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El día en que cumplí siete años, el 14 de abril de 1873, mi madre, Molly Walsh, me vistió de domingo y me llevó a la plaza de la Unión a tomarme una fotografía, la única que existe de mi infancia, donde aparezco de pie junto a un arpa con el aspecto despavorido de un ahorcado, que se explica por los minutos que debí de permanecer sin respirar frente a un cajón negro y el susto que me llevé con el fogonazo de la lámpara. Aclaro que no sé tocar ningún instrumento, el arpa era uno de los polvorientos accesorios teatrales del estudio, junto a columnas de cartón piedra, jarrones chinos y un caballo embalsamado.
El fotógrafo era un hombrecillo bigotudo de origen holandés, que se había ganado el sustento con su oficio desde la época de la fiebre del oro. En aquel tiempo los mineros que bajaban de las montañas a depositar sus pepitas de oro en los bancos de San Francisco se tomaban retratos para enviarlos a sus familias casi olvidadas. Cuando del oro no quedó más que el recuerdo, los clientes del estudio eran gente encumbrada que posaba para la posteridad. Nosotras no entrábamos en esa categoría, pero mi mamá tenía sus propias razones para obtener un retrato de su hija. Por principio, más que por necesidad, regateó el precio con el artista. Que yo sepa, ella nunca ha comprado nada sin darse el gusto de pedir rebaja.
—Ya que estamos aquí, vamos a ver la cabeza de Joaquín Murieta —me dijo cuando salimos del estudio del holandés.
Al otro lado de la plaza, la que daba acceso al barrio chino, me compró un bollo de canela y después me llevó a una taberna insalubre. Pagamos la entrada y recorrimos un largo pasillo hasta la parte posterior del local, donde un tipo patibulario levantó una pesada cortina y nos hizo pasar a una sala de cortinajes lúgubres alumbrada con cirios de iglesia. Al fondo había una mesa cubierta con paños negros y dos grandes frascos de vidrio. No recuerdo el resto de la decoración, porque el pavor me paralizó. Mientras yo temblaba de miedo, aferrada con las dos manos a la falda de mi mamá, ella parecía eufórica. En el primer jarrón flotaba una mano humana en un líquido amarillento y en el segundo había una cabeza de hombre con los párpados cosidos, los labios recogidos, la dentadura a la vista y los pelos erizados.
—Joaquín Murieta era un bandido. Como tu padre. En general, así acaban los bandidos —me explicó mi mamá.
De más está aclarar que esa noche sufrí de espantosas pesadillas. Me dio fiebre, pero mi mamá consideraba que a menos que alguien estuviera sangrando, no había necesidad de intervenir. Al día siguiente, con el mismo vestido y los malditos botines, que ya tenían dos años de uso en mi poder y me quedaban bastante estrechos, recogimos la fotografía y nos fuimos caminando al distrito elegante de San Francisco, donde hasta entonces yo no había puesto los pies. Calles empedradas enroscadas en los cerros, casas señoriales con jardines de rosas y arbustos recortados, cocheros de librea y caballos lustrosos, y ni un solo mendigo a la vista.
Mi existencia transcurría en el barrio de La Misión, en la multitud variopinta y políglota de inmigrantes de Alemania, Irlanda, Italia, los mexicanos, que siempre habían vivido en California, y un grupo considerable de chilenos que llegaron con la fiebre del oro en 1849 y varias décadas más tarde seguían siendo tan humildes como cuando inmigraron. Del oro, nada. Si pudieron conseguir algo en las minas de las sierras, se lo quitaron los blancos que llegaron después. Muchos regresaron a su tierra sin fortuna, pero con historias fabulosas que contar, y otros se quedaron porque el viaje de vuelta era largo y costoso. En La Misión teníamos fábricas, talleres, basura, perros sin dueño, burros flacos, ropa tendida y puertas abiertas, porque no había nada valioso que robar.
Ese peregrinaje con mi mamá al universo inalcanzable de la clase alta fue mi primer atisbo de que éramos pobres. No me refiero a la pobreza de pasar hambre entre ratones, como la que sufrieron mis abuelos maternos en Irlanda, sino la modestia de quienes viven al día. Hasta ese momento no me había fijado en la existencia de personas de mejor situación que nosotros, porque no tenía contacto con ellas, solo las veía de lejos cuando iba con mis padres al centro de la ciudad, lo que ocurría rara vez. Los coches con caballos relucientes, las damas con exagerados vestidos victorianos de vuelos, flecos y rosetones, los caballeros de chistera y bastón y los niños vestidos de marinero eran seres de otra especie. Nuestro barrio lo habitaba gente trabajadora, todos éramos más o menos iguales. Allí la mayoría de las viviendas albergaba a una o dos familias de niños descalzos, mujeres eternamente preñadas y hombres alcoholizados que intentaban ganarse el pan en diversos oficios. En comparación con nuestros vecinos, mi pequeña familia era afortunada. Tal como decía mi honorable padrastro, teníamos trabajo, cariño y dignidad, no necesitábamos nada más. También contábamos con una casita decente y carecíamos de deudas.
No me atreví a preguntarle a mi mamá adónde íbamos, así que la seguí cerro arriba y cerro abajo aguantando las ampollas en los pies. En esa época Molly Walsh era una joven de rostro angelical, es decir, con la expresión beatífica de los mártires de las iglesias, y una voz cristalina de ruiseñor, que todavía conserva y resulta engañosa, porque es fuerte y mandona. En las raras ocasiones en que menciona a mi padre le cambia la voz, y en vez de su tono habitual algo plañidero escupe las palabras. Sin que ella lo dijera, adiviné que esa dolorosa caminata al barrio de los ricos estaba relacionada con él.
Llegamos jadeantes a Nob Hill, en lo más alto del cerro, con una vista panorámica de la ciudad y de la bahía de San Francisco. Nos detuvimos frente a la mansión más imponente de la calle, protegida por una alta reja de hierro coronada con puntas de flechas, a través de la cual vislumbré un jardín maravilloso con una fuente de piedra que vertía agua por la boca de un pez. Al fondo se alzaba una enorme casa color mantequilla con un porche de columnas y una puerta monumental de madera oscura flanqueada por dos leones de piedra. Mi madre dijo que era un esperpento de nuevos ricos, pero a mí me dejó boquiabierta; así debían de ser los palacios de los cuentos. Permanecimos frente a esa reja durante varios minutos recuperando el aliento, mientras mi mamá se secaba el sudor de la cara y se acomodaba el sombrero. De pronto, antes de que ella alcanzara a tirar del cordón de la campanilla, salió por un costado de la casa un hombre con traje negro y cuello almidonado, cruzó la vasta extensión del jardín en nuestra dirección y se dirigió a mi madre sin abrirle la puerta de la reja. Creo que le bastó una mirada para evaluar con precisión nuestra clase social, a pesar del esmero que ella había puesto en nuestra presentación.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó en tono altanero con un acento británico tan cerrado que casi no le entendimos.
—Vengo a hablar con el señor Gonzalo Andrés del Valle —replicó mi madre, tratando de imitar la petulancia de ese hombre.
—¿Tiene cita con él?
—No, pero me va a recibir.
—Me temo que está de viaje, señora.
—¿Cuándo vuelve? —le preguntó mi mamá con el ánimo desinflado.
—No sabría decirle.
El hombre abrió la puerta, pero no nos hizo pasar, nos dejó en la calle. Sentí que nos examinaba de la cabeza a los pies y supongo que llegó a la conclusión de que no representábamos una amenaza o una molestia, porque adquirió un tono ligeramente más amable.
—El señor Del Valle viene de visita a San Francisco de vez en cuando, pero vive en Chile —aclaró el inglés, y agregó que la familia no recibía visitantes sin previa cita.
—Dígame adónde puedo enviarle una carta. Es muy importante —dijo mi madre.
—Déjela conmigo, señora…
—Señora Molly Walsh —replicó ella, sin mencionar su apellido de casada: Claro.
—Me ocuparé personalmente de que llegue a sus manos, señora Walsh —le aseguró el hombre.
Ella le entregó el sobre que contenía mi fotografía y la nota en que le presentaba a Emilia, su hija. Esa no fue la última carta que le enviaría a mi presunto padre.
Me crie con la idea de que mi padre biológico era un chileno muy rico y yo tenía derecho a una herencia que el destino me había birlado, pero que Dios, en su infinita misericordia, pondría a mi alcance en su debido momento. La estrechez económica del presente era una prueba que me enviaba el cielo para aprender humildad, pero en un futuro yo sería recompensada, siempre que fuera obediente y virtuosa. La virtud se medía con virginidad y recato, porque nada ofende tanto a Dios como una chica ligera de cascos y desfachatada. En misa y al rezar cada noche de rodillas junto a mi cama, mi mamá me hacía pedirle a Dios que ablandara el corazón de nuestros deudores y que los perdonara en la medida en que ellos pagaban sus deudas. Habrían de pasar varios años antes de que yo comprendiera que esa bizantina oración se refería a mi padre.
En verdad, mi niñez fue perfecta. Mi mamá me mimaba, pero vivía muy ocupada y no tenía tiempo ni disposición para vigilarme, y mi padrastro estaba seguro de que su princesa era incapaz de una maldad, así que tampoco me vigilaba. Tenía razón, yo fui una chiquilla introvertida, viciosa de la lectura, solitaria y sensible, que se entretenía sola y no daba problemas, hasta que el ventarrón de la adolescencia me transformó en una arpía. Por suerte, esa etapa no duró demasiado. La estrechez a que se refería mi mamá era irrelevante, porque nadie a nuestro alrededor tenía más, y la hipotética herencia era un cuento de hadas, que yo me cuidaba mucho de mencionar, porque se habrían burlado de mí. Me espantaba la posibilidad de que ese misterioso chileno, un bandido como Joaquín Murieta, apareciera un día para reclamarme como su hija y llevarme lejos, porque la idea de separarme de mi mamá me aterraba y porque mi padre era Francisco Claro, a quien siempre he llamado Papo, y nadie más. Lo era entonces y seguirá siéndolo siempre, aunque no seamos de la misma sangre.
Molly Walsh, mi madre, nació en Nueva York, hija de inmigrantes irlandeses, que llegaron escapando de la hambruna de la patata. Al escuchar que en California el suelo estaba empedrado de oro, su padre se unió a las caravanas de pioneros que cruzaron el continente de este a oeste en 1849 con la esperanza de hacerse ricos. Por el camino murió uno de sus hijos, que quedó abandonado en una pequeña tumba sin nombre. A los pocos meses de arribar a la naciente y caótica ciudad de San Francisco, falleció su esposa de consunción. Esa mujer, mi abuela, resistió heroicamente los meses terribles del viaje, porque debía velar por los niños que le quedaban, pero el coraje y la voluntad no le alcanzaron para prolongar su existencia en California, la tierra de gente ambiciosa y ruda adonde fueron a parar, y en uno de sus ataques de tos sanguinolenta se le detuvo el corazón. El viudo, mi abuelo, se vio solo con los hijos en una ciudad inclemente, y comprendió que no podía hacerse cargo de ellos si pretendía cumplir el propósito de encontrar oro. Se llevó a las sierras al mayor, que ya tenía doce años, colocó al segundo de peón sin sueldo en una hacienda, y dejó a Molly, de cuatro años, en un orfanato fundado por tres monjas mexicanas, con la promesa de que tan pronto tuviera la fortuna que ambicionaba, iría a buscarla. Eso nunca llegó a suceder.
En su niñez Molly era sumisa y piadosa, parecía disfrutar del sufrimiento. Así me lo ha contado mi Papo, pero cuesta creerlo al verla ahora convertida en la guerrera que encabeza las protestas callejeras y, armada de su uslero de amasar, se enfrenta por igual a borrachos, bandidos, policías y otros que suelen armar líos en nuestro barrio. La pequeña Molly pasaba tantas horas de rodillas, ayunaba con tanto fervor y aceptaba con tal resignación las burlas y bromas pesadas de sus compañeras, que adquirió el apodo de Santa Molly. Las dos monjas más jóvenes, mujeres sencillas, la distinguían entre el montón de niñas, conmovidas ante el posible milagro de tener en su seno a una santa en gestación. En los primeros tiempos, la madre Rosario, directora de esa minúscula comunidad religiosa, no le dio importancia a la exagerada devoción de Molly y la loca esperanza de las otras dos monjitas; sus pupilas eran niñas huérfanas o abandonadas que a menudo manifestaban conductas extrañas, sin embargo, tuvo que intervenir cuando a los once años la chiquilla empezó a tener visiones y oír voces. Eso ya era demasiado. La madre Rosario consideraba que la beatería estaba bien en mujeres ociosas, pero no tenía lugar allí, donde el amor a Dios se probaba trabajando. Decidió que el límite entre los mensajes celestiales y la enfermedad mental era muy tenue, y se dispuso a curar la santidad de raíz con baños de agua fría y aceite de geranio. Obligó a Molly a ingerir tres comidas al día, estrechamente vigilada para que tragara y no fuera después a vomitar a escondidas, y la puso a trabajar en el jardín con pala y picota, en las bateas del lavado, en el horno del pan y en el suelo con cepillo y lejía. Entre las legumbres con arroz de cada día y el sudor del trabajo pesado, la niña navegó los años difíciles de la pubertad y la adolescencia con cierta normalidad, pero mantuvo siempre su inclinación a lo dramático. Como jamás tuvo noticias de su padre o de sus hermanos, aceptó la idea de que su única familia eran esas tres monjas. Estaba tan ocupada que le quedaba poca inspiración para imitar a los mártires del calendario, pero su vocación religiosa se mantuvo intacta y a los quince años rogó ser aceptada en el noviciado.
Y así fue como Molly Walsh tuvo la dicha inmensa de que le raparan la cabeza como a un preso y de vestir el hábito blanco de tela áspera de las novicias. Se integró en el pequeño grupo de mujeres entre las cuales había crecido, dispuesta a entregarse en cuerpo y alma a la caridad. Hubiera preferido entrar en un convento de clausura, algo verdaderamente austero y bárbaro, un edificio de piedras heladas donde estuviera permitido usar un cilicio para castigar la carne, dormir sobre el suelo duro con un tronco por almohada y ayunar hasta el desmayo; pero tuvo que conformarse con una existencia más amable en la casona de adobe del orfanato, donde los camastros de tablas tenían colchones de crin de caballo y la comida era sencilla pero abundante. La madre superiora, cuyo buen apetito se manifestaba en el contorno de su cintura y los rollos de sus caderas que el hábito no lograba disimular, era partidaria de alimentarse bien, porque no se podía servir al Señor sin fuerzas ni buena salud.
A los diecisiete años, Molly estaba lista para cumplir la labor para la cual la habían entrenado: servir y educar. Había mucho que hacer en el orfanato, pero la madre Rosario creyó conveniente que su pupila saliera al mundo, a ver si descendía de las nubes, adquiría algo de sentido práctico y ponía a prueba su vocación. Sospechaba que la chica tenía una hoguera por dentro que ningún hábito de monja podría contener.
El mundo al cual se refería la monja superiora se limitaba al distrito de La Misión, cuyo origen se remontaba a la primera misión de frailes franciscanos en el siglo XVIII. Allí se juntaba la numerosa población mexicana de San Francisco. Días después del descubrimiento del oro, se firmó el vergonzoso Tratado de Guadalupe Hidalgo, que puso fin a la guerra y México cedió a Estados Unidos más de la mitad de su territorio, incluso California. La mayor parte de las antiguas haciendas de mexicanos fueron expropiadas y los campesinos que habían vivido allí durante generaciones, despedidos. Algunos persiguieron inútilmente el sueño del oro, otros se convirtieron en bandidos y el resto se las arreglaba como podía. Sabíamos que ciertos vecinos se ganaban la vida asaltando a los viajeros en los caminos, pero mientras respetaran a la gente de La Misión, nadie los denunciaría. Más de una vez se había dado el caso de que en una redada de la policía los vecinos habían tenido que esconderlos, porque a su vez ellos solían retribuir con favores y en un momento de necesidad prestaban dinero sin interés. Nadie confiaba en los banqueros, ellos sí que eran ladrones.
