Vestite feliz

Vicky Zorrilla de San Martín

Fragmento

Vestite feliz

SOBRE EL LIBRO

Antes que nada, te quiero agradecer profundamente por tener este libro en tus manos. Me emociona saber que estás lista para emprender este hermoso camino de diseñar una imagen que te potencie, te inspire y te haga más feliz. Sé que es un camino en el que vamos a ir muy profundo en nuestro ser. Por eso, quiero abrir mi corazón y comenzar relatándote mi historia y por qué me dedico a esto.

Voy a contarte cuestiones superíntimas de mi vida, en las que probablemente te puedas ver reflejada y esa es la idea, justamente, que hablemos con total honestidad. Porque vestirse, como veremos a lo largo del libro, no es solo una cuestión de imagen, es una cuestión de identidad y toda nuestra historia está puesta en juego en ella.

También te voy a contar cómo llegué al mundo del estilismo y cómo fui aplicando mis experiencias para resignificar todo lo que aprendí y darle mi impronta. Todo ese recorrido dio como resultado lo que hoy enseño en mi diplomatura y ha caracterizado siempre mi manera de brindar servicio en esta disciplina tan hermosa y comprometida que es el coaching de imagen, con mi método que llamé Diosor.

Espero que puedas leerme con la misma apertura y sensibilidad con la que escribí las palabras introductorias para este libro que, sin dudas, es un camino de ida en la relación con vos misma y en la forma de vincularte con tu cuerpo, con tu armario y con el mundo.

MI CUERPO Y YO: UNA HISTORIA QUE TE RESULTARÁ FAMILIAR

Creo que mi historia no tiene nada de especial y eso la vuelve aún más poderosa. Porque es la historia de muchas de nosotras, cada una en su versión única y diferente; a su manera.

Como muchas, durante bastante tiempo fui una mujer un poco obsesionada por mi aspecto físico. Incluso en mi entorno familiar el valor por “estar flaca” era algo que se encontraba siempre presente. La realidad es que durante muchos años lo naturalicé, y no lo percibía como algo malo ni que me hiciera mal. Pero ahí estaba: el canon de belleza presente en diferentes comentarios, chistes, recomendaciones.

Sé que no soy la única que ha crecido así. Lo que no sé con exactitud es cuándo se empieza a tener esta fijación en querer mejorar nuestro cuerpo, pero tengo una sospecha y quiero contártela.

DOS FOTOS, UN MISMO MOMENTO

Cada vez que entro a lo de mis padres veo esas dos fotos del mismo día de verano, sobre la repisa. En una está mi hermana menor jugando y bailando en la orilla del mar. Se la ve de cuerpo entero, con un traje de baño floreado, y alegre. En ese momento tenía ocho o nueve años. En la otra foto me veo a mí, con diecisiete o dieciocho años. A diferencia de mi hermana, estoy tapada hasta el cuello con un pareo, abrazándome las piernas, tapándome a mí misma y claramente incómoda con la idea de que me estén tomando esa foto.

El contraste es brutal y me genera preguntas.

¿En qué momento pasamos de ser la que disfruta su cuerpo con plenitud, corriendo y chapoteando en el agua, a la que prefiere resignar el disfrute del viento y la arena para guardarse y que nadie le vea el cuerpo?

¿Qué nos hace pasar de una a la otra?

A lo largo de mi vida, las fluctuaciones en mi peso acompañaron cada evento importante. La inminente llegada del calor activaba el Plan Verano: dieta restrictiva, cosmetóloga y gimnasio, fundamentales para poner mi cuerpo a punto para la mirada ajena. El casamiento de una amiga ameritaba comer menos para entrar en el vestido y, obviamente, más todavía para el mío, incluso cuando sabía que me harían el vestido a medida. Y, aun en esos momentos de volcar un montón de energía para llegar a ese peso, de haberlo logrado, no recuerdo estar del todo conforme con cómo me veía.

«¿QUÉ TE PASÓ?»

En este camino de habitar mi cuerpo, recuerdo varios momentos en los que la pregunta «¿qué te pasó?», en relación a cambios en mi aspecto corporal (poco favorables para quien hacía la pregunta), me destruyó.

