Crónicas del gato viajero

Fragmento

cap-1

Precrónica

Nosotros antes de emprender el viaje

«Soy un gato y todavía no tengo nombre…» He oído decir que en este país hubo un gato eminente que pronunció estas palabras.

No sé de qué grado de eminencia disfrutaba ese gato, pero, en lo referido al pequeño detalle de tener un nombre, a ese eminente gato le gano yo.

Que el nombre me guste o deje de gustarme es harina de otro costal, pues el hecho de que mi nombre no esté en consonancia con mi sexo va más allá de lo tolerable.

Me lo pusieron hará unos cinco años, al llegar a la edad adulta. Hay, dicho sea de paso, diversas teorías sobre cómo establecer la edad de los gatos en comparación con la de los humanos, pero, al parecer, la más común es considerar que el primer año de vida de un gato equivale más o menos a veinte años de un humano.

En aquella época, mi lugar favorito para tumbarme a dormir era el capó de una furgoneta de color plateado en el parking de un bloque de pisos.

Me gustaba porque allí nadie me ahuyentaba con humillantes «¡shuuuu!» «¡shuuuu!» ni cosas por el estilo. Aunque no sean más que monos grandes cuyo único mérito es andar erguidos, los humanos poseen una arrogancia sin límite.

¿Por qué, si dejan el coche a la intemperie, consideran intolerable que un gato se suba al capó? Y eso que los gatos tienen vía libre para ir y venir por cualquier parte donde puedan plantar sus patas. Pero no. En cuanto te descuidas y dejas una huella en un capó, hay tipos que corren desesperados a echarte de allí.

En cualquier caso, el capó de la furgoneta plateada era mi lugar favorito para dormir. Durante el primer invierno de mi vida, aquel capó dulcemente caldeado por el sol se convirtió en una estupenda calefacción por suelo radiante, un lugar privilegiado para echar la siesta.

Pronto llegó la primavera y completé felizmente el ciclo de las estaciones. Para los gatos es una bendición nacer en primavera. Las dos épocas de amor de los gatos son la primavera y el otoño, y casi ningún gatito nacido en otoño logra superar el invierno.

Estaba yo aovillado en el tibio capó cuando, de pronto, percibí una mirada intensa. Eché una rápida ojeada con los ojos entreabiertos y…

Un joven alto y desgarbado contemplaba arrobado mi silueta yaciente.

—¿Duermes siempre aquí?

Pues, sí. ¿Algo que objetar?

—¡Qué mono eres!

Sí. Ya me lo habían dicho.

—¿Puedo acariciarte?

Ni lo sueñes. Agité en el aire las patas delanteras en son de amenaza y el hombre torció el gesto. Y si te lo dijeran a ti, ¿qué? ¿No te fastidiaría que te sobaran cuando estás durmiendo?

—Vamos, que gratis, nada. ¿Es eso?

Bueno, veo que vas comprendiendo. Porque, si perturbas mi sueño, alguna compensación has de ofrecerme, ¿no? De pronto erguí la cabeza y le dirigí una mirada; entonces el hombre empezó a rebuscar en la bolsa que llevaba en la mano de una cadena de tiendas abiertas las veinticuatro horas.

—¡Uf! Algo que pueda comer un gato, a ver qué he comprado.

Cualquier cosa vale. Un gato callejero no le hace ascos a nada. Esas telillas de vieira, por ejemplo, no estarían nada mal. Olisqueé un envoltorio que asomaba por los bordes de la bolsa y el hombre me dio un golpecito en la cabeza mientras dibujaba una sonrisa irónica en los labios.

¡Eh! ¡Para!

Salida falsa. Te estás adelantando.

—No, eso no. Eso es malo para la salud. Además, es muy picante.

Lo de que es malo para la salud, aplícatelo a ti. ¿Crees acaso que un gato callejero, que no sabe si llegará a mañana, puede permitirse el lujo de preocuparse por la salud? Lo fundamental es llenarse la barriga, aquí y ahora.

Al final, el hombre sacó de un sándwich el filete de carne de cerdo empanado, le quitó el rebozado y me lo ofreció sobre la palma de la mano. ¿Quieres que me lo coma así, directamente? ¡Vaya con esa mano que intenta acortar distancias…! Aunque lo cierto es que no me ofrecen a menudo tanta carne y tan fresca, así que haré una concesión.

Mientras me comía a dos carrillos la carne rebozada, él hundió los dedos de la mano derecha, que tenía libre, en mi pelo, los deslizó desde debajo de la barbilla hasta la base del cráneo y me rascó con suavidad detrás de las orejas. Suelo permitir caricias someras de cualquier humano que me dé de comer, pero aquel hombre era notablemente hábil con las manos.

