Memorias de una pasión

Fragmento

Memorias de una pasión

PRÓLOGO

NO TODO HA SIDO POLÍTICA

Este libro es un testimonio personal. El de un “espectador comprometido”, tal como se definiera en su tiempo Raymond Aron. Alguien que a lo largo de siete décadas, luego del deslumbramiento infantil ante las grandes telas de Blanes, ha navegado a través del mundo artístico hasta tal punto que ha sido un capítulo esencial de su profesión de periodista y de su vida familiar. No todo ha sido política en nuestro andar, pero también hemos vivido el arte desde ella, alentando al Estado a velar por ese menester superior que le es también esencial.

“La memoria es el porvenir del pasado”, escribió Paul Valéry en sus Cuadernos. Aquello que no se recuerde se desvanecerá entre sombras. De eso se trata este libro. De rescatar hechos, amistades, exposiciones, ambientes, especialmente a partir de los años 60 del siglo pasado. Mantener vivo aquel tiempo y sus actores, para que se entienda mejor lo presente, en esa continuidad que es el devenir de un país en su constante agonismo.

No soy un historiador. No intentamos el relato metódico de tiempos y personas. Pese a la vaguedad del concepto, tampoco soy un crítico de arte, porque nuestro bagaje de lecturas anda lejos del rigor académico. Sí me considero un cronista, un comentarista, cercano a artistas y exposiciones, que paso a paso se fue envolviendo en ese ambiente, leyendo, escribiendo prólogos para catálogos, ofreciendo charlas en vernissages y acompañando desde la acción pública, de un modo u otro, el quehacer creativo. En fin, un apasionado que no ha dejado ni un día de acercarse a la magia de la creación. Ha sido una vida con el arte, que a su vez nos ha alumbrado el largo camino con paz y gratificación espiritual.

Todo ha sido siempre hecho en compañía, primero de Marta, luego de ella y nuestros hijos, ahora de los nietos, con los que vivimos el arte como parte de esa argamasa de afectos, creencias y aficiones que configuran una familia. Tanto es así que el título del libro se lo debo a Marta y el de este prólogo a nuestro hijo Julio Luis. A Leopoldo Nóvoa le compramos nuestro primer cuadro, y desde entonces él y los que le siguieron fueron parte de nuestra vida. ¿Tenemos hoy una colección? Si pensamos en algo orgánico, no; pero entre nuestros gustos y la generosidad de artistas amigos hemos reunido un conjunto de obras que viven con nosotros. No son simples objetos. Dialogan cotidianamente con quienes habitamos una casa que es nuestro mundo más cercano. También hablan de nosotros, porque en ellas también estamos representados: un hogar no es un museo, aunque cuadros pueblen las paredes. Por algo uno está colgado y no otro.

Decimos memoria y testimonio, entonces. Aquello que nos tocó vivir, sea actuando, hablando o escribiendo. No nos sentamos hoy a pensar y escribir sobre el arte uruguayo en perspectiva, sino a evocar aquello que se nos puso delante, que nos reclamó en cierto momento y nos llevó a la palabra. Por cierto, reunimos en esta recopilación de textos y charlas lo que sentimos más impostergable en el recuerdo. Ya es bastante abrumador lo que se publica como para, además, reproducir el vendaval de páginas escritas y frases pronunciadas.

Pensamos en su momento que reunir este material de artículos y charlas sería tarea sencilla. Por el contrario, nos ha mortificado más de la cuenta, con textos cuyo origen no se precisaba, otros que había que traducir al español desde los jeroglíficos que habían quedado luego de los cambios de computadora, algunos que no encontrábamos pese a tener presente la circunstancia, y por contar con un cúmulo tan grande que nos ha obligado a la ingrata tarea de elegir. Ni hablar de conferencias y charlas, de las que solo han permanecido rastros, apuntes o fragmentarias grabaciones. Aquí se recoge lo ya escrito, lo que nos tocó vivir. Nos han quedado en el archivo textos sobre figuras importantes en nuestras primeras aproximaciones al arte, así como una larga lista sobre contemporáneos, algunos muy amigos, a los que espero celebrar en otro momento.

Los textos son básicamente los originales, con actualizaciones imprescindibles o resultantes de la fusión de varios. A cada uno le hemos puesto un acápite que contribuyera a entender cuál era su contexto. Si con todo esto logramos abrir una ventana de curiosidad sobre esta dimensión fundamental de nuestro Uruguay, habremos cumplido nuestro propósito.

