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REVISAR EL PASADO
1.1. La manipulación del pasado
Antes de que surgiera el logos, el mito monopolizaba la concepción e interpretación del mundo y de su historia. En la teogonía de la Grecia preclásica Urano era el dios primigenio, el mismo Cielo, que unido a su madre y a la vez esposa, la diosa Gea, la Tierra, gestó una raza de titanes entre los que se encontraba Cronos, que castraría a su padre para sucederlo en el trono de los dioses. Cronos, el Tiempo, se casó con su hermana Rea; ambos gobernaron el universo en la Edad Dorada y gestaron varios hijos. Todo fue bien hasta que Cronos decidió devorarlos, creyendo que uno de ellos lo destronaría, como él mismo había hecho con su padre. Uno de esos hijos, Zeus, se salvó de la matanza, destronó a Cronos y ocupó el lugar principal del Olimpo. Zeus se casó con su hermana Hera y tuvieron varios hijos, pero Zeus también mantuvo relaciones con su tía, la titánide Mnemosine, diosa de la memoria, con la que engendró nueve hijas, las nueve musas; una de ella fue Clío, la musa de la Historia.
En la antigua Grecia así contaban los orígenes del mundo en los primeros relatos conocidos, que se transmitieron por vía oral hasta que se inventó la escritura y pudieron fijarse por escrito. La transferencia de estas «historias» varió según distintas versiones, porque no se podía fijar la memoria, ya que el relato oral dependía del agente que lo transmitía.
Al ponerse en un texto surgió la Historia como remedio y fármaco para la memoria. Tucídides escribía en el siglo V en su obra Guerra del Peloponeso que «la mayor parte de lo que cuentan en sus historias, por no estribar en argumentos e indicios verdaderos, andando el tiempo viene a ser reputado por fabuloso e incierto. Lo que arriba he dicho está tan averiguado y con tan buenos indicios y argumentos que se tendrá por verdadero». La Historia fijaba así la memoria, como insistía su contemporáneo Eurípides, quien en su inconclusa obra El drama de Palámedes, el sabio al que se le atribuía el invento del alfabeto griego, afirmaba que «las letras son el remedio contra el olvido». Medio siglo más tarde, Platón escribía el diálogo Fedón, en el que su maestro Sócrates debate con Simmias, otro de sus discípulos, sobre la conveniencia de la escritura para conservar en los libros la sabiduría que pudiera perderse atendiendo sólo a la memoria.
Desde que aparecieron los primeros relatos escritos, y probablemente mucho antes en los relatos orales, el recuerdo del pasado y su transmisión, que desde los textos de Heródoto llamamos «Historia», ha constituido un arma ideológica formidable. Justificar el presente a partir de su proyección en el pasado, eso es el «presentismo», se ha convertido en práctica habitual de todas las sociedades y, sobre todo, en la manera oficial de narrar la «historia». Diferencio la misma palabra escrita con mayúscula para referirme a la disciplina académica y con minúscula para los hechos del pasado.
Durante siglos, los cronistas y los poetas épicos fueron los instrumentos que el poder utilizó para justificarse y legitimarse. Así se escribieron las grandes Historias de las naciones, de los pueblos y de los hombres más relevantes; a la mujer, salvo casos excepcionales, se la orilló a un oscuro rincón de la memoria. Así, durante más de cuatro milenios, la Historia se convirtió en patrimonio exclusivo de las clases dirigentes, que controlaban y reglaban el relato en su favor.
Durante todos esos milenios no se cuestionó la importancia de la Historia, pues en su uso y su exhibición públicos se justificaba el papel de los grandes personajes, únicos protagonistas de un devenir colectivo, y materia ejemplarizante para las gentes anónimas, que no tenían otra voz que la de sus amos y señores.
Hubo un momento, a mediados del siglo XIX, en el que algunas voces reclamaron que la Historia debía ser un patrimonio de todos, un instrumento para denunciar la explotación de unos seres humanos por otros, un altavoz para destapar las injusticias y un recurso intelectual para luchar contra las desigualdades. Fue entonces, al tomar conciencia de la trascendencia social del conocimiento del pasado desde otra perspectiva, cuando los olvidados alzaron su voz hasta entonces acallada, lograron hacerse un hueco en los anaqueles de la memoria y consiguieron que sus voces comenzaran a escucharse con nitidez en las galerías del tiempo.
Desde ese momento ya nada fue igual. Al perder el monopolio del relato histórico, los poderes tradicionales rechazaron una Historia abierta, combativa y crítica, y alegaron que el estudio científico del pasado era una inutilidad que un mundo abocado a la santificación de la producción y del consumo no podía permitirse. A finales del siglo XX esos poderes conservadores apenas se atrevían a pregonarlo de una manera tan grosera y abierta, pero en las dos primeras décadas del siglo XXI han brotado con fuerza y con notable apoyo en numerosos medios voces rancias que proclaman que investigar, pensar y reflexionar sobre el pasado es un ejercicio vano que no debería hacerse, y que las cosas deben quedarse como siempre estuvieron.
