Vivir en Montevideo en los convulsionados años sesenta del siglo XIX es una experiencia difícil de comunicar para cualquier contemporáneo nuestro, porque la radical diferencia con el presente vuelve problemático todo intento de relatarla. A veces nos ayudan las narraciones de algunos extranjeros que miraron con divertida sorpresa, como es el caso del cónsul francés M. Maillefer, con benevolente curiosidad, como W. H. Hudson, o con profundo rechazo, como R. Burton. Pero en todos los casos la realidad que trasmiten nos resulta ajena y se presenta a nuestros ojos como a sus lectores europeos de entonces. En aquella situación todavía tan incierta, la estabilidad política era una condición para la supervivencia. La historia nos muestra que por entonces coexistían (no muy pacíficamente) proyectos diversos que imaginaban un Estado independiente o con diversos grados de autonomía e incluso como una provincia anexada a algunos de los vecinos. Tiempos de identidades confusas y de nacionalidades en construcción, en que los intereses materiales y las historias personales marcaban las acciones.
Sin alejarse mucho de ese contexto histórico, Carlos Pacheco nos invita a recorrer los comienzos de aquella década crucial en la historia política con una trama que involucra una intriga de la política regional y un conflicto familiar en el marco de una sociedad en la que la violencia todavía formaba parte de lo cotidiano.
Profesor Carlos Demasi
Abril 2024
PRIMERA PARTE
El Senado y la Cámara de Representantes de la República Oriental del Uruguay, reunidos en Asamblea General, decretan con valor y fuerza de ley.
Artículo 1.o - El aniversario de la Jura de Constitución es la única gran fiesta cívica de la República.
2.o - Se celebrará en todos los departamentos cada cuatro años, que empezarán a contarse desde el año 1830 con demostraciones solemnes en los días 4, 5 y 6 de Octubre que se costearán de los fondos públicos, sin perjuicio de los voluntarios del vecindario.
3.o - Habrá dos fiestas ordinarias en el día de 25 de Mayo y en el 18 de Julio.
[…]
5.o - Habrá dos medias fiestas en los 20 de febrero y 4 de octubre en los años que no hubiese gran fiesta.
[…]
8.o - Comuníquese al Poder Ejecutivo la presente ley para que la publique y ponga en observación.
Sala de Sesiones en Montevideo a 16 de mayo de 1834.
Joaquín Campana
Vicepresidente
Luis Bernardo Cavia
Secretario
Montevideo, Mayo 17 de 1834
Acúsese recibo, cúmplase, comuníquese a quienes corresponda, publíquese e insértese en el Registro Nacional.
Anaya
Lucas J. Obes
1
Paso Pache, febrero de 1858.
—Número de mierda el cinco —susurra Socado y escupe la tierra.
—El cinco no tiene la culpa —dice Diego Carpintero.
—Lo odio igual.
Observan desde su escondite la columna de prisioneros, que se detiene y acampa en Paso Pache, cerca del río Santa Lucía.
* * *
Unos días antes, los «colorados conservadores», liderados por el general César Díaz, se habían levantado en armas contra el gobierno. El general Anacleto Medina, al mando del ejército gubernativo, conformado por más de mil doscientos hombres, los persiguió, enfrentó y, finalmente, en Paso Quinteros, negoció su rendición. Medina se comprometió a perdonarles la vida a los sublevados.
El presidente del gobierno de fusión, Gabriel Pereira, ordenó ejecutarlos, instigado por los «ministros blancos», según los colorados. Habría existido un perdón de último momento de Pereira que nunca llegó a oídos de Medina. El 1.o de febrero de 1858 fueron fusilados César Díaz, el general Manuel Freire y los coroneles Francisco Tajes y Eulalio Martínez.
Para el resto de los prisioneros se usó la quintada. Se formaron grupos de cinco hombres y se ejecutó a un soldado por grupo. A la mayoría de los oficiales los fusilaron. A los soldados de la tropa los degollaron, los lancearon o los destriparon para ahorrar pólvora.
El responsable de quintar a los soldados de infantería insurrectos fue el comandante de caballería Cipriano Cames. En Paso Pache ya habían sido ejecutados unos ciento cincuenta insurrectos. Quedaban pocas quintadas de soldados de infantería.
