V2

Robert Harris

Fragmento

Capítulo 1

1

Una mañana de sábado de finales de noviembre de 1944, en una nave ferroviaria de la localidad costera holandesa de Scheveningen, tres misiles balísticos de casi quince metros de largo cada uno descansaban en sus respectivas cunas de acero cual mimados pacientes de una clínica privada, con sus tapas de inspección abiertas, conectados a monitores y atendidos por técnicos ataviados con el informe mono de mezclilla gris del ejército alemán.

Ese invierno —el sexto de la guerra— estaba siendo especialmente duro. El frío parecía emanar del suelo de hormigón, atravesar las suelas incluso de las botas más pesadas y penetrar en la carne hasta alcanzar el hueso. Uno de los hombres se alejó de su mesa de trabajo y pateó el piso para intentar activar la circulación sanguínea. Era el único que no llevaba uniforme. Su traje azul marino de antes de la guerra con la hilera de lápices en el bolsillo superior y su gastada corbata a cuadros desvelaban su condición de civil. Un maestro de Matemáticas, quizá habrías dicho si te hubieran pedido que adivinaras su profesión, o un joven profesor universitario de una asignatura de ciencias. Tan solo si hubieses reparado en el aceite bajo sus uñas mordidas habrías pensado quizá «Ah, sí, un ingeniero».

Podía oír el mar del Norte situado a apenas cien metros, el constante vaivén de las olas rompiendo en la playa, el graznido de las gaviotas zarandeadas por el viento. Su mente estaba llena de recuerdos, de demasiados recuerdos, en realidad; le habría gustado ponerse sus protectores auditivos para silenciarlos. Pero con ellos habría llamado aún más la atención y, además, habría tenido que quitárselos a cada momento, pues constantemente le estaban haciendo preguntas sobre una cosa u otra: la unidad de propulsión, la presurización en el depósito de alcohol, el cableado eléctrico que cambiaba el cohete de alimentación de tierra a alimentación interna.

Regresó al trabajo.

Eran cerca de las diez y media cuando, al fondo de la nave, una de las grandes puertas de acero retrocedió sobre sus rodillos y los soldados más próximos a ella se cuadraron. El coronel Walter Huber, comandante del regimiento de artillería, entró en medio de una ráfaga de lluvia helada. Lo acompañaba otro hombre envuelto en un gabán negro de cuero con la insignia plateada de las SS en la solapa.

—¡Graf! —gritó el coronel.

«No mires —fue el impulso inmediato de Graf—. Coge la soldadora, inclínate sobre la mesa, haz ver que estás ocupado».

Pero era imposible escapar de Huber. Su voz retumbó como si estuviera en un desfile.

—¡De modo que es aquí donde se esconde! Traigo conmigo a alguien que desea conocerlo. —Sus botas de caña alta crujían mientras cruzaba el taller a grandes zancadas—. Le presento al Sturmscharführer Biwack, de la Oficina de Liderazgo Nacionalsocialista. Biwack —dijo haciendo señas al desconocido para que se acercara—, le presento al doctor Rudi Graf, del Centro de Investigación del Ejército de Peenemünde. Es nuestro agente de enlace técnico.

Biwack hizo el saludo hitleriano y Graf le devolvió el gesto con recelo. Había oído hablar de esos NSFO, pero no había conocido a ninguno: comisarios del Partido Nazi incorporados recientemente al cuerpo militar bajo las órdenes del Führer de fomentar el espíritu de lucha. Auténticos fanáticos de combatir hasta morir. Cuanto peor se ponían las cosas, más eran.

El hombre de las SS miró a Graf de arriba abajo. Aparentaba unos cuarenta años y su actitud no era hostil. Incluso sonrió.

—¿Así que usted es uno de los genios que nos harán ganar la guerra?

—Lo dudo.

Huber se apresuró a intervenir.

—Graf sabe todo lo que hay que saber sobre el cohete. Él lo pondrá al día. —Se volvió hacia Graf—. Desde ahora el Sturmscharführer Biwack forma parte de mi personal. Posee autorización plena para acceder a la información. Puede contárselo todo. —Consultó la hora. Graf notaba que estaba deseando largarse. Huber era un prusiano de la vieja escuela, un oficial de artillería de la Gran Guerra, exactamente la clase que había estado bajo sospecha tras la tentativa del ejército de asesinar a Hitler. Lo último que deseaba era un espía nazi escuchando por el ojo de su cerradura—. Uno de los pelotones de Seidel tiene programado un lanzamiento dentro de treinta minutos. ¿Por qué no lo acompaña a verlo? —Un raudo asentimiento de aliento—. ¡Excelente! —Y se marchó.

