Qué es el feminismo
Es una respuesta al odio que la sociedad masculina, pasada y presente, siente por la mujer.
Es una toma de conciencia individual y grupal.
Es búsqueda de fraternidad entre las mujeres.
Es justa indignación.
Es conocerse a sí misma, no competir con el varón.
Es denunciar la segregación.
Es comprender que muchas desgracias femeninas no son ordenadas por Dios ni la Naturaleza sino por los hombres para su comodidad.
Es pretender reinar no sobre los hombres, sino sobre nuestros propios cuerpos y destinos.
Es rechazar las imágenes con que la sociedad nos encasilla: prostitutas o diosas, mártires o brujas.
Es comprender que vivimos deformadas y traicionadas por una educación falsa.
Es comprender que todas las revoluciones que trajeron algún progreso parcial no contemplaron los problemas específicos de la mitad de la humanidad.
Es buscar la libertad sin atender a dómine o que nos sigan señalando cuándo, cómo y cuánto.
Es querer integrarnos a la sociedad como criaturas enteras, no sólo como madres y amas de casa.
Es querer, una vez integradas, cambiar radicalmente una sociedad basada en la violencia, la explotación y la represión.
Es señalar y combatir la misoginia, porque lo que empieza por una simple palabra puede terminar en quema de brujas o campos de concentración.
Es comprender que las mujeres excepcionales no hacen sino confirmar la regla general.
Es rechazar milenarias etiquetas.
Es comprender que la caridad empieza por casa, pero casa es el mundo.
Es darse cuenta de que las excepciones poco cuentan porque todas las mujeres tenemos los mismos problemas.
Inédito
I. Romper el molde
Feminismo y no violencia
Victoria Ocampo ya no puede replicar, ajustar cuentas en prolijas esquelas azules, agregar un “Testimonio” o rezongar en los diarios como una lectora más. Sin embargo, es posible imaginarla corrigiendo algunas omisiones deslizadas en los recordatorios que ahora se le dedican. Sus puntos de vista son claros y nos los ha repetido didácticamente, no sólo en su obra sino en rotundos conceptos que dejó caer para quienes tuvimos la suerte de recogerlos y compartirlos. Por espíritu de justicia quisiera revivirlos, porque sin ellos su imagen resulta arbitrariamente distorsionada.
Dice nuestro querido Ulyses Petit de Murat en un semanario argentino: “Otra vez le pedí (a Victoria Ocampo) un breve ensayo sobre Hernández. Me escribió diciéndome que don José era su pariente, por los Pueyrredón. Pero que no tenía muchas ganas de ocuparse de él, ya que él no se había ocupado en el Martín Fierro casi para nada de las mujeres. Le pedí permiso para publicar la carta y me lo concedió. Así quedaron más notorias las fugaces apariciones de la china del protagonista, de una negra y una cautiva. ¿Feminismo de Victoria? No, integración humana... etcétera”.
¿Y quién dijo que el feminismo no es integración humana? ¿Y quién dijo que Victoria no era feminista? ¿Es que una dama tan culta, tan bella, académica para colmo, no puede, mejor dicho, no debe ser feminista?
Dejemos que ella misma responda, y conste que sólo elijo párrafos al azar:
“La palabra feminismo asusta a muchas personas. Sobre todo a las que le temen al ridículo. Pues como bien se observa en un libro recientemente publicado sobre las luchas de las feministas, se conserva de ellas la caricatura y se ve a la feminista como una vieja agresiva, agriada por su falta de pretendientes en la juventud, mal vestida, sin encantos femeninos, etc.”. (Testimonios, 9.a serie, 1971/74).
“Lo poco que he hecho en mi vida (y no lo califico de poco por falsa modestia sino porque mis planes eran más ambiciosos) lo he hecho a pesar de verme privada de las ventajas de ser hombre. Pero a ese poco no habría alcanzado de no tener inconmovible convicción de que era necesario luchar por darle el lugar que le correspondía a la mitad de la humanidad. La lucha, en mi caso, consistía en obedecer a una vocación: la de las letras. Vencer en ese sector, así fuera ínfima la victoria, era ayudar al gran movimiento de emancipación que estaba en marcha”. (La Nación, 9 de enero de 1966).
Victoria Ocampo dedica a la mujer un número de la revista Sur (1970-71). Lo publica contra viento y marea y opiniones adversas, según confiesa. Pero ella insiste en solidarizarse con sus hermanas de sexo, aunque con la carnal, Silvina, se indigna en otras páginas a propósito del tema. (Testimonios, 9.a serie).
