Exordio
¿Cómo hizo cada presidente de Uruguay para llegar al máximo cargo político de la República? ¿Qué hizo cada líder partidario para abrirse camino entre tantos otros y conseguir sentarse en el sillón de conducción institucional del Estado? ¿De qué forma cada uno de los presidentes logró un escenario político, entre adversarios, correligionarios, camaradas y compañeros, que le permitiera llegar al vértice del poder? ¿Qué pasó en el país para que se diera continuidad o cambio en cada uno de los ciclos electorales?
Esas son las preguntas que guiaron este trabajo, que insumió varios años de lecturas, de conversaciones, de análisis, de comparación de datos, de reflexión en el diálogo con analistas y con protagonistas del recorrido hacia el sillón presidencial.
Este no es un libro de historia; es un ensayo periodístico sobre cómo llegó cada presidente de Uruguay al mando del Gobierno nacional. Es un ensayo que bucea en la historia para repasar cada caso de jefe de Estado y de Gobierno, de forma de entender cómo se dio el camino al poder. Más allá de la combinación de virtudes propias y de defectos o problemas de los adversarios, siempre hay una explicación más compleja, que no es necesariamente lineal.
Muchos dirigentes políticos tienden a simplificar el fundamento de un resultado electoral, y lo cierto es que no hay una causa exclusiva que sea la determinante. La economía puede andar bien y el partido de gobierno, perder la elección, o al revés; eso no significa que la economía no incida en el voto, sino que hay varios factores que confluyen en la decisión.
¿Hay, entonces, una fórmula para ganar el acceso al sillón presidencial que surja de la historia de Uruguay desde que es Estado independiente? De eso trata este libro.
La meta y el camino
El camino al poder político requiere de talento y esfuerzo, tener claro el objetivo y contar con un plan para cumplirlo. La historia del periodismo tiene un ejemplo contundente para los dirigentes partidarios que están en carrera, un relato que demuestra la importancia de fijar la meta y saber que hay que persistir en conseguirla, sin bajar los brazos: el caso de Henry Stanley. El cronista británico dejó todo para conseguir una nota periodística y su historia es útil para entender la carrera hacia un objetivo.
Nació en Denbigh, Gales, el 28 de enero de 1841, hijo de la joven Elizabeth Parry, que en ese entonces tenía apenas diecinueve años, no lo crio y lo dejó en manos de su abuelo. El pequeño John Rowlands —ese fue el primer nombre de Henry Stanley— volvió a quedar solo cuando murió su abuelo y, luego de un pasaje temporal con unos parientes, pasó al asilo de menores St. Asaph Union Workhouse, donde los niños vivían amontonados, en un clima violento y sufrían abusos.
A los quince años, se escapó hacia su pueblo natal y pudo estudiar y hacer sus primeros trabajos como ayudante. En 1859, consiguió trabajo en el barco Windermeer, que viajaba desde Liverpool con destino a Nueva Orleans. También la narra como una experiencia dura. En esa ciudad, logró que una familia lo acogiera y tomó como propio el nombre de su padre adoptivo: Henry Morton Stanley.
Llegó a participar en la guerra civil estadounidense y comenzó su carrera como periodista, con reportes como corresponsal desde el oeste americano. Ganó fama en 1867 con una entrevista al legendario explorador, aventurero, jugador y pistolero James Butler Hickok, más conocido como Wild Bill Hickok.
Siguió en otras expediciones como reportero de guerra en Europa y África, mientras su prestigio crecía como el de un hombre aventurero dispuesto a sortear todos los obstáculos para lograr la meta de una nota que pareciera casi imposible. Así llegó el día en que, para una entrevista difícil, el nombre de Stanley apareció como el ideal —y probablemente el único— para poder alcanzarla:
El médico David Livingstone (Escocia, 1813) fue una de las mayores figuras de la historia de la exploración y su inquietud lo había llevado a buscar, a mediados del siglo XIX, las fuentes del río Nilo. En esa expedición de alto riesgo, algo inesperado sucedió y, con el paso de los meses, los años, no se supo nada de él. Desapareció. Ante la creciente preocupación pública, para cualquier medio, para cualquier diario, la entrevista a Livingstone, o al menos la crónica sobre lo que le había deparado ese África impenetrable, era una misión especial. Y así fue como el director de The New York Herald, James Gordon Bennett Jr., llamó a su periodista estrella, Henry Stanley, para encontrarse en París y encomendarle la tarea. Era una misión muy dura: encontrar a Livingstone, que en ese momento llevaba desaparecido tres años, en algún lugar de África, un continente que en el siglo XIX era una gran incógnita y un terreno riesgoso para las expediciones.