JMS

CAPÍTULO 1

ARTE Y NACIÓN

Las visitas de Estado de nuestros dos períodos presidenciales incluyeron siempre alguna expresión artística. Fueron parte de una definida política exterior que, luego de tiempos sombríos, mostraba a nuestra república en una madura dimensión cultural. Se organizaron grandes exposiciones y también los regalos oficiales fueron pensados con la idea de mostrar los valores del país, ofreciendo al anfitrión una señal de la relevancia que le dábamos a la relación diplomática en su más amplia dimensión.

El 15 de setiembre de 1987 visitamos Argentina por tres días. Con el gobierno del Dr. Raúl Alfonsín, restaurador de las libertades públicas, compartíamos la misma responsabilidad histórica de la transición de regímenes dictatoriales a democracias. Cada uno dentro de su perspectiva particular vivíamos, animados del mismo espíritu, una fraternal sintonía. Quisieron las circunstancias que llegáramos inmediatamente después de una de esas elecciones parlamentarias de medio término que han sido una trampa mortal para los gobiernos argentinos. En el caso, el gobierno había sido derrotado por el Partido Justicialista el domingo 6 de setiembre y nuestra visita fue una suerte de consuelo en medio de ese tropezón político, que seguía a un clima tormentoso de sucesivos levantamientos militares.

En ese ambiente tristón llegamos a Buenos Aires y le ofrecimos a Raúl un retrato suyo, magistral, de Osvaldo Leite, que lo emocionó y marchó para su casa histórica de Chascomús. Paralelamente inauguramos, también con su presencia y una concurrencia multitudinaria, la exposición “Seis maestros”, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Invitados especialmente llegaron, en un avión de la Fuerza Aérea que fletamos, los artistas Luis A. Solari, Alfredo Testoni, Enrique Silveira, Nelson Ramos, Clever Lara, Manuel Pailós, Osvaldo Leite y los críticos Olga Larnaudie, Roberto de Espada, Amalia Polleri, Alicia Haber, Alfredo Torres y Jorge Abbondanza. Más allá de los discursos, se presentó un originalísimo catálogo, diseñado por Fernando Álvarez Cozzi, que incluía el texto nuestro que publicamos a continuación, en una versión corregida para los fines de este libro.

SEIS MAESTROS

— I —

El Uruguay fue una nación antes de ser un Estado. Cuando éste alcanza su reconocimiento internacional en 1828 y se organiza constitucionalmente en 1830, arrastraba años de empecinada lucha autonomista y raíces coloniales propias y singulares. La gente del costado oriental del río Uruguay, o de la otra banda del Plata, que a la hora de la emancipación se llamaron “orientales”, tenían la conciencia, desde mucho atrás, de constituir un pueblo distinto a los vecinos. Por no entenderse eso en Buenos Aires es que terminaron constituyendo un Estado independiente, pese a que su Revolución proclamó siempre la unidad del Plata. Artigas, el fundador, se va del Uruguay en 1820, luego de 9 años de lucha, sosteniendo la idea de una confederación que los uniera a las demás provincias, o por lo menos a Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes, Córdoba y Misiones, con las que había comulgado en 1815. Lo que no se comprendió entonces fue que aquel pueblo había forjado una conciencia nacional a lo largo de los años, y que así como era empecinadamente rioplatense, no aceptaría jamás ser gobernado y no gobernarse, ser mandado y no escuchado. Cuando en 1811 se produce el Éxodo y detrás de Artigas marcha todo un pueblo, que abandona casas y haciendas, y una heterogénea multitud congrega a hacendados y desposeídos, ya está definida esa nación. Aquellas familias no tenían detrás un territorio rico, ni una tradición virreinal como Lima o México, ni una hegemonía comercial como Buenos Aires o ancestrales civilizaciones autóctonas como las de peruanos o mexicanos.

Habían desarrollado, eso sí, un sentimiento autonomista, pues nunca reconocieron que su puerto se subordinara al de Buenos Aires. La reconquista de la capital, cuando las Invasiones inglesas de 1806 y 1807, les había dado conciencia de su fuerza. Pero no los movía una aspiración separatista, acostumbrados como estaban a ser la primera trinchera de los “castellanos”, en una frontera en disputa permanente con los lusitanos.

