En punto muerto (Sookie Stackhouse 12)

Charlaine Harris

Fragmento

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Capítulo 1

Incluso a esa hora de la noche hacía más calor que en las calderas del infierno y el día en el trabajo había sido movido. Lo último que me apetecía era estar en un bar atestado, viendo cómo se desnudaba mi primo. Pero era una de esas noches exclusivas para mujeres en el Hooligans, habíamos planeado la excursión desde hacía semanas y el establecimiento estaba lleno de mujeres chillonas dispuestas a pasar un buen rato.

Mi embarazadísima amiga Tara estaba sentada a mi derecha, y Holly, que trabajaba en el bar de Sam Merlotte, al igual que Kennedy Keyes y yo misma, se encontraba a mi izquierda. Kennedy y Michele, la novia de mi hermano, ocupaban el otro lado de la mesa.

—Esa Suuuk-iii —gritó Kennedy con una sonrisa traviesa.

Kennedy había sido la primera finalista del certamen de Miss Luisiana algunos años atrás, y a pesar de su paso por la cárcel, había conservado su aspecto espectacular, incluida una sonrisa con la que podría cegar a un autobús.

—Me alegro de que al final decidieras venir, Kennedy —dije—. ¿A Danny no le importa? —Ella no había dejado de quejarse de su novio la noche anterior. Y yo estaba casi segura de que iba a quedarse en casa.

—Eh, a mí me apetece ver a unos chicos guapos desnudos, ¿a ti no? —respondió.

Eché un vistazo a las otras mujeres.

—A menos que me haya perdido algo, todas tenemos ocasión de ver chicos desnudos habitualmente —señalé. Aunque mi intención no había sido la de ser graciosa, mis amigas se echaron a reír. Estaban con el puntillo.

Pero no había dicho más que la verdad: yo hacía tiempo que salía con Eric Northman; Kennedy y Danny Prideaux estaban en pleno ascenso de fogosidad; Michele y Jason vivían prácticamente juntos; Tara se había casado y, ¡Dios mío!, estaba embarazada; si hasta Holly estaba prometida con Hoyt Fortenberry, quien apenas aparecía ya por su propio apartamento.

—Al menos tendrás curiosidad… —dijo Michele, alzando la voz para hacerse oír en medio del clamor—. Aunque puedas ver a Claude por tu casa en cualquier momento. Con la ropa puesta, sí, pero aun así…

—Eso, ¿cuándo va a volver a su casa? —intervino Tara—. ¿Cuánto se puede tardar en cambiar las tuberías?

Por lo que yo sabía, las tuberías de la casa de Claude en Monroe estaban en perfecto estado. Pero la excusa era simplemente mejor que decir que mi primo era un hada y que necesitaba estar en compañía de seres como él, ya que se encontraba exiliado, o que mi tío abuelo mestizo Dermot, casi un calco de mi hermano, venía incluido en el paquete. Las hadas, a diferencia de los vampiros o los licántropos, deseaban mantener su existencia en secreto.

Además, la asunción de Michele de que nunca había visto a Claude desnudo era incorrecta. A pesar de que el espectacularmente atractivo Claude era mi primo —y yo, desde luego, iba por la vida con la ropa puesta—, la actitud feérica hacia la desnudez era del todo natural. Claude, con su larga melena negra, rostro juvenil e impresionantes abdominales, era de esos que dejan bocas abiertas a su paso… hasta que él abría la suya. Dermot vivía también conmigo, pero era mucho más modesto en sus hábitos…, quizá porque yo había compartido con él mi opinión acerca de los familiares con el culo al aire.

Dermot me caía mucho mejor que Claude, quien me provocaba sentimientos encontrados, y ninguno de ellos sexual. De hecho, recientemente, y con mucha reticencia, le había permitido volver a casa tras una discusión.

—No me importa que Claude y Dermot vivan conmigo. Me han ayudado mucho —dije con escasa convicción.

—¿Y Dermot, qué? ¿También hace striptease? —inquirió Kennedy, esperanzada.

—Aquí solo hace labores administrativas. Se te haría raro que se desnudase en público, ¿eh, Michele? —dije. Dermot era prácticamente una copia de mi hermano, quien mantenía una larga relación con Michele (al menos lo que Jason entendía por larga).

—Ya te digo, no podría verlo —confirmó—. ¡Salvo quizá por comparar! —Todas nos reímos.

Mientras seguían hablando de hombres, paseé la mirada por el club. Nunca había visto el Hooligans con una parroquia tan nutrida, ni había asistido a una noche exclusiva para público femenino. Había mucho en lo que pensar, como el personal, por ejemplo.