Uno de ellos fue a mis veintitrés años. Producto de una separación y del bajón que me significó, bajé drásticamente de peso. Canalicé mi angustia por esa situación afectiva poniéndome el objetivo de mejorar mi cuerpo a través de un programa muy promocionado de una clínica de estética. ¿El resultado? Bajé más de doce kilos en pocas semanas. Llegué al verano como nunca antes y se sembró en mi mente la certeza de que «ojo, yo puedo ser flaca». Es más que obvio que no fue un peso que haya podido mantener mucho tiempo. Por suerte, porque casi no comía. Después de eso, durante no meses, sino años, me martirizaba cada vez que abría mi vestidor y miraba los pantalones que había usado en esa época. Me torturaba a mí misma intentando volver a ese cuerpo que añoraba, que en algún lugar de mi cabeza se había instalado como mi mejor momento, ese en el que podía usar cualquier cosa y todo me quedaba bien.

Y a esto sumale la mirada de los demás.

Un tiempo después, me fui de viaje al egresar de Ciencias Económicas y aumenté diez kilos. Aunque había visitado veinte países en seis meses y tenía un montón de experiencias para contar y compartir, las personas, incluso muchas de mi círculo íntimo, se empecinaron en hacerme una pregunta desafortunada y absolutamente dolorosa para mí: «¿Qué te pasó?».

No fue la única vez que la escuché. Pero la segunda vez me agarró ya prevenida.

¿A QUIÉN LE DAS PODER SOBRE TU AUTOESTIMA?

Cuando me casé, volví a la dieta y a la cosmetóloga. Fui a que me hicieran un vestido acorde al cuerpo anhelado y contraté a un prestigioso maquillador que no paraba de decirme lo divina que estaba antes de ir a dar el . Elegí a un fotógrafo que sabía que iba a editar las imágenes, para que me hiciera los retratos de novia y que me viera «de revista». Con todo esto, me aseguraba el estar linda y estilizada en ese momento clave que guardamos en nuestra memoria para toda la vida.

Ahora puedo ver que detrás de todo esto se escondía la necesidad de sentirme linda, segura, confiada, de pertenecer al grupo de las que estaban bien. Sentía que si cambiaba mi cuerpo aumentaba mi autoestima. Que el estar flaca me permitía usar la ropa que quería, y pensaba que aun así había prendas que «no eran para mí». Creía que me ayudaba a alejarme de la crítica de los demás, que no era más que un reflejo de mis propias críticas. También, nobleza obliga, supe criticar mucho a otras mujeres por su aspecto físico, por no tener la voluntad suficiente, por no cuidarse.

Años después, se casó una amiga. Como te conté antes, esto era motivo para empezar a cuidarme; un claro eufemismo para comer menos y acudir a centros de estética con el objetivo de quedar bien en un vestido. Pero esa vez le di menos importancia que otras. Ya vendrá más sobre esto en las siguientes páginas.

El instante clave fue cuando entramos con mi amiga al hotel, entre risas cómplices y llenas de alegría, y en el momento inmediato después de oír el sonido que acababa de hacer el champán que estaban descorchando mis manos, oí de nuevo esa frase. De la boca del mismo maquillador que me había hecho quedar divina en mi casamiento, salió la pregunta desafortunada: «¿Qué te pasó?».

Pero ese día decidí no darle poder sobre mi autoestima a una persona que no lo valía. ¿Te cuento cómo y por qué?

¿CÓMO SE HACE EL CLIC?

Viéndolo hoy, me doy cuenta de que el día del casamiento de mi amiga ya había empezado a transformarse algo respecto de la relación que tenía con mi cuerpo. La felicidad por compartir ese día tan especial para una persona muy importante en mi vida le ganó a un comentario que, en otro momento, podría haberme arruinado.

Siempre me preguntan en qué momento cambió esto en mí. Y creo que fue un cúmulo de instancias y situaciones. Fue un proceso. Pero sí puedo detectar una escena que quedará grabada en mi memoria como un punto de inflexión.

Un tiempo después de casarme, quedé embarazada. Fue megabuscado, llegó en el momento justo. Estábamos en esa atmósfera idílica de recién casados, yo trabajaba en una multinacional y tenía ingresos asegurados. Todo estaba bajo control.

Y fue en eso que mi fantasma volvió a nublar una etapa de felicidad. Cada cita con el médico era una frustración: me subía a la balanza y cada mes eran tres kilos más. Para el sexto mes, ya había aumentado lo que era esperable para todo el embarazo. Mis brazos, que siempre habían sido el foco de mis inseguridades, se veían enormes; perdí las líneas rectas de mi cara y sentía que desde el cuello a las rodillas era como una enorme pelota. De nuevo, quise cuidarme. Empecé a pedirme viandas saludables para el almuerzo en el trabajo, me inscribí a clases de gimnasia para embarazadas, todo esfuerzo que pudiera hacer, lo hacía. Mientras tanto, como un espejo de pesadillas, veía a una compañera de la oficina que estaba embarazada de prácticamente las mismas semanas que yo. Todos en el trabajo sabían que teníamos pocos días de diferencia en la fecha de parto y nos comparaban todo el tiempo. «Vos parecés de cinco meses y vos ya parecés a término», nos decían entre risas. Graciosísimo el chiste, ¿cierto?

Como si todo esto fuera poco, ya hacía calorcito y mi plan verano se había ido al demonio. Nada daba resultado y yo estaba muy enojada con mi cuerpo. El tema de mi peso y de mi imagen me impedía disfrutar plenamente del momento tan especial que estaba atravesando. Me sentía muy frustrada, me angustiaba verme así. No tenía ganas de ir a ningún lado, de que nadie me viera. No tenía qué ponerme que me hiciera sentir bien. Y para colmo de males, como cereza del postre, la tapa de la revista Gente de ese verano traía a una Marcela Kloosterboer embarazada de OCHO meses en un bikini blanco. Y otra vez la comparación…

La llegada de Mati me llevó 48 horas de contracciones, trabajo de parto sin epidural hasta los ocho centímetros de dilatación y terminar en cesárea de urgencia. La lactancia me costó más que nada en el mundo. En la maternidad, las mujeres ponemos mucho el cuerpo, es un nivel de entrega muy fuerte. Pero lo tenemos muy naturalizado, no lo medimos.

Punto crítico con mi imagen.

Llegué a casa y lo primero que hice fue pesarme. En cuanto el médico me dio el alta, fui a una clase de kick-boxing. Casi se me estallan los puntos de la cesárea. Una vecina que es médica me preguntó si el médico me había dejado ir. Me volví a anotar en la clínica de estética. Lo que más quería era volver a mi cuerpo de antes. Old habits die hard.

El máximo de frustración fue en el posparto: estaba atravesando el puerperio, con miles de responsabilidades, mal dormir, ningún evento relevante, sin aceptar mi cuerpo, sin contar con un minuto para mí misma y con el mismo set de herramientas que no arreglaban la situación.

Y aquí llega la escena que te decía que fue para mí un punto de inflexión. Estaba parada, en ropa interior, frente a la responsable de mi tratamiento en la clínica de estética. Miraba crítica y minuciosamente mi cuerpo recién parido. Le veía los ojos de desaprobación. Sacaba medidas, negaba con la cabeza. Tomó la ficha de registro y comparó los números que acababa de anotar con los últimos que tenía: los de mi cuerpo justo antes de casarme.

Sentí injusta esa mirada sobre mi cuerpo que tanto me había dado, que tanto había hecho por mí y por mi hijo recién nacido, mi mayor bendición en el mundo. Y entonces me pregunté: «¿Por qué me estoy haciendo esto?».

UN CAMBIO DE PERSPECTIVA

En este momento podría empezar a escribir barbaridades sobre la trabajadora de la clínica o sobre mis excompañeros de trabajo o sobre el mundo entero y la cultura en la que estamos inmersas. Sin embargo, me di cuenta de que estaba llevando mi cuerpo adonde no lo honraban como se merecía porque yo no lo hacía.