Los encendía una idea de libertad, que no asumían como una guerra de odios contra un invasor tiránico, sino —por encima de todo— como un estilo de vida: igualitario, digno, tranquilo, sin sueños de grandeza ni resentimientos. No querían imponerse a nadie, pero no aceptaban la imposición de nadie. Compenetrados de su condición de americanos y rioplatenses, levantaban la bandera independentista, republicana y confederal cuando aún en 1813 la revolución no tenía claro su destino. Querían independencia pero no aceptaban un monarca bajo precio alguno; querían unidad, solamente bajo el pacto federal que preservaba las soberanías “particulares”. Por eso, durante 17 años, con las armas en la mano lucharon contra España, Buenos Aires, Portugal y Brasil, para terminar independientes en 1828. Dos años después aprobaron su Constitución. Esa forja se hizo pese a los vecinos, que apenas se resignaron a esa separación, guardando el propósito de reconquistar su hegemonía, como lo irán mostrando hechos posteriores.

Su estilo —propio de una vida ruda y austera— era la llaneza; llamar a cada cosa por su nombre, ser iguales ante la ley y la empecinada fe en ese credo, tan simple en su expresión como grandioso en su concepción. Por eso, los congresos artiguistas habían marcado definiciones de valores que conformaban principios tan profundos que hasta hoy siguen orientando la existencia nacional.

— II —

El núcleo central de la nacionalidad oriental se organiza, entonces, en torno a una fuerza espiritual, a un modo de ser; dicho en sentido más amplio: a una cultura. Y así se irá nutriendo más tarde con sucesivos aportes. La Guerra Grande (1839-1851) hará de Montevideo la capital intelectual del Río de la Plata por una década y dividirá, por ideas y sentimientos, a uruguayos y argentinos mezclados de cada lado.

Triunfantes el liberalismo y el republicanismo de Rivera y Garibaldi, el aluvión de inmigrantes se integrará al país sin rechinamientos. A partir de allí, alrededor del 900, se estará alcanzando una democracia popular, un Estado solidario, una sociedad abierta asentada en clases medias. Los líderes serán intérpretes y no caudillos omnímodos; la cultura —social, política, artística—, la búsqueda incesante del país como tal, su modo de realización. Nadie soñó con ser potencia, ni se sintió frustrado por la estrechez material del país que lo impedía, ni se cultivó el odio a la España lejana, ni —aun con recelo— a los vecinos de los que nos habíamos desgajado.

Las vertientes nacionales son todas de orden espiritual. Sean ideológicas como el republicanismo liberal, o inmateriales como la tolerancia o el igualitarismo. La nacionalidad no se afinca en un territorio extenso o rico, o en una hegemonía preexistente, ni en un poderío capaz de hacerse sentir a los demás. Tampoco parte de un sueño de grandeza o un afán reivindicativo. La semilla chauvinista no prende en ese ambiente. El patriotismo es un sentimiento entendido como afirmación propia y no como oposición nacionalista a los de afuera. Por eso el país puede convivir pacíficamente con el Brasil, casi dos siglos, pese a la historia que mostraba a los luso-brasileños como una presencia amenazante —desde la colonia— y envueltos en las luchas políticas del nuevo Estado Oriental del Uruguay hasta 1865.

Por todo esto, la separación de las provincias del Río de la Plata no generará, en nuestro ambiente, una actitud de resentimiento. No obstante el hecho de que, hasta la Guerra Grande, la independencia aparecerá cuestionada y habrá una influencia de Brasil y Buenos Aires —más o menos abierta— en las luchas internas del país. Ella llegará hasta 1865 y de algún modo hasta 1904. En todo caso, las provincias litoraleñas mantendrán con el Uruguay una identificación histórica y aun emotiva; con Buenos Aires, a su vez, se vivirá una relación particularísima, tejida a través de lazos permanentes que abarcarán todos los ámbitos del quehacer. Curiosamente, quizás sea el intercambio político el menos intenso, comparado con el intelectual, turístico o comercial. Del lado uruguayo, especialmente montevideano, habrá un sentimiento de admiración-desconfianza, mientras del lado porteño uno de respeto-superioridad, términos todos ambivalentes, igualmente demostrativos de una existencia en común.

— III —

En ese complejo proceso de configuración de la conciencia nacional uruguaya aparece, curiosamente, el arte como un ingrediente significativo. Más allá de su expresión creativa, hay una voluntad de afirmación que se traduce en la literatura, como es común, y también en la pintura.

Juan Zorrilla de San Martín, con su Leyenda Patria, su Epopeya de Artigas y su Tabaré, dio acento poético a la epopeya nacional; Eduardo Acevedo Díaz, con su novelística, recrea los tiempos de forja. Paralelamente, será Juan Manuel Blanes, el pintor, quien le dará al país sus imágenes fundamentales, creará su iconografía, identificará sus rostros familiares, materializará las presencias heroicas que sin él hubieran sido sombras abstractas. Artigas tiene el rostro que Blanes le dio; no importa cuánta fidelidad tenga con el original, del que solo hay testimonios de su extrema vejez; lo que importa es que para los uruguayos ese fue y es su padre fundador. El hecho vale doblemente porque el país necesitó no solo evocar a su prócer, como todos los pueblos, sino además reivindicarlo de una leyenda ominosa que lo había hundido en la bruma. Aquel retrato de Blanes fue algo más que un retrato académico, mucho más que una evocación; fue la expresión de un país que para consolidarse tenía hasta que remover la injusticia establecida sobre su primer líder. Los Treinta y Tres Orientales de la Cruzada de 1825 serán también guardados en la memoria tal cual los ubicó Blanes, teatralmente, en la tela.

Desde ya que vendrán luego muchísimos aportes. En la escultura, José Belloni, con sus clásicas evocaciones tradicionales (La Carreta, La Diligencia, El Entrevero) y José Luis Zorrilla de San Martín (El Gaucho, el Obelisco). En la pintura, Carlos María Herrera (La mañana de Asencio), Pedro Blanes Viale, con su notabilísima Jura de la Constitución y Manuel Rosé (La Batalla de Las Piedras), entre tantos otros que configuran una larga saga, en la que abundan los retratos de las principales figuras históricas.

En este proceso de identificación no es solo la evocación histórica el aporte. También lo es la propia expresión plástica. Pedro Figari es una voluntad de afirmación nacional, pues toda su obra se empeña no solo en pintar memorias sino también en establecer la posibilidad de un arte auténticamente propio. Lo llamará regional, entroncándose —sin advertirlo— con el viejo confederalismo, al asumir la región como espacio cultural y no como la comarca política, fragmentada por las fronteras. José Cuneo, en 1918, cuando inaugura la llamada etapa planista —abriendo una renovadora escuela en que descollará junto a Guillermo Laborde, Carmelo de Arzadun, Melchor Méndez Magariños, Andrés Etchebarne Bidart, Humberto Causa, Petrona Viera, César Pesce Castro— expresa también la misma voluntad de afirmar al país, volcando su paisaje y su gente a la tela en un estilo propio. Fue la expresión de una sociedad ya madura política y culturalmente, capaz de incorporarse a su civilización con voz propia.

No se trata de rastrear pintores costumbristas o nacionales en cuanto a la temática. Mucho más profundamente, es preciso advertir el aporte de su trabajo creativo a un país ya adulto en su realización como entidad colectiva.

— IV —

La historiografía suele perder de vista que, en el Río de la Plata, somos parte del mundo occidental. Nuestra América no es la indígena ni la africana, que terminarán siendo culturalmente cubiertas por la europea, sino la originalmente europea. El mundo indígena era nómade y de escasa densidad demográfica. El africano, inmortalizado por Figari en sus candombes, será parte de un mestizaje que añadirá la indeleble presencia guaraní, sin duda más relevante que el inexistente legado charrúa, hoy solo leyenda y mito. Detrás de cada agricultor o de cada pintor hay un abuelo italiano, español o francés, inmigrantes mezclados con gauchos, soldados españoles o mujeres guaraníes. El espíritu latino es algo más que un recuerdo, una referencia académica o una voluntad política. Integramos —todo el Río de la Plata— el vasto espacio de la civilización occidental. Por eso sus valores humanísticos, liberales, afirmativos de la dignidad humana, que lo configuran, constituyen naturalmente el núcleo de nuestros pueblos.