Henry M. Stanley, que se alojaba en una pensión de Madrid, viajó entonces al Gran Hotel de París para conversar con Gordon, quien le explicó las características de la nota que pretendía. Stanley le preguntó acerca del financiamiento para una misión de ese tipo y Gordon le dijo que contaría con recursos para su trabajo y cerró el diálogo con una frase que se convirtió en lección de periodismo: «¡Encuentre a Livingstone!».
La expedición fue durísima y en la agenda-diario que llevaba Stanley escribió varias veces sobre las dificultades extremas que sufrían él y su equipo, que varios integrantes fueron abandonando. En cada caso, ponía: «No voy a ceder; seguiré hasta que lo encuentre». «He eliminado de mi vocabulario palabras como “fracaso” o “no se puede”», anotó Stanley: «Lo encontraré, seguro que lo encontraré». Era la exclusiva del siglo.
A 236 días de su salida, extenuado, Stanley llegó a una aldea en la que por fin encontró al explorador perdido. «Habría querido correr hacia él y abrazarle», recordó luego el periodista, pero con tono británico se limitó a acercarse a él y estirar la mano con una frase histórica: «¿El doctor Livingstone, supongo?». La respuesta fue en el mismo sentido: «Sí, caballero».
Stanley sabía que había cumplido la meta, pero que la historia no terminaba ahí, sino que justamente ahí comenzaba. El logro era impresionante, pero de nada valdría si no pudiera hacer la entrevista, si no pudiera escribirla, si no pudiera regresar con vida para contarla.
El test para el candidato
El relato de Stanley tiene un vínculo con la carrera política hacia el poder, que puede desglosarse en varios puntos:
- es necesario tener la voluntad firme de alcanzar la meta;
- es necesario contar con apoyo fuerte del entorno, que comprenda los esfuerzos y sacrificios y que no desestimule, sino que coopere en impulso;
- es necesario tener recursos suficientes para solventar una misión de largo aliento;
- es necesario contar con un plan, con una estrategia y con variantes por los imprevistos;
- es necesario e importante estar preparado para todo lo que se viene, para lo duro del recorrido.
De alguna manera, el sociólogo uruguayo César Aguiar, que a mitad de los años ochenta fundó la encuestadora Equipos Consultores, hacía una prueba de admisión para posibles candidatos que llegaban a la empresa a pedir un estudio de opinión pública, con el argumento de que amigos los impulsaban a postularse: «Mis amigos me dicen que debo ser candidato». Aguiar les decía que antes de hacerles un presupuesto por la encuesta, debían pasar por el Test Equipos, porque si no lo superaban no tenía sentido gastar dinero en un estudio de opinión pública: eso significaría que no estarían dadas las condiciones para postularse.
- ¿Querés o no querés?
- ¿Qué dice tu familia?
- ¿Hay dinero para la campaña?
- ¿Tenés espalda para todo lo que se te viene?
Ese test conectaba con lo referido al caso del persistente y exitoso periodista: con que el interesado en hacer la carrera al poder estuviera en condiciones de dar competencia, por una decisión firme, por una convicción personal y un interés fuerte en batallar, por la tranquilidad de contar con apoyo del entorno y no encontrar dificultades que fueran un ancla para no avanzar, por tener recursos para financiar la campaña y por tener espalda para sortear zancadillas y amarguras, campañas sucias o demasiado intensas, y que eso no lo debilitara ni desgastara.