Habíamos pagado nuestra entrada a una joven de carnes muy prietas y membranas entre los dedos. Me lanzó una fugaz sonrisa al pillarme mirándola, pero mis amigas no repararon demasiado en ella. Tras acceder al recinto, nos guio hasta nuestro sitio un elfo llamado Bellenos, el mismo que me ofreció la cabeza de un enemigo la última vez que lo vi. Literalmente.

Ninguna de mis amigas pareció percatarse tampoco de la particularidad de Bellenos, por mucho que a mí no me pareciese un hombre normal. Su cabeza de cabello castaño era suave y semejante a piel animal, tenía los ojos separados, inclinados y oscuros, sus pecas eran mayores que las de cualquier humano y las puntas de sus largos dientes, afilados como agujas, refulgían bajo la tenue luz del local. La primera vez que lo vi era incapaz de ocultarse bajo un aspecto humano. Ahora sí podía.

—Disfruten, señoritas —nos había dicho el elfo con voz profunda—. Les hemos reservado esta mesa. —Me había lanzado una sonrisa particular antes de girarse para volver a la entrada.

Nos encontrábamos justo al lado del escenario. Alguien había dejado un cartel manuscrito sobre el mantel que ponía: «Fiesta de Bon Temps».

—Espero tener la ocasión de agradecérselo personalmente a Claude —dijo Kennedy sin tapujos. Se había peleado con Danny, eso saltaba a la vista. Michele soltó una risita y dio unos golpecitos en el hombro de Tara.

No, si al final conocer a Claude iba a tener sus beneficios…

—Ese pelirrojo que nos ha acompañado hasta la mesa no te quitaba el ojo de encima, Sookie —comentó Tara, incómoda. Tenía en mente a mi novio a jornada completa y marido vampírico, Eric Northman y creía que a él no le gustaría la idea de que un desconocido me desnudase con la mirada.

—Simplemente estaba siendo amable porque soy la prima de Claude —atajé.

—¡Y una mierda! Te miraba como si fueses una copa de helado de chocolate con galletas —insistió—. Te habría comido sin dejar nada.

Estaba segura de que tenía razón, pero probablemente no en el sentido que ella imaginaba. No podía leer la mente de Bellenos, no más que la de cualquier criatura sobrenatural… pero los elfos pueden considerarse seres de dieta poco restrictiva. Esperaba que Claude mantuviese los ojos bien abiertos en el variopinto grupo de hadas que estaba reuniendo en el Hooligans.

Mientras tanto, Tara se estaba quejando de que su pelo había perdido toda su vitalidad durante el embarazo, a lo que Kennedy dijo:

—Ve a que te lo acondicionen en Estilo de Muerte, en Shreveport. Immanuel es el mejor.

—A mí me lo cortó una vez —apostillé, y todas me miraron estupefactas—. ¿No os acordáis cuando se me chamuscó el pelo?

—¿Cuándo atacaron el bar? —dijo Kennedy—. ¿Fue Immanuel? Vaya, Sookie, no tenía la menor idea de que lo conocieras.

—Un poco —maticé—. Pensé en hacerme unas mechas, pero se fue de la ciudad. Aunque la peluquería sigue abierta. —Me encogí de hombros.

—Todos los grandes talentos acaban dejando la ciudad —se lamentó Holly, y mientras las demás lo asimilaban, intentó colocar el trasero en una posición más cómoda sobre la silla plegable entre Holly y Tara. Me incliné con cuidado para dejar el bolso entre mis pies.

Observando a todas las clientas nerviosas que nos rodeaban, empecé a relajarme. También yo me podía permitir disfrutar del momento, ¿no? Después de todo, ya sabía desde mi última visita que el club estaba lleno de hadas exiliadas. Estaba rodeada de amigas, todas ellas dispuestas a pasar un buen rato. Yo no debía ser menos. Claude y Dermot eran mi familia, y no permitirían que me ocurriese nada malo, ¿no? Me las arreglé para sonreír a Bellenos cuando se pasó para encender la vela que presidía el centro de nuestra mesa y me estaba riendo por un chiste verde de Michele cuando una camarera se nos acercó apresuradamente para tomar nota de lo que íbamos a beber. Pero la sonrisa se me evaporó. A ella la recordaba de mi última visita.

