, desierta y espaciosa. Oía voces mesuradas y veía figuras femeninas, e incluso percibía el aroma del leño de cedro que ardía en el hogar. Su tensión mental se relajó, y su mente, ahora, le devolvía lo que había absorbido inconscientemente en otros instantes. Recordaba con exactitud las palabras del señor Fortescue, el énfasis sonoro con que las pronunciaba, y Ralph comenzó a repetir lo que el señor Fortescue había dicho, a la manera de dicho señor, sobre Manchester. Después la mente de Ralph comenzó a vagar por aquella casa, y se preguntó si en ella habría otras estancias como la sala de estar, y, sin razón alguna que lo justificara, pensó que el cuarto de baño forzosamente tenía que ser hermosísimo, y cuán bellamente ociosa era la vida de aquella gente bien aposentada y cuidada, gente que, sin la menor duda, seguía sentada en la misma estancia, aunque con ropas diferentes y con la añadida presencia del pequeño señor Anning, y la tía que se enojaría si el vidrio del retrato del abuelo seguía roto. La señorita Hilbery se había puesto otro vestido (oyó que la madre decía «a pesar de que el que lleva es muy bonito»), y hablaba con el señor Anning, quien tenía cuarenta años largos, y además era calvo, acerca de libros. Cuán sereno y espacioso era aquel hogar. Y la sensación de paz invadió a Ralph de forma tan completa que se le relajaron los músculos, el libro cayó de sus manos, y olvidó que la hora de trabajo discurría minuto a minuto, estérilmente.

Un gemido en la escalera lo sacó del trance. Con un sobresalto de culpabilidad, compuso la figura, frunció las cejas y fijó la vista en la página cincuenta y seis del volumen. Los pasos se detuvieron ante la puerta, y Ralph dedujo que la persona que estaba allí, fuera quien fuese, meditaba las palabras escritas en el cartón, y dudaba si obedecer el implícito mandato o no. Desde luego, la doctrina general le aconsejaba a Ralph estarse quieto y en un silencio autocrático por cuanto no cabe la posibilidad de que una costumbre arraigue en una familia, si el quebrantamiento de dicha costumbre no es severamente castigado durante los seis primeros meses, más o menos. Pero Ralph tenía conciencia del deseo de ser interrumpido, y se sintió claramente desilusionado cuando oyó el gemido de uno de los peldaños de la escalera, ya un tanto alejado, lo cual parecía indicar que su visitante había optado por emprender la retirada. Se levantó, abrió con innecesaria brusquedad la puerta y salió al descansillo. Al mismo tiempo, la persona que se había parado ante la puerta detuvo ahora sus pasos a mitad del primer tramo de la escalera por la que descendía.

—¿Ralph? —dijo una voz.

—¿Joan?

—Venía a verte, pero he visto el cartelito.

Ocultando sus deseos mediante el tono más desganado que pudo conseguir, Ralph dijo:

—Bueno… Si quieres, ven.

Joan entró en la habitación, pero tuvo buen cuidado en demostrar, por el medio de quedarse en pie y con una mano sobre la repisa del hogar, que estaba allí únicamente en méritos de una finalidad concreta, y que, después de haber cumplido su propósito, se iría.

Joan era tres o cuatro años mayor que Ralph. Tenía la cara redonda y avejentada, con aquella expresión de tolerante y ansioso buen humor que es especial atributo de las hermanas mayores en las familias numerosas. Sus agradables ojos castaños se parecían a los de Ralph en todo menos en la expresión, por cuanto los ojos de Ralph miraban recta y penetrantemente los objetos, uno a uno, en tanto que los de Joan parecían acostumbrados a considerarlo todo desde diversos puntos de vista. Por esto, Joan causaba la impresión de ser mayor que Ralph, en más años de los que realmente mediaban entre los dos. Durante unos instantes, la mirada de Joan se fijó en la corneja. Luego, Joan entró en materia, sin preámbulos:

—Quería hablarte de Charles y de la oferta de tío John… Mamá me ha hablado de ello. Dice que no puede seguir pagando los estudios de Charles tan pronto termine este trimestre. Dice que tendría que pedir dinero prestado.