Biwack se encogió de hombros y dirigió una mueca a Graf. «Esos veteranos, ¿eh? Qué le vamos a hacer». Señaló la mesa de trabajo.

—¿En qué está trabajando?

—En un transformador de la unidad de control. No les gusta este frío.

—¿A quién le gusta? —Biwack puso los brazos en jarras y paseó la mirada por la nave hasta detenerla en uno de los cohetes. Vergeltungswaffe Zwei era su nombre oficial. Arma de Represalia 2. El V2—. Dios mío, qué belleza. Había oído hablar de ellos, por supuesto, pero no había visto ninguno. Me encantaría presenciar ese lanzamiento. ¿Le importa?

—Claro que no. —Graf descolgó su sombrero, su bufanda y su chubasquero de la hilera de ganchos que había junto a la puerta.

La lluvia racheaba desde el mar y discurría por las bocacalles entre los hoteles abandonados. El muelle había ardido el año previo. Sus estacas de hierro renegrido sobresalían entre las crestas blancas de las olas como los mástiles de un barco naufragado. La playa estaba sembrada de alambradas de espino y trampas para tanques. Fuera de la estación de tren, unos pocos carteles turísticos de antes de la guerra mostraban a dos elegantes mujeres con bañador a rayas y sombrero campana pasándose una pelota. La población local había sido expulsada. En la calle solo había soldados y los únicos vehículos que podían verse eran los camiones militares y dos de los remolcadores que empleaban para trasladar los cohetes.

Mientras caminaban, Graf le explicó el funcionamiento. Los V2 llegaban en tren desde la fábrica de Alemania y al abrigo de la oscuridad para evitar los aviones enemigos. Veinte misiles por envío, dos o tres envíos a la semana, todos destinados a la campaña contra Londres. Igual número se disparaba sobre Amberes, pero estos se lanzaban desde Alemania. Las SS tenían su propia operación en marcha en Hellendoorn. Las baterías de La Haya tenían orden de lanzar los cohetes durante los siguientes cinco días desde su llegada.

—¿Por qué tanta prisa?

—Porque cuanto más tiempo estén expuestos a la humedad y al frío, más fallos desarrollarán.

—¿Hay muchos fallos? —Biwack anotaba las respuestas de Graf en una libreta.

—Sí, muchos. ¡Demasiados!

—¿Por qué?

—La tecnología es revolucionaria, lo que quiere decir que estamos perfeccionándola constantemente. Ya hemos realizado más de sesenta mil modificaciones en el prototipo. —Quería añadir que lo verdaderamente sorprendente no era que fallaran tantos misiles, sino que fueran tantos los que no despegaran siquiera, pero se lo repensó. No le gustaba el aspecto de esa libreta—. ¿Por qué escribe tanto, si no es mucho preguntar? ¿Está redactando un informe?

—En absoluto. Solo quiero asegurarme de que lo entiendo. ¿Lleva mucho tiempo trabajando con cohetes?

—Dieciséis años.

—¡Dieciséis años! Nadie lo diría por su aspecto. ¿Qué edad tiene?

—Treinta y dos.

—La misma que el profesor Von Braun. Estuvieron juntos en el campo de pruebas de Kummersdorf, creo.

Graf le lanzó una mirada de soslayo. De modo que había estado indagando no solo sobre él, sino también sobre Von Braun. Sintió una punzada de inquietud.

—Así es.

Biwack rio.

—¡Ustedes, los tipos de los cohetes, son todos tan jóvenes!

Habían dejado atrás las calles del pueblo para adentrarse en la espesura de los aledaños. Scheveningen estaba rodeado de bosques y lagos. Debió de ser bonito antes de la guerra, pensó Graf. Detrás de ellos, un conductor aporreó la bocina para que se apartaran de la carretera. Instantes después, un transportador pasó rugiendo por su lado acarreando un V2 en su cuna hidráulica: las aletas primero, pegadas a la cabina, luego el cuerpo y, por último, asomando por el extremo del remolque, el cono con su ojiva de una tonelada. De cerca los seguían camiones cisterna camuflados. Graf se rodeó la boca con las manos y, conforme pasaban, fue gritando en el oído de Biwack:

—Ese es el metanol…, el oxígeno líquido…, el peróxido de hidrógeno… Viene todo en los mismos trenes que los misiles. Cargamos el combustible en la base de lanzamiento.