No se trata de una fórmula, sino del preámbulo para la consideración de las experiencias de cada persona que recorrió el camino a la presidencia con resultado positivo. La historia deja lecciones y de esas lecciones podremos extraer la mejor combinación de factores que despejan el camino al sillón presidencial.
Héroes, caudillos y nuevos líderes
Mensajes codificados de cada victoria
Los primeros presidentes uruguayos integraban el club de los patriotas que habían participado en las batallas previas a la existencia del Estado. Los siguieron una serie de presidentes en una época con reclamos a la fusión de las divisas, por entender que la confrontación entre blancos y colorados había expuesto al país a derramar sangre innecesariamente y a golpear la economía con dureza. Luego se revivió la reivindicación de las divisas por el honor de sus colores y herencias de héroes; después, los irrumpieron coroneles para manejar los hilos del poder con restricción de libertades y garantías; y más adelante se impuso el peso dominante del partido gobernante, el Colorado.
Cada época tuvo presidentes a tono con esos vaivenes.
Con el colorado Batlle y Ordóñez se impuso su partido, pese a quedar en riesgo la primera elección presidencial directa, y ahí quedó más que claro la importancia fundamental de la unidad partidaria y el castigo político que implica embarrarse en rencillas internas.
Luego vino la época de golpe y golpe; quebrando la democracia.
Volvió el batllismo a imponer su predominio y al final los nacionalistas llegaron al poder.
El agravamiento de problemas económicos y estallidos de violencia generaron demanda de mano firme, y aquellos presidentes electos se distinguían por esa cualidad.
Luego cayó noche larga, sin democracia, y después los presidentes de una nueva era.
Todo deja lecciones.
Padres de la patria
José Rondeau (1828) fue elegido primer gobernador del Estado Oriental independiente, porque era una solución ante el choque entre los dos caudillos de la época, pero también por ser un héroe de las luchas patriotas desde la época artiguista y por su condición de hombre de gestión institucional.
Fructuoso Rivera (1830) fue el primer presidente de la República, por ser caudillo hábil, por arraigo popular, porque su prestigio crecía y porque se animó a enfrentar a su compadre Lavalleja, que parecía el indicado para ser el primero en conducir al país. Llegó por lo que hizo y por aprovechar errores del adversario.
Manuel Oribe (1835) llegó con ascendencia familiar fuerte y por destacada trayectoria militar y política acorde al cargo, pero también por demostrar lealtad y porque se ganó la confianza de Rivera.
Rivera (1839) volvió a ser elegido presidente luego de haber combatido a Oribe porque sintió que lo había traicionado, y fue de nuevo presidente por esa cualidad de caudillo duro y querido. Y pese a estar en una casona humilde del interior, a la hora de asumir la presidencia y dar su juramento, cuidó todos los detalles de formalidad institucional. Antes, no le había importado eso para cortar el mandato de Oribe.
Joaquín Suárez (1843) llegó al mando presidencial cada vez que el país lo precisó, no porque lo haya buscado, sino por estar siempre a disposición sin importar el puesto de lucha. Se destacó por la honestidad y la generosidad con Artigas, con Lavalleja y con Rivera.
La aversión a las divisas
Juan Francisco Giró (1852) era otro de los grandes hombres de las luchas patrias y llegó al mando por la demanda de terminar las batallas sangrientas por divisas, y también por un hecho inesperado: la muerte de quien asomaba como presidente posguerra.
Venancio Flores (1853) llegó con su impulso de caudillo combatiente y su historial de luchador corajudo y amor a la divisa. Más que elegido, se impuso en el sillón.
Gabriel Pereira (1856) fue el elegido como presidente de consenso de los principales líderes políticos y con una trayectoria de patriota.
Bernardo Berro (1860) llegó a la presidencia cuando los nacionalistas dominaban el tablero político, por su condición de hombre blanco, culto y preparado para el cargo, pero no embanderado con su divisa, sino en la búsqueda de paz para el país.
Gloria a los caudillos
Flores (1865) volvió por rebelde persistente, con apoyo local y externo, con la irreverencia de una revuelta contra las autoridades.
Lorenzo Batlle (1868) llegó porque era valorado como hombre de partido, por credenciales de respeto y autoridad.