—No es verdad. Pura y simplemente, no es verdad.

—No lo es. Eso he pensado. Pero mamá no me quiere creer cuando se lo digo.

Ralph, como si previera ya la duración de esta conocida discusión familiar, ofreció una silla a su hermana y se sentó.

—¿No te interrumpo? —preguntó Joan.

Ralph meneó negativamente la cabeza, y, durante unos instantes, los dos estuvieron sentados en silencio. Las rayas en semicírculo, sobre las cejas de Ralph, se transformaron en profundas arrugas. Por fin, Ralph observó:

—No comprende que es preciso correr riesgos, ella.

—Pues yo creo que mamá correría estos riesgos si supiera que Charles es la clase de muchacho por quien vale la pena correr riesgos.

—Charles es inteligente, ¿o no?

El tono de Ralph había adquirido un matiz de agresividad que hacía creer a su hermana que un agravio de carácter personal era lo que le inducía a adoptar aquella postura concreta. Joan se preguntó de qué agravio podía tratarse, pero inmediatamente volvió a centrarse en el asunto que la había traído y asintió, aunque añadiendo:

—Sin embargo, en ciertos aspectos Charles es terriblemente aniñado, comparado contigo a su edad. Además, cuando está en casa también crea problemas. Trata a Molly como si fuera una esclava a su servicio exclusivo.

Ralph emitió un sonido destinado a quitar importancia a estas objeciones. Joan advirtió sin lugar a dudas que había pillado a su hermano en uno de sus estados de humor agresivos, y que se opondría a cuanto su madre dijera. Había llamado ella a su madre, lo cual demostraba lo anterior. Joan emitió un suspiro involuntario, y este suspiro enojó a Ralph.

—¡Me parece muy duro meter a un chico de diecisiete años en una oficina! —exclamó irritado.

—Nadie quiere meterlo en una oficina.

Joan también comenzaba a enojarse. Había pasado la tarde entera discutiendo con su madre fatigosos detalles en materia de gastos y de educación, y había recurrido a su hermano en busca de ayuda, creyendo, de manera un tanto irracional, que se la prestaría, debido a que había pasado toda la tarde fuera, en algún lugar que Joan ignoraba y por el que no tenía intención de preguntar.

Ralph quería a su hermana, y la irritación de esta le indujo a pensar cuán injusto era que todas las cargas de aquella naturaleza fueran a parar sobre sus hombros.

—La verdad es que yo hubiera debido aceptar la propuesta de tío John, cuando me la hizo —observó lúgubremente—. A estas alturas, ya ganaría seiscientas al año.

Arrepentida de haberse enojado, Joan replicó inmediatamente:

—Ni por un instante he pensado en esto. Para mí, lo más importante es encontrar la manera de reducir gastos.

—¿Una casa más pequeña?

—Menos servidumbre, quizá.

Ninguno de los dos hermanos había hablado con gran convicción. Después de pensar lo que estas propuestas significarían en una familia con gastos estrictamente reducidos, Ralph dijo en tono decidido:

—Ni hablar.

Era absurdo que Joan se echara encima más trabajos domésticos. No, a él correspondía efectuar los esfuerzos que fueran precisos, ya que estaba decidido a que los miembros de su familia tuvieran tantas oportunidades de distinguirse como los miembros de otras familias, como los Hilbery, por ejemplo. Ralph creía, en secreto y con cierta desafiante actitud, debido a que el hecho en sí mismo no se podía demostrar, que algo muy notable había en su familia.

—Si mamá no quiere correr riesgos… —dijo.

—¿No pretenderás que vuelva a vender patrimonio?

—Debería considerarlo como una inversión. Pero, si no quiere, tendremos que encontrar otros medios, y esto es todo.