—Soy Gift, y esta noche seré vuestra camarera —anunció, vivaz como ella sola. Tenía el pelo de un brillante rubio y era muy guapa. Pero mi parte de hada (debida a un enorme desliz de mi abuela), era capaz de ver más allá de su atractivo cascarón rubio. Su piel no tenía en realidad el tono miel que las demás veían. Era verde pálido. Sus ojos carecían de pupilas…, o puede que estas y los iris fuesen del mismo color negro. Me hizo una señal con los párpados cuando nadie más la miraba. Puede que tuviese dos. Párpados, quiero decir. En cada ojo. Tuve tiempo de cerciorarme, porque se inclinó hacia mí—. Bienvenida, hermana —me murmuró al oído antes de volver a erguirse y lanzar una amplia sonrisa a las demás—. ¿Qué queréis tomar? —preguntó con un perfecto acento de Luisiana.

—Bueno, Gift, quiero decirte ante todo que la mayoría de nosotras trabajamos en el negocio de la hostelería, por lo que intentaremos no darte la noche —comentó Holly.

Gift le respondió con un guiño.

—¡Me encanta saberlo! Aunque tampoco es que tengáis aspecto de chicas conflictivas. Me encantan las noches solo para mujeres.

Mientras mis amigas pedían su bebida y algo para picar, paseé la mirada por el club para confirmar mis impresiones. Ninguna de las camareras era humana. Solo las clientas lo eran.

Llegado mi turno pedí una Bud Light. Ella volvió a acercarse a mi oído para preguntarme:

—¿Qué tal ese bombón de vampiro, nena?

—Está bien —contesté, algo seca, aunque realmente no era así.

—Pero ¡qué mona eres! —soltó Gift, palmeándome en el hombro como si acabase de decir algo ingenioso—. Pues, chicas, si es todo, voy a encargarme de vuestra comanda. —Su cabeza brillaba como un faro mientras sorteaba con agilidad el gentío del local.

—No sabía que conocieras a todos los que trabajan aquí. ¿Y cómo está Eric? No lo veo desde el incendio del Merlotte’s —dijo Kennedy. Era evidente que había oído la pregunta de Gift—. Eric es un pedazo de tío —concluyó, asintiendo seriamente con la cabeza.

Todas mis amigas convinieron con un murmullo al unísono. Ciertamente, el atractivo físico de Eric era innegable. Pero el hecho de que estuviese muerto pesaba en su contra, sobre todo a los ojos de Tara. Cuando conoció a Claude, no se dio cuenta de que en él también había algo diferente, pero Eric, que nunca se había molestado en pasar por humano, estaba en su lista negra. Tara había tenido una mala experiencia con un vampiro que le había dejado una marca imborrable.

—Apenas puede salir de Shreveport. Tiene mucho trabajo —expliqué, y lo dejé ahí. Hablar de los negocios de Eric nunca era buena idea.

—¿No se ha molestado contigo porque vayas a ver a otro tío desnudarse? ¿Estás segura de que se lo has contado? —preguntó Kennedy con una sonora y alegre carcajada. Cada vez estaba más claro que la sociedad Kennedy-Danny tenía problemas. Oh, no quería saberlo.

—Me parece a mí que Eric confía tanto en su atractivo cuando está desnudo que no necesita preocuparse de la competencia —respondí. Y sí, le había contado que estaría en el Hooligans. No le había pedido permiso, como Kennedy dijo que había hecho con Danny; él no era mi jefe. Pero en cierto modo había dejado caer la idea para ver cómo reaccionaba. Hacía algunas semanas que las cosas se habían tensado un poco entre los dos. No tenía intención de desestabilizar nuestro barco, y menos por una razón tan frívola.

Como esperaba, Eric no se tomó nuestra propuesta de noche solo para chicas muy en serio. Por una razón: consideraba divertida la actitud estadounidense moderna sobre la desnudez. Había contemplado mil años de largas noches y se había dejado sus propias inhibiciones por el camino. Aunque yo sospechaba que nunca tuvo demasiadas.

Mi novio no solo no perdía la calma ante la posibilidad de que viese a otros hombres desnudos, sino que tampoco le importaba dónde estuviésemos. No pensaba que pudiese haber ningún peligro en un club de striptease de Monroe. Incluso Pam, su lugarteniente, se limitó a encogerse de hombros cuando Eric le comentó lo que hacíamos las humanas para entretenernos.

—Allí no encontraréis vampiros —nos dijo ella, y tras un fugaz inciso a Eric sobre mi deseo de ver a otros hombres desnudos, desestimó el asunto.

