
Robo mis propias palabras para comenzar este prólogo. Porque son las mismas que escribiría en estos momentos. A pesar de que la enfermedad siga azotando a Belén, a mi querida Belén, a la que conocí, hace ya un año, gracias a nuestra amiga común, Lucía Pombo, que organizó todo con su generosidad de siempre. Desde entonces hasta ahora Belén es una parte muy importante de mi corazón. Es mi lección permanente de vida.
Porque, aunque la enfermedad ataque, a veces de forma muy cruel, Belén no cambia. Y sigue siendo lo que ya escribí. Un ser de luz. Un ejemplo de vida. La sonrisa en estado puro. La naturalidad; una de esas personas que, desde que la conoces, quieres que forme parte de tu vida. Todo lo que transmite es bueno: amor, alegría, energía, fortaleza, valentía, madurez, sensibilidad. Qué suerte tengo, me repito una y otra vez, de tenerla como amiga. No miento si digo que es la persona más especial que me he encontrado en muchísimos años.
A pesar de su juventud y de saber bien que se enfrenta a una dura, durísima enfermedad, no baja la guardia ni un segundo. Mientras escribo estas líneas, Belén forma parte de un nuevo ensayo contra el cáncer. Un ensayo que le produce todo tipo de efectos secundarios. Este es el motivo por el que muchas personas abandonan los ensayos clínicos a las dos semanas de su inicio. Ella lleva tres meses sufriendo con ilusión; mareándose con esperanza; aguantando los caprichos de la tensión arterial con fe.
Dios está allí, con ella. Y, aunque la muerte, de la que no rehúsa hablar, puede llegar —como a cualquier persona, en cualquier momento—, no tiene miedo. Belén cree en Dios y sabe que está a su lado. Además, como me dijo en su día, Él también cree en ella. sabe que todo está en la cabeza y lo que dependa de ella lo va a hacer.
¡Cómo te quiero Belén! Te quiero por lo que me enseñas día a día, por lo que nos enseñas a todos. Ni te imaginas la cantidad de gente que nos pregunta por ti, que te admira, que te adora, que reza porque todo salga bien. Bueno sí que te lo imaginas; es más, lo sabes. Y, aun así, sigues siendo igual que siempre, no te das ninguna importancia. Eres increíble.
Ahora te podrán conocer los que lean tu libro, La vida es bonita (incluso ahora). No puede haber un título más acertado. Porque, a pesar de los pesares, así es y en estas páginas lo reflejas a la perfección. Tu vida, la vida de una joven normal que un día, sin venir a cuento —porque estas cosas nunca vienen a cuento—, se encuentra de frente con el temido cáncer. Qué bien describes lo que te ha sucedido; llegará a la gente como llegas cada día a tus miles de seguidores.
Llevas meses tendida en una cama. Muchos. Con todo, tu sonrisa no se cansa. Junto a ti, siempre, las tres personas más importantes de tu vida. Emilio, el que un día será tu marido, y tus padres, Charo y Paco. ¡Qué ejemplo de personas! No se separan de tu lado y han hecho suya tu enfermedad. En sus miradas se reflejan un sinfín de sentimientos: AMOR, en mayúscula, la ternura, la alegría, el humor. Siempre piensan en positivo, como solo las grandes personas lo saben hacer. Qué suerte tengo de que ellos también formen ya parte de mi vida.
La vida es bonita incluso ahora, y más a tu lado, Belén. Gracias por tanto.
MARTA BARROSO

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La habitación es estrecha. Tiene una cama, tres asientos y un gran ventanal. Es clara e impersonal. Incluso después de más de veinte días aquí, sigue sin ser mía. No lo será jamás. O eso espero. Aun así, llevo en ella el suficiente tiempo como para reconocer los vaivenes en los pasillos, el distante ruido del ascensor y el de los manojos de llaves de los celadores.
No hubo avisos, como tampoco hubo tiempo de prepararse. Fue todo de sopetón. Un día estaba de pie, metiendo las llaves en la puerta, y al siguiente estaba aquí, tirada en esta cama. Cuando pienso en los mil lugares en los que podría estar ahora mismo, esta habitación es el último sitio en el que imaginaba tener que pasar el verano. Y si me pongo melancólica, pienso en las calas de Menorca y en el pantano de San Juan: pienso en el agua, y me ahogo en ganas de quejarme por lo injusto que me parece todo.
