
En octubre de 2023 se reunió en la Real Academia Española y en el Instituto Castellano y Leonés de la Lengua (Burgos) la Comisión Interacadémica de Publicaciones de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), formada por su presidente y director de la Real Academia Española, Santiago Muñoz Machado; el director de la Academia Mexicana de la Lengua, Gonzalo Celorio; el director de la Academia Chilena de la Lengua, Guillermo Soto; el presidente de la Academia Peruana de la Lengua, Eduardo Hopkins; el director de la Academia Cubana de la Lengua, Jorge Fornet; el vicepresidente primero de la Academia Nacional de Letras de Uruguay, Wilfredo Penco; el director de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, José Luis Vega, y el secretario general de la ASALE, Francisco Javier Pérez. Entre las distintas propuestas valoradas para la colección de ediciones conmemorativas, la comisión aprobó la publicación de La vida breve de Juan Carlos Onetti, uno de los narradores más importantes de Uruguay.
Desde su inauguración en 2004, la colección ha procurado publicar a los más destacados autores de nuestra literatura, que han contribuido decisivamente a la conformación y el conocimiento del español más actual y han dado proyección universal a una lengua que ya hablan cerca de seiscientos millones de personas. A la calidad filológica de las ediciones se une una siempre cuidada presentación. Este conjunto de obras, veinte años después de la aparición del primer volumen, cuenta ya con dieciséis títulos procedentes de distintos países hispanohablantes, a los que se suma ahora Uruguay.
Comenzaron las ediciones conmemorativas con el Quijote del IV Centenario (España, 2004, reeditado en 2015) y continuó con Cien años de soledad (Colombia, 2007), La región más transparente (México, 2008), Pablo Neruda. Antología general (Chile, 2010), Gabriela Mistral en verso y prosa (Chile, 2010), La ciudad y los perros (Perú, 2012), Rubén Darío. Del símbolo a la realidad (Nicaragua, 2016), La colmena (España, 2016), Borges esencial (Argentina, 2017), Yo el Supremo (Paraguay, 2017), Rayuela (Argentina, 2019), El Señor Presidente (Guatemala, 2020), Martí en su universo. Una antología (Cuba, 2021), y Los ríos profundos (Perú, 2023). Este año, 2024, tras la publicación de Corrientes alternas. Antología de verso y prosa de Octavio Paz (México), sale a la luz La vida breve.
Es esta una de las novelas más famosas de Onetti, autor que ha sido considerado un verdadero precursor del boom hispanoamericano. Su publicación en 1950 supuso un cambio fundamental en la literatura en español. Esta renovación de la técnica narrativa se evidenciaba, entre otras cosas, en la inclusión de múltiples niveles ficticios aparejados a una serie de problemas existenciales vinculados al personaje principal.
La estructura de la obra se articula sobre tres realidades distintas: la vida del narrador y su esposa mutilada, donde se abordan los conflictos internos y la insatisfacción personal del protagonista con su propia realidad; el espacio al otro lado de la pared de su apartamento, donde, a través de los sonidos, se puede adivinar la ajetreada vida de la vecina; y, por último, la entrada en escena de un pueblo ficticio, Santa María, primera aparición de ese mundo mítico creado por Onetti y desarrollado en otras obras del autor —El astillero y Juntacadáveres—. Rompe, por tanto, el relato con los parámetros tradicionales de la narración novelística al combinar estos niveles de ficción y realidad, para crear una estructura compleja. Este enfoque no solo enriquece la estructura de la obra, sino que también sirve como medio para explorar complejas cuestiones existenciales del protagonista.
La repercusión del libro tras su publicación fue escasa. Se vendió mal. Hubo que esperar para que la obra fuese reconocida como un hito de la literatura latinoamericana. Onetti, sin embargo, la consideró su novela más interesante y fundamental para entender el resto de sus libros.
La presente edición, coordinada por Wilfredo Penco, vicepresidente primero de la Academia Nacional de Letras de Uruguay, como el resto de los títulos de la colección, se acompaña de una serie de monografías y breves ensayos. Abre la serie de estudios un trabajo recuperado de Emir Rodríguez Monegal, ensayista y crítico uruguayo, en el que nos pone en antecedentes sobre la novela rioplatense, dentro de la que sitúa no solo este relato de Onetti, sino toda su obra. Sigue una colaboración de Josefina Ludmer, escritora y crítica literaria argentina, de la que se han seleccionado fragmentos de su obra Onetti. Los procesos de construcción del relato (1977), centrados concretamente en La vida breve. El premio nobel y miembro de las Academias Peruana y Española Mario Vargas Llosa aporta el capítulo «La fuga a un mundo de ficción», que publicara en su libro El viaje a la ficción, donde trata de la novela de Onetti. Sigue un artículo del académico de la Real Academia Española Antonio Muñoz Molina, en el que nos proporciona una serie de notas procedentes de una relectura actual de la obra. Cierra esta primera serie de estudios preliminares un poema del académico mexicano y escritor José Emilio Pacheco publicado en Cuadernos Hispanoamericanos en 1974: «La vida breve (Homenaje a Santa María)».
Al final del volumen y bajo el título «Los mundos de Onetti», se recogen las colaboraciones de Hortensia Campanella, periodista cultural, crítica literaria y amiga personal de Onetti, y el profesor, narrador y crítico uruguayo Juan Carlos Mondragón, ambos académicos correspondientes de la Academia Nacional de Letras de Uruguay, y de la profesora e investigadora uruguaya Alma Bolón. Completan la edición una bibliografía, un glosario de voces utilizadas por el autor en esta obra y un índice onomástico.