Mi primo Claude había acogido a todo tipo de hadas exiliadas en el Hooligans desde que mi bisabuelo Niall cerrara todos los portales que conducían al mundo feérico. Lo hizo de forma impulsiva, un giro radical de su anterior política por la cual los humanos y las hadas podían mezclarse libremente. No todos los seres feéricos y demás hadas que vivían en este mundo tuvieron tiempo de pasar al otro lado antes del cierre. Un portal muy pequeño, situado en el bosque de detrás de mi casa, permaneció parcialmente abierto. Por allí recibía noticias de vez en cuando.

Cuando se sentían solos, Claude y mi tío abuelo Dermot venían a casa a pasar unos días conmigo, les reconfortaba el toque feérico de mi sangre. El exilio era algo terrible para ellos. Por mucho que en su día disfrutaran del mundo humano, ahora añoraban su casa.

Con el tiempo, otras hadas fueron presentándose en el Hooligans. Dermot y Claude, pero sobre todo Claude, ya no pasaban tanto tiempo conmigo. Eso me resolvía bastantes problemas —Eric no podía pasar mucho tiempo en mi casa cuando las dos hadas estaban en casa, ya que su olor resulta embriagador para los vampiros—, pero echaba de menos a mi tío abuelo Dermot, que siempre había supuesto una agradable compañía para mí.

Mientras pensaba en él, lo divisé tras la barra. Si bien era el hermano de mi abuelo feérico, no aparentaba más de la veintena.

—Sookie, ahí está tu primo —dijo Holly—. No lo veía desde la fiesta de Tara. ¡Oh, Dios mío, es clavadito a Jason!

—El parecido familiar es increíble —convine. Eché un vistazo a la novia de Jason, que en absoluto se alegraba de ver a Dermot. Lo había conocido cuando él se encontraba bajo una maldición de locura. A pesar de saber que ya estaba en sus cabales, no tenía ninguna prisa por acercar posturas con él.

—Nunca he podido imaginarme cómo estás emparentada con ellos —dijo Holly. En Bon Temps todo el mundo conocía a todo el mundo y con quién estabas emparentado.

—Un desliz carnal —aclaré con delicadeza—. No diré más. No lo descubrí hasta la muerte de mi abuela, por unos viejos documentos familiares.

Holly adquirió un aire intelectual, lo cual era todo un paso en ella.

—¿Y ese parentesco con la gerencia nos servirá para que nos inviten a una copa o algo? —preguntó Kennedy—. ¿Quizá un baile privado de parte de la casa?

—¡Chica, no me digas que te pone que un stripper se ponga a bailar frotándose contra tu regazo! —soltó Tara—. ¡A saber en qué sitios ha estado eso!

—Estás amargada porque ya no tienes regazo —dijo Kennedy entre dientes y yo le lancé una mirada de lo más explícita. Tara estaba muy sensible en cuanto a la alteración de su figura.

—Chicas, ya hemos conseguido una mesa reservada junto al escenario —dije—. La avaricia rompe el saco.

Nuestras bebidas llegaron en el momento más oportuno. Gift se llevó una buena propina.

—Hmmm —se regodeó Kennedy tras el primer sorbo—. Es un appletini de lo más curioso.

Como si esa hubiese sido la señal, las luces de la sala se apagaron y se encendieron las del escenario, la música se puso a sonar y Claude apareció con unas mallas adornadas con lentejuelas plateadas y unas botas. Nada más.

—¡Por Dios, Sookie, es que está para comérselo! —exclamó Holly, y sus palabras llegaron hasta los afinados oídos de hada de Claude (se había quitado las puntas quirúrgicamente sin que por ello se viese afectado su sentido del oído). Miró hacia nuestra mesa y, cuando me vio, esbozó una sonrisa traviesa. A continuación tiró con brusquedad de los pantalones, haciendo refulgir las lentejuelas bajo la luz, y las mujeres que atestaban la sala se pusieron a dar palmas, ansiosas por ver las evoluciones del espectáculo.

—Señoritas —dijo Claude al micrófono—, ¿están listas para gozar en el Hooligans? ¿Están listas para que los asombrosos bailarines del Hooligans les enseñen de lo que están hechos? —Se pasó la mano por sus admirables músculos abdominales y arqueó una ceja, consiguiendo parecer increíblemente sexy y sugerente con dos sencillos movimientos.

Subió el volumen de la música y el público femenino gritó enloquecido. Hasta Tara, en su avanzado estado, se unió al coro de entusiasmo mientras una fila de hombres bailaban sobre el escenario, detrás de Claude. Uno de ellos iba disfrazado de policía (si es que los policías se echaban brillantina en los pantalones), otro iba vestido con prendas de cuero, un tercero disfrazado de ángel —¡con alas y todo!—. Y el último de la fila era…

Se produjo un repentino y completo silencio en nuestra mesa. