
risueña caja de zapatos en medio de ciegas murallas grises.
Como todo el mundo iba y venía corriendo, consultando relojes y papeles y números y armas y máquinas y horarios, nadie les prestaba atención.
¡Y eso que la atención es algo que se presta solamente, cuando en realidad habría que regalarla a quien le hiciera falta! ¿No?
No. En esa ciudad la atención ni siquiera se prestaba, solo se vendía.
Así fue como Chaucha y Palito se volvieron invisibles.
Invisibles para los grandes, no para los chicos que los veían muy bien, les regalaban atención a rolete y los saludaban tirándoles besos con la mano.
Una tarde estaban Chaucha y Palito tendiendo ropa en la azotea cuando se levantó un Viento huracanado.
El Viento, porque sí, entró en la ciudad, abrió puertas y ventanas, sacudió paredes, estiró escaleras como si fueran bandoneones y barrió a toda la gente, sacándola de sus casillas y amontonándola a orillas del mar.
Allí dejó el Viento a las gentes. Tuvo la delicadeza de no tirarlas al agua pues solo quería


ventilarlas y asustarlas un poco, para sacudirse y sacudirles el aburrimiento.
Chaucha y Palito, que tendían una toalla, se aferraron a ella con alma y vida, para no rodar de la azotea a la calle y de la calle a la orilla.
Así fue como salieron volando junto con la toalla y pasaron flotando muy contentos sobre los vecinos que, despeinados, buscaban en la arena las agujas que se les habían caído de los relojes y los números que se les habían desprendido de los billetes.
Los chicos señalaron al cielo con dedos índices con olor a mandarina.
Los grandes, tanto los que miraron como los que no miraron, nada vieron.
¡No vieron a Chaucha y Palito que volaban sentados muy orondos sobre la toalla mágica!
No sabemos cómo sigue este cuento porque cuando los niños iban a preguntar, gritando más fuerte que las olas, los grandes dijeron: “Vamos a casa ahora que paró el Viento”.
Entre esos chicos estaban ustedes, quizás.
De modo que si, al volver a casa, entran de paso en este libro, tendrán que inventar la historia de Chaucha y Palito por su cuenta, como les cante.

Antes de subir a la toalla, si es que piensan dar una vuelta con ellos, no se olviden del diccionario.
En los cuentos que Chaucha y Palito les contarán hay palabras misteriosas. También hay otras que no quieren decir nada, como los dibujos en las alas de las mariposas. Se volaron, sencillamente. O todavía no se posaron en enciclopedias.
El diccionario es uno de los mejores amigos del niño, según la acertada opinión de un pajarito llamado Pepeluis. Nunca dice que está ocupado y que no tiene tiempo de contestar a una pregunta. Además sabe cerrar la tapa sabiamente cuando ustedes tienen sueño o ganas de otra cosa.
Lleven también papel y lápiz, porque en la toalla quizás no haya, y ¿con qué van a continuar el cuento y dibujar lo que se les aparezca?
Después de estos sanos consejos, ¡buen viaje!


Los gleglos
Había una vez una escuela y en esa escuela un 5.0 grado “B” que echaba humo de tanto estudiar. Ningún chico pretendía ganarle al compañero ni “ser el Mejor”, sino que sobresalían todos juntos.
(“¡Por la facha...!”, comentaba algún envidioso de lengua verde.)
Tampoco procuraban aplastar como a miserables insectos a los del 5.0 “A”, ni obtener premios, ni que los señalaran con el dedo por la calle como a niñitos modelos.
Nada de eso. Simplemente les gustaba aprender como a otros les gusta jugar a la pelota, andar en bicicleta o ser filatelistas.
¡A veces suceden cosas así!