A todos ellos manifiestan su gratitud la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Agradecimiento especial merecen la Academia
Nacional de Letras de Uruguay, en particular la labor
de su vicepresidente primero, Wilfredo Penco, junto
a su equipo de colaboradores encabezado por
el profesor Néstor Sanguinetti, y el
responsable de Publicaciones de
la Real Academia Española,
Carlos Domínguez
Cintas.



EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL
JUAN CARLOS ONETTI Y LA NOVELA
RIOPLATENSE
I
En 1939, escribió Eladio Linacero:
Lo curioso es que si alguien dijera de mí que soy «un soñador» me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que sucedió en el mundo de los hechos reales hace unos cuantos años. También podría ser un plan ir contando un «suceso» y un sueño [Onetti, 1939].
El plan allí enunciado por Linacero fructificó no solo en las noventa y nueve páginas de El pozo (novela que firmaba J. C. Onetti) sino, diez años más tarde, en una obra de mayores proporciones: La vida breve (también de J. C. Onetti). En esos diez años el arte lineal del primer memorialista maduró en la compleja estructura de vidas y sueños que recoge en un largo relato su legítimo descendiente, Juan María Brausen. Vale la pena examinar con este pretexto —y con la perspectiva de los diez años— el arte de su creador, Juan Carlos Onetti.
II
—Mundo loco —dijo una vez más la mujer, como remedando, como si lo tradujese.
Yo la oía a través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito de hielo y fermentación de la heladora o la cortina de varillas tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases intermitentes de la mujer, sin creer en lo que decía.
Con elogiable economía, Onetti enfrenta desde esas primeras líneas a los dos mundos en que va a circular el protagonista de La vida breve. Los dos mundos que separa la débil, facilitadora pared del departamento, nunca llegarán a confundirse. Para saltar de uno a otro será necesario que Juan María Brausen asuma un nuevo nombre, que deje de ser Brausen y empiece a ser Juan María Arce. En algún momento ambos mundos llegan a ser tangenciales pero nunca se solapan; están en distintos planos; distintas leyes los rigen y el juego del vivir no puede ser el mismo en ambos.
El mundo de Juan María Brausen es el mundo de la responsabilidad y la rutina, del hastío y el sinsentido, del malentendido que llaman amor. En alguna parte resume Brausen su vida: «Gertrudis y el trabajo inmundo y el miedo de perderlo [...]; las cuentas por pagar y la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que puedan hacerme feliz». O, un poco más tarde y con más reconocible elocuencia:
A esta edad es cuando la vida empieza a ser una sonrisa torcida. [...] Y se descubre que la vida está hecha, desde muchos años atrás, de malentendidos. Gertrudis, mi trabajo, mi amistad con Stein, la sensación que tengo de mí mismo, malentendidos. Fuera de esto, nada; de vez en cuando, algunas oportunidades de olvido, algunos placeres, que llegan y pasan envenenados. Tal vez todo tipo de existencia que pueda imaginarme debe llegar a transformarse en un malentendido. Tal vez, poco importa. Entretanto, soy este hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro. El hombrecito que disgusta en la medida en que impone la lástima, hombrecito confundido en la legión de hombrecitos a los que fue prometido el reino de los cielos. Asceta, como se burla Stein por la imposibilidad de apasionarme y no por el aceptado absurdo de una convicción eventualmente mutilada. Este, yo en el taxímetro, inexistente, mera encarnación de la idea Juan María Brausen, símbolo bípedo de un puritanismo barato hecho de negativas —no al alcohol, no al tabaco, un no equivalente para las mujeres—, nadie, en realidad (pp. 64-65).
O, también, dicho en las palabras con que el protagonista comprende —al fin— lo que había estado sabiendo durante semanas, que yo, «Juan María Brausen, y mi vida no eran otra cosa que moldes vacíos, meras representaciones de un viejo significado mantenido con indolencia, de un ser arrastrado sin fe entre personas, calles y horas de la ciudad, actos de rutina».
Ese mundo puede resumirse en la imagen con que Onetti golpea al lector desde el comienzo, al empezar a comunicar Brausen su obsesión: el pecho recién cortado de su mujer. Solo en Louis Ferdinand Céline (especialmente en Voyage au bout de la nuit, 1982) suele encontrarse tamaña provocación a la sensibilidad del lector. El mismo Onetti en sus anteriores novelas no había dado con nada tan cruelmente eficaz; tampoco Jean-Paul Sartre, de quien Onetti es coetáneo y presenta tantos curiosos puntos de contacto. (En efecto, La nausée y Le mur son de 1938; El pozo, de 1939. No es seguro que Onetti haya conocido antes de 1945 estas primeras obras de Sartre; y sin embargo su corta novela está en la misma tradición de literatura negra. El parentesco parece más fácil de trazar por la vía de una común admiración por Céline —La nausée tiene un epígrafe suyo— y por la influencia compartida de novelistas norteamericanos en que descuellan Dos Passos y Faulkner).