Nada más superficial, entonces, que esos esfuerzos críticos orientados a desentrañar la “influencia” de tal o cual corriente europea, como si fuéramos un reflejo; o a la inversa, el de aquellos otros nacionalistas dedicados a exaltar solo aquello que nos muestra en un perfil de singularidad, apartados del presunto modelo, al cual se le pone sin embargo de referencia ineludible para afirmar con hostilidad nuestra propia personalidad. Nosotros somos una América que integra Occidente al mismo título que cualquier otro pueblo latino. Naturalmente, tenemos mezclas inmigratorias, los mencionados sincretismos étnicos, como también son los pueblos de Europa. (¿Puede haber algo más heterogéneo en su origen que la propia España, argamasa de viejos íberos, celtas, fenicios, romanos, “bárbaros”, visigodos, francos, judíos y árabes?). Integramos la misma corriente. Lo que importa es que, dentro de ese flujo cultural, forjamos una personalidad propia.

El Renacimiento, con el descubrimiento de la individualidad y su incorporación de los principios de la nueva ciencia, históricamente es un movimiento que abarca toda Europa, pero no produce igual arte en Italia que en el Norte.

Desgraciadamente, una sobrevivencia imperial hace que las historias europeas del arte hayan ignorado su dimensión americana, que comenzó a registrarse con la América del Norte recién después que el apogeo económico de los EE.UU. la hizo insoslayable. La América del Sur sigue aún relativamente ignorada, como si en la historia del cubismo y el futurismo pudiera prescindirse de Barradas o Pettoruti, en la historia de los macchiaioli a Carlos Federico Sáez o, en el barroco, de las esculturas del Aleijadinho.

Este mundo de hoy, apresurado pero creativo, masificado pero progresista, nos ha vuelto a dar a todos una conciencia universal. Los medios de comunicación —en todos sus órdenes— han producido un acercamiento que redescubre a parientes de la misma familia. Las viejas voces encuentran sus ecos, y estos, devenidos en voz, producen otros nuevos.

Fuimos, todos los pueblos de América —y especialmente los del Sur—, un eco de Europa; luego fuimos una voz propia, y hoy somos tanto lo uno como lo otro. La identidad nacional, o regional, se define —entonces— en el instante en que se identifica claramente ese pasaje y se asume como tal, sin el complejo colonial ni la actitud resentida del recién liberado.

En la ceremonia inaugural de la exposición “Seis maestros” en el Museo Nacional de Bellas Artes de la República Argentina hicimos una presentación, acompañados por el presidente Raúl Alfonsín, el embajador Luis Barrios Tassano y su esposa, Raquel Osacar, el director del Museo Nacional de Artes Visuales de Uruguay, Ángel Kalenberg y el ministro de Relaciones Exteriores, Enrique Iglesias, que aparece a la derecha de Marta. Fue el 16 de setiembre de 1987.

— V —

¿Cómo se explica que el Uruguay, un país de actualmente poco más de tres millones de habitantes y apenas 40.000 cuando inició su trayectoria independiente, haya podido dar a la pintura, en ese siglo y medio largo de existencia, un conjunto tan señalado de valores? ¿Cómo explicar que una nación sin la herencia de una densa tradición cultural indígena o africana, ni tampoco el estímulo exógeno de alguna repentina prosperidad material, produjera una constelación artística con puntos tan refulgentes como Juan Manuel Blanes, Carlos Federico Sáez, Pedro Figari, Rafael Barradas, Joaquín Torres García o José Cuneo?

Esas individualidades rutilantes, por otra parte, no son excepciones o meros accidentes individuales. A ellas les podríamos añadir, con parecido valor, las de Pedro Blanes Viale, Carlos De María Herrera, Humberto Causa, Alfredo de Simone, Carmelo de Arzadun, Petrona Viera, María Freire y José Pedro Costigliolo, entre otros artistas, ya desaparecidos, de relieve singular. El panorama contemporáneo, además, exhibe también un conjunto de tal modo valioso y renovado en cada generación, que testimonia una constante histórica del país. Como la vigencia sin parangón de la Escuela del Sur, el Taller Torres García, que generó una verdadera constelación de maestros.

Naturalmente, la primera explicación para esta proliferación artística es el nivel cultural alcanzado tempranamente. No debe extrañar en un país que a mediados del siglo XIX se empeñaba en una discusión apasionada entre espiritualistas y positivistas; que ya en 1876 organizó una escuela pública gratuita, laica y obligatoria; que en 1913 amplió su sistema de divorcio, aprobado en 1907 para incluir la posibilidad exclusiva para la mujer de disolver el vínculo sin expresión de causa; que en 1911 instaló un liceo secundario en cada capital del Interior y, desde hace años, prácticamente no tiene analfabetos. El Uruguay de esa época ejerció una influencia intelectual desproporcionada a su potencialidad política y económica: basta pensar en el magisterio que José Enrique Rodó ejerció en América Latina en el 900 para corroborarlo.