* * *
Diego observa escondido al sargento Faustino Altoaguirre, que camina dando largas zancadas y con un leve bamboleo hacia los costados. Le dicen Vara, porque es alto y flaco. Lo ve hablar con Cames, su jefe, que lo mira con ojos cansinos, entrecerrados. Se acaricia su espesa barba cobriza y, ya cansado de cabalgar y de matar, asiente. Altoaguirre dice algo más, señala con una mano la orilla del río. Cames responde con un gesto displicente, cruza los brazos y desvía la mirada.
El sargento se acerca a un grupo de prisioneros y da la orden a dos de sus hombres de que capturen al soldado Vicente Nieto. Le atan las manos y le tapan la boca.
Resignado después de ver tantos muertos, Nieto saluda a los otros cuatro soldados, que respiran aliviados: no salieron sorteados en el lúgubre juego de la muerte. Altoaguirre les hace un gesto a los soldados de que se retiren.
Con la punta de la lanza, picanea al condenado y le dice en voz alta: «Muévase, desgraciado». Lleva al joven en dirección al río, a unos doscientos pasos del campamento.
Diego le hace una seña a Socado y se mueve con rapidez hasta unos arbustos de tupido ramaje a pocos pasos del Santa Lucía. Socado espera que Altoaguirre avance y luego le hace un rodeo por sus espaldas.
Cuando Diego ve que Altoaguirre y el prisionero llegan a la orilla, raspa su pedernal. Saltan unas chispas que se apagan de inmediato en el aire.
—Llegó su arriero —le dice Altoaguirre al joven mientras lo empuja hacia el lugar desde donde recibió la señal.
Diego sale de su escondite con un naco apagado en la boca, el poncho en una mano y el facón caronero en la otra.
—Primero los patacones —ordena Altoaguirre.
Carpintero mira a Vara de arriba abajo. Como era su costumbre, el sargento vestía camisa blanca y pantalón marrón, pañuelo serenero en la cabeza atado debajo de una barba rala y un sombrero panza de burro. Diego lo espera a prudente distancia y le lanza una chuspa de cuero. Altoaguirre lo observa con sus ojos redondos, imperturbables, como los de una culebra, suelta la lanza que lleva en la mano derecha y ataja la bolsa en el aire. Suenan las monedas juntadas por la familia de Vicente para el rescate. Altoaguirre abre la bolsa.
—La libertad vale ciento cincuenta patacones —dice.
—Don Benigno Nieto, hombre de honor, fue claro y dijo ochenta —dice Diego.
—Ahora son ciento cincuenta.
Diego coloca un pie delante del otro.
—Te quedás con los ochenta y me entregás al muchacho. Tiro aquel tronco al agua para que crean que el muerto fue arrojado al río. Suelto en la tierra una vejiga con sangre de gallina degollada esta misma mañana. En la tierra ensangrentada ensuciás tu faca y tu lanza. Te limpiás la faca en el muslo, te das media vuelta y te volvés silbando hacia el campamento, donde te espera un jefe con cara de desgraciado y un general pedorrero.
—No me chapurrees, no te hagas el refinado, Diego —dice Altoaguirre y desenvaina una espada.
—Repito lo acordado.
—Ya lo desembuché, Diego. Ciento cincuenta.
—No somos amigos —masculla Carpintero—. No somos Diego ni Faustino ni Vara. Vos con la espada desenvainada y yo con la mano apoyada en el caronero, somos Altoaguirre y Carpintero.
—Olvidás los tiempos de visteo en el arroyo Pocitos.
—No olvido —dice Diego—. Fue hace mucho tiempo. Recuerdo muy bien. Recuerdo cuando te convertiste en un canalla.
—No me chapurrees con la honestidad. Pelamos chaucha codo con codo. No sos san Diego.
Diego da un paso atrás. Altoaguirre mira sus movimientos.
—Le di la alerta a don Benigno —dice Diego—. Le dije que lo ibas a estafar. No me hizo caso.
—Pobre viejo. Tu chamuyo le sirvió de poco. Acá estás. Por algo es.
—Me dijo que no tenía otra opción. Sabía que era mala pero era la única que tenía.
Altoaguirre lo mira con altivez.