Molly Walsh se empleó como maestra en una escuelita con el pomposo nombre de El Orgullo Azteca. Consistía en una sala de adobe y techo de paja, donde se hacinaban los alumnos, todos varones entre las edades de seis y diecisiete años. Las clases eran en español, pero había un par de chiquillos irlandeses y otro negro, nieto de esclavos, cuya familia había llegado a California escapando de Alabama durante la guerra civil. Los tres aprendieron el idioma rápidamente. El modesto local contaba con dos mesas largas y varios banquillos y sillas donados por los vecinos, una estufa de leña en un rincón para combatir la humedad de la neblina y freír huevos, un armario con materiales escolares y una letrina en el patio. También había un gallinero que proveía los huevos para la merienda de los niños, porque algunos de ellos llegaban a clase con el estómago vacío. Todavía quedaban algunas poderosas familias hispanas en California, pero sus hijos se educaban en colegios religiosos lejos de La Misión. Los alumnos de El Orgullo Azteca eran pobres.
El fundador de la escuela, director y único maestro hasta la llegada de Molly, era un mestizo de Chihuahua llamado Francisco Claro, conocido por todos como don Pancho, un verdadero sabio, que pasaba su existencia estudiando con la ambición mesiánica de explicar el universo, la vida y la muerte. Nada escapaba a su apasionada curiosidad ni a su formidable memoria. Su deseo de despertar en sus alumnos el prurito del conocimiento se estrellaba contra la dura realidad, porque apenas aprendían los rudimentos de la lectura, escritura y aritmética, los muchachos dejaban la escuela para ir a trabajar. Rara vez estudiaban más de un año o dos. Hasta los más chicos tenían que contribuir a la familia y ganar su subsistencia.
Don Pancho recibió a la joven novicia con respetuoso agradecimiento. La necesitaba. Con ella de asistente pudo separar a los alumnos. Dividió la única sala de clase con un biombo de papel pintado con garzas y emperadores, que consiguió en el barrio chino, y él se dedicó a los chicos mayores, mientras ella se encargaba de los menores. También delegó en Molly la ingrata tarea de mantener la escuela con donaciones, que conseguía entre los pocos mexicanos de buen pasar y los blancos adinerados deseosos de aplacar la mala conciencia que suele acompañar a la codicia desmedida. A ella, con su cara de ángel, sus modales suaves y su hábito religioso, era muy difícil negarle lo que pedía por caridad. Tal como sostenía la madre Rosario, que era mestiza de pura cepa, la piel traslúcida y los ojos azules de Molly le abrían muchas puertas que estaban cerradas para la gente de color.
Desde los primeros días, a Molly y a don Pancho les cambió la vida. A ella se le abrió un horizonte insospechado y él pudo compartir con ella su pasión por el saber y la tarea de educar. Pasaban el día juntos, llegaban al amanecer para limpiar el patio, la letrina y el gallinero; a mediodía preparaban la merienda de tortillas y huevos revueltos para la clase; enseñaban hasta las cinco de la tarde y después de que los alumnos se iban, Molly se quedaba a estudiar bajo la dirección del maestro. Así aprendió del prodigioso mundo animal, las incontables galaxias, las costumbres de pueblos remotos, la infalibilidad de las matemáticas y todo aquello que él consideraba esencial. De la maldad del mundo, sin embargo, permaneció tan ignorante como lo había sido entre las monjas.
Por primera vez don Pancho tenía una discípula con buena disposición para aprender y tiempo para hacerlo. Imaginaba que Molly era maleable, un lienzo blanco, impoluto y liso donde él podía imprimir su sello; no sospechaba que bajo su aparente ingenuidad Molly ocultaba una voluntad inquebrantable. Tal vez ni ella misma lo sabía entonces. Muy pronto se instalaron cómodamente en sus rutinas y se estableció entre ellos una relación de padre e hija tan inocente que la madre Rosario no se inquietó por el hecho de que la novicia pasara tanto tiempo a solas en compañía de un hombre. Al director de El Orgullo Azteca no se le conocían los vicios de alcohol, juego, peleas o mujeres, tampoco parecían gustarle los hombres; de hecho, se rumoreaba que había perdido las bolas en la batalla de Chapultepec, donde combatió a los veintiún años, no por fervor patriótico, como él mismo decía, sino porque lo reclutó el Ejército de Santa Anna a punta de bayoneta. Creía que solo los locos con ganas de matar se prestan voluntariamente para ir a la guerra.