Esta interpretación tiene claro valor lógico, pero no basta para justificar una presencia tan extensa y constante de valores artísticos, pues debería haberse dado esa misma fecundidad en el resto de las disciplinas creativas, donde, si bien se hallan muy importantes personalidades, no con esta prodigalidad.

Suele añadirse como argumento para explicar esta característica nacional el clima tolerante, espiritualista, abierto, que naturalmente ayudó al florecimiento de las artes, al amparo de una evolución política que desde 1887 superó los regímenes militares, y desde 1904 hasta la última década, no conoció guerras civiles, aun cuando el escenario se haya visto conmovido por alteraciones políticas como la dictadura instaurada en 1973. Tampoco puede negarse el fundamento de este argumento, pero —como en el caso anterior— aislado no parece suficiente.

Puede agregarse que la amalgama inmigratoria de que se nutrió el Uruguay, especialmente desde la Guerra Grande, hizo proclive a su población al cultivo de las artes. Hubo en ella una muy fuerte influencia de la Italia del Norte, así como de Francia, lo que sumado a la natural tendencia hispánica, configuró una confluencia de afluentes capaces de nutrir una veta tan rica como la que describimos.

No despreciamos, por fin, la geografía: el puerto, núcleo original y permanente ventana al mundo; cielo luminoso, campaña suavemente ondulada y colorida, amaneceres y puestas de sol esplendorosos. Ni tampoco la necesidad histórica: un país pequeño, de frontera, disputado por dos imperios, provincia rebelde y singular en el conglomerado platense, tuvo necesidad vital de afirmar su personalidad en todos los planos, encontró en la literatura y el arte un medio relevante de afirmación de su identidad.

La explicación más consistente nace de sumar todas estas visiones parciales, cuya reunión configura un conjunto de factores suficientemente vigorosos. La sociología y la historia, con el tiempo, los balancearán o aportarán nuevas raíces. Importa hoy, por lo menos, mostrar la singularidad uruguaya en la pintura, subrayar la permanencia constante de su valor en la trayectoria histórica del país y destacar su vigencia contemporánea.

— VI —

Es muy difícil establecer generalizaciones para toda una trayectoria artística. La diversidad de tendencias y de época lo impide razonablemente. Sin embargo, la pintura es una expresión del carácter nacional, al cual ella contribuye a formar, pero del cual, a su vez, emana.

¿Quién puede negar que el realismo y la dinámica propia de un pueblo joven, victorioso y prematuramente poderoso son características acusadas del arte norteamericano? No se busque allí demasiada metafísica ni especulación intelectualista; la desbordante solicitación de una realidad fuerte y en proceso permanente de transformación constituye el desafío permanente que va perfilando los cambios.

En nuestro caso, no hay duda de que las características de la pintura son también las del país. Ante todo, hay una constante síntesis. Es lo propio del aluvión cultural que sedimenta la nación. Influencias italianas, francesas, españolas, todas fácilmente localizables, se vierten en formas que, sin embargo, no son nunca imitativas. La personalidad artística —el estilo nacional, si cabe así llamarlo— se crea a partir de fuentes europeas ni ignoradas ni desconocidas, sino antes bien proclamadamente reconocidas. No obstante, siempre en un particularísimo perfil nacional. Figari es un cumplido ejemplo artístico tanto como un profundo indagador teórico del tema. Nadie en el Río de la Plata asumió con tanta claridad la necesidad de crear un arte propio —“regional”— a partir de una cultura europea, de la que éramos herederos pero a la que no debíamos servilmente imitar.

“Uno de mis propósitos capitales —dice en un reportaje en El Día en 1915— es crear un arte puramente regional. La observación directa del ambiente ofrece indiscutiblemente una fuente de conceptos que tiende a sustituir, con ventajas, las copias rutinarias que nos imponen los modelos europeos, en lo que toca a los elementos decorativos y a la aplicación del arte en las industrias”. “Cuando he lanzado la idea de regionalizar nuestra obra como obra americana —añade en 1919 en una célebre «Carta Abierta»— a algunos espíritus deslumbrados en demasía por el brillo de las culturas tradicionales del Viejo Mundo, ha parecido una utopía, cuando no una insensatez, dicho programa, que es sencillamente de buen sentido. Fuera de que la autonomía es el único atributo digno del civilizado, se comprende que no se trata de hacer tabla rasa de los preciosos tesoros acumulados por el Viejo Mundo, ni por nadie que haya hecho algo valedero en todo el caparazón terrestre, sino, al contrario, de utilizarlos con criterio propio y no por imitación o psitacismo, simplemente: eso es regionalizar, según lo entiendo, y es lo aconsejable, la más sanchesca cordura. En otras palabras: es trabajar guiados por la propia mente, sin olvidar lo aprovechable que se ha hecho por quienquiera que sea”.