Tomás Gomensoro (1872) fue al sillón presidencial con un mandato de conseguir la paz.
José Ellauri (1873) era heredero de una familia influyente y llegó al mando sin proponérselo.
Pedro Varela (1875) llegó por buscar el sillón presidencial por colorado y seguidor de Flores y alcanzó el puesto en medio de tensiones y la renuncia del presidente.
Militares al poder
Lorenzo Latorre (1876) llegó al mando con clamor popular de mano firme, con un tambaleante presidente que no podía manejar la tensión interna.
Francisco Vidal (1879) era un profesional de la medicina con actividad política, pero más médico que político, y llegó porque curiosamente un presidente militar sentía frustración por no poder conducir el país.
Máximo Santos (1882) tenía la presidencia en su mira y supo ocuparse como hombre de confianza de quien correspondía y aprendió a manejar los hilos del poder. Además, fue ingenioso, sin escrúpulos para lograr una reelección prohibida.
Máximo Tajes (1886) aprovechó la posición de confianza con el presidente para que lo eligieran sucesor y prolongar la era de gobiernos de militares.
Partido y Gobierno
Julio Herrera y Obes (1890) supo tejer poder dentro del Gobierno para quedar en el puesto de relevo como la alternativa. Construyó poder y asumió el mando.
Juan Idiarte Borda (1894) no tenía ambiciones políticas, pero estaba en el momento justo, cuando se lo precisó para asumir el desafío.
Lindolfo Cuestas (1897) llegó al cargo porque fue hombre de confianza de tres presidentes y era titular del Senado cuando asesinaron al presidente del Uruguay de entonces.
Influencia batllista
José Batlle y Ordóñez (1903) era hijo de presidente, se capacitó, estudió, se metió en el periodismo para influir en la política, construyó poder, y tenía un partido fuerte para impulsarlo. Llegó con estrategia, con un plan preparado, haciendo alianzas y reforzando su posición en el partido.
Claudio Williman (1907) fue presidente porque solo un colorado podía gobernar, porque el partido controlaba todo y porque era el hombre de confianza de Batlle, tanto como para presidir el país entre dos gobiernos del líder de la época.
Batlle y Ordóñez (1911) volvió al sillón presidencial porque trabajó para eso y porque sin estar en el país (vivió todo el período en recorrida por Europa) mantuvo el liderazgo construido.
Feliciano Viera (1915) fue presidente del Senado en los tres períodos de dominio de Batlle: lo fue por trayectoria y peso político.
Baltasar Brum (1919) se colgó la banda presidencial por capacidad, pese a su juventud, por ser hombre del partido de gobierno y porque debido a sus condiciones y a su lealtad, fue el elegido por Batlle para ese desafío.
José Serrato (1923) fue el primer presidente electo directamente por su trayectoria y capacidad, pero además porque supo decir que no a la candidatura al Consejo Nacional de Administración; llegó, por saber dar un paso al costado en el momento justo. Y porque Batlle convenció a la dirigencia colorada de mantener unidad con candidatura única y que eso surgiera de un pacto entre las corrientes.
Juan Campisteguy (1927) ganó por lo que había hecho y logrado, por convertirse en candidato de unidad y porque los colorados aprovecharon que los adversarios blancos se dividieron en dos lemas.
Entre golpes
Gabriel Terra (1931) llegó al sillón porque supo pactar en la interna y lograr un acuerdo que mantuviera unidad y en ese esquema imponerse como mayoría.
Alfredo Baldomir (1938) fue presidente porque el partido dominaba y porque se abrió paso en su rol de figura clave del Gobierno anterior. Sin reelección, posicionarse como continuidad era un impulso.
Resurgimiento batllista
Juan José de Amézaga (1943) encontró el camino al poder por quedar como el mejor exponente del batllismo, con papel clave en la nueva Constitución, por un partido con unidad y un adversario de confrontación interna.
Tomás Berreta (1947) llegó al sillón presidencial por su alta popularidad, debido a la gestión de gobierno, al trabajo político, y aprovechando la falta de unión de los blancos.
Luis Batlle Berres (1947) se convirtió en presidente por ser vice, ante la muerte de Berreta, por heredero de Batlle y por méritos propios, por su condición de caudillo y líder.
Andrés Martínez Trueba (1951) fue presidente con trayectoria en luchas contra revoluciones blancas y experiencia política.
Batlle Berres (1955) volvió al sillón presidencial con la sangre de una familia política histórica, por constructor de poder político y caudillo popular.
Los colegiados blancos
Luis Alberto de Herrera (1958) alcanzó el poder por buscar y buscar el camino, por no bajar los brazos y por estrategia y política de alianzas. Lo consiguió en una elección histórica en la que era candidato presidencial, pero eso solo valía si era aprobada la reforma constitucional. No llegó él mismo al sillón de mando, sino que llevó al poder a su correligionario Martín Echegoyen y a su coaligado Benito Nardone, y lo hizo por su condición de caudillo popular, de estratega político, de gestor de la unidad nacionalista y por aprovechar la falta de unidad de su adversario tradicional.
Daniel Fernández Crespo (1962) lo logró como continuidad de los blancos en el Gobierno, pero con cambio de orientación de otra corriente partidaria: llegó con el trampolín de su jefatura de gobierno de Montevideo (en ese entonces no había intendencia personal, sino colegiado).
El liderazgo fuerte
Óscar Gestido (1966) fue llevado al mando presidencial por experiencia de gestión, por su perfil de hombre de mano firme que sintonizaba con la demanda popular y porque los colorados recuperaban unidad mientras los blancos volvían a enredarse en problemas internos.
Jorge Pacheco (1966) se sentó en el sillón de presidente porque era el vice cuando murió Gestido, porque se había hecho camino en el periodismo y la política, porque ganó la confianza del presidente y luego la del electorado, como caudillo de nuevo estilo. Luego renovaría eso por su firmeza en el combate a la guerrilla revolucionaria.
Juan María Bordaberry (1971) fue presidente porque estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado: era vice de Pacheco para el caso de que se aprobara la enmienda constitucional que habilitara la reelección, y era candidato a presidente en caso de que eso no saliera. Fue elegido por Pacheco para ello porque valoraba su lealtad.
Atropello a las instituciones
Las Fuerzas Armadas (1973) llegaron al poder porque lo usurparon, y lo pudieron hacer porque había un contexto internacional propicio para los golpes de Estado y porque había una devaluación de la democracia.
Alberto Demicheli y Aparicio Méndez (1976) ocuparon el sillón porque los eligieron los mandos castrenses dada su trayectoria política, que daba encuadre civil a una dictadura militar.
Gregorio Álvarez (1981) buscó el poder, tenía en la mira el sillón presidencial: lo logró por manejo de la interna militar y porque aquella dictadura era un colegiado y no tenía competencia personalista. Llegó al sillón porque era el militar más político de aquellos mandos.
Vuelta de la democracia
Julio María Sanguinetti (1984) llegó con el mensaje de el cambio en paz, que era lo que quería la mayoría, pero sobre todo por ser político con estrategia, por mantener equilibrios internos del Partido Colorado, aprovechar los desaciertos de adversarios y por presentar una propuesta adecuada para la época.
Luis Alberto Lacalle Herrera (1989) fue presidente porque puso esa meta en su estrategia, porque trabajó para tener una campaña de largo plazo, por unir a su corriente partidaria, por unir a su partido, por priorizar el objetivo de la armonía interna y no reparar en viejos enfrentamientos militares; por ofrecer certeza con un programa de gobierno común a todos los sectores blancos.
Julio María Sanguinetti (1994) volvió a ser presidente como líder consolidado, con una estrategia de ampliar el partido con otras corrientes de centroizquierda, por no descuidar un discurso con guiños a la derecha, por respetar las miradas de correligionarios, por lograr unidad con diversidad de propuestas.
Jorge Batlle Ibáñez (1999) llegó al sillón de mando luego de ser uno de los principales dirigentes políticos, acumular experiencia en ganar elecciones internas, generar alegría y esperanza en su campaña, por lograr unidad en su partido y más allá, en sociedad con unos eternos adversarios como los blancos. Y llegó en coalición de un Batlle con un Herrera, sin detenerse en diferencias de otras épocas.
La izquierda al Gobierno
Tabaré Vázquez (2004) lideró el acceso de la izquierda al poder. El Frente Amplio creció desde que fue fundado y logró captar la mayoría de nuevos votantes en cada elección y retenerlos; llegó como potente caudillo, con el trampolín político de intendente de Montevideo, con el mérito de ampliar a la coalición de izquierda hasta lograr el mayor abanico de opciones ideológicas y de variedad de listas, y que eso sea en marco de unidad, de convencimiento de que hay que unirse para ganar.
José Mujica (2009) llegó al sillón como un caudillo conquistador de simpatía popular y por resignar políticas de izquierda más duras, para hacer fórmula con un vice de izquierda moderada, captar el voto del centro y asegurar unidad con diversidad. Fue presidente con el empuje del fuerte crecimiento económico del primer Gobierno frenteamplista.
Vázquez (2014) volvió a la presidencia con un partido fuerte y dominante, con su alta popularidad (que estuvo a tope desde otoño de 1990 hasta el final de su gobierno) y con el impulso de un segundo Gobierno de indicadores positivos en el bienestar de la gente.
El sistema de dos bloques
Luis Lacalle Pou (2019) llegó al sillón con una estrategia de largo plazo, con un plan profesional de la política, con el trabajo para la unidad interna, con una política de alianzas con otros partidos, para hacer una coalición electoral que permitiera constituir mayoría parlamentaria. Llegó a presidente con un plan para ganar y un plan para gobernar, con la construcción de un programa de gobierno que tuviera los puntos coincidentes de los programas de los partidos asociados en la coalición.
Las casas de Gobierno
El camino político hacia el sillón presidencial en Uruguay ha tenido cuatro sitios como escenarios: el original en Ciudad Vieja, el de la principal plaza céntrica, la Independencia, el cercano al Cerrito de la Victoria y de nuevo en plaza Independencia.
El Fuerte
Ubicado en lo que hoy es la plaza Zabala, entre las calles Real (actual Rincón), San Agustín (actual Alzáibar), Santiago (actual Solís) y San Diego (actual Washington), la primera sede de gobierno se conoció como El Fuerte y ocupaba una manzana entera. Antes había estado ahí el Fuerte de Montevideo, por lo que la casa de los gobernadores o la sede del gobierno nacional quedó con ese nombre.
El fuerte militar fue proyectado por el europeo Domingo Petrarca, un ingeniero que diseñó una de las primeras construcciones levantadas entre 1724 y 1725 para defender a la ciudad colonial de San Felipe y Santiago de Montevideo. A finales del siglo XVIII, este fuerte fue derrumbado y en su lugar se levantó, en 1768, la Casa del Gobernador de Montevideo, que fue utilizada como sede y residencia de los gobernadores y de diversas reparticiones públicas. La casa tuvo remodelaciones en 1808 y se construyeron dos pisos para ampliar sus funciones, mientras que dos años después se colocó una imprenta y más tarde una biblioteca oficial de la ciudad. Durante el dominio de Portugal se hicieron cambios y se instalaron tribunales de justicia y oficinas.
El Fuerte era un edificio bajo, con techo de teja, construido en cuadro. Entrando, a la izquierda, estaba el cuerpo de guardia y luego la oficina de la Tesorería. A la derecha estaba la oficina de Servicios, y en el costado sur estaba el gran galón de gobierno hacia el oeste. En el centro se encontraba la Capilla del Gobierno —donde se hacía misa los días festivos—, que tenía un reloj de sol. A la derecha de la capilla había otros compartimientos y en los costados estaba la habitación del gobernador, además de espacios para oficinas. En la esquina del costado oeste, al sur, había una segunda puerta que daba entrada por los fondos a un patio interior. Una habitación tenía mirador y era desde donde se enarbolaba la bandera. En los inicios, había canteros y jardines con muchas flores.