Quizá por esto continúa habiendo historiadores, aficionados a la historia y autores de novelas históricas que practican la manipulación, la monopolización y la visión única del pasado con verdadero entusiasmo partidista, rancio sectarismo, nula investigación y absoluta carencia de crítica textual. Aunque ellos no lo sepan, están ratificando las tesis de John Locke, el filósofo inglés que en 1670 escribió en su obra Ensayo sobre el entendimiento humano que «Todo historiador es un mentiroso». Siguiendo esa estela, como viene haciendo desde su fundación con pocos cambios, una institución tan atrabiliaria como la Real Academia de la Lengua Española mantiene la definición de «historia» en las séptima, octava y novena acepciones de su Diccionario como «narración inventada», «mentira o pretexto» y «cuento, chisme, enredo»; claro que la RAE lo que hace en ocasiones, aunque con cierto retraso, es justificar que incorpora a su diccionario un elenco de palabras y acepciones que ya se han consolidado en el habla popular.
No obstante, la mayoría de los historiadores suele afanarse en «alcanzar la verdad», confrontando una dicotomía que persigue a la disciplina histórica desde su nacimiento: la verdad frente a la manipulación, la veracidad frente a la falsedad.
«Verdad» significa «conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente», también «conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa» y «propiedad que tiene una cosa de mantenerse siempre la misma sin mutación alguna»; frente a «manipular», que significa «invertir con medios hábiles y a veces arteros en la política, en la sociedad, en el mercado, etc., con frecuencia para servir los intereses propios o ajenos». Así, verdad y manipulación son conceptos antitéticos y, por tanto, contradictorios; aparentemente al menos.
El historiador se encuentra a cada momento con fuentes escritas que han sido manipuladas desde su origen, y esa circunstancia ha de tenerla muy en cuenta. Los historiadores escriben Historia a partir de documentos escritos, unos pocos incorporan los arqueológicos y los orales, que presentan muchos problemas; y es que no siempre ayudan a discernir lo verdadero de lo falso, incluso en ocasiones contribuyen a aumentar la confusión y la duda.
Los relatos escritos suelen reflejar aquellos episodios que más han impresionado a quienes los han redactado. A veces, un acontecimiento poco relevante suele ser magnificado por razones políticas o personales, mientras que aspectos imprescindibles de la vida cotidiana suelen ser obviados de manera recurrente. Además, la memoria es selectiva y cada ser humano utiliza su propio criterio de selección y de rechazo, y lo aplica de manera diferente; no todo el mundo recuerda la misma acción de un modo similar, y cuando esa acción se cuenta o se escribe tiempo después, se manipula a partir del recuerdo o en función de las circunstancias del momento presente.
Los hechos históricos no quedan exentos de ser manipulados por los cronistas, convertidos con harta frecuencia en relatores interesados del pasado. Cifras, fechas, personas, acciones o situaciones son alteradas en connivencia con intereses y criterios políticos, nacionales, religiosos, sociales, personales o económicos. En numerosas ocasiones los cronistas no se limitan a «contar los hechos como fueron», tal cual predicaba la historiografía positivista, sino que los alteran a su conveniencia, a veces de manera tan exagerada que se rompen todos los visos de credibilidad.
La Historia no es una ciencia exacta, en mi opinión ni siquiera es una ciencia, aunque los historiadores suelen utilizar, al menos los más serios y rigurosos, métodos científicos y técnicas de investigación que requieren de conocimientos y habilidades propias del oficio. Incluso en no pocas ocasiones necesitan de la ayuda de otros profesionales, sobre todo en los análisis arqueológicos, genéticos o de otro tipo.
La Historia es lo que se ha contado, y en la manera de contarlo ha intervenido, y sigue interviniendo, el resultado de un sinfín de circunstancias, de desencuentros y de enfrentamientos seculares que han propiciado la destrucción de unas civilizaciones por otras. En no pocas ocasiones los vencedores en esos conflictos han aludido como justificación a que de su parte estaban la voluntad de Dios, la fuerza de la razón y el progreso, que primaban sobre las sombras de la barbarie y del atraso de sus oponentes derrotados. De este modo, la Historia cuenta la historia, sobre todo desde la perspectiva eurocéntrica, como un proceso de avances y logros, en un camino de triunfos de la civilización sobre el salvajismo.
En este aserto tan generalizado, los cronistas fueron los relatores encargados de desarrollar la narración del orden natural de las cosas y, evidentemente, de la justificación del devenir lógico de la historia como producto derivado de la voluntad divina.
Demasiado a menudo la humanidad ha protagonizado tremendos encontronazos entre culturas y civilizaciones; cuando se han producido entre «culturas del mito» y «culturas de la historia», el resultado ha sido la destrucción de una de ellas, como ocurrió con la expansión de Roma por las riberas del Mediterráneo entre los siglos III a. C. y II, la conquista del islam por el norte de África, Oriente Medio y Asia central entre las centurias VII y X, la conquista y colonización española en América en el siglo XVI, la destrucción de las tribus indígenas norteamericanas por los estadounidenses en los siglos XVIII y XIX o la colonización de África por las potencias europeas en los siglos XIX y XX. En todos esos casos, los conquistadores aludieron al derecho de su razón civilizada sobre la barbarie de sus salvajes oponentes, a los que incluso se negaba su condición de seres humanos, como se puede leer en numerosos textos supremacistas de políticos y etnólogos ingleses del siglo XIX.
A partir de aquí, la Historia era cuestión de los hombres civilizados, y los historiadores los encargados de desarrollar la narración del orden natural de las cosas y de la justificación del devenir lógico de la historia.
Esa ha sido, tal vez, la premisa fundamental de la manipulación de la Historia: la perversión de que las culturas de la razón, el logos griego, eran superiores a los modos de vida de los pueblos del mito, el mythos griego, y, en consecuencia, los Estados «civilizados» estaban autorizados y legitimados para apropiarse del monopolio de la concepción del mundo, que pasaba por llevar, e imponer, la civilización y la evangelización, islamización o chinización en su caso, a los pueblos salvajes y atrasados.
La primera gran manipulación quedó establecida y confirmada: el hombre civilizado occidental había alcanzado un elevado desarrollo que había que implantar e imponer en el resto del mundo. En su día, el politikós griego y el cives romano frente al bárbaro o extranjero, el creyente musulmán frente al ignorante de la yahiliya (la edad del desconocimiento), o el demócrata capitalista occidental frente al atrasado tercermundista.
Desde el siglo XIX, Occidente y sus democracias burguesas establecieron que su sistema político tenía que ser el modelo a seguir e imitar por todos los demás, y sus valores, derechos y libertades, asentados en la pomposa Declaración universal de los derechos del hombre, los que debían regir en toda la Tierra; y así fue como la Historia se hizo eurocéntrica y se erigió como una disciplina científica más, sustentada en una base teórica supremacista.
La segunda gran manipulación tiene su origen en la obsesión de los gobiernos por justificar sus acciones a partir de la propia Historia, falsificando cuanto sea necesario para ello: «En los regímenes con fuerte carga nacionalista, la historia ha sido manipulada haciéndola coincidir con los intereses de aquellas ideologías que se desean inculcar a las poblaciones de un determinado territorio. Esta desvirtuación llega a su culminación en los regímenes dictatoriales: cuando el poder es absoluto, la manipulación tiende a ser absoluta. Por el contrario, debido a la libertad de expresión, en las sociedades democráticas la Historia es menos susceptible de ser distorsionada, y cuando se da algún caso, termina por quedar desprestigiada»[1].
Marc Bloch, el célebre historiador francés fusilado por los nazis en 1944, escribió que «ninguna ciencia puede eximirse de la abstracción, tampoco de la imaginación»[2]. Desconozco si en el momento de redactar esas líneas el profesor Bloch tenía en su cabeza el conocido aforismo del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, que a comienzos de 1887 escribió en uno de sus cuadernos, luego editado en Fragmentos póstumos, «no existen los hechos, sino la interpretación».
Porque la Historia no es cuestión del pasado, sino del presente. Son las acciones del presente las que suelen justificarse, y para ratificarlas, todo vale, y si se encuentran razones para ello en el pasado, pues mucho mejor.
1.2. El nacionalismo irredento
El territorio de la península ibérica siempre se ha definido como un macrotopónimo de referencia geográfica, habitualmente otorgado por foráneos. Shapán (que según algunos significa «tierra de conejos») la llamaron los fenicios, Iberia (por el río Iber, el Ebro) los griegos, Hispania (topónimo de compleja explicación) los romanos y Spania los bizantinos, pero estos nombres jamás se identificaron con un espacio político, sino con una precisa delimitación territorial.
Frente a estas denominaciones «físicas» basadas en la evidencia geográfica peninsular, hubo otras de carácter cultural, como la mitológica Hésperis, una diosa menor que encarnaba la hora del atardecer, con el sol en Poniente, lo que marcaba la dirección a Iberia, la tierra más occidental del mundo antiguo, o Sefarad, nombre hebreo para toda la Península que desde hace quinientos años sólo se aplica a España. El nombre de al-Andalus únicamente define el territorio peninsular ibérico bajo dominio político musulmán, un espacio cambiante, por tanto, entre principios del siglo VIII y finales del XV.