Cuando el último vehículo de apoyo hubo desaparecido tras la curva, reemprendieron la marcha. Biwack preguntó:

—¿No le preocupan los bombarderos enemigos?

—Claro que sí, día y noche. Por fortuna, todavía no nos han encontrado.

Graf examinó el cielo. De acuerdo con los meteorólogos de la Wehrmacht, un frente tormentoso estaba pasando sobre el norte de Europa ese fin de semana. Las nubes, pesadas y grises, rezumaban lluvia. La RAF no volaría en tales condiciones.

Al rato, los detuvieron en un puesto de control. Una barrera cruzaba la carretera junto a una garita. Graf contempló el bosque. Un soldado acompañado de un gran pastor alemán con correa estaba cruzando la húmeda vegetación. El perro orinó y lo miró. Uno de los guardias de las SS se cargó la metralleta al hombro y levantó la mano.

Por muchos lanzamientos a los que Graf hubiera asistido, parecía que a los centinelas les divertía actuar como si no lo hubieran visto antes. Se sacó la cartera del bolsillo interior, la abrió y extrajo su documento de identidad. Una fotografía pequeña resbaló con él y cayó sobre el asfalto. Antes de que Graf pudiera reaccionar, Biwack se agachó para recogerla. Contempló la foto y sonrió.

—¿Es su esposa?

—No. —A Graf no le gustó verla en manos del hombre de las SS—. Era mi novia.

—¿Era? —Biwack adoptó la expresión compasiva de un director de pompas fúnebres—. Lo siento. —Le tendió la foto. Graf la devolvió con cuidado a la cartera. Notó que Biwack estaba esperando una explicación, pero se negó a dársela. La barrera se levantó.

La carretera, con sus farolas ornamentales, se extendía rebosante de árboles a ambos lados. En otros tiempos lugar para paseos a pie y en bicicleta, ahora estaba cubierto en lo alto por redes de camuflaje. Al principio parecía vacío, pero conforme se adentraban se hizo patente que a lo largo de los senderos que se desplegaban a derecha e izquierda, el bosque ocultaba el meollo del regimiento: tiendas de almacenamiento, carpas para ensayos, multitud de vehículos, una docena de misiles envueltos en lonas impermeables y escondidos bajo los árboles. Los gritos y el zumbido de generadores y de motores revolucionados horadaban el aire húmedo. Biwack había dejado de hacer preguntas y, llevado por el entusiasmo, avanzaba a grandes zancadas. De repente, la tierra a su izquierda se desplomó y entre las ramas fulguró un lago gris como el peltre con una isla y una caseta para botes. Tras doblar una curva, Graf alzó la mano para indicar que debían detenerse.

Doscientos metros más adelante, en mitad de la carretera, difícil de distinguir al principio debido al camuflaje con tiras verdes y marrones, un V2 descansaba erecto sobre su plataforma de lanzamiento, solitario salvo por un mástil de acero al que estaba conectado por un cable eléctrico. Nada se movía alrededor del cohete. Del depósito de oxígeno líquido salía un fino chorro de vapor que se condensaba como el aliento en el aire neblinoso. Era como si se hubiesen topado con un animal inmenso y magnífico en medio del bosque.

Bajando instintivamente la voz, Biwack dijo:

—¿Podemos acercarnos?

—Esta es la distancia máxima de seguridad —señaló Graf—. ¿Ve que los vehículos de apoyo se han retirado? Eso significa que el equipo de despegue ya está en las trincheras. —Sacó del bolsillo de su chubasquero los protectores auditivos—. Debería ponérselos.

—¿Y usted?

—Estaré bien.

Biwack los rechazó con un gesto de la mano.

—En ese caso, yo también.

Sonó una bocina. Sobresaltada, un ave de caza —toda una superviviente, pensó Graf, porque a los soldados les gustaba dispararles para suplementar sus raciones— emergió trabajosamente del sotobosque y emprendió un vuelo torpe. Su ronco graznido de pánico mientras aleteaba ruidosamente por la carretera recordaba al tono de la bocina.

Graf dijo:

—El cohete pesa cuatro toneladas sin el combustible y doce y media una vez lleno. En el encendido, la alimentación del combustible es por gravedad. Eso produce ocho toneladas de empuje, todavía más ligero que el cohete.

Una voz habló por un altavoz.

—Diez…, nueve…, ocho…

De la base del cohete habían empezado a brotar chispas que brillaban cual luciérnagas en el tiempo plomizo. Súbitamente se fusionaron en un chorro de candentes llamas anaranjadas. Hojas, ramas, escombros y tierra se elevaron en el aire y atravesaron el claro. Graf se volvió hacia Biwack y gritó:

—Ahora actúa la turbobomba, el empuje va de veinticinco a… tres…, dos…, ¡uno!

Un rugido atronador ahogó sus últimas palabras. Graf se tapó las orejas con las manos. El cable umbilical cayó. Una mezcla de alcohol y oxígeno líquido, introducida a presión por la turbobomba en la cámara de combustión y quemada a una velocidad de una tonelada cada siete segundos, produjo —según afirmaban en Peenemünde— el sonido más fuerte provocado por el hombre en la tierra. Todo su cuerpo pareció temblar con las vibraciones. Un aire caliente le abofeteó el rostro. Los árboles próximos refulgieron con el resplandor.

Como un corredor colocado en su taco de salida una milésima de segundo después de sonar la pistola, el V2 pareció atascarse antes de salir disparado hacia arriba subido a un chorro de fuego de quince metros. Un estruendo fragoroso bajó del cielo y atravesó el bosque. Graf echó el cuello hacia atrás para seguirlo, contando mentalmente, rezando para que no explotara. Un segundo… dos segundos… tres segundos… A los cuatro segundos exactos de vuelo, un conmutador temporizado se activó en uno de los compartimentos de control y el V2, a seiscientos metros ya del suelo, procedió a inclinarse hacia un ángulo de cuarenta y siete grados. Graf siempre lamentaba la necesidad de esa maniobra. En sus sueños, el cohete se elevaba verticalmente hacia las estrellas. Echó una última mirada a su estela de gas colorado antes de perderse entre las nubes bajas en su ruta hacia Londres.

Bajó las manos. El silencio había regresado al bosque. Lo único que quedaba del V2 era un zumbido lejano que no tardó en apagarse también. Ya solo se oía el trino de los pájaros y el golpeteo de la lluvia en los árboles. El pelotón de despegue había empezado a salir de las trincheras y estaba caminando hacia la plataforma de lanzamiento. Dos hombres vestidos con trajes de asbesto se movían rígidamente, como submarinistas en aguas profundas.

Biwack apartó despacio las manos de sus oídos. Tenía la cara roja, los ojos extrañamente brillantes. Por primera vez durante esa mañana el oficial de la Oficina de Liderazgo Nacionalsocialista parecía haberse quedado sin habla.

2

Sesenta y cinco segundos después del despegue, a una altitud de treinta y siete kilómetros y una velocidad de cuatro mil kilómetros por hora, un acelerómetro a bordo simultáneamente cortó el suministro de combustible del motor del V2 y activó un interruptor que armaba el fusible de la ojiva. El cohete sin alimentación era ahora balístico y seguía la misma curva parabólica que una piedra lanzada desde una catapulta. La velocidad seguía aumentando. El curso estaba establecido en un rumbo de doscientos sesenta grados oeste-sur-oeste. Su objetivo era la estación de Charing Cross, en teoría el centro exacto de Londres; un impacto dentro de un radio de ocho kilómetros sería considerado un éxito.

Aproximadamente a esa misma hora, una mujer de veinticuatro años llamada Kay Caton-Walsh —su nombre de pila era Angelica, pero todo el mundo la llamaba Kay, por Caton— salió del cuarto de baño de un piso de Warwick Court, una calle estrecha y tranquila perpendicular a Chancery Lane, en el barrio de Holborn, más o menos a un kilómetro y medio de Charing Cross. Iba envuelta con la pequeña toalla rosa que se había traído del campo y portaba un neceser que contenía jabón, cepillo de dientes, pasta de dientes y su perfume favorito, L’Heure Bleue de Guerlain, el cual se había aplicado generosamente debajo de las orejas y en la parte interna de las muñecas.

Saboreó la sensación de la moqueta bajo sus pies descalzos —no recordaba la última vez que había experimentado ese pequeño lujo— y caminó por el pasillo hasta el dormitorio. Un hombre con bigote la observó desde la cama con los párpados entornados mientras fumaba un cigarrillo. Ella guardó el neceser en la maleta y dejó caer la toalla.

—¡Dios, qué maravilla! —El hombre sonrió, se incorporó sobre la almohada y apartó el edredón—. Ven aquí.

Por un momento, Kay se sintió tentada, hasta que recordó la aspereza de su mentón antes de afeitarse y que recién despertado siempre sabía a tabaco y a alcohol rancio. Además, prefería retrasar el placer, pues en el sexo, según su experiencia, intervenían tanto la mente como el cuerpo. Todavía tenían por delante toda la tarde, y la noche, y quizá —pues esa podría ser la última vez durante un tiempo— la mañana siguiente. Le devolvió la sonrisa y negó con la cabeza.

—He de ir a comprar leche.

Mientras él se dejaba caer con frustración sobre la almohada, ella recogió del suelo su ropa interior: rosa melocotón recién estrenada, comprada especialmente para lo que los ingleses, a su manera peculiar, llamaban «un fin de semana sucio». «¿Por qué utilizamos esa expresión? —se preguntó—. Mira que somos raros». Echó un vistazo por la ventana. Situada entre Lincoln’s Inn y Gray’s Inn, Warwick Court estaba tomada principalmente por despachos de abogados; un lugar extraño para vivir, en su opinión. Era una mañana tranquila de sábado. Había parado de llover. Lucía un débil sol de invierno. Podía oír el tráfico de Chancery Lane. Recordaba que había una tienda de comestibles en la esquina de enfrente. Iría allí. Empezó a vestirse.

Ciento cincuenta kilómetros al este, el V2 había alcanzado su altitud máxima de noventa y tres kilómetros —la linde de la atmósfera terrestre— y estaba viajando a una velocidad de cinco mil seiscientos kilómetros por hora bajo un hemisferio de estrellas cuando la gravedad, al fin, empezó a reclamarlo. La ojiva se inclinó lentamente y empezó a caer hacia el mar del Norte. Pese a las sacudidas de los vientos de costado y las turbulencias del aire durante la reentrada, un par de giroscopios instalados sobre una plataforma justo debajo de la ojiva detectaban las desviaciones de su curso o trayectoria y las corregía enviando mensajes eléctricos a los cuatro timones de las aletas. Justo en el instante en que Kay estaba ajustándose la segunda media, el V2 cruzó la costa inglesa cinco kilómetros al norte de Southend-on-Sea, y mientras ella se metía el vestido por la cabeza, pasó sobre Basildon y Dagenham. A las 11.12 de la mañana, cuatro minutos y cincuenta y un segundos después del despegue, viajando a casi tres veces la velocidad del sonido, demasiado rápido para ser divisado desde el suelo, el cohete se precipitó sobre Warwick Court.

Un objeto viajando a velocidad supersónica comprime la atmósfera. En la fracción infinitesimal de un segundo antes de que la punta de la ojiva tocara el tejado del edificio victoriano, y antes de que el proyectil de cuatro toneladas atravesara las cinco plantas, Kay percibió —por encima de todo pensamiento y mucho más allá de toda capacidad de articularlo— un cambio en la presión del aire, el presentimiento de una amenaza. A renglón seguido, los dos contactos metálicos del fusible del misil, protegidos por un capuchón de sílice, colisionaron entre sí por la fuerza del impacto, completando un circuito eléctrico que detonó una tonelada de explosivos de amatol. El dormitorio pareció evaporarse en la oscuridad. Oyó la explosión y el desgarro del acero y la mampostería conforme el fuselaje y los fragmentos de la ojiva descendían piso por piso, un estruendo cuando partes del techo de yeso aterrizaron a su alrededor, y un instante después la explosión sónica de la barrera del sonido siendo rota, seguida del ruido del cohete entrante.

La onda expansiva la levantó del suelo y la lanzó contra la pared del dormitorio. Quedó tumbada de costado, semiconsciente, falta de aire pero extrañamente serena. Sabía exactamente qué los había golpeado. De modo que esto es lo que hace, pensó. La onda explosiva subterránea sería ahora el problema, si el cohete había sacudido los cimientos lo suficiente para hacer caer el edificio. El polvo mantenía la habitación a oscuras. Al rato notó una brisa y algo que aleteaba a su lado. Alargó la mano y tocó la moqueta. Bajo los dedos sintió cristales y los retiró rápidamente. La ventana había estallado. Las cortinas ondeaban. Fuera, en algún lugar, una mujer gritaba. Cada pocos segundos se oía el estruendo de trozos de mampostería cayendo. Podía percibir el olor mortalmente dulce del gas.

—¿Mike? —No obtuvo respuesta. Probó de nuevo, más alto esta vez—. ¿Mike?

Se incorporó trabajosamente. La habitación estaba inmersa en una especie de crepúsculo. Partículas de ladrillo y yeso pulverizados giraban en el haz de luz grisácea que entraba por la ventana. Siluetas con las que no estaba familiarizada —tocador, sillas, fotos— se hallaban torcidas y ensombrecidas. Detrás del cabecero de madera, una grieta viajaba desde el suelo hasta el techo. Hizo una inspiración profunda para reunir fuerzas y engulló una bocanada de polvo. Tosiendo, se agarró a la cortina, se puso en pie y caminó a trompicones entre los escombros hacia la cama. Una viga de hierro se había desplomado y yacía sobre los pies del colchón. Desparramados por el edredón había trozos grandes de yeso, madera y crin de caballo. Kay necesitó las dos manos para apartarlos y liberar el torso de Mike. Tenía la cabeza girada hacia el otro lado. El edredón estaba inundado de algo rojo que al principio creyó que era sangre, pero cuando lo tocó resultó ser polvo de ladrillo.

—¿Mike? —Palpó su cuello para buscar el pulso y de repente, como si hubiera estado jugando a hacerse el muerto, se volvió con el rostro extrañamente blanco y los ojos castaños muy abiertos. Kay lo besó y le acarició la mejilla—. ¿Estás herido? ¿Puedes moverte?

—Creo que no. ¿Tú estás bien?

—Sí. ¿Puedes intentarlo, cariño? Hay una fuga de gas. Tenemos que salir de aquí.

Colocó las manos debajo del brazo de Mike, agarró la carne musculosa y tiró de ella. Mike retorció los hombros en un esfuerzo por escapar. Su rostro se contrajo de dolor.

—Tengo algo encima de las piernas.

Kay fue hasta los pies de la cama y envolvió la viga con los brazos. Cada vez que la movía levemente, Mike gemía entre dientes.

—¡Para, por lo que más quieras!

—Perdona —dijo ella, sintiéndose impotente.

—Vete, Kay, por favor. Simplemente diles que hay una fuga de gas.

Kay podía oír el pánico en su voz. En una ocasión, Mike le había contado que su peor momento como piloto no fue en un combate. Fue ver a un hombre arder vivo en un accidente de avión tras un aterrizaje fallido; tenía las piernas atrapadas y no podían acercarse para sacarlo: «Ojalá hubiera podido pegarle un tiro».

La campana metálica de un camión de bomberos sonó en las proximidades.

—Buscaré ayuda. Pero no voy a abandonarte, te lo prometo.

Se puso los zapatos y se abrió paso por la habitación hasta el pasillo. La gruesa moqueta estaba enterrada bajo el yeso. El olor a gas era peor ahí —la fuga debía de estar en la cocina— y parecía que el suelo estuviera inclinándose. La luz del día se filtraba por una grieta ancha como su mano que llegaba hasta el techo. Descorrió el cerrojo de la puerta del piso, giró el pomo y tiró de él. La hoja se resistió y tuvo que desencajarla de su marco retorcido. Hecho esto, pegó un grito al descubrirse balanceándose sobre el borde de una caída de siete metros. El rellano de la segunda planta y la fachada del bloque de pisos habían desaparecido. No quedaba nada entre ella y la carcasa del edificio del otro lado de la calle, con sus ventanas huecas y el tejado desplomado. Justo bajo sus pies, contra la calzada, se precipitaba una lluvia de despojos: ladrillos, tuberías, trozos de mobiliario, una muñeca. El humo se elevaba desde una docena de fuegos pequeños.

Un camión de bomberos se había detenido y los hombres estaban descargando escaleras y desenrollando mangueras en medio de lo que semejaba el escenario de una batalla: víctimas cubiertas de sangre y polvo tendidas en el suelo; otras sentadas y aturdidas, con la cabeza gacha; trabajadores de protección civil con casco moviéndose entre ellas; dos cuerpos ya apartados y tapados; transeúntes contemplando la escena boquiabiertos. Kay se agarró al marco de la puerta, asomó el cuerpo todo lo que pudo y pidió ayuda a gritos.

Según los registros del Consejo Municipal de Londres, seis personas perecieron a causa del que acabó conociéndose como «el cohete de Warwick Court» y otras 292 resultaron heridas, la mayoría de ellas alcanzadas en Chancery Lane por escombros voladores. Entre los fallecidos se encontraban Vicki Fraser, enfermera de treinta años; Irene Berti, secretaria de un despacho de abogados de diecinueve años; y Frank Burroughs, sesenta y cinco, técnico en calefacción. Las escasas fotografías aprobadas por los censores para su publicación muestran escaleras de bomberos extendidas sobre un edificio destrozado, con las plantas superiores completamente derrumbadas, y a un hombre bajo y enjuto, de unos cincuenta años y aspecto extraño, con abrigo negro y sombrero de fieltro, abriéndose paso entre las pilas de escombros. Era un médico que justo pasaba por allí y se ofreció a subir al inestable edificio, y fue el hombre que, después de cinco minutos de gritos frenéticos, trepó por la escalera de bomberos y entró en el piso con Kay y el equipo de rescate.

Al llegar al dormitorio, el médico se quitó educadamente el sombrero, como si se tratara de una visita de rutina, y con acento escocés preguntó quedamente:

—¿Cómo se llama?

—Mike —dijo Kay—. Mike Templeton. —Acto seguido, porque quería que lo trataran con respeto, añadió—: Comodoro del aire Templeton.

El médico se acercó a la cama.

—Bien, señor, ¿puede sentir las piernas?

Uno de los bomberos dijo:

—Debería irse, señorita. Nosotros nos encargaremos a partir de aquí.

—¿Qué pasa con el gas?

—Hemos cerrado la tubería principal.

—Preferiría quedarme.

—No puede ser, lo siento. Usted ya ha hecho su parte.

Otro bombero la tomó del brazo.

—Vamos, señorita, no discuta. Este edificio podría venirse abajo en cualquier momento.

—No te preocupes por mí, Kay —dijo Mike—. Hazles caso.

El médico se volvió hacia ella.

—Me ocuparé de que esté bien, señora Templeton.

«¡Señora Templeton!». Kay había olvidado que no debería estar ahí.

—Por supuesto. Le pido disculpas.

Cuando se dirigía a la puerta, Mike la llamó de nuevo.

—Será mejor que te lleves la maleta.

Kay se había olvidado por completo de ella. Seguía a los pies de la cama, sobre la otomana, cubierta de polvo y yeso, una prueba muda de su infidelidad. Probablemente Mike había estado inquieto todo ese rato por su presencia. Kay le sacudió el polvo, echó los cierres y siguió al bombero hasta la puerta. El hombre se colocó en el primer peldaño de la escalera de mano, agarró la maleta y se la lanzó a un compañero que aguardaba abajo. Descendió otro par de peldaños, extendió las manos e hizo señas a Kay para que lo imitara. Kay tuvo que cerrar los ojos cuando la escalera cedió y se balanceó bajo el peso de ambos. Las manos del bombero la sujetaron con fuerza por la cintura.

—Vamos, señorita, puede hacerlo.

Bajaron despacio, deteniéndose en cada escalón. Al alcanzar el último peldaño, Kay se desmayó.

Cuando despertó se encontró a una enfermera arrodillada frente a ella, sujetándole el mentón y aplicándole yodo en la sien. Gimió e intentó apartarse. La mano se lo impidió.

—Tranquila, cariño. No te muevas, ya casi estoy.

Notaba algo punzante en la espalda, y cuando la enfermera hubo terminado y pudo darse la vuelta, descubrió que estaba apoyada en la rueda trasera del camión de bomberos. Habían extendido dos escaleras más contra el edificio bombardeado y tres hombres con cascos de acero se hallaban arriba sujetando una camilla que estaba pasándole media docena de bomberos. La enfermera siguió la dirección de su mirada.