—Me das lo que pido o achuro al mozo. Y si te movés también te achuro a vos.
Carpintero da un paso atrás y empuña con firmeza el caronero.
—No va a haber quintada —dice Diego—. Vas a soltar al muchacho y vas a cobrar lo acordado.
—Obedecé o te corto el garguero.
Una faca aparece en la oscuridad y rasguña levemente el cuello de Altoaguirre. La empuña una mano enguantada.
—Viniste acompañado —dice Altoaguirre desafiante.
Carpintero se dirige al soldado que iba a ser ejecutado.
—Venga para acá, gurí —le dice—. Le hice la promesa a su tío de que lo llevaría vivo. Y voy a cumplir con mi palabra.
Le hace una seña de que se acerque. Luego le da una orden a Altoaguirre.
—Soltá la espada y los patacones.
Altoaguirre tira el arma y la chuspa en la tierra.
—Apuesto dos cobres —dice Altoaguirre— que tu compadre es un negro de mierda. ¿Usa guante? ¿Para qué? Si hiede como negro.
Carpintero corta la soga que le ata las manos y el pedazo de tela que amordaza la boca del muchacho.
—Vicente —le dice—, hay un moro pastando en la orilla. Esperanos ahí.
El muchacho se aleja de Diego y se acerca al caballo.
—Apuesto dos cobres y un moro —dice Altoaguirre con una sonrisa sarcástica y de desprecio— que tu compadre es el marica de Socado. Cuando el general Medina sepa que un negro de mierda liberó a un condenado a muerte, le va a echar el lazo y lo va a soltar en una fazenda de Brasil, donde los negros son perros y los patrones, chanchos.
La mano de Socado se tensa. Respira profundo y recupera el control.
—A doscientos pasos hay más de mil soldados que trotan un poco, apean, lancean a un infeliz, trotan otro poco y degüellan a otro infeliz. Algunos juegan más a matar que a sacar suerte en la taba.
—Algunos venden la vida o la muerte y llenan sus bolsillos de patacones —dice Diego.
—Sos un muerto, Diego —dice Altoaguirre.
Diego se acerca, lo revisa. No lleva arma de fuego. Le quita una faca verijera de la cintura y un pequeño cuchillo de la bota. Recoge la bolsa con el dinero.
—Voy a dejar tus cosas a cien pasos de acá, cerca de la orilla.
Con el verijero de Altoaguirre, Diego rompe la vejiga con sangre de gallina, que se desparrama por la tierra.
—Vas a contar hasta cien. Después vas a tirar el tronco al río y vas a ensuciar lo que quieras ensuciar con la sangre. Y después vas a recoger tus cosas, vas a volver al campamento y vas a simular que mataste a quien no mataste.
—Nos vamos a volver a ver. No descuides el lomo, porque te voy a achurar.
—De rodillas —ordena Diego.
No obedece. Socado lo golpea con violencia en los riñones. Altoaguirre gimotea, ahoga el grito y se hinca.
—Mal negocio, Altoaguirre. Perdiste ochenta que ya tenías ganados.
—¡Hijo de puta! —masculla el sargento entre la bronca y el dolor.
2
Primeros días de abril de 1860.
La pulpería del Chueco Martínez se encontraba en una esquina de la calle Orillas del Plata, cerca del puerto de Montevideo. A espaldas del Chueco, sobre la pared de la barra, se leía en una madera tallada: «Otra cosa es con guitarra».
El lugar era modesto: paredes de adobe, piso de tierra y techo de caña y paja. Por dos ventanucos, uno sobre la pared del fondo y otro cerca de la barra, ingresaba una luz avara que poblaba de sombras el lugar. Puñados de paisanos se desparramaban por los rincones. No se distinguía quién jugaba a los naipes, quién bebía y quién dormía la borrachera.
En una mesa, en la penumbra, Diego bebía una caña mientras le daba forma oval a un pedazo de madera con un pequeño cuchillo verijero. Sentado sobre un taburete, lo acompañaba Socado. Cerca de ellos, de pie, acodado al mostrador de lapacho traído de Paraguay, Mariano bebía una ginebra.
Socado era un joven afro, hijo de esclavos liberados, que Diego había conocido cuando vivía en la casa de su madrina, Catalina. Diego era doce años mayor que el joven. Lo había visto nacer. Socado a veces le decía «tío» o «tío Diego».