Si me das algo más, no me importará que me hagas cosquillas bajo el mentón. Restregué la cabeza contra la mano del hombre y… ¡hecho!

—Eso no, es un bocadillo de col. Toma esto.

Con una sonrisa triste, le quitó el rebozado al otro pedazo de carne del sándwich y me lo ofreció. No me importaría que me lo dieses tal cual, con el rebozado y todo. Eso llena la barriga.

A cambio de la ofrenda, dejé que me acariciara un buen rato. Ya era hora de ir echando el cierre. Me disponía a ahuyentarlo agitando las patas delanteras en el aire cuando soltó:

—Bueno, ¡hasta la próxima!

El hombre se me adelantó apenas un instante, retiró la mano y se fue. Subió sin más las escaleras del bloque de pisos.

¡Caramba! También era notablemente hábil eligiendo el momento oportuno.

Así fue nuestro primer encuentro. Lo del nombre vendría después.

* * *

De pronto, por las noches empezó a aparecer pienso para gatos debajo de la furgoneta plateada, detrás de las ruedas traseras. Un puñado justo, la ración suficiente para una comida diaria.

El hombre que había subido las escaleras del bloque de pisos lo dejaba, de improviso, durante la noche. Si yo me encontraba allí, a cambio él podía hacerme una caricia y luego se iba, pero cuando yo no estaba también dejaba su ofrenda.

Algunos días, muy de vez en cuando, algún gato se me adelantaba y se lo zampaba primero. Otros días, el hombre debía de haberse ido a alguna parte porque el pienso no aparecía aunque yo estuviera esperándolo toda la noche. Pero, por lo general, puedo decir que tenía asegurada una comida diaria con regularidad. Claro que los humanos son caprichosos y no se puede depender enteramente de ellos. Pertenece a la sabiduría ancestral de los gatos callejeros tener repartidas aquí y allá varias líneas de avituallamiento.

Éramos simples conocidos, nunca demasiado cerca ni demasiado lejos. Y cuando ya se había establecido esta entente con aquel hombre… la fatalidad cambió nuestra relación de una manera drástica.

El destino me asestó un duro golpe.

Una noche, al cruzar la calle, los brillantes faros de un coche me deslumbraron. Me disponía a salir corriendo cuando sonó un estridente claxon. Y eso tuvo consecuencias fatales.

Me asusté, apenas tardé un instante en reaccionar. Me faltó un pelo para escabullirme, pero el coche me pilló. El violento impacto me hizo volar por los aires… No sé qué diablos sucedió.

Fuera lo que fuere, el caso es que en menos que canta un gallo me encontré tirado entre los arbustos, a un lado de la calle. El cuerpo entero me dolía muchísimo, más que nunca. Pero estaba vivo.

¡Uf! ¡Qué horror!… Cuando me disponía a incorporarme solté un alarido de dolor. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Algo debía de sucederle a mi pata trasera derecha porque me dolía una barbaridad.

Con el culo pegado al suelo, retorcí la mitad superior del cuerpo e intenté lamerme la herida… ¡Oh, no! ¡Tenía el hueso al descubierto!

Siempre me había curado yo solo con la lengua todas las heridas, los mordiscos y los rasguños, pero ahora era imposible. El hueso se me salía de la pata y el dolor era espantoso. La verdad es que no sé por qué tenía que imponer tanto su presencia.

¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?… Alguien.

Necesitaba que alguien me ayudara. Aunque se supone que un gato callejero no tiene quien lo socorra.

En aquel momento me acordé del hombre que me dejaba comida por las noches.

¿Me ayudaría? Pese a que no estaba nunca demasiado cerca ni demasiado lejos y yo le permitía que me acariciara a razón de lo que me ofrecía… No, no.

Eché a andar arrastrando la pata con el hueso al descubierto. Solo del roce en el suelo, el hueso crujía, resentido. Me derrumbaba una y otra vez. Mis fuerzas flaqueaban, era imposible, no podía dar un paso más.

El bloque de pisos no estaba muy lejos, pero cuando por fin logré llegar a la furgoneta plateada, el cielo ya había adquirido una tonalidad lechosa.

Estaba exhausto, era imposible, no podía dar un paso más. Esta vez iba en serio.

Chillé todo lo que pude. Grité y grité, una y otra vez, hasta desgañitarme, hasta que acabó doliéndome la garganta. Es la pura verdad.

Entonces alguien bajó la escalera del bloque de pisos. Levanté los ojos y vi al hombre.

—¡Así que eres tú! Lo suponía.

Se me acercó corriendo con el semblante demudado.

—¿Qué te ha pasado? ¿Te han atropellado?

Me da un poco de vergüenza, pero he sido algo torpe, ¿sabes?

—¿Te duele? ¡Claro que debe de dolerte!