—¿Lo conoce?

—Creo que sí.

—En ese caso, acompáñeme.

Le tendió la mano y ayudó a Kay a levantarse. La enfermera le pasó el brazo por los hombros cuando se detuvieron al pie de la escalera.

La camilla descendía despacio mientras los hombres se gritaban entre sí para mantenerla firme. Kay reconoció a Mike por los rizos morenos. Lo habían envuelto en una manta. Cuando llegó al suelo, giró la cabeza y la vio. Tenía el rostro contraído de dolor, pero logró sacar la mano de debajo de la manta y levantar débilmente el pulgar. Kay tomó la mano de Mike entre las suyas.

Él le preguntó:

—¿Ha sido un V2?

Ella asintió.

Mike sonrió levemente.

—Tiene gracia.

Kay se volvió hacia la enfermera.

—¿Adónde lo llevan?

—A Barts. Puede acompañarlo, si quiere.

—Me gustaría.

Mike retiró la mano. La expresión de su rostro se tornó súbitamente distante, como si Kay fuera una extraña. Clavó la mirada en el cielo.

—Mejor no —dijo.

3

Se hallaban bajo un abeto goteante, Graf fumando un cigarrillo, Biwack con su libreta abierta. Graf había querido regresar a Scheveningen justo después del lanzamiento, pero Biwack había insistido en ver cómo trabajaba el regimiento. Observaron a media docena de miembros del equipo de despegue despejar la zona enrollando los cables eléctricos y derribando el mástil. La plataforma de lanzamiento era una estructura metálica redonda y robusta, no más grande que una mesa de centro, de la misma circunferencia que el V2, montada sobre unas patas hidráulicas, con un deflector de rebufo en el centro con forma de pirámide.

—¿Cuánto pesa?

—Una tonelada y media, aproximadamente.

El equipo acercó un remolque de dos ruedas y lo encajó debajo de la plataforma. Trabajaban deprisa, sin hablar demasiado, a fin de minimizar el tiempo que permanecían expuestos a los aviones enemigos. En algún punto del bosque un motor cobró vida, expulsando hacia arriba nubes de humo marrón, y un semioruga blindado emergió con lentitud de las profundidades del suelo.

—¿Qué es eso?

—El vehículo que controla el despegue. Permanece atrincherado durante el lanzamiento.

El semioruga avanzó pesadamente por el sotobosque y se detuvo con el motor en punto muerto mientras el equipo enganchaba la plataforma de lanzamiento a la placa de remolque. A continuación los hombres subieron a los guardabarros y se agarraron a la carcasa blindada. El motor aceleró y el vehículo arrancó. En menos de un minuto habían desaparecido. Exceptuando el vago olor a combustible quemado y alguna que otra marca de calcinamiento en los árboles circundantes, nada hacía sospechar que allí se había lanzado un misil.

Biwack parecía tan impresionado por eso como lo había estado por el cohete en sí.

—¿Eso es todo? ¡Caray, realmente pueden lanzar esa cosa desde cualquier lugar!

—Siempre y cuando el suelo sea lo suficientemente llano y firme. Un rincón de un aparcamiento o el patio de un colegio servirían.

Graf jamás habría imaginado, un año atrás, que serían capaces de lanzar el cohete con tanta facilidad. Pero un año atrás tampoco habría creído que serían capaces de fabricar en serie miles de V2. El ingenio que implicaba todo ello nunca dejaba de sorprenderlo.

—Debe de ser fantástico para usted —dijo Biwack— ver algo en lo que ha trabajado desde los dieciséis años transformarse finalmente en un arma destinada a proteger la patria.

El comentario se le antojó tan capcioso que Graf le lanzó una mirada rauda, pero Biwack tenía el semblante inexpresivo.

—Desde luego. —Apuró el cigarrillo, lo tiró al suelo y lo aplastó con el zapato—. Deberíamos volver.

No habían recorrido ni cincuenta metros cuando oyeron el semioruga regresar por la carretera con el motor aullando como si estuviera en estado de pánico. Al llegar a la curva dio marcha atrás a toda velocidad, sin sus pasajeros colgante

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