Esta frase contenía una amenaza, y Joan, sin necesidad de preguntarlo, sabía cuál era la amenaza. En los años de ejercicio de su profesión, que eran seis o siete, Ralph había ahorrado tres o cuatrocientas libras, quizá. Teniendo en cuenta los sacrificios que había hecho para reunir esta suma, Joan siempre se pasmaba al enterarse de que Ralph la empleara en el azaroso juego de comprar y vender acciones, con lo que a veces la aumentaba y otras veces la disminuía, y en todo momento corría el riesgo de perder hasta el último penique en un solo día desastroso. Pero, a pesar de su pasmo, Joan no podía evitar que esa extraña combinación de disciplina espartana con lo que a ella le parecía romántica e infantil locura la indujera a querer todavía más a Ralph. La persona que en todo el mundo más le interesaba era su hermano Ralph, y, a menudo, se abstraía, a mitad de una de esas conversaciones económicas, a pesar de su gravedad, para considerar un nuevo aspecto del carácter de Ralph.

—Me parecería una tontería que te jugaras el dinero que tienes por el pobre Charles —observó—. Ya sabes lo mucho que le quiero, pero no creo que sea un muchacho brillante, precisamente. Además, ¿a santo de qué has de sacrificarte?

—Mi querida Joan —dijo Ralph, irguiéndose en un movimiento de impaciencia—, ¿no te das cuenta de que todos debemos sacrificarnos? ¿De qué sirve negarlo? ¿De qué sirve resistirse a ello? Siempre ha sido así y siempre será así. Nunca hemos tenido dinero y nunca lo tendremos. Daremos vueltas y vueltas a la noria todos los días de nuestra vida hasta que caigamos y muramos, agotados, que es lo que le ocurre a la mayoría de la gente a poco que pensemos sobre el particular.

Joan le miró, abrió los labios como si se dispusiera a hablar, y volvió a cerrarlos. Luego, muy tímidamente, preguntó:

—¿No eres feliz, Ralph?

—No. ¿Y tú? Quizá sea tan feliz como la generalidad de la gente. Solo Dios sabe si soy feliz o no. A fin de cuentas, ¿qué es la felicidad?

A pesar de su negra irritación, Ralph esbozó media sonrisa dirigida a su hermana y la miró con fijeza. Ella causaba la impresión, como de costumbre, de dedicarse a sopesar los argumentos en favor y en contra y a contraponerlos, antes de hablar.

—La felicidad —dijo por fin en tono enigmático, como si contemplara la palabra.

Y se calló. Hizo una larga pausa, como si examinara todas las facetas de la felicidad.

De repente, volvió a hablar, y lo hizo como si jamás hubieran hablado de felicidad:

—Hoy ha venido Hilda. Ha venido con Bobbie. Ahora ya es un guapo chico.

Divertido, y con solo un leve matiz de ironía, Ralph se dio cuenta de que Joan se alejaría muy aprisa de los peligros de tratar íntimamente temas de interés general o familiar. Sin embargo, pensó, su hermana era el único miembro de la familia con el que podía hablar de la felicidad, aun cuando también era cierto que habría podido hablar de la felicidad con la señorita Hilbery en su primer encuentro. Miró analíticamente a Joan, y deseó que no presentara aquel aspecto tan provinciano o de barrio, con su vestido verde oscuro y los marchitos adornos, con una expresión tan paciente, casi resignada. Comenzó a sentir deseos de hablarle de los Hilbery, para denigrarlos, debido a que, en la batalla en miniatura que tan a menudo libran dos impresiones de modo de vida percibidas casi de inmediato, el modo de vida de los Hilbery estaba derrotando ampliamente al de los Denham en la mente de Ralph, quien deseaba convencerse de que algún aspecto había en el que Joan superaba infinitamente a la señorita Hilbery. Le habría gustado creer que su hermana era más original y que tenía más vitalidad, pero el rasgo principal que ahora percibía en Katharine era el de una gran vitalidad y compostura, y, por el momento, no veía qué ventaja podía derivar Joan del hecho consistente en que su abuelo hubiera tenido una tienda, y de que ella se ganara la vida con su trabajo. La infinita grisura y sordidez de la vida de su familia avasallaba a Ralph, a pesar de su fundamental convencimiento de que se trataba de una familia con notables virtudes.