En esa edificación tuvieron su oficina los presidentes Rivera, Oribe, Suárez, Giró, Berro y Flores. En una de sus salas, en 1853, murió el general Juan Antonio Lavalleja. Fue el presidente Lorenzo Latorre quien dispuso su demolición para instalar una plaza pública, luego que la sede de gobierno se trasladara a otro lugar.
El Palacio Estévez
La nueva sede de gobierno sería la residencia que había construido un empresario argentino de ascendencia gallega, que compró a Atanasio Aguirre el predio situado en la actual dirección Plaza Independencia 776, entre las calles San José, Florida y Ciudadela. Aguirre lo tenía desde 1837.
En 1873, el financista porteño Francisco Candelario Estévez contrató al capitán de Ingenieros Eduard Manuel de Castel, para la construcción de un palacete con un mirador en la azotea, desde donde pudiera observar el puerto. La construcción finalizó en mayo de 1874 y dio como resultado una casona cuyo estilo combinó lo dórico con lo colonial.
Estévez y su esposa, Matilde Nin Reyes, pasaron a vivir en el segundo piso de la residencia, y alquilaron la planta baja al Consulado de Italia y a varios comercios.
La suerte de Estévez se derrumbó en la primavera de 1876, debido a una crisis económica que lo llevó a la quiebra y poco después al arresto, por no solventar lo que exigía la fianza. Fue a la cárcel por deudas, y su castigo fue duro: el Gobierno de Lorenzo Latorre lo envió a la fábrica de adoquines, que estaba en San José y Yí, y el exfinancista cumplía aquella pena, de tallar la piedra, vestido de levita y galera, para no abandonar la elegancia. Sus familiares reclamaron frente a esos abusos y el fiscal Alfredo Vázquez Acevedo apoyó la demanda, aunque eran tiempos en los que no había mucha chance de justicia.
Tras la caída de Latorre, Estévez pudo salir de la cárcel y emigrar a Buenos Aires, donde murió sin haber recuperado ni una parte de la fortuna perdida.
En 1878, el Palacio pasó a manos del Banco de Londres y Río de la Plata, y esa institución lo vendió al Estado de Uruguay. Latorre lo convirtió en sede del gobierno, tras realizarle una serie de reformas que estuvieron a cargo del ingeniero Alberto Capurro. El pórtico columnado se mantuvo, se agregó un frontón triangular con el escudo nacional, remodelaron el balcón principal y eliminaron los miradores.
La inauguración como nueva sede del gobierno fue el 25 de mayo de 1880: Lorenzo Latorre ya había abandonado su cargo y el presidente era Francisco Vidal. Desde ese momento y hasta el año 1985, el Palacio Estévez funcionó como la sede del Poder Ejecutivo. En la década del cincuenta se realizaron otras reformas debido a que la nueva Constitución establecía un Ejecutivo colegiado.
Con la vuelta a la democracia, pasó a llamarse Edificio Independencia, y entre 1987 y 1989 tuvo nuevas obras dirigidas por el arquitecto Enrique Benech junto al artista Manuel Espínola Gómez, bajo la dirección del arquitecto Nelson Colet.
Fue en 1999 que el edificio quedó como sede del Museo de la Casa de Gobierno. En 2009, el Edificio Independencia pasó a llamarse Edificio José Artigas.
Edificio Libertad
Dirección: Av. Luis A. de Herrera 3326 | Montevideo, Uruguay.
En los últimos años de la dictadura (1973-1985), los mandos militares comenzaron a construir un edificio de alta seguridad en una zona un poco alejada del Centro, que tuviera varios pisos, amplias oficinas, mucho cemento, helipuerto para traslados, un espacio subterráneo para entradas y salidas con seguridad, y un parque alrededor, como futura sede del Ministerio de Defensa Nacional.
Eran las cercanías del Cerrito de la Victoria. El enclave tenía salidas para el este, oeste, norte y sur, ubicado en Luis Alberto de Herrera y bulevar Artigas.
El presidente electo en 1984, Julio María Sanguinetti, entendió que el principal edificio del Poder Ejecutivo no podía ser para un ministerio y decidió el traslado de las oficinas administrativas de la Presidencia a ese lugar, al que decidió llamar Edificio Libertad. De esa forma, quitaba a los militares un sitio privilegiado para quedarse como custodios de la nueva democracia.
El Palacio Estévez, entonces, comenzó a llamarse Edificio Independencia y quedó para actividades protocolares, como visitas especiales o presentación de cartas credenciales, entre otras.
Los presidentes que gobernaron desde el Edificio Libertad fueron Sanguinetti, Luis Alberto Lacalle, Jorge Batlle y, un tramo de su gestión, Tabaré Vázquez.
La Torre Ejecutiva
El Edificio Libertad fue muy poco utilizado por Vázquez, que prefirió centralizar su lugar de trabajo en la residencia presidencial del Prado, en el local anexo a la mansión, que se conoce como Suárez Chico.
Durante su mandato, Vázquez no se mudó a la residencia y eligió seguir en su propia casa, que también estaba en el Prado y a pocas cuadras del predio oficial para jefes de Estado.
En tanto, en la plaza Independencia había una obra inconclusa, con origen en 1963, cuando había comenzado a construirse para sede del Poder Judicial, que nunca se concretaría. Pasaron décadas y la obra estaba ahí, como una muestra del Uruguay burocrático y lento, prisionero de recursos escasos y prioridades que dejaban de lado a uno de los tres poderes del Estado. En 1985, cuando volvió la democracia, se lo tapó con un cartel grande que daba la bienvenida a presidentes extranjeros, y luego el cartel fue cambiando según el visitante.
Al llegar a la presidencia, Vázquez decidió terminar esa obra, pero destinarla a sede del Poder Ejecutivo, por lo que terminó llamándose Torre Ejecutiva.
Tras 46 años de construcción en suspenso, la Torre fue inaugurada el 25 de mayo de 2009, aunque la ocupación se hizo después, cuando fue realmente terminada. El edificio cuenta con doce pisos, donde se ubicaron la Presidencia de la República, la Oficina de Planeamiento y Presupuesto y la Oficina Nacional de Servicio Civil. También se mudaron allí otras oficinas dependientes de Presidencia. En el piso 11 está el despacho presidencial. El día de la inauguración hubo un festival de fuegos artificiales y la Orquesta Filarmónica entonó el Aleluya.
Así llegaron al poder
El recorrido de cada gobernante
No hay casualidad ni improvisaciones. La llegada al vértice del poder político ha estado reservada para privilegiados: así se dio desde la creación del Estado.
El Cerrito de la Victoria lleva ese nombre por la batalla del último día de 1812, cuando los representantes de la corona española en Montevideo resistían el avance revolucionario de Buenos Aires y patriotas orientales. Montevideo tenía como símbolo su cerro, y en aquella zona descampada de las afueras de la ciudad-puerto resaltaba una loma que, por comparación, le llamarían Cerrito.
La batalla del 31 de diciembre de un año convulsivo en el Río de la Plata daría apellido a dicho accidente geográfico: Cerrito de la Victoria.
Las Provincias Unidas del Río de la Plata se enfrentaban a España y las tropas eran comandadas por el entonces coronel José Casimiro Rondeau (Buenos Aires, 1773-1844), por los primeros, y por el capitán general Gaspar de Vigodet (Barcelona, 1764-1835), sucesor del virrey Francisco Javier de Elío (Pamplona, 1767-1822), por la corona.
Rondeau, Fructuoso Rivera y Manuel Oribe estuvieron ahí. Joaquín Suárez en el ejército de batallas de 1811 y 1812. Rondeau sería el primer gobernador del nuevo Estado en formación, antes de que se jurara la Constitución. Rivera, el primer presidente electo, y Oribe, el segundo. Luego seguirían Rivera y Joaquín Suárez.

José RONDEAU, 1828
Rondeau fue el primer gobernador electo para el Estado que surgía de una convención de paz y que era un país en formación sin nombre ni Constitución. Fue electo justamente para asegurar un nacimiento pacífico de un país que tenía dos caudillos fuertes, que podían chocar y poner en riesgo aquella ope