[En La vida breve] las imágenes se acumulan, incesantes, crueles:
[...] pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la lengua; [...] pensaba en la mañana, unas diez horas atrás, cuando el médico fue cortando cuidadosamente, o de un solo tajo que no prescindía del cuidado, el pecho izquierdo de Gertrudis. Había sentido vibrar el bisturí en la mano, sentido cómo el filo pasaba de una blandura de grasa a una seca, a una ceñida dureza después; [...] mientras no lograra olvidar aquel pecho cortado, sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa de operaciones como una medusa, ofreciéndose como una copa. No era posible olvidarlo, aunque me empeñara en repetirme que había jugado a mamar de él, de aquello; [...] Ablación de mama. Una cicatriz puede ser imaginada como un corte irregular practicado en una copa de goma, de paredes gruesas que contenga una materia inmóvil, sonrosada, con burbujas en la superficie, y que dé la impresión de ser líquida si hacemos oscilar la lámpara que la ilumina. También puede pensarse cómo será quince días, un mes después de la intervención, con una sombra de piel que se le estira encima, traslúcida, tan delgada que nadie se atrevería a detener mucho tiempo sus ojos en ella. Más adelante las arrugas comienzan a insinuarse, se forman y se alteran; ahora sí es posible mirar la cicatriz a escondidas, sorprenderla desnuda alguna noche y pronosticar cuál rugosidad, cuáles dibujos, qué tonos sonrosados y blancos prevalecerán y se harán definitivos. Además, algún día Gertrudis volvería a reírse sin motivo bajo el aire de primavera o de verano del balcón y me miraría con los ojos brillantes, con fijeza, un momento. Escondería en seguida los ojos, dejaría una sonrisa junto con un trazo retador en los extremos de la boca.
Habría llegado entonces el momento de mi mano derecha, la hora de la farsa de apretar en el aire, exactamente, una forma y una resistencia que no estaban y que no habían sido olvidadas aún por mis dedos. «Mi palma tendrá miedo de ahuecarse exageradamente, mis yemas tendrán que rozar la superficie áspera o resbaladiza, desconocida y sin promesa de intimidad de la cicatriz redonda» (pp. 10-13).
La brutalidad de estas descripciones deja más al desnudo la sensibilidad herida del personaje. A través de ella busca el autor alcanzar la sensibilidad del lector. Todo el resto de la novela solo puede agregar circunstancias, nombres, anécdotas. Si el lector ha asimilado el castigo, bastaría esa única imagen para poder deducir —en angustia, en pasión— todo el resto. Pero Onetti es un verdugo metódico y proyecta sus vicisitudes (para usar sus palabras) con precisión y frialdad. Nada queda omitido. Y pieza tras pieza, en lúcido, ordenado puzle, se desarrolla ante el lector la historia de Juan María Brausen: su fracaso amoroso, la pérdida del empleo, la separación de Gertrudis, un nuevo fracaso al intentar (en qué términos tan equívocos) el rescate de la juventud vivida en Montevideo.
Uno de los temas constantes de Onetti es el de la frescura adolescente de la mujer y su degradación en el sexo, en el embarazo, en la prostitución. Con curiosas variantes, el tema puede verse en la historia de Cecilia Huerta o en la aventura con Ana María (El pozo); en el abandono de Nené Aránzuru y en la violación de Nora por Larsen (Tierra de nadie); en la equívoca huida de Ossorio con la hija de Barcala (Para esta noche). En La vida breve, la aventura con Raquel simboliza esto y algo más; también representa el intento (frustrado) de recuperar un tiempo abolido, de descubrir la juventud en Montevideo. Con ejemplar dureza, Onetti hace volver a Raquel ante Brausen —deformada ya por el embarazo— para ensuciarlo con su vana piedad. (Incidentalmente, la aventura con Raquel está contada a lo largo de la novela con técnica fragmentaria estudiada —quizá— en el Faulkner de Light in August: en el capítulo VI Brausen comenta con Julio Stein —en conversación saturada de sobreentendidos— la aventura; en el IX cuenta una entrevista con Raquel, que ocurre algo después de consumado el encuentro, y de la que no es posible sacar mucho en limpio; solo en el XIV aparece el relato minucioso de la misma).
Mientras la existencia de Brausen se empobrece y adelgaza hasta llegar a las heces, la fascinación del mundo del otro lado de la pared se ejerce con creciente energía. En un primer momento parece obvio su significado: es un escape, una huida de la realidad. Pero es también realidad e impone sus reglas. Un día Brausen aprovecha una ausencia de su vecina, la Queca, y visita el departamento vacío.
Empecé a moverme sobre el piso encerado [escribe], sin ruido ni inquietud, sintiendo el contacto con una pequeña alegría a cada paso lento. Calmándome y excitándome cada vez que mis pies tocaban el suelo, creyendo avanzar en el clima de una vida breve en la que el tiempo no podía bastar para comprometerme, arrepentirme o envejecer (pp. 68-69).
Desde ese momento, Brausen empieza a concebir el desquite. No en su propia existencia ratonil, sino en el mundo de al lado. Al ingresar allí, es como si los valores morales (sus valores, en los que ya no cree) cambiaran de signo, aceleraran su metamorfosis: él, hombre de una sola mujer, podrá convertirse en el amante de una prostituta, en macró; él, temeroso de hacer sentir a su mujer la imparidad de sus pechos, descubrirá el placer de golpear a una mujer, de brutalizar y brutalizarse; él, aceptando como un capricho («de primavera», se dice) la idea de matar a Gertrudis, arderá en deseos de vengar con el asesinato premeditado de la Queca «todos los agravios que me era posible recordar».
Una fuerte escena marca el acceso al mundo de al lado. En su primera tentativa de entrar en contacto con la Queca, Brausen (vacilante, improvisado) es echado a patadas por uno de sus amantes, Ernesto. Mientras se levanta y se limpia la ropa maculada, Brausen comprende que ha sido aceptado, que ahora empieza a ser también Juan María Arce. La violencia parece ser la regla de este otro juego. Pero no es su tónica. Poco a poco, Arce descubre el verdadero sentido de este mundo, eufóricamente anticipado en la visita al departamento vacío. En un segundo intento de aproximación (esta vez sin el torvo Ernesto) Arce consigue a la Queca; puede contemplarse vivir:
«Ahora yo también estoy dentro del escándalo, dejando caer ceniza de tabaco por todas partes, aunque no fume; usando copas, moviéndome con ardor entre los muebles y objetos que empujo, arrastro, cambio de lugar; inmóvil, cumplo mi tímida iniciación, ayudo a construir la fisonomía del desorden, borro mis huellas a cada paso, descubro que cada minuto salta, brilla y desaparece como una moneda recién acuñada, comprendo que ella me estuvo diciendo, a través de la pared, que es posible vivir sin memoria ni previsión».
Con la Queca, la rutina del sexo se convierte en otra cosa:
«Si la olvido [piensa mientras la mira caminar por la pieza], podría desearla, obligarla a quedarse y contagiarme su silenciosa alegría. Aplastar mi cuerpo contra el suyo, saltar después de la cama para sentirme y mirarme desnudo, armonioso y brillante como una estatua, efebo por la juventud trasmitida a través de epidermis y de mucosas, desbordante de mi vigor de tercera mano» (pp. 156-157).
De estas experiencias, un nuevo hombre (no solo un nuevo nombre) emerge. Cuando acepta irse a Montevideo con la Queca, en viaje financiado por un viejo amante de ella, la nueva etapa de la degradación le permite mirarse desde la altura de Brausen y sentirse «irresponsable de lo que él [Arce] pensara o hiciera»; se ve «descender con lentitud hasta un total cinismo, hasta un fondo invencible de vileza del que [Arce] estaría obligado a levantarse para actuar por mí».
Una nueva verdad suplanta a los valores destruidos por Brausen. Tendido en la cama de la prostituta (en la que se complace en «descubrir antiguas presencias mezcladas, contradictorias») y mientras se distrae pensando en su pasado como si fuera ajeno,
algunos anticipos de Arce y de la verdad iban cayendo sobre mi pereza: supe que no es el recto, sino todo, lo que se da por añadidura; que lo que lograra obtener por mi esfuerzo nacería muerto y hediondo; que una forma cualquiera de Dios es indispensable a los hombres de buena voluntad, que basta ser despiadadamente leal con uno mismo para que la vida vaya encajando, en momento oportuno, los hechos oportunos.
Libre de la ansiedad, renunciando a toda búsqueda, abandonado a mí mismo y al azar, iba preservando de un indefinido envilecimiento al Brausen de toda la vida, lo dejaba concluir para salvarlo, me disolvía para permitir el nacimiento de Arce. Sudando en ambas camas, me despedía del hombre prudente, responsable, empeñado en construirse un rostro por medio de las limitaciones que le arrimaban los demás, los que lo habían precedido, los que aún no estaban, él mismo. Me despedía del Brausen que recibió en una solitaria casa de Pocitos, Montevideo, junto con la visión y la dádiva del cuerpo desnudo de Gertrudis, el mandato absurdo de hacerse cargo de su dicha (pp. 240-241).
Para poder ingresar totalmente a este mundo de verdad (ese mundo de Arce), el personaje necesita purificarse matando a la Queca; bastarían entonces pocos minutos para aliviarse de todo lo que puede ser dicho a una persona, «para quedar vacío de todo lo que había tenido que tragarme desde la adolescencia, de todas las palabras ahogadas por pereza, por falta de fe, por el sentimiento de la inutilidad de hablar». Cuando llega al departamento a matar a la Queca, descubre que esta acaba de ser asesinada por Ernesto, «Sentí que despertaba [comenta luego] —no de este sueño, sino de otro incomparablemente más largo, otro que incluía a este y en el que yo había soñado que soñaba este sueño—».
Brausen (es claro) no deja nunca de ser Brausen. Ni aun cuando se libera de compromisos (el empleo, Gertrudis, la amistad); ni aun cuando entierra, con Raquel, la nostalgia de la juventud en Montevideo; ni aun cuando vive, tantos meses, como Arce. Rechaza, es cierto, las reglas del juego en que vivía, cambia de mundo, pero subsiste profundamente como Brausen. La reacción frente al asesinato de la Queca lo demuestra. Ante la realidad brutal (no imaginaria) del crimen, Arce se desvanece —el nuevo juego (su juego) exigía que matara a Ernesto— y es un renovado Brausen el que protege al asesino, el que intenta salvarlo creándole una vida nueva. (Quizá ya Brausen sienta que Ernesto ha matado por él, aunque solo más tarde llegue a formulárselo tan claramente, llegue a sentirse solidario y a escribir: «No es más que una parte mía; él y todos los demás han perdido su individualidad, son partes mías» [p. 294]). En su desesperada intentona de evasión, ambos llegan a Santa María y acaban por ser detenidos, lo que de golpe entrega a Brausen la libertad, la verdadera: «Esto era lo que yo buscaba desde el principio [se dice], desde la muerte del hombre que vivió cinco años con Gertrudis; ser libre, ser irresponsable ante los demás, conquistarme sin esfuerzo en una verdadera soledad». Entre tanto, su huida también lo ha llevado a interpolarse en un tercer mundo, del que no he hablado todavía pero que es tan antiguo como la novela.