Las persianas están a medio bajar. Mi madre está pendiente de ellas: las sube y las baja en función del calor. Las revisa mil veces al día, quizá porque necesita ocuparse de algo que sí puede controlar. Yo la dejo, porque ayuda y porque sé que es importante para ambas.
Ahora mismo, la luz del mediodía resulta abrumadora. Rebota en el alféizar e ilumina solo una pequeña parte de la habitación. Es la hora de la siesta y, aunque no tengo nada de sueño, estoy agotada.
Agosto es para los valientes, pienso, y por eso seguimos aquí.
Mi madre se incorpora. Mi padre solo levanta la vista de su revista cuando la enfermera entra de golpe en la habitación. La mujer saluda, como cada tarde. Tiene una voz bonita. Tardo un instante, pero recuerdo su nombre. Carlota pregunta si estoy dormida y le respondo con un gesto; vuelvo el rostro hacia el sonido de su voz y abro los ojos cuando la siento acercarse.
La encuentro de pie al final de la cama, con las manos en los bolsillos de la bata. Imagino que revisa la eterna lista de soluciones en su cabeza mientras me mira.
—¿Qué tal, Belén? —suelta—. ¿Cómo estamos hoy?
Un poco regular, pienso. No me gusta la idea de decir que estoy mal. No estoy mal. Estoy aquí. Puede que me pese todo. Puede que no sienta las manos y que ahora mismo se me haga cuesta arriba el hablar sin echarme a llorar, sí. Pero mal no estoy.
Me niego.
—Pues como un globo —suelto de pronto.
—Vaya.
La enfermera me mira con sorpresa. Normalmente no digo cosas como esa, pero llevo aquí todo el verano y parece ser que los corticoides están haciendo de las suyas.
Los corticoides me los recetaron para reducir la inflamación de la médula. De mi médula. La médula en la que técnicamente aún reside la razón por la que hoy soy un globo y no una chica más en la playa; la razón por la que este sol de mediodía, este año, nos atrapa en este hospital y no en Sevilla, o en Menorca, o, yo qué sé, ¡Sicilia!
Podríamos haber estado en cualquier otro lugar y, sin embargo, aquí estamos.
Sé que no debería desanimarme y que si me dejo caer en el pozo de esos sentimientos tan feos —la desesperanza o la rabia—, se me va a hacer todo aún más cuesta arriba. Sin embargo, esa es la verdad.
Sin tapujos: me siento como un globo.
Estoy hinchada y no dejo de ocupar un espacio que ni siquiera entiendo. La sensibilidad de mi cuerpo es mínima, mis manos no responden como me gustaría y siento como si estuviera atrapada en el diminuto espacio que hay entre todas mis células. Entre las buenas y las malas, a merced de los corticoides y la morfina, flotando en algún lugar intermedio.
Soy un globo de helio atrapado en una habitación de hospital que se muere de ganas de escapar de aquí porque le duele. Todo.
Esa es la realidad. Me duele más allá de las manos, el cuello o el orgullo. Duele, y duele a todas horas. Es como si mi cuerpo hubiera dejado de pertenecerme y en lugar de ello solo estuviera llena de él. De cuerpo, de dolor y de soluciones médicas.
—¿Y qué pone? —pregunta la enfermera.
—¿Eh?
Mi madre se acerca en cuanto reconoce el gorgorito del llanto en mi voz.
—Que qué pone en el globo —repite la enfermera. Se lleva las manos a las caderas—. Si eres un globo, digo yo que serás de los de fiesta. Porque a ti juerga no te falta nunca, ¿eh?
—Eso es verdad, Belén. —Ríe mi padre.
—No pienses que no sé que la avivas tú —sigue la enfermera—. Que os oí cantando ayer por la noche, a las tantas.
Mi madre se acerca a la cama y me aparta el pelo de la cara. Me gustaría cogerle la mano, pero no me veo capaz de intentarlo siquiera. No quiero llevarme el chasco de no conseguir ni rozar sus dedos, así que no lo hago.
—Hombre, encima que os damos un conciertito de nada —protesta mi padre.
—No, si ya veo que te viene de familia.
La enfermera me sonríe. Esta vez, en lugar de hundirme, encuentro una risilla cómplice en la parte posterior de la garganta.
—Será que sí, que me viene de familia.
Mi padre sonríe también y todo se vuelve un poco más llevadero de repente. A veces resulta ser así de sencillo: él sonríe y yo hincho el pecho de puro orgullo.
Mi madre también me mira e intenta sonreír. Aunque le cueste un pelín, una vez se arranca, lo consigue. No sonríe con los dientes, pero me basta la curvita de su boca para sentir que la mía también recuerda cómo hacerlo.