Lo interesante es que ya antes de Figari —que pinta básicamente entre 1920 y 1935— se había dado ese proceso, sin que nadie se lo planteara teóricamente. Por eso Blanes, un académico que vivió —obligadamente— de pintar retratos y episodios históricos solicitados por el “establishment” de la época, volcó sin embargo en sus “gauchos” lo mejor y más generoso de su potencialidad creadora, con un acento de profunda originalidad. Sus retratos, sobresalientes, o sus escenas épicas, pudieron ser pintados por algunos de los grandes italianos de su tiempo, pero sus gauchos —la mayoría pequeños— por nadie más que un rioplatense. Y no por el tema —siempre relativamente accesorio—, sino por el modo de tratarlo, por su luz, la perspectiva psicológica que hay en esos tipos humanos, por el ojo histórico preciso que descubre lo esencial, por el sociólogo empírico que, en la convivencia con un ambiente que vivió, puede rescatar los trazos de un modo de vida sin afeites; porque todo ello, en fin, le permite volcar su técnica con una libertad de dibujo y pincelada que lo alejan del acartonado rigorismo que es la patología de la Academia.

Antes de la inauguración de la Muestra “Seis maestros”, hicimos entrega al presidente Alfonsín, en nombre del gobierno uruguayo, de un retrato suyo, obra del pintor Osvaldo Leite, que nos acompañó en la ocasión. El arte uruguayo presente en todas sus dimensiones.

Seguimos encontrando esta misma actitud hasta hoy y puede decirse que alcanzó en Cuneo su más empinada definición. Una carta de Figari a Cuneo, de marzo de 1932, cuyo original hace muchos años nos regaló este último, aporta una prolija explicación. Le dice allí don Pedro:

“… es menester tomar gran cuidado de fijar la senda mejor, que es la más recta, y la que nos asocia con nuestro propio ambiente en vez de «extranjerizarnos», lo cual es «snob» y de mal consejo, habiendo, según hay, tantos asuntos bellos inéditos en nuestro terruño. Tanto Zuloaga como Bonnard me decían que había sido yo muy afortunado de hallar temas pictóricos tan hermosos, y que me envidiaban al extremo de que el primero alegó no hallarse en edad de intentar viajes de esta índole, y el segundo me manifestó reiteradamente que iría a América, apenas eso le fuese posible.

»Es claro que no dejan de ver que no basta ir, sino que es preciso detenerse a observar hasta comprender el sentido de aquella psicología nuestra sui géneris, algo primaria si se quiere, pero de líneas imantadas, con sugestiones de hondo interés racial, y llenas de gracia, no ya pujantes”.

Pedro Figari, que vivía en París, encerrado en su taller de la Place du Panthéon, pintando negros, gauchos, y salones coloniales, aconsejaba al joven pintor que persistiera en el paisaje del país. Nada es casual, entonces. Y desde los gauchitos de Blanes hasta los ranchos, estancias y lunas de Cuneo hay una continuidad histórica absolutamente indisoluble.

Podría decirse que en dirección contraria habría de caracterizarse a Joaquín Torres García, que poco incursionó en la temática nacional ni tampoco intentó su recreación en perfiles propios. Ello es natural si pensamos que es un artista que vivió largo tiempo en Europa, vinculado a ese ambiente artístico. Su “universalismo constructivo”, teoría que buscó por la abstracción resolver su vocación ecuménica, aparece absolutamente a-nacional. Sin embargo, nadie puede negar la influencia que en toda su obra tiene el arte americano precolombino. Su lenguaje se emparienta claramente con el de los nazcas y ello no es casual sino deliberado. El abstracto, el constructivista, el hombre de la regla áurea, no busca sus fuentes de motivación en la geometría sino en la historia, y no en la de E

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