III
Antes de que Juan María Brausen supiese que era posible incorporarse al mundo de la Queca —que corría vertiginoso del otro lado de la pared—, la necesidad de evadirse del mundo propio le había forzado a la creación de un mundo imaginario. Un médico cuarentón en Santa María, ciudad provinciana junto al río, constituía la primera imagen. Poco a poco, y mientras Brausen se esconde y emerge gradualmente como Arce, la historia de Díaz Grey se va formando como otra vía de escape. El mundo en que Díaz Grey vive es una transparente estilización de la realidad que oprime a Brausen: la sordidez está objetivada en la profesión («Los ojos [...] hartos hasta el fin de la vida de observar entrepiernas, pliegues, combas, blanduras, lugares comunes y anormalidades [...]. La cara colgante inclinada sobre adelantos y retrasos, el olor de la carne fresca y cocida que se alza desprendiéndose del perfume de las sales de baño o del de la colonia distribuida previamente con un solo dedo. Abrumado a veces por la involuntaria tarea de analizar el claroscuro, las formas y los detalles barrocos de lo que miraba y tratar de representarse lo que aquello había significado o podría significar para un hombre cualquiera, enamorado» [pp. 23-24]); la tentación de la hembra es Elena Sala («La vi avanzar en el consultorio, seria, haciendo oscilar apenas un medallón con una fotografía, entre los dos pechos, demasiado pequeños para su corpulencia y la vieja seguridad que reflejaba su cara» [p. 20]); la consumación del rabioso deseo se alcanza en la posesión de esa misma Elena (que se entrega porque sabe que luego va a suicidarse); la pureza adolescente llega en una aventura imposible con una Elena Sala imaginaria, y que Díaz Grey se cuenta para poder seguir viviendo (como Brausen se cuenta la de Díaz Grey, como vive la de Arce); la huida y persecución está en la sucia aventura final con el marido y un amante de Elena Sala, aventura en la que Díaz Grey participa por saber que descenderá la paz en medio del desastre, que la joven violinista con la que al fin se queda es la Elena Sala imposible y ya muerta. Hasta en los menores detalles, este mundo de Díaz Grey es tributario del de Brausen. No solo porque el protagonista es el mismo Brausen y Elena Sala es una renovada Gertrudis; lo es, sobre todo, porque el dueño del hotel junto a la playa es el mismo viejo Macleod que había echado a Brausen de su empleo; lo es porque hay cosas de Elena Sala que solo Brausen entiende; la prostibularia sonrisa que ofrece a Díaz Grey y que nace del mismo «ademán, el mismo breve, desesperanzado sonido, [reiterado] años atrás en zaguanes de prostíbulos, donde mi mano avanzaba lívida bajo la luz alta en el techo»; nace de su promiscuidad con la Queca, de su implacable enfoque del sexo.
En esta tercera existencia de Brausen, Onetti abandona, es claro, toda pretensión de realismo. Me refiero al de las esencias. La superficie sigue siendo de sórdido, minucioso naturalismo. Pero las coordenadas de tiempo y espacio, las identidades de sus personajes son susceptibles de modificación, y un retoque de la voluntad o un capricho del creador pueden alterar o petrificar la faz del mundo, sus valores.
En otra oportunidad (al comentar Para esta noche en Marcha, 18 de febrero de 1944) he señalado algunas características de la técnica descriptiva de Onetti y la influencia que sobre la misma ejerce el arte de Faulkner. Son válidas, por lo tanto, las objeciones que presenta F. R. Leavis en su memorable análisis de Light in August: la aplicación de un mismo recurso técnico (introspección, monólogo interior, morosa descripción de cada gesto) a distintos personajes en distintas circunstancias, sin dar al mismo tiempo la intimidad minuciosa en el registro de la conciencia que ese enfoque o alteración de recurso implica; vacilación en el enfoque o alteración causal del mismo que no obedece a ninguna necesidad interior; monotonía de los personajes que solo presentan al lector la superficie; vinculación esencial de estos procedimientos con las simplificaciones sentimentales y melodramáticas de un Dickens (Scrutiny, vol. II, n.º 1, Cambridge, junio 1933, pp. 91-93). Es cierto que, en La vida breve, Onetti ha prevenido casi siempre tales errores al concentrar la novela en un personaje (aunque triple) y utilizar como enfoque casi constante el relato autobiográfico. Se empobrece así la caracterización de los demás personajes que aparecen siempre a través del único testigo y se subraya la monotonía del problema, pero también se logra una concentración, una tensión no mitigada, que bien vale el sacrificio de la variedad. Además, el desarrollo casi simultáneo de la historia en tres planos contribuye a un efecto de auténtica complejidad, de riqueza.
Así como Arce se disuelve al final de su aventura en Brausen —y el policía que lo detiene como encubridor de Ernesto lo identifica (ante el asombro del lector): «Usted es el otro [...]. Entonces, usted es Brausen»—, Díaz Grey cierra la novela, conquistada ya del todo su objetividad por haberse asimilado a Brausen. El mundo real de Brausen se interpola verdaderamente en la ficción de Díaz Grey, se hace ficción y el fin de la novela en la página 382 demuestra que, en efecto, la única verdad es la de la fábula. Se comprende recién entonces la lealtad de esta advertencia (ya citada): «Sentí que despertaba [dice el protagonista] —no de este sueño, sino de otro incomparablemente más largo, otro que incluía a este y en el que yo había soñado que soñaba este sueño—».