Se me vino toda mi historia encima: desde la foto en la playa, el posviaje de egresada, mi casamiento, los meses de embarazo. Vi todo como en una película.

Fue un insight muy poderoso.

Me llevó todo un recorrido darme cuenta y poder ver de frente esto que te voy a resumir en pocos puntos:

  • En primer lugar, era yo quien había llevado voluntariamente mi cuerpo a un lugar en donde lo iban a criticar sin piedad, donde lo iban a tratar como que no era lo suficientemente bueno y ofrecer cuanto sistema y método existiera para ajustarlo a las medidas de las que están bien. Eso no era culpa de la clínica estética, sino que someterme a esa situación era una responsabilidad que partía de mí. Fue mi momento no sos vos, soy yo. El que me hizo poder darle un giro al asunto y cambiar la perspectiva.
  • Me di cuenta, también, de que la comparación me estaba obsesionando y haciendo muchísimo daño. Toda la vida había estado comparándome: con la compañera de trabajo, con amigas, con la modelo de tapa de revista de turno. Y, aún peor, me comparaba conmigo misma del pasado, la que podía ser flaca. Pero lo cierto es que en ese momento estaba comenzando una vida que no se podía comparar con nada de lo que había vivido antes. ¿Cómo podemos tener el cuerpo de antes sin la vida de antes? ¿Por qué no honramos cada momento de la vida en sus cualidades únicas y especiales?

El discurso de lo que me venía diciendo a mí misma ya no me cerraba. Yo no tenía poca voluntad ni era la culpable de no bajar equis cantidad de kilos. Incluso cuando hacía todo lo que me decían, mi cuerpo no respondía como lo había hecho durante aquel duelo amoroso o previo al casamiento. Y decidí que, en lugar de castigarlo, era hora de reconocer que mi cuerpo había hecho cosas increíbles.

«LO QUE TE TRAJO HASTA ACÁ, NO TE LLEVARÁ HASTA ALLÁ»

Me acuerdo de verme a mí misma desayunando una banana con café con leche y decirme: «Ok, acá algo no está bien». Mi vida necesitaba nuevas herramientas. Si seguía esperando volver a tener el cuerpo de antes para sentirme bien conmigo, tal vez iba a pasar mi vida sin que eso pasara nunca. Si esperaba sentirme en mi peso ideal para usar la ropa que quería y me gustaba, tal vez me iba a pasar mi vida sin poder experimentarlo.

Me di cuenta de que adelgazar no estaba enteramente bajo mi control, sucedería, pero tal vez no de la forma y en el tiempo que yo quería. Lo que sí podía controlar eran mis pensamientos. Podía adueñarme de mis emociones, dejar de naturalizar esas prácticas o discursos que no me hacían sentir bien.

¡Si tan solo nos obsesionáramos tanto por sentirnos bien con el adentro como nos obsesionamos con sentirnos bien con el afuera…!

Me prometí trabajar para cambiarlo. Por mí y también por Mati, porque no quería que el día de mañana sintiera que lo culpabilizaba por un momento de crisis, sino demostrarle que había utilizado este momento de crisis para volverme mejor.

Me considero una convencida de que el amor propio puede y debe ser el motor detrás de cualquier cambio relevante en nuestra vida.

Encontrar el curso de Style Coach fue consecuencia de ese cambio de motivación. Comencé a buscar algo que me ayudara en este camino de redescubrir y rediseñar mi imagen, pero desde un lugar de aceptación y autoamor. Descubrí el curso como una herramienta personal, para aplicarlo principalmente en mi propia vida y aprender a identificar las prendas que más me ayudan a potenciar mi silueta y no a ocultarla. Descubrí un mundo increíble. Me amplió el abanico de opciones que había considerado hasta ese momento. Me demostró que podía verme y sentirme bien con el cuerpo que tenía, que había alternativas para ponerles onda a mis conjuntos y sentirme canchera aun cuando el megaevento de la semana fuera ir a almorzar a lo de mi suegra.

Al poco tiempo, me echaron de mi trabajo.

El resto de la historia ya la podés imaginar.

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