Los indígenas iberos, celtíberos o astures, entre otros muchos pueblos que resistieron la invasión y conquista de Roma, no eran «españoles», como tampoco lo eran los visigodos, los árabes o los bereberes andalusíes, ni los cristianos leoneses, castellanos, navarros, aragoneses y catalanes del Medievo; y, en cambio, hasta 1975, eran españoles los saharauis, que desde entonces ya no son considerados como tales por el Gobierno español, a pesar de tener su correspondiente tarjeta de identidad española, pero sí pueden serlo desde 2015 los judíos que acrediten sus raíces medievales sefardíes.
Ni siquiera lo fueron entre los siglos XVI y XVII, pues cuando algún extranjero hablaba de «los españoles» no se refería a los ciudadanos de un Estado concreto, sino a los súbditos de la monarquía hispánica procedentes de la península ibérica.
España, así, en singular, es el nombre del Estado unificado bajo unas mismas leyes a comienzos del siglo XVIII por la dinastía de los Borbones, en la que quedará al margen Portugal, que formó parte de la monarquía hispánica de la Casa de Austria entre 1580 y 1640, en la que se incluían territorios americanos como Cuba y Puerto Rico, asiáticos como Filipinas, africanos como Canarias, Guinea «española», Ifni, el Sáhara Occidental (hasta febrero de 1976), Ceuta y Melilla, o mediterráneos como las Baleares. España es un espacio político que ha cambiado de superficie varias veces en los últimos dos siglos.
Pese a la evidencia, se puso un extraordinario empeño en identificar un nombre, el de España, con un territorio; por ello se mezcló, en una confusa mimetización, y se tradujo una definición geográfica latina como Hispania, con una política como España; y la interesada confusión continuó al menos hasta la Constitución de 1978.
En esa ceremonia del desbarajuste se han instalado interesados fabuladores, afanados en convertir al semilegendario caudillo tartesio Argantonio, a los tres emperadores romanos de origen hispano, a Recaredo y al resto de reyes visigodos o al caudillo don Pelayo en unos «monarcas españoles», en tanto se referían al califa pelirrojo de ojos claros Abdarrahman III como un monarca extranjero. El imaginario colectivo, bombardeado durante siglos con falsedades y tergiversaciones, ha identificado tradicionalmente lo español auténtico con una confusa amalgama de lo ibero, lo hispanorromano, lo visigodo, lo católico, lo castellano y lo medieval, dejando al margen, cuando no tildado de antiespañolismo, todo lo demás, provocando una «profunda y continuada distorsión de la memoria de los españoles»[3].
Desde luego, el solar hispano constituye una gran unidad física pero, a la vez, está estructurado en un variado y complejo conjunto de espacios muy diferentes, lo que ha desencadenado una constante pugna entre fuerzas centrífugas, encarnadas en el último siglo por los nacionalismos, y centrípetas, representadas por las derechas españolistas.
Algunos nacionalistas, sean de viejo o de nuevo cuño, no dudaron en inventarse historias de algo que nunca fue con la única intención de cambiar la percepción del pasado para determinar la comprensión del presente. Un paso esencial en esta interesada confusión de la historia de España se ha basado en la identificación del territorio y de sus gentes con la religión cristiana católica. Por extensión, el continente europeo se consideró un continente de «raíces cristianas», y dentro de él, España era la nación que guardaba las esencias más profundas y legítimas, con permiso de Francia, «la hija predilecta» de la Iglesia romana. Excluido el «diferente», España sólo podía ser «nacional» en lo político y católica en lo religioso, es decir, el verdadero reino de Cristo en la Tierra, y «uniforme» en lo cultural, con una sola lengua, la del Imperio, el castellano, y una sola idea germinal, la de la «patria común e indivisible» de todos los españoles.
Todos los nacionalismos, sin excepción, han configurado espacios ideales primigenios con vocación de eternidad, no pocas veces imaginarios, como ha ocurrido, y se sigue percutiendo en ello, en Cataluña, Aragón, Navarra, el País Vasco, Galicia e, incluso, en la propia Castilla, donde se radicó una historiografía falsaria que consiguió que se identificara una parte, Castilla, por el todo, España; no en vano, alguno de estos historiadores ultranacionalistas llegó a afirmar que «Castilla ha hecho a España»; aunque, en contraposición Blas Infante, «padre de la patria andaluza», llegó a hablar de la invasión del año 711 como de «una liberación nacional»[4].