IV
Otra lectura parece también posible. En vez de considerar la novela como documento contemporáneo, testimonio sobre el mundo desvalorizado que vivimos, el lector puede seguir a Brausen en su aventura interior. Entonces no se trata de escapar a la realidad, vivir la vida breve o inventarse un cuento para llevar al cine. Se trata de crear otra realidad, competir con la creación. Gradualmente, Brausen libera en sí mismo las fuerzas de la imaginación. Mientras vive su gris rutina o la más excitante de Arce, o la rectificable de Díaz Grey, Brausen explora las provincias de la creación. Empieza por tantear este mundo compacto y enterizo, tan ingobernable en apariencia. Por un resquicio —descubierto a qué costa, con qué esfuerzo— es posible interpolar en él una ventana sobre el río, un médico asomado a ella. Brausen se confiesa.
Estaba, un poco enloquecido [...], sintiendo mi necesidad creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico de cuarenta años, habitante lacónico y desesperanzado de una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos, Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo.
Otro resquicio para la creación pueden ser los pechos de una mujer («demasiado pequeños para su corpulencia y la vieja seguridad que reflejaba su cara») entre los que se balancea un medallón con un retrato. Bastan esas figuras para que un nuevo mundo sea posible, empiece a existir.
Toda la novela entonces adquiere profundidad en el tiempo y en el espacio. En vez de contar tres historias más o menos novelescas que se yuxtaponen en universos incomunicados y regidos por sus propias leyes, el libro ordena en un mismo cuadro espacial y temporal sus anécdotas; ese territorio común de las tres historias es la creación narrativa: el tema esencial que permite su existencia simultánea.
Cada vez que Brausen piensa a Díaz Grey, lo va creando. Esa repetición insomne, ese obstinado rigor en el deseo va haciendo viable a Díaz Grey; lo hace salir de la costilla de este Adán. En sus primeras tentativas de vida la criatura está demasiado adherida a Brausen, y su mundo solo logra trasponer —en cifra melodramática y concisa— la dolorosa rutina. Pero la renovada invención permite que se acentúen los rasgos y se empiece a advertir que en Díaz Grey se realiza el milagro del desquite de esta vida primera. La originalidad e independencia de lo creado empieza luego a hacerse evidente. En el capítulo XIII, emerge un tercer agonista, el marido de Elena Sala, ente totalmente de ficción, aunque engendrado por la pasada desdicha y los vientres de Gertrudis y la Queca (como el mismo Brausen se dice). Con el ingreso de este personaje, el relato adquiere por vez primera realidad objetiva; nada en el largo capítulo traiciona la existencia de un creador que mueve los hilos; los muñecos actúan como si fueran mortales. (Apenas algún juego del omnisciente e invisible relator, en que a la manera de Citizen Kane se salta el tiempo entre un apretón de manos de despedida, y el mismo apretón de saludo traiciona una impaciencia técnica, al paso que denuncia una conciencia que vigila).
Puede creerse entonces que Díaz Grey ha logrado su plenitud de cosa creada, su eternidad en el papel. El proceso empieza entonces a revertirse: la creatura empieza a inventar a su creador. O mejor, a presentirlo. Brausen cuenta:
Abandonado en el aire libre al cansancio, al frío, a las olas de sueño que a veces lo arrastraban para devolverlo enseguida, [Díaz Grey] contemplaba la mancha negra del pequeño fondeadero, trataba de distraerse evocando las formas y los colores de las pequeñas embarcaciones, llegaba a intuir mi existencia, a murmurar «Brausen mío» con fastidio.
La invención de un creador acentúa, paradójicamente, la condición de ente real que no tiene (que no puede tener) Díaz Grey. Otra operación que emprende luego confirma el engaño, aumenta la confianza de sus movimientos. Díaz Grey (¿por qué no?) se improvisa un pasado. Para escapar a la extorsión de Elena Sala —que se ofrece pero con asco, profesionalmente— el médico la recrea en la imaginación. Parece ridículo o meramente patético. Sacado de la nada, inventado por la urgencia de otro a los cuarenta años, pequeño y rubio, contra una ventana sobre el río, cómo atreverse a tener un pasado en un taxi con una muchacha recién poseída, que es también la imposible Elena. Díaz Grey lo hace y asegura —demuestra— así su realidad. La posesión «real» de Elena Sala, antes del suicidio, no mata más que la comezón de la carne. El deseo («hijo del cuerpo, pero este ya no bastaba para aplacarlo») solo podrá ser satisfecho cuando encuentre a la muchacha violinista y huya con ella hacia el triunfo total sobre el desastre, cuando, igual que Brausen, cercado por la policía, alcance la paz sobre las serpentinas muertas del alba —como ha escrito Borges en otro contexto—.