“En realidad, lo que más me importa en la vida es el feminismo y la no violencia”, me confesó hace unos años, entusiasmada con la toma de conciencia de las mujeres y las pacíficas batallas emprendidas por Martin Luther King en favor de los negros.
“Lo que más me importa en la vida...”. Sin embargo, en muchas de las reseñas que le están dedicadas se prefiere silenciar lo que bien podría llamarse su ideología, aunque los ideólogos de machacamartillo sonrían sobradores. Se prefiere circunscribirla a su papel de cronista y sobre todo al de promotora de cultura, más inofensiva, menos rebelde, más “femenina”. No queremos verla preocupada por el entorno político, social, cultural en más amplio sentido. Mucho menos verla comprometida con causas extravagantes.
Victoria Ocampo aprende muy temprano que la causa más original, más determinante de nuestro tiempo, la verdadera revolución cultural, es la emprendida por las mujeres. Es testigo de las batallas libradas en las primeras décadas del siglo por las sufragistas, a quienes tiene la osadía de elogiar y agradecer, cuando es un grosero lugar común aludirlas con insidiosos epítetos, cuando es mucho más cómodo ignorarlas, amparándose en el privilegio y la excepción.
(También fue un lugar común y un “número chistoso”, hasta hace pocos años, agredir a Victoria Ocampo desde todos los frentes: era de buen tono referirse a ella mordazmente en las tertulias, desde cierta prensa, en nuestros sacrosantos y por fortuna desaparecidos cafés).
Fue destinataria de mucha violencia verbal... y de la otra, que le permitió conocer cárcel, atentados, amenazas. Comprobó además que el privilegio social no la eximía de discriminación sexual, y que la misoginia es una de las más sinuosas formas de violencia que padecemos, quizá la más celebrada por los que, por otra parte, se dicen humanistas.
En esas primeras décadas del siglo, cuando el destino del planeta era diagramado por caballeros armados hasta los dientes, Victoria Ocampo descubre al Mahatma Gandhi, ese gran olvidado, ese esqueleto sobre cuyos harapos no cabían armas ni armaduras ni condecoraciones. Encontró en su acción una respuesta inédita a las luchas por la emancipación, una sólida filosofía para oponer a toda forma de violencia y sometimiento.
Victoria Ocampo me dijo alguna vez que la ilusionaba la idea de que la causa de las mujeres se empapara de la estrategia de la no violencia, cosa que de alguna manera sucede. Cuando las mujeres empuñan las armas es por cuenta de otros, nunca hasta ahora para defender su causa.
No es sólo su pasión por la cultura lo que permite a Victoria Ocampo evadir esquemas de época y de clase. Pese a las ignominiosas trabas impuestas a toda mujer, puede sortearlas por terquedad y porque al fin y al cabo las actividades artísticas o literarias les son permitidas a las burguesas, a las “hijas de hombres ilustrados”, según la expresión de Virginia Woolf.
Son, creo, sus ideales reformistas los que la marginan, los que suscitaron anteriores agresiones y actuales omisiones. Sin embargo, es reconfortante encontrar en esta tierra nuestra a alguien que en su pasión por la cultura demuestra la suficiente sensibilidad social como para afligirse porque haya sido desterrada de ella “la mitad de la humanidad”. ¿No es eso “integración humana”?
Victoria Ocampo procuraba seguir la lección del maestro Gandhi: persuadir. Hace algunos años presencié otra lección: la que un hombre de leyes le dictaba, intentando convencerla de que todas las barbaridades impuestas por los códigos a las mujeres (en la misma bolsa con dementes, menores e incapacitados) eran las justas y apropiadas. Victoria escuchaba y luego replicaba serenamente. En un aparte le pregunté cómo era posible que, a sus años, tuviera aún paciencia para soportar tanta pedante necedad.
“Sí, la verdad es que estoy cansada”, contestó, “pero hay que persuadir...”.
Persuadir, sí, y quizá no perder la paciencia (¡hemos tenido tanta!) ni el sentido del humor. Ese sentido indispensable que a Gandhi lo había salvado del suicidio, según confesara alguna vez.
Ese humorismo casi infantil, que le permite a Victoria Ocampo enfurruñarse contra el mismísimo José Hernández y espetar: “Si él no se ocupa de las mujeres, yo no me ocupo de él...”.
¿Podríamos atender a la lección de la maestra? Podríamos heredar tan sano desparpajo y dedicarle un estudio feminista a Hernández y otro a Borges, y otro a los letristas de tango, e inclusive a Ulyses Petit de Murat. No para intentar mellar la solidez de sus obras sino para verlas bajo otra luz. No para desconocerlos sino para conocernos mejor, para reconstruirnos, las mujeres, a través de tanta ausencia, tanto desdén, tanto monopolio de varones cuchilleros, sordos, solos y prepotentes. Para emanciparnos de vetustos prejuicios, de espejos mentirosos pero archiinstitucionalizados.