Mariano Puentes, conocido entre sus amigos como Culto, era el editor del periódico El Heraldo de Montevideo. De camino a su oficina, se había detenido en la pulpería a tomar un trago. Le obsequió a Diego la última edición.
—Cumplimos un año —dijo Mariano.
Diego leyó la fecha en el periódico: «Montevideo, domingo 8 de abril de 1860».
—¡Felicitaciones! ¿El primer número fue el 8 de abril?
—El 3 de abril de 1859.
—Además de este gran logro, ¿alguna noticia interesante? —bromeó Diego.
El periodista se quitó las gafas con patillas, las apoyó en el mostrador, se pasó los dedos por la nariz y se las volvió a colocar.
—Estoy investigando un nuevo proyecto de ley —dijo Mariano—. Un grupo de legisladores promueve cambiar las fechas de las fiestas nacionales. Cambiar las actuales por nuevas.
—¿Y cuáles serían las nuevas?
—No sé. Parece que quieren eliminar la celebración de la Convención Preliminar de Paz de 1828. Eliminar el 4 de octubre.
—¿Y por qué? —preguntó Diego.
—Es un asunto largo de explicar —dijo Mariano—. En otra ocasión te cuento más. Ahora me tengo que ir.
—Entonces, en otra ocasión, Culto.
En el momento en el que Mariano descorrió la cortina, un haz de luz del mediodía iluminó la frente de Diego. Entró Rafael del Potro. Mariano lo saludó y se fue.
Rafael buscó a Diego en la semioscuridad.
—Acá estoy —dijo Diego.
Con su aire de dandi, su traje de lino de color claro y su sombrero blanco y ladeado, Rafael desentonaba en ese lugar. En nada se parecía a los gauchos, de pocas palabras, de chiripá, calzoncillos y crenchas terrosas atadas con un pañuelo por debajo de la pera. Rafael no acostumbraba ir a la pulpería del Chueco, pero como era amigo de Diego, nadie le dijo nada ni lo miró con mala cara.
—Buena hora la del mediodía para un buen trago de caña —dijo bromeando Rafael y le hizo una seña al Chueco, que limpiaba el mostrador con un paño sobado.
—¿Cómo va la cosa, Chueco?
—Como siempre, mal pero acostumbrado.
Rafael se acercó a la mesa de Diego. Le estrechó la mano. Apoyó la otra sobre un hombro de Socado.
—Buen día, Marquinhos —le dijo.
Un gaucho lisonjero amagó con darle su silla a Rafael, bajo la sospecha de que era un cajetilla con billetera abultada. Diego lo miró con gesto adusto y el gaucho pegó la vuelta.
El Chueco Martínez era de baja estatura. Para que su cuerpo no quedara parcialmente oculto por la barra, había construido una tarima de madera de un palmo de altura a la que se subía y desde ahí atendía. Igual se lo veía algo hundido. Se bajó de la tarima, caminó con sus piernas ahuecadas por interminables arreos y cabalgatas y le acercó una silla y un vaso de caña a Rafael.
Un paisano, con un viejo chambergo con cinta, caminó con paso lento desde el fondo y se acercó al mostrador.
—Por fin te encontré —le dijo Rafael a Diego—. Me llegaron noticias de que te vieron cabalgando por la zona de Tala. ¿Detrás de las faldas de alguna china?
Diego entrecerró los ojos para ver mejor y observó al paisano con el chambergo macilento. Era de rostro afilado, narigón y con una barba negra que le tapaba el cuello. Vestía calzoncillos, chiripá y botas de potro. Le llamó la atención. Nunca lo había visto.
—Está dura la cosa —le dijo a Rafael—. Me las rebusco como puedo. Fui a mover un ganado que venía del norte y que quedó varado. Se reviraron la mitad de los troperos y se fueron con el dinero del capataz, veinte caballos y cien vacunos. Allá fui, con otros jinetes, a arrear unas mil cabezas de ganado hasta el saladero de Lafone. Llegué ayer de tarde.
—¿Buena paga?
—Una mierda. Pero suficiente para invitar a Socado con una caña.
—Hoy invito yo.
—Gracias, amigo, pero estas dos ya están pagas.
Rafael acarició sus mejillas bien afeitadas, bebió un trago de caña y dijo:
—Tengo un trabajo para vos, Diego. Bien pago. De verdad.
Diego demoró en hablar. Rafael esperó.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó Diego.
—Algo delicado y urgente. Eso fue lo que me dijeron. No entendí bien si hay que hacerlo esta noche o mañana en la madrugada.
—¿Para quién?
—Para un viejo amigo —titubeó—. Fue electo senador en las últimas elecciones. Está buscando a un buen jinete para que recoja un paquete, una carta, no sé bien, y yo le di tu nombre. Ya te conocía y había recibido buenos comentarios. Quiere hablar contigo.
—No me gustan los políticos —dijo Diego.
—Ya lo sé —le contestó Rafael con una mueca sarcástica—. Pero Florencio es buena gente.
—¿Blanco o colorado?
—¿Te hace alguna diferencia el color?
Diego sonrió.
—La verdad que no. Pero unos y otros tienen mañas diferentes. Es bueno saber cuáles son las de tu amigo.
—Está ahora en el Cabildo. Le dije que venía a buscarte y volvía con una respuesta. Mi amigo me está esperando. Si te interesa, caminamos hasta ahí.
Diego palmeó en la espalda a Socado.
—Él viene conmigo.
Rafael asintió con una leve inclinación de la cabeza.
Al salir esquivaron a tres paisanos que mateaban sentados debajo de un alero con el techo desflecado.
* * *
De camino al Cabildo, se encontraron con Pedro y Jacobo Varela frente a la barraca de maderas de la familia. Su padre, Jacobo Dionisio, había sido detenido y deportado a Buenos Aires en diciembre de 1857 por problemas políticos con el gobierno de Gabriel Pereira. Se había fracturado un fémur al caerse mientras cargaba a un enfermo durante la epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en 1858. Durante su exilio la barraca había quedado a cargo de su esposa Benita y de su hijo Jacobo, que ahora tenía veinte años. Pedro, de quince, ayudaba con algunos asuntos administrativos. Diego lo conocía bien porque era amigo de Clara, su hija, con quien compartía el placer por los libros, y en particular por la poesía.
—Hola, Diego —lo saludó Pedro y se acercó con sus grandes ojeras—. ¿Podría avisarle a Clara que ayer me llegaron algunos libros nuevos? Estoy leyendo uno de Victor Hugo. Hay un poema, titulado «Melancolía», en el que denuncia el trabajo duro de los niños.
Diego intentó detenerlo, pero Pedro ya había abierto el libro Les contemplations y extraído un papel, en el que había traducido del francés al castellano un fragmento del poema.
—Se van a trabajar quince horas bajo las muelas; van, desde el amanecer hasta el anochecer, a hacer el mismo movimiento eternamente. En la misma prisión.
Diego se rascó la frente, incómodo.
—Los niños deberían estar educándose —dijo Pedro indignado—, no trabajando. Esto ocurre en Europa. Imagínense acá.
Jacobo miró por detrás con seriedad y adustez, aunque con inocultable admiración por su hermano menor. Socado se interesó por el libro de Victor Hugo. Los jóvenes se hicieron a un costado y Pedro le leyó otras partes.
—¿Cómo está su padre? —le preguntó Rafael a Jacobo.
—Mejor. Le quedó un problema en la pierna que le genera dificultad para caminar. La elección del tío Bernardo como presidente de la república permitió su retorno. Esperemos que la paz vuelva a la familia.
Se despidieron de los Varela y continuaron caminando hacia el Cabildo.
Al llegar a la plaza de la Constitución, Diego observó cerca de la iglesia Matriz a una mujer elegante, con un sombrero muy ancho y un vestido blanco con bordados y un enorme rosetón de seda. Su cabello era bien oscuro y enrulado, y lo sostenía con horquillas a los lados. Un colgante con una piedra le caía en el medio del pecho. Nunca la había visto. La mujer irradiaba una belleza peculiar, más de intensidad que de delicadeza. Al notar que Diego la observaba, ella esbozó una sonrisa apenas perceptible, como la de la Gioconda de Leonardo da Vinci. Sus ojos emitieron un brillo sutil, mezcla de picardía con