—¿Hablo con mamá? —preguntó Joan—. Yo creo que debo hacerlo, porque es un problema que hay que resolver de una manera u otra. Si Charles acepta la propuesta de tío John, tendrá que escribirle.

Ralph suspiró con impaciencia.

—Carece de toda importancia, sea cual fuere la decisión que se adopte. A la larga, Charles está condenado a la miseria.

Joan se sonrojó levemente.

—Sabes que estás diciendo tonterías. A nadie perjudica el tener que ganarse la vida. Yo estoy contenta de tener que ganarme la mía.

A Ralph le gustó que Joan pensara así, y deseó que su hermana prosiguiera, pero fue él quien habló y lo hizo con notable malevolencia:

—¿No se deberá a que no sabes divertirte, a que ya lo has olvidado? No tienes tiempo para nada que valga un poco la pena.

—¿Por ejemplo, qué?

—Bueno, pues pasear, escuchar música, leer libros, tratar con gente interesante. Jamás haces algo que realmente sea digno de hacerse, y yo tampoco.

—Siempre he pensado que podrías conseguir que esta habitación fuera más agradable, si quisieras.

—¿Y qué importa cómo sea mi habitación, si estoy obligado a pasar los mejores años de mi vida redactando documentos jurídicos en un despacho?

—Hace un par de días, dijiste que el ejercicio de la abogacía te parecía muy interesante.

—Y lo es, si uno puede permitirse el lujo de aprender un poco de derecho.

—Es Herbert que se acuesta a estas horas —dijo Joan, interrumpiendo a Ralph, al oír un vigoroso portazo—. Y luego será incapaz de levantarse mañana por la mañana.

Ralph fijó la vista en el techo y oprimió los labios. Se preguntó a qué se debería que Joan fuera incapaz de apartar su mente de los detalles domésticos, siquiera por un instante. Le parecía que Joan se hundía más y más, de día en día, en aquellos asuntos, y que de día en día era menos capaz de efectuar breves y poco frecuentes escapadas al mundo exterior, a pesar de que solo contaba treinta y tres años.

—¿No ves a gente ahora? —le preguntó con aspereza.

—Casi nunca tengo tiempo. ¿Por qué lo preguntas?

—Solo porque conocer a gente nueva puede ser bueno.

Joan sonrió y dijo con cierta brusquedad:

—¡Pobre Ralph! Crees que tu hermana se está convirtiendo en un ser muy viejo y muy aburrido, ¿verdad?

—No creo nada semejante.

Ralph pronunció estas palabras con mucho vigor, pero se sonrojó.

—Pero llevas una vida infernal —dijo acto seguido—. Cuando no estás trabajando en una oficina, trabajas para el resto de la familia, para todos nosotros. Y mucho me temo que yo te ayudo muy poco.

Joan se levantó y se quedó unos momentos en pie, calentándose las manos y, al parecer, meditando acerca de si debía decir algo más o no. Una sensación de gran intimidad unía ahora a los dos hermanos, con lo que las líneas semicirculares sobre las cejas desaparecieron. No, ninguno de los dos tenía más que decir. Joan acarició levemente con la mano la cabeza de su hermano, al pasar junto a él, le deseó buenas noches en un murmullo y salió de la habitación. Durante unos minutos, después de que Joan se hubiera ido, Ralph estuvo inmóvil, tranquilo, con la cabeza apoyada en una mano, pero poco a poco el pensamiento apareció en sus ojos y las líneas reaparecieron en su frente, a medida que la agradable impresión de compañerismo y de antigua simpatía se desvanecía, y Ralph se vio obligado a pensar a solas.

Al cabo de un rato, abrió el libro y leyó sin interrupciones, aun cuando echando una o dos ojeadas al reloj, como si se hubiera propuesto terminar un trabaj

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