Aprender, en definitiva, que la cultura es la autodeterminación de los pueblos y las personas.
Diario Clarín, 1979
Virginia Woolf y los secretos de la tribu femenina
Quizá le gustaría ser contemplada como agua tornadiza, como profundidad y espejo, medio siglo después, en los pagos de su amado Hudson; saberse sobreviviente a tanto naufragio de famas literarias y reaparecer hecha remolino y como respondiendo a las apetencias de cada época. Virginia Stephen vivió y murió sumergiéndose. ¿Qué buscaba, buceando en bibliotecas, archivos, documentos, memorias, biografías, correspondencias? Los secretos de la tribu femenina, las claves del dominio patriarcal. Y la basura bajo la alfombra: intereses de clase, tramoyas capitalistas.
Una dama inglesa, “hija de hombre ilustrado”, fugando siempre hacia adentro, remando con la pluma en su Diario, que, libre ya de censuras, navega por los veintiséis volúmenes: un maniático registro de lecturas, conversaciones, temores, ansias, y hasta la previsión de las críticas que le harían sus amigos. Y varios tomos de correspondencia, y unos cuantos más de ensayos. Nada le es ajeno, todo lo somete a revisión desde su óptica peculiar, una independencia de criterio que se llamará la mirada femenina.
Investiga amorosamente su idioma, quiere escapar de la rigidez del discurso masculino, desbaratar el orden cronológico, juntar los cabos del tiempo, amasar la prosa hasta aligerar sus períodos. Construye novelas a las que su marido califica de poemas psicológicos. Después de cada uno de estos partos, cae en un abismo sobre el que tiende otros puentes de escritura: cartas, reseñas, notas, crónicas. Exorciza como puede las dudas, una inseguridad de equilibrista que ningún éxito le permitirá apaciguar.
Un cuarto propio. Eso necesitaba la mujer para escribir. Y una renta, por ser la desheredada de la familia y del Estado. Su extravagante amiga Vita Sackville-West tenía un castillo con 365 habitaciones, pero para escribir se embarcaba en cruceros por el mundo, y en los puertos no abandonaba el camarote. (Ni siquiera en el puerto de Buenos Aires, para desesperación de Victoria Ocampo). Y Charlotte Brontë escribía en la cocina. Este último ejemplo fue citado en la primera crítica de Un cuarto propio, y de inmediato se ocupó Virginia de retrucarla: —No deseaba para sus congéneres un destino desdichado como el de las Brontë, quería que cualquier señorita Gómez o Pérez contara con una renta y un espacio en la casa, amén de un sitio en los centros de estudios vedados a las mujeres, y no ignora el problema de clases: tampoco el obrero tiene igualdad de oportunidades, pero la diferencia consiste en que no es marginado por razones de sexo, etc. ¡Qué paciencia! Justificarse ante los eternos dómines de la rutina conservadora.
Virginia Woolf escribió dos ensayos y una novela, considerados una trilogía: Un cuarto propio, Tres guineas y Los años. Vistas a la ligera, son obras proselitistas, dedicadas a revisar la situación social de la mujer, pero la autora huye de la chatura del libelo, remonta alto el idioma, casi bastarían esas tres muestras para conocerla, aunque Los años —se dice— no es su mejor novela. Son obras para leer hoy, y sin duda durante un largo porvenir. La bronca acuñada en el ensayo Tres guineas nos resultaría inspiradora cada vez que se nos solicita “poner el hombro” para financiar guerras, pagar impuestos que no redundan en beneficios, colaborar con causas dudosas. El cuarto propio, por otra parte, es metáfora de un ámbito mental, una manera de ordenarnos interiormente y escapar a la locura impuesta a las mujeres (y los pobres) por el discurso autoritario y represivo, sea de la Inglaterra victoriana o del presente tercermundista. O lo que el actual psicologismo llamaría defender el propio espacio, en la casa (si se la tiene) y en la sociedad (si así se la puede seguir llamando).
Victoria Ocampo descubrió a Virginia Woolf, y sus libros circularon en la Argentina décadas antes de que los reconocieran en París, durante una de las tantas resurrecciones del feminismo. Un cuarto propio apareció en Buenos Aires hacia 1956, traducido quizá con cierto desgano por Borges. A algunos nos resultó irritante, tal vez porque carecíamos de cuarto propio ni teníamos donde caernos muertos. Gente de clase media, donde tampoco el