—A ella no le traen muchos globos, ¿verdad, Belén?
—Ya decía yo —suelta la enfermera—. Si yo ya he visto que ha venido mucha gente a verte esta semana. Te habrán traído todos mucha fuerza, ¿no?
—¡Bueno! Fuerza y flores —le digo. Porque la habitación parece una floristería con tanto ramo.
Nos reímos todos.
Después de nuestra breve conversación, la enfermera comprueba la medicación. Se despide cuando piensa que estoy de mejor humor. Dice que me ve muy bien, y que es normal que esté cansada y algo tristona. Me pide que no me preocupe, que volverá después de cenar con la medicación de la noche para ver cómo voy. Le digo que no se preocupe, que no tengo intención alguna de salir corriendo, y la oigo reír mientras sale por la puerta.
Nos quedamos los tres solos otra vez, y la tarde se estira y se estira hasta que al final cae por su propio peso.
Mi madre sube la persiana. La luz entra y hace de las suyas. Aunque sea durante apenas media hora, la habitación deja de ser blanca e impersonal. De repente, parece tan inmensa como una playa o un jardín.
El atardecer ilumina las paredes con mil colores, en un juego de luz y sombra. El ramo que Mercedes trajo ayer, ahora en el alféizar, está justo enfrente del sol y destila un montón de reflejos diferentes.
Tomo nota mental de pedirle a mi madre que cambie el agua para que las flores duren muchos días más y pienso en la enfermera, con sus manos en las caderas. Pienso en cómo se ha quedado hasta que me ha visto tranquila y en los rostros de todos mis amigos. En sus manos sosteniendo la mía incluso cuando mis dedos apenas pueden aferrarse a los suyos. Pienso en el rostro de Emilio, en su barba y en sus ojos; pienso en cantar con mi padre y en dejar que mi madre elija lo que tengo que comer porque sabe qué me gusta y qué no. Y con todo eso, sonrío otra vez, algo más tranquila.
Sé que la cena está de camino. No sé qué hay en el menú, pero seguro que está rico. No tengo mucho apetito, eso es verdad, pero estoy bien.
Estoy aquí. Pese a las resonancias, el quirófano, las emociones gigantescas o los momentos de sentirme como un globo. El día sigue y se acaba. El sol se pone y mañana volverá con la misma fuerza. O volverá nublado. No se puede saber. La única certeza que nos queda es que todo pasa y todo pasará, ¿no es cierto?
Las flores, en el alféizar, me devuelven la sonrisa como si pudieran leer mis pensamientos.
Agosto es para los valientes, pienso, y este año mi valentía tiene forma de crisantemos.
LA VIDA ANTES

1
Lucía dice que hay que guardar las velas. Que, según su abuela, da mala suerte tirarlas. Rodeadas de bolsas de plástico y adornos, la miro como si fuera un alienígena. Estoy agotada y ni siquiera sé qué es lo que he hecho para cansarme tanto. ¿Cenar con mis amigas? ¡Si ni siquiera he ido a spinning!
—¿Qué dices?
—Que sí. —Hace un gesto con la mano—. Tú guárdalas. Y si te dan suerte, pues mejor.
—Pero que da igual.
—Que no, que si las tiras no se te va a cumplir el deseo. Ponlas por ahí y ya vemos dónde las metemos luego.
—Bueno, vale. —Río.
«Estamos como para guardar velas», pienso. Después de la cena, que iba a ser breve y tranquila, tenemos la cocina hecha un cristo. La gente se ha ido y es pasada la medianoche, así que técnicamente ya no es mi cumpleaños. ¿Y dónde leches guarda una unas velas? ¿En una caja? ¿Con los cubiertos o con los platos?
Giro sobre mí misma, con las velas de colores en la mano, y busco un lugar donde dejarlas. Todas las superficies están habitadas por algo: la caja de una pizza, las copas de cristal que compramos en Ikea porque nos enamoramos de ellas, los botellines de cerveza, un montón de platos sucios. Migas de tarta, culitos de champán, una guirnalda a medio descolgar.
—Déjalas por ahí y luego las guardamos.
—Bueno, vale. Pues aquí mismo las dejo —digo. Y las suelto todas en una de las copas.
Resulta que ni siquiera tengo todas las velas. De hecho, no sé de quién ha sido la idea de comprar treinta velas, porque son un montón.
Sea como sea, Lucía se encabezona. Se pone a buscar el resto de las v