No hagas preguntas obvias, que me cabreo. Un poco de consideración con un gato herido, ¿no?

—Llamabas con tanta urgencia que me has despertado… Porque me llamabas, ¿verdad? Me llamabas a mí.

Te llamaba, sí. Te llamaba. Me he desgañitado llamándote. Eres un poco lento de reflejos, ¿lo sabías?

—Has pensado que yo te ayudaría, ¿verdad?

Sí, pero de mala gana. Me disponía a adoptar una actitud sarcástica cuando el hombre, vete tú a saber por qué, se emocionó.

—¡Qué listo has sido! Acordarte de mí…

Los gatos no nos ponemos sentimentales como los humanos. Pero, bien mirado, me parece que entiendo qué se siente.

Cuando creía que todo estaba perdido, me acordé de ti. Me dije que si conseguía llegar hasta aquí, alguna solución encontraría.

¿No? Porque tú me ayudarás, ¿verdad? Me duele tanto, tanto, que no lo puedo soportar.

El dolor es demasiado fuerte y tengo miedo. ¿Qué será de mí?

—Vale, vale. Todo se arreglará, ya lo verás.

El hombre me metió en una caja de cartón en la que había extendido una mullida toalla y me cargó en la furgoneta plateada.

Nos dirigimos a la clínica veterinaria. Omitiré los detalles que me llevaron a considerarlo el lugar funesto por excelencia. Para la mayoría de los animales, la clínica es un lugar al que no quieren volver tras visitarlo por primera vez, de modo que no tiene ningún sentido que me extienda sobre mi caso particular.

Al final, me quedé en casa de aquel hombre hasta que mis heridas sanaron. Era una casa pulcra y bien arreglada. Él vivía allí solo. En el vestidor del baño puso mi retrete, y en la cocina, mi plato de comida y mi tazón de agua.

Aquí donde me ven, soy un gato muy inteligente y bien educado, de modo que, una vez he aprendido cómo se usa el retrete, he dejado de hacer mis necesidades por ahí. Tampoco me afilo las uñas en los lugares donde me lo prohíben. Por lo visto, no podía hacerlo en las paredes ni en los pilares de la casa, así que opté por afilármelas en los muebles y en la alfombra. Porque la verdad es que el hombre no me dijo que fuera del todo imposible hacerlo en los muebles y en la alfombra. Al principio él ponía cara de consternación, pero soy un gato muy receptivo y soy capaz de apreciar la diferencia entre lo que es del todo imposible y lo que no lo es. Y en los muebles y la alfombra no era «del todo» imposible.

Debió de tardar un par de meses en soldarse el hueso y luego me quitaron los puntos. Mientras tanto, me enteré de cómo se llamaba aquel hombre:

Satoru Miyawaki.

Satoru, por su parte, durante todo ese tiempo me llamaba como se le antojaba: «tú», «gato», «gatito» y cosas así. Normal, teniendo en cuenta que yo no tenía nombre.

Claro que, aunque lo hubiera tenido, como Satoru no entendía mi lengua, tampoco habría habido modo de comunicárselo. Los humanos son poco prácticos, ¿verdad? Solo entienden su propia lengua. ¿Sabían ustedes que los animales somos multilingües?

Cada vez que yo quería salir a la calle, Satoru me disuadía con el rostro compungido y las cejas medio bajadas.

—Si sales, es posible que no vuelvas, ¿entiendes? Espera a estar curado del todo. No querrás ir toda la vida con un hilo en la pata, ¿no?

Estaba en un punto en que, soportando un poco el dolor, era capaz de andar con normalidad y, por otro lado, no me parecía un problema tan grande llevar un hilo en la pata, pero Satoru ponía tal cara de apuro que contuve durante dos meses mis ganas de salir a pasear. Además, lo cierto era que, cojeando como lo hacía, habría sido nefasto pelearme con algún gato rival.

Mis heridas no tardaron en curarse por completo.

Llegó el día en que maullé en el recibidor, donde siempre me retenía con cara de apuro, pidiéndole que me dejara salir. Estoy muy agradecido por tus cuidados, por todo lo que has hecho por mí. Contigo haré una excepción y, a partir de ahora, dejaré que me acaricies encima de la furgoneta plateada aunque no me ofrezcas nada a cambio.

En ese instante, Satoru no ponía cara de apuro, sino de tristeza. Ocurría como con los muebles y la alfombra: no era imposible del todo, pero… Aquella cara.

—¿Así que prefieres estar fuera?

¡Eh! ¡Eh! No pongas esa… esa cara.

No me hagas sentir triste por marcharme de aquí.

—Pensaba que quizá te quedarías en casa…

Esa opción no la había contemplado. Soy un auténtico gato callejero y la idea de convertirme en una mascota jamás se me h

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