El hábito que cubría a Molly de pies a cabeza ocultaba la forma de su cuerpo, pero no tapaba su cara de muchacha bonita. Mi mamá posee ese tipo de piel blanca que con cualquier emoción se ruboriza y en la juventud es luminosa, pero no resiste bien el paso de los años. Tiene la nariz recta de las estatuas clásicas, la boca pequeña, hoyuelos infantiles en las mejillas, el mentón partido y los ojos del color intenso del lapislázuli, que con la edad no se han desteñido. Ni una hebra de cabello estaba a la vista bajo su apretado pañuelo de novicia, pero por el color de esa piel y esos ojos cabía imaginar que era rubia. No lo era. Debajo de la toca mi madre tenía el cabello negro cortado a tijeretazos. Si alguna vez don Pancho estuvo tentado de admirar sus atributos femeninos, descartó el pensamiento de inmediato. El hábito era una coraza, Molly Walsh era intocable. Aun siendo enemigo acérrimo de la religión, consideraba a esa joven tan sagrada como a la Virgen de Guadalupe.
Y así, entre el estudio, el trabajo y la camaradería, transcurrieron los tres años siguientes en El Orgullo Azteca y se acercó la fecha en que por fin Molly tomaría el velo de monja. La madre Rosario había decidido que la ceremonia tendría lugar en diciembre con motivo de la visita de un obispo itinerante que habían mandado de México y andaba recorriendo las iglesias y parroquias de California. Sería una ocasión solemne dentro de la pobreza digna del orfanato.
Molly Walsh nunca llegó a ser monja, y cualquier ilusión de santidad que albergara en su primera juventud fue demolida en pocos días por un señorito chileno de bastante fortuna, fina estampa y escasos escrúpulos. Se llamaba Gonzalo Andrés del Valle. Era mi padre, según tengo entendido. El hombre se fijó en la novicia, impresionado por su rostro y la gracia de su porte, y dedujo que debajo del horrendo hábito que la cubría había un cuerpo apetecible. No sé dónde la vio por primera vez, quizá ella andaba tocando a las puertas de las mansiones de Nob Hill con su canastilla de pedir donaciones para la escuela y así se encontraron. El chileno, acostumbrado a satisfacer sus caprichos con impunidad, se propuso conquistarla y el hábito, lejos de frenarlo, fue un incentivo.
Nunca sabré cómo se las arregló ese señorito chileno para derrotar la resistencia de aquella joven para quien casi todo era pecado y nada escapaba al juicio implacable de Dios, pero el hecho es que la atrapó como a un conejo hipnotizado. O tal vez no tuvo necesidad de emplear complicadas estrategias y le bastó despertar el afán de amor que ella llevaba adentro como un volcán dormido. Tampoco sé dónde cometieron el acto que dio origen a mi persona. Hablo en singular, porque se me ocurre que después de esa primera vez, Del Valle perdió interés en la aventura. Por supuesto, nada de esto me lo ha contado mi mamá, pero me resulta fácil imaginarlo porque la conozco muy bien. Sin ropa, Molly resultó ser aún más bella de lo que el chileno había imaginado, a pesar del cráneo rapado de lunática, pero era pudorosa en extremo, sensiblera y melodramática; en resumen, un fastidio. La chica no se prestaba para escarceos eróticos, el encuentro fue como una violación y el efímero placer del acto se disipó de inmediato y a él le quedó un mal sabor de boca por haber engañado a aquella novia de Cristo. La inocencia de la chica le complicaba la existencia; lo que menos deseaba era una mujer histérica que se entregaba rígida como un cadáver y después, bañada en lágrimas, murmuraba padrenuestros y le rogaba a Dios que la perdonara mientras él se ponía los pantalones. Debía librarse de ella y lo más compasivo era cercenar la relación de un solo golpe, como decapitar a una gallina. Eso transformaría la pasión amorosa en resentimiento y la muchacha podría olvidarlo fácilmente. Se las arregló para evitarla.
Molly Walsh ignoraba los aspectos mundanos de la existencia, pero no era boba y pronto se dio cuenta de que había sido usada y descartada como un harapo. Con ayuno severo, piedrecitas en los zapatos y otras mortificaciones intentó pagar su pecado y arrancarse de raíz la ilusión del amor. Decidió no volver a pensar en ese amante fugaz y tal vez lo habría conseguido si yo no hubiera existido. Varias semanas después de la apresurada aventura carnal descubrió que estaba encinta. Lo interpretó como castigo divino, así me lo dijo muchas veces: yo no soy fruto del amor, ni siquiera del placer, soy un castigo de Dios. Mi mamá me lo recuerda cuando me porto mal, pero no le hice caso en mi infancia y ahora que soy adulta me da risa. Por suerte estaba don Pancho, quien me dio la confianza necesaria para salir a flote; según él, yo soy un premio del cielo. En fin, para qué vamos a gastar palabras en este asunto que en realidad no me hizo daño.
Del Valle no respondió a las misivas desesperadas que Molly le hizo llegar a la mansión de Nob Hill, pero finalmente ella logró atraparlo en la catedral de la Inmaculada Concepción, adonde acudían los católicos empingorotados para ser vistos en la misa dominical del mediodía. Desde el fondo de la nave ella lo vio pasar por delante del confesionario, comulgar y rezar arrodillado con devoción teatral; lo esperó a la salida, se le colgó de la chaqueta y lo increpó, roja de vergüenza. Varias personas se detuvieron a gozar del espectáculo; nada más sabroso que un escándalo de la aristocracia. A decir verdad, Del Valle nada tenía de aristócrata, era un nuevo rico, como casi todos los ricos de San Francisco, ciudad de aventureros. No era anglosajón ni protestante, provenía de un país que casi nadie podía ubicar en un mapa, por lo tanto no podía aspirar al título de aristócrata en Estados Unidos.
El origen de la fortuna de los Del Valle, acumulada durante la fiebre del oro, fue el curioso negocio de transportar en barco a California productos comestibles desde Chile. A la visionaria matriarca de la familia, Paulina del Valle, se le ocurrió la fantástica idea de cubrir el fondo de un velero con pedazos de hielo de un glaciar del sur de su país y sal gruesa y llenar la cala con verduras, frutas, huevos, carnes ahumadas, embutidos de la mejor calidad, quesos frescos y otras delicias, viajar durante dos meses desde Valparaíso hasta San Francisco, vender la mercadería perfectamente preservada a precio de oro y luego ir a Panamá a vender el hielo que le sobró. Repitió esta aventura una y otra vez con inmensa ganancia hasta que otros navíos más rápidos empezaron a competir con ella. Ninguno de sus descendientes tenía la audacia de doña Paulina, y el espíritu empresarial desapareció en la familia. Si me refiero a ella es porque un día habrían de cruzarse nuestros caminos. Gonzalo Andrés era uno de sus sobrinos, además de su ahijado, y resultó ser tan holgazán y de pocas luces como el resto de sus primos y hermanos.
Ese día en la iglesia, Gonzalo Andrés cogió a Molly de un brazo y, apartándola bruscamente del grupo de feligreses que salía de la misa, la acusó de endilgarle un crío que no era suyo. ¿Qué prueba existía de que él fuera el padre? Cierto, era virgen cuando se acostaron —y conste que ella lo hizo de muy buena gana—, pero de eso hacía más de dos meses y entretanto podría haber tenido otros amantes. Si el hábito de novicia no le impidió follar con él, tampoco le pudo impedir hacerlo con otros, le dijo masticando las palabras y en voz baja, para que no lo oyeran los curiosos que se iban acercando disimuladamente. En un impulso inexplicable, dado el carácter timorato y sumiso que había mostrado hasta entonces, Molly Walsh se secó las lágrimas a manotazos y lo amenazó con énfasis aterrador y elocuencia de oráculo.
—¡Ninguna mujer te va a querer, no podrás tener otros hijos y te irás de cabeza al infierno!
En ese momento la verdadera Molly Walsh, atrevida y corajuda, emergió entre los pliegues del hábito y llegó para quedarse.