Y es entonces (terminada ya la novela en la descripción objetiva de esa fuga y esa victoria) cuando el lector comprende que la verdad es que Díaz Grey acaba inventando a su Brausen, acaba siendo más Brausen que el otro. Porque cuando Brausen, que ha enterrado dentro de sí a Arce, huye con Ernesto hacia la imaginada Santa María descubre allí la realidad de su creación; descubre la vida del pueblo y los seres por él inventados; descubre, también, que la aventura de Díaz Grey ocurrió allí mismo pero en otro tiempo, hace ya muchos años; que esa aventura lo ha anticipado, que fue. Y en vez de interpolar su ficción (Díaz Grey, inventado por él) en la actualidad de la policía que acecha y de Ernesto que golpea a un hombre para escaparse, acaba rindiéndose a la ficción, entregándose a ella, libre e irresponsable. Vale decir: acaba por renunciar y aceptar también su condición de ente ficticio, de creatura creada por otro: Díaz Grey u Onetti.
Con su habitual concisión había anticipado Jorge Luis Borges este mismo tema en un cuento fantástico («Las ruinas circulares») recogido en El jardín de senderos que se bifurcan (1941). Quizá fuera instructivo —apoyándose en esta y otras pistas— emprender un estudio de la influencia heterodoxa de J. L. Borges sobre el arte de Onetti.
V
¿Qué concluir de este laborioso análisis? A primera vista, Onetti no ha sabido resistir a la mediocre tentación de ilustrar —en gran escala— una de las máximas de Pero Grullo: el novelista es el Dios de sus creaturas. Para demostrar su autosatisfacción, podría insinuarse, no ha vacilado en introducir su autorretrato en el cuadro, como si fuera un Veronese cualquiera. Ese creador (que en algún pasaje de la novela es Brausen-Dios para Díaz Grey) es Dios mismo para Brausen-Arce-Díaz Grey. Y está también dentro de la obra [con] su única aparición total. Casualmente, Brausen habla allí de un hombre con el que compartía la oficina: «Se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que solo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos [...]. No hubo preguntas, ningún síntoma del deseo de intimar; Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa». Para evitar equívocos (¿o para alimentarlos?), Onetti ha cuidado que su Brausen no se le parezca físicamente: es pequeño de cuerpo (como Díaz Grey); usa bigote; no es miope. Algo ha quedado, sin embargo: la grave actitud que Julio Stein le reprocha, confirmada por él mismo al aludir a «esa cabeza de caballo triste». Del parecido moral (o de su ausencia) se ocuparán sin duda investigadores futuros.
Pero esta explicación, que no deja de tener sus atractivos, es lamentablemente falsa. Como Proust en À la recherche du temps perdu, como Gide en Les faux-monnayeurs, como Huxley en la novela en que parodia a este último (Point Counter Point), Onetti ha querido explorar la creación literaria desde dos planos simultáneos e inseparables: el teórico y el práctico. Su novela analiza la creación mientras crea. No solo obtiene por este simple recurso una mayor vitalidad; también logra despojar a un tema ilustre de todo intelectualismo y vacía especulación al asediarlo con rabia y pasión.
Además (y esto solo ya sería mucho), con tal procedimiento consigue dar un contenido profundo al mensaje evidente de la obra. No solo es cierto que la liberación de la rutina y la desvalorización del alma solo llega cuando nos encontramos con la verdad de nosotros mismos, nos despojamos de inhibiciones y compromisos, aventamos malentendidos (Brausen al despertar del sueño después de haberse purificado en Arce); la liberación puede llegarnos por la creación, por las fuerzas que desata el creador al rehacer el mundo, al descubrir con asombro su poder y la riqueza de la vida. Por eso, el protagonista consigue develar —en uno de sus numerosos ensoñares— la verdadera ambición de este artista y de esta obra, el último mensaje. Dice así:
A veces escribía y otras imaginaba las aventuras de Díaz Grey, aproximado a Santa María por el follaje de la plaza y los techos de las construcciones junto al río, extrañado de la creciente tendencia del médico a revolcarse una y otra vez en el mismo suceso, a la necesidad —que me contagiaba— de suprimir palabras y situaciones, de obtener un solo momento que lo expresara todo: a Díaz Grey y a mí, al mundo entero, en consecuencia.
VI
La doble o triple lectura arriba propuesta no excluye otra que parece lícito examinar también. Proyectada sobre el cuadro de la ficción rioplatense de los últimos años, esta novela (y la obra entera de Juan Carlos Onetti que le sirve de antecedente) adquiere un significado peculiar. Ante todo, parece fácil clasificar a Onetti como un novelista de la ciudad y un novelista del realismo, oponiéndolo a un Güiraldes, a un Benito Lynch, a un Amorim (en su primera época), a un Espínola, y emparejándolo a un Manuel Gálvez (en su período prehistórico), a un Roberto Arlt, a un Amorim (segunda época), a un Eduardo Mallea, a un Felisberto Hernández (antes del onirismo), a un Leopoldo Marechal en su único intento totalitario (Adán Buenosayres). Un examen comparado de sus respectivas obras lo deja a Onetti solo. Y no porque no sea posible esgrimir reparos a sus creaciones. Cualquiera advierte la sospechosa monotonía de sus personajes, la unilateralidad en el método descriptivo, el (a veces excesivo) simbolismo de sus acciones y caracteres, el desarrollo deliberadamente barroco que entorpece la lectura, los rasgos aislados de mal gusto. Pero ninguno de los nombrados en su categoría (ciudadana y realista) alcanza la violencia y lucidez de sus testimonios, la calidad segura de su arte que sabe superar el realismo superficial y se mueve con pasión entre símbolos.
No es casual la mención en las páginas precedentes de algunos nombres (Céline o Sartre, Dos Passos o Faulkner) que constituyen los mejores representantes de una literatura que, sin dejar de ser arte, es también testimonio y agonía. Onetti supo ver y denunciar en la superficie falsa y vacía del mundo rioplatense lo que esa superficie encerraba; supo encontrar las imágenes que en un solo momento lo expresaran todo. En este sentido, Tierra de nadie ha hecho por Buenos Aires lo que Manhattan Transfer por Nueva York. La aproximación no es caprichosa. Parte de la técnica de Dos Passos —luego aprovechada por Orson Welles para filmar su Citizen Kane y por Sartre para Les chemins de la liberté— ha servido de clara inspiración a Onetti. Pero la modalidad técnica no constituye el valor principal de su novela, agria e imperfecta en este sentido. Su importancia esencial consiste en la ardida descripción de un mundo sin valores, poblado de indiferentes morales, de espaldas a su destino: un mundo en que el arte o el sexo, la política o el intelecto se ejercen en el vacío, como formas desprovistas de contenido y sin sangre. El pozo fue el borrador montevideano de este universo total. En la solapa de Tierra de nadie se transcriben unas palabras de Onetti que definen el tema profundo de la novela y su actitud como creador. Vale la pena transcribir la última frase: «El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo del indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino. Que no se reproche al novelista el haber encarado la pintura de ese tipo humano con igual espíritu de indiferencia».
Que Onetti no solo supo ver la superficie, sino que caló hasta el fondo lo demuestra mejor ahora que nunca esta fantasía de una ciudad sitiada que se tituló Para esta noche. La imaginaria ciudad, gobernada por la delación, el terror y la brutalidad, fue en 1943 el anticipo de un Buenos Aires actual, menos melodramático pero no menos irrespirable. Y lo que entonces pareció un ejercicio en imaginación, escrito (según confesaba el autor) «por la necesidad satisfecha en forma mezquina y no comprometedora de participar en dolores, angustias y heroísmos ajenos», y capaz por lo tanto de ser emparentado con la amanerada reconstrucción del asesinato de García Lorca en Fiesta en noviembre de Mallea, se convirtió en duro, en apasionado testimonio del futuro. La vida breve cierra en cierto sentido ese ciclo documental abierto hace diez años por El pozo.
Pero abre nuevas perspectivas. Sobre todo, porque excava en la misma realidad un territorio fantástico no menos sugestivo que el real; además porque desde el punto de vista del realismo documental significa el cierre de una etapa. La generación perdida que empezó a examinarse en El pozo, cuyo despiadado censo levantó Tierra de nadie, la que anticipó en pesadilla su destrucción en Para esta noche, encuentra su definitiva metáfora, su cabal resumen, en La vida breve. Pero ya no es más. Las fuerzas imaginarias de Para esta noche están operando hace más de un lustro sobre la realidad, y el mundo de aquella generación pertenece ya
al pasado. Quizá sea hora para el novelista
de inaugurar la verídica pintura de
este nuevo universo.
1951


JOSEFINA LUDMER
LOS PROCESOS DE CONSTRUCCIÓN
DEL RELATO (FRAGMENTOS)
El «universo» Onetti se constituye en La vida breve. Las razones de esto son múltiples y requieren largas cadenas reflexivas; una, sin embargo, parece privilegiada: en La vida breve un narrador cuenta cómo es posible que él cuente y erige, por este mero hecho, una compleja dialéctica que simula desplegarse entre «la realidad», «la ficción» y el sujeto que las articula. Las primeras lecturas separan con nitidez los dos planos: un relato situado ficticiamente en «la realidad», en Buenos Aires y en el personaje Brausen, quien segrega o contiene, «imagina» o escribe el otro relato, «la ficción», cuyo teatro es Santa María y el personaje, Díaz Grey. El texto explora el sentido de esa «ficción» y su posición respecto de «la realidad»; explora, sobre todo, la posibilidad de existencia de la ficción en la realidad, la posibilidad de enunciarla y su proceso: sus condiciones, desarrollo y transformación.
Porque narra el proceso de narrar, La vida breve se sitúa, en el interior de la obra de Onetti, en un espacio fundante: allí emergen escenas, motivos, lugares, un tipo de sucesión determinada, un ritmo, una lógica, un modo de abrir y cerrar que en adelante, y hasta La muerte y la niña, serán momentos típicamente significativos, reiterados, específicamente onettianos: pensar el estatuto de la ficción, la posibilidad de narrarla y el proceso en el sujeto que la enuncia equivale a informar; el momento dramático-reflexivo de La vida breve se identifica con el momento constitutivo: el hecho de escribir sobre el escribir dibuja un esquema que no solamente se reproduce en los relatos posteriores; El pozo, «Un sueño realizado», Para esta noche adquieren otro sentido —en el sentido de «Kafka y sus precursores»— en función de La vida breve. [...]
La «ficción» de Santa María reproduce la «realidad» de Buenos Aires; el sujeto que escribe, Brausen, se reitera en otro, Arce: el relato pone en escena, en las vicisitudes del «personaje autor» («yo»), las mutaciones que debe sufrir para engendrar las otras instancias (personajes) de su narración: «él», «ella», «tú», «ellos». Esas acciones y mutaciones, que figuran un rito de iniciación, no solo marcan las «pruebas» por las que se debe pasar para llegar a ser «escritor», sino que se reiteran y r