Claro que esto no pasó antes ni sucede ahora sino que sucederá un año de estos.
Los chicos trabajaban en equipo leyendo, investigando, memorizando y empapelando las paredes del aula con largas sábanas de cartulina cubiertas de datos, cifras, fechas, mapas, alfileres y dibujos multicolores.
Todo esto sucedía en una ciudad satélite levantada no lejos de lo que antiguamente se conocía como Puerto Madryn, en la costa patagónica.
Llegado el verano y pese a estar de vacaciones decidieron un buen día sumergirse para profundizar —¡valga la expresión!— sus conocimientos en materia de ciencias submarinas.
Así es como una plácida mañana los vemos saltar junto al mar, poniéndose sus trajes de buceo, sus máscaras, sus bidones de oxígeno, sus patas de rana.
Se sumergieron prometiendo no apartarse ninguno de todos y obedecer en su momento la señal que, desde la planta nuclear submarina, indicaba a los visitantes que era hora de volver a la superficie.
Debo decirles que estos niños, además de estudiosos, entusiastas y solidarios, tenían otra particularidad: les gustaba usar el pelo largo, tanto a chicas como a varones. Con las chicas no había

problema, pero los varones daban un poco que hablar.
Siempre hay gente criticona, por hache o por be e incluso por todas las letras del abecedario. Así fue como, ayudándose mutuamente, como siempre, recogieron sus cabelleras en los cascos de goma y... ¡al agua!
Rodearon las misteriosas torres herméticas de cristal negro y acero inoxidable de la planta nuclear, recorrieron los restos de un viejo barco hundido, se asomaron a una gruta abierta en la roca y observaron la variadísima fauna que desfilaba entre sus piernas y brazos.
Recogieron plantas y moluscos, y por fin, obedeciendo la señal que cortaba el agua como un filo rojo y expandía un raro sonido, volvieron a la superficie.
En la playa, mientras reían, se empujaban, respiraban hondo y se quitaban las máscaras, un chico llamado Rodolfo los contó a todos. Los volvió a contar y dijo:
—¡Falta uno!
Se miraron y gritaron enseguida:
—¡Falta Matilde!
—¡Yo le di la mano en el barco hundido! —dijo Oscar.

—¡Estaba a mi lado cuando nos asomamos a la gruta! —agregó Pepe.
—Pero ahora no está; volvamos a buscarla
—ordenó Nora.
—No —organizó Esteban—, dividámonos; puede haber subido antes y ahora se esconde para hacernos una broma.
Se separaron en dos grupos: unos volvieron al agua y otros recorrieron la playa que estaba desierta porque era muy temprano.
¡Dónde iba a esconderse! ¿En un pozo en la arena? ¿Detrás de una piedra? ¿En la maraña de algas que la marea había abandonado?
Los sumergidos, dando veloces brazadas, recorrieron todo el parque submarino. Ni rastros de Matilde. Regresaron a la playa muy afligidos.

Discutieron nerviosamente. Uno decía que era necesario alertar a la Prefectura. Otro que no.
—¿Se la habrá comido un tiburón? —la que preguntaba esto era Rosita, naturalmente.
—¡No es época de tiburones!
—Esperemos, ya volverá —los tranquilizó Oscar.
Y esperaron, pero...
A todo esto, ustedes estarán desmayados de miedo y curiosidad.
¡Mucho peor estaba la pobre Matilde!
En un momento en que sus compañeros despegaban unos moluscos del viejo barco, Matilde se apartó un poco, procurando atrapar un caballito de mar llamado Hipocampo Borgiano.

No se alejó mucho, solo un poco, lo suficiente como para sentirse arrastrada por una corriente, una especie de fuerte ola submarina, indomable.
Le pareció que una mano invisible intentaba quitarle el casco. Pero solo se lo desprendía, para soltar su cabellera que salió flotando como un alga color avellana.
¡Un enorme calamar la llevaba de los pelos, enturbiando el agua con su tinta para que nadie pudiera seguirle el rastro!
El calamar y la corriente la empujaron cada vez más rápido, más hondo y más lejos, hasta las profundidades prohibidas a los deportistas —y mucho más