Las dos últimas décadas del siglo XX han visto brotar las comunidades autónomas como las nuevas formas de organización política y administrativa en el Estado español, lo que ha posibilitado la recuperación de viejos enfoques en los que la Edad Media se ha convertido en protagonista absoluta, pues era la época en la que se generaron las bases culturales y territoriales, a veces imaginarias, de algunas de las modernas autonomías. Con ello, la Edad Media se prestigió, y de ser un tiempo denostado por haber sido el de la fractura de la «unidad de España», se convirtió en una época a reivindicar, pues en esos siglos atávicos y legendarios nació la referencia de algunas de esas comunidades, y desde luego sus nombres (Aragón, Castilla, Cataluña, Andalucía, Extremadura...) y sus instituciones privativas (generalidades, cortes, justicias, comunidades, concejos, ayuntamientos o juntas).
La manipulación de la Historia suele alcanzar su paroxismo en los mitos nacionales, con relatos rebosantes de argumentos de autojustificación, trufados de frases y guiños para contentar a un público que espera que le cuenten las cosas tal y como las quiere escuchar. Por ejemplo, durante los cuatro años, de 2005 a 2009, de gobierno de coalición entre el Partido Socialista y el Bloque Nacionalista Gallego, el vicepresidente de la Xunta de Galicia, miembro del Bloque, patrocinaba una especie de juego de rol de recreación histórica en el cual se «recreaba» la revuelta de los irmandinhos; en esta representación, los irmandinhos (los verdaderos y genuinos gallegos), se presentaban como los buenos, campesinos honorables y honrados, patriotas dispuestos a defender su tierra ante las perversas pretensiones de los foráneos (españoles, castellano-leoneses), que eran unos malhechores que venían a Galicia para arrebatarles la tierra y la libertad.
En cierto modo era una respuesta a más de un siglo de predominio de la historiografía panespañolista, desde los ilustrados liberales del siglo XIX a los conservadores del siglo XX, como Claudio Sánchez-Albornoz, para el cual el origen de la nación española tenía sus raíces en la Reconquista y había nacido con Pelayo en Covadonga[5].
La Historia de España ha sido y sigue siendo utilizada como un arma intelectual e ideológica, casi siempre con la intención de justificar el orden establecido y de mantener los privilegios de sus dirigentes, sobre todo de la monarquía. Buena parte de la historiografía españolista ha instrumentalizado el estudio del pasado para certificar posiciones ideológicas e intereses en los que la mayoría de los ciudadanos siguen relegados a la marginalidad de su propia historia; y cuando esos ciudadanos han demandado «veracidad» y «conocer lo que realmente pasó», se han encontrado con un muro infranqueable que los deriva hacia otras formas de expresión narrativa como la novela o el cine.
La historiografía del franquismo, y es evidente que buena parte de sus falacias no sólo no han desaparecido sino que incluso se han implementado en la segunda y la tercera décadas del siglo XXI, presentó a España, «la nación española», como una unidad eterna e indisoluble, una nación atemporal en la que las épocas de desunión se asimilaban a las de decadencia y debilidad, y las de unidad a las de progreso y grandeza. Así, los valores esenciales del franquismo se proyectaban tanto hacia el futuro como hacia el pasado, siguiendo aquella memez joseantoniana de que «España es una unidad de destino en lo universal», rara expresión que debe de ser tan profunda que nadie ha sido capaz de discernir.
En esa paranoia, la Edad Media aparecía como una época nefasta, pues durante el Medievo la España esencial y cristiana de los visigodos, heredera de la España cristiana tardorromana, esencia original patria al parecer de algunos «españoles de pura cepa», había sido invadida por «extranjeros», los árabes, casi siempre se olvidan de los silenciados bereberes, que habían impuesto una cultura ajena a lo español, y fragmentada en diversos reinos, lo que había abocado a la ruptura de la unidad ideal lograda en tiempo de los visigodos.
El culmen de semejantes dislates lo alcanzó José María Aznar López, presidente del Gobierno español entre 1996 y 2004, en una muy difundida conferencia que pronunció el 21 de septiembre de 2004 en la universidad jesuita de Georgetown, en Washington, titulada Siete tesis en el terrorismo de hoy. Este político, convertido en improvisado «historiador» (quizá aquí sí valga el significado de «narrador de ficciones», «mentiroso»), llegó a proclamar, sin el menor rubor, lo siguiente: «El problema que España tiene con al-Qaeda y con el terrorismo islámico no tiene su origen en la crisis de Irak. De hecho, no fue a causa de las decisiones del Gobierno. Habría que remontarse mil trescientos años atrás, hasta el siglo VIII, cuando España acababa de ser invadida por los moros para ser convertida en una pieza más del mundo islámico, y así comenzó una larga batalla para recuperar la identidad. El proceso de la Reconquista fue muy largo, alrededor de ochocientos años. Afortunadamente, terminó con éxito. Algunos de los más radicales islámicos quieren continuar aquella lucha contra Occidente. Osama bin Laden es uno de ellos. En sus primeras declaraciones después del 11 de Septiembre, repito, del 11 de Septiembre, no se refirió a Nueva York o Irak. Sus primeras palabras fueron sobre la pérdida de al-Andalus, la España medieval musulmana, y la comparó con la ocupación de Jerusalén por los israelíes»[6].
Aznar no era original con esos postulados, en absoluto; seguía la pauta de algunos pseudohistoriadores, que han manipulado la historia de España con argumentos propios del más rancio y burdo presentismo, para los cuales la llamada Reconquista fue «la lucha de un pueblo, el español, para recuperar su libertad perdida a causa de la cruenta conquista y despótico gobierno de los musulmanes». El propio Aznar insistió en ello en unas declaraciones en septiembre de 2006, tal vez ambicionando convertirse en guardián de las esencias eternas de la patria española: «A mí nadie me ha pedido perdón por ochocientos años de dominio islámico en España».
Argumentos falsos como estos fueron utilizados por el señor Aznar para justificar toda su política antiterrorista, aunque para ello hubiera que manipular, tergiversar y transformar la propia historia de España utilizando los errores y simplezas del presentismo, el maximalismo y el reduccionismo. Probablemente este político estaba siendo asesorado o inspirado por aficionados a la Historia que siguen sosteniendo las mismas tesis que la más oscura historiografía franquista. Los postulados de Aznar fueron el estrambote de las posturas sostenidas antaño por José María Pemán y Justo Pérez de Urbel, y más recientemente por pseudohistoriadores como César Vidal, Federico Jiménez Losantos o Pío Moa[7].
Apoyados en una formidable presencia mediática, día a día y sin cejar en el empeño, algunos propagandistas siguen en defensa de semejante causa: «España era una nación situada a la cabeza de la cultura occidental. Esta situación iba a verse, sin embargo, quebrada por la culpa de la invasión islámica de inicios del siglo VIII», «la resistencia planteada por los cristianos fue encarnizada», «aquellos vencidos que habían osado resistir a los invasores se vieron sometidos», «en el peor de los casos se tradujo en la ejecución de los varones y la esclavitud de mujeres y niños», «cuando ese mismo año concluyó la Reconquista, a pesar de ese enorme sufrimiento de siglos derivados del islam, las condiciones otorgadas a los musulmanes granadinos fueron extraordinariamente generosas»; así se expresaba, tal cual y sin el menor rubor, César Vidal, uno de estos propagandistas o al asentar, en compañía de Federico Jiménez Losantos cuando eran colegas y amigos, que «el moro ha sido enemigo de la nación española»[8]; es un notable ejemplo de la rutinaria reiteración de los más rancios estereotipos decimonónicos y la islamofobia[9].
Estos planteamientos no son sino groseros retazos, herederos de la más conservadora historiografía panespañolista, en algún caso surgidos de la pluma de entusiastas servidores de la propaganda franquista, como José María Pemán, quien escribió que «la primera medida que los Reyes tomaron para limpiar y asegurar el reino conquistado fue el firmar, en el año mismo de la entrada en Granada, un decreto echando de España a todos los judíos que no se hubiesen convertido. Los enemigos de España han atacado mucho a los Reyes Católicos por esta medida, acusándoles de fanáticos e intolerantes. Los que esto dicen se olvidan de que los judíos eran en España los verdaderos espías y conspiradores políticos: que vivían en la secreta amistad con los moros y en la callada esperanza de los turcos»[10]; es decir, judíos y moros unidos en un pacto clandestino y conspirativo para la causa común de destruir España.
El franquismo incrementó este tipo de propaganda en esa misma línea, hasta su final, e incluso más allá de su liquidación política, que no ideológica, continuando su adoctrinamiento en las aulas universitarias en plena etapa democrática: «El 2 de enero de 1492 Fernando e Isabel tomaron posesión de la Alhambra... Era el fin de la Reconquista, al cumplirse setecientos ochenta años, como recordaban Fernando e Isabel en una carta a la ciudad de Sevilla. Ahora el matrimonio de los Reyes Católicos aparecía como una culminación para la heroica empresa que permitía restaurar la España “perdida” del siglo VIII»[11].
A ese coro de fervorosos nacionalistas panespañolistas, secuaces del tardofranquismo, no le ha faltado el entusiasta acompañamiento de algunas voces procedentes de la cúpula de la Iglesia española, como el cardenal Antonio Cañizares, arzobispo de Toledo y de Valencia, miembro además de la anquilosada Real Academia de la Historia, quien afirmó tajante en 2008, cual dogma de fe, que «el cristianismo, la fe católica, se profese o no por las personas y se quiera o no, constituye el alma de España».
Incluso algún afamado lingüista como A. D. Deyermond, experto en historia de la Literatura española, quizá un tanto despistado en este asunto y trufado del antiislamismo dominante hace medio siglo, llegó a afirmar que «el proselitismo agresivo por naturaleza del islam se vio templado en España por el realismo económico», aunque no entiendo, supongo que él tampoco, qué quería decir con esta afirmación[12].
Planteamientos y aseveraciones mendaces como éstos, muy habituales en la historiografía panespañolista, se basan en asentar como veraz e histórica la ficción instalada en algunas crónicas escritas entre los siglos IX y XV, en las que se magnificaron o se inventaron determinados hechos protagonizados por los reyes cristianos de los reinos hispánicos medievales.
Como muestra basten tres citas:
«Refugiados en las ásperas montañas del Norte, un puñado de antiguos españoles, huyendo de la irrupción sarracena que, como torrente sin dique, se hizo dueña en breve tiempo de la desarmada y envilecida península ibérica, formaron una pequeña hueste de héroes, que, bajo el mando de Pelayo, se atrevieron a disputar el paso a las victoriosas tropas del caudillo agareno Alahor, en los desfiladeros de Auseba, dando en Covadonga el patriótico grito de independencia, cuyo triunfante eco resonó por todos los ámbitos del territorio hispano».
«Estos valientes montañeses al ver tantos desmanes de los moros dicen para sí: Nosotros no queremos obedecer a esos africanos, enemigos de la Ley y de Dios. ¡Qué valiente y atrevido es don Pelayo! Él, con unos cuantos cristianos, atreverse a luchar contra tantos moros, que han ganado tantas batallas...; pero don Pelayo confía en Dios y en la Santísima Virgen, y ¿quién puede contra Dios y la Virgen, aunque sea el rey moro más poderoso del mundo? Los cristianos caen sobre los moros y los arrollan y arrastran como pelotas hasta el fondo del valle».
Incluso alguna de un reconocido medievalista, con palabras y estilo más propios de un poema épico que de un análisis historiográfico: «Siglos, largos siglos de conquistas, de lentas y porfiadas conquistas, de avances hacia el sur, de una fe, de una sociedad, de unas concepciones políticas... La Reconquista, prefigurando la ambiciosa y magnífica aventura americana y preparando el ánima española para hacer de España la espada de Dios sobre la tierra»[13].
La idea de España ha sido tratada por historiadores solventes, que han vertido opiniones diversas pero basadas en argumentos serios y no en meras proclamas pasionales y propagandísticas. Así, según Julio Valdeón, «la imagen que se ha transmitido en diversas ocasiones, según la cual la España medieval fue un ejemplo de convivencia cristiana-musulmana-judaica no es admisible. A lo sumo puede hablarse de coexistencia de los creyentes de esas religiones»[14].
Algunos autores han incurrido en contradicciones en una misma obra, como hace Antonio Domínguez Ortiz cuando escribe: «Sólo puede hablarse de una historia de España cuando los diversos pueblos que la forman comienzan a ser percibidos desde el exterior como una unidad. Mucho después llegará la asunción de ese mismo sentido de unidad por los propios hispanos... La unidad de España, prefigurada ya en la diócesis romana de Hispania, se realizó, aunque fuera en condiciones precarias, en el reino visigodo»; para aseverar unas decenas de páginas más adelante: «Al morir Isabel la Católica se produjo una grave crisis institucional, puesto que entre Castilla y Aragón no existía más que una unión personal»[15].
¿Unidad nacional o unión personal? ¿Con qué nos quedamos?
En este maremágnum de imprecisiones, al-Andalus ha sido el periodo de nuestra historia más manipulado, aunque historiadores como Antonio Ubieto ya denunciaron esta intencionada tergiversación en su día: «Durante la Edad Media una mayoría de la población peninsular practicó la religión musulmana. Por ello, es absurdo que consideremos a los moros medievales como algo ajeno a nosotros: con toda seguridad podemos afirmar que el abuelo número veinte de cada español tenía más probabilidades de que fuera musulmán que cristiano... El antagonismo con que se quiere presentar la Edad Media entre musulmanes y cristianos, hasta el punto de identificar a los españoles de hoy con los cristianos, y los musulmanes con los antiespañoles medievales, es absurdo y se originó en el siglo XVI cuando los problemas religiosos y políticos europeos identificaron la Cristiandad con España, y el peligro turco con lo musulmán»[16].
Más reciente ha sido la atinada y precisa reflexión de Eduardo Manzano: «Frente a esta visión idealizada de al-Andalus, en los últimos tiempos está surgiendo una incalificable reacción conservadora que apunta contra este ámbito considerándolo como un mero accidente histórico, un capítulo marginal de la “historia de España”, felizmente acabado gracias a la labor de los “reconquistadores”... Estos ideólogos de la nueva barbarie saltan sobre los siglos con una ligereza pasmosa, que haría sonreír por lo que tiene de ignorancia si no fuera por el hecho de que el mensaje que transmiten hiela la sangre... El pensamiento reaccionario lleva generaciones enteras insistiendo en que el “árabe”, el moro o el infiel ha sido enemigo de la nación española desde los tiempos de la conquista. Sus promotores son historiadores publicistas y amargos políticos»[17].
En esa línea de rigor ha insistido Alejandro García Sanjuán, que ha denunciado el discurso historiográfico panespañolista: «El mejor exponente académico de la reorientación experimentada o el discurso españolista durante los últimos años es el arabista Serafín Fanjul, recientemente elegido miembro de la Real Academia de la Historia. En sintonía con los planteamientos de la historiografía más tradicional, de la que dicha institución es una de las principales portavoces actuales, el propósito principal de su discurso se centra en demostrar la ilegitimidad de la presencia musulmana en la Península, a partir de su propio origen»[18].
El triunfo de las tesis sostenidas por la Iglesia cristiana hispana supuso la erradicación física de las otras dos grandes religiones, el islam y el judaísmo, y la forzada unificación religiosa del territorio hispano entre 1492 y 1614, mediante la conversión y el bautismo obligatorios, so pena de muerte o condena al exilio.
Hasta ese largo siglo, «esta tierra fue a la vez lugar de convivencia y de desencuentro, de espacios compartidos y de odios religiosos. Una más de las enormes contradicciones que han poblado la historia de la Península. Esa misma posición que la convirtió en destino de numerosas gentes hasta finales del siglo XV es la que la proyectó hacia el Atlántico y propició la posibilidad de crear un gran imperio mundial, debido a la política de uniones matrimoniales tejida por los Reyes Católicos y a la continuación en América de las motivaciones que habían impulsado la llamada Reconquista: el afán de riquezas, la consecución de fama y la ambición de fortuna»[19].
1.3. Hispania, al-Andalus y España
La Historia no es asunto del pasado, sino del presente. Son las acciones del presente las que suelen justificarse y, para ratificarlas, todo vale; y si se encuentran razones para ello en el pasado, pues mucho mejor. Frente a al-Andalus como sociedad modélica en las relaciones multiculturales en la Península, defendida por algunos idealistas de la historia islámica, la corriente conservadora cristiana considera la presencia musulmana en el Medievo hispano como un mero accidente histórico, una larga anomalía, los manidos ocho siglos, y un capítulo marginal en la historia de la España eterna, un intento de ruptura fracasada al fin gracias a la «Reconquista» de la «verdadera esencia histórica» de España, la cristiana católica, claro.
Recuerdo que, siendo yo muy pequeño, ojeé una enciclopedia editada en 1947 en la que me llamó la atención un grabado en el que, sobre el epígrafe «La pérdida de España», unos terribles guerreros árabes, montados sobre feroces corceles y armados con enormes cimitarras, degollaban a unos indefensos cristianos que sufrían el martirio con las manos enlazadas y los rostros devotos mirando al cielo, rogando a Dios por sus almas. Se presentaba así una imagen de la Historia de España tan falsa y manipulada como los textos en los que se sostenía. En esa misma línea, el Cid se representaba como el perfecto caballero cristiano, el paladín de la «Reconquista» y el héroe «español» que «echó de España a los moros». Aquel dibujo estaba acompañado con una explicación tan simplista como inexacta, pero fue suficiente como para dejar grabada la idea y la imagen de que los musulmanes habían entrado en España, que por supuesto ya existía como concepto moderno, arrasando con cuanto encontraron a su paso de sur a norte hasta que don Pelayo les hizo frente en Covadonga, los detuvo y comenzó la «Reconquista».
La vieja idea de contraponer «lo español» a «lo moro», como definiciones e identidades opuestas e irreconciliables, tuvo éxito, y a ello contribuyeron los relatos y los grabados de viajeros románticos del siglo XIX, como el escritor norteamericano Washington Irving con su visión idealizada y legendaria del pasado granadino que plasmó en su obra Cuentos de la Alhambra. A partir de ahí se fue creando un al-Andalus de ensoñaciones fabulosas, de castillos y palacios de ensueño y de sensualidades desbordadas y rotundas en donde se mezclaban sin discriminación alguna ficción y realidad. Esta visión folclórica se mantuvo en el imaginario colectivo, incrementada por el arte, el cine y la literatura durante buena parte del siglo XX.
En el convulso siglo XIX español, que se inicia con la victoria en la guerra de la Independencia y se acaba con la derrota en la guerra de Cuba y el desastre del 98, comenzó a plantearse la nueva idea de España y su esencia histórica. Estas cuestiones despertaron interminables debates y agudas polémicas, que siguen presentes dos siglos después y que tal vez nunca acaben.
Entre ellas destacó la que enfrentó en el segundo tercio del siglo XX a Américo Castro y a Claudio Sánchez-Albornoz, dos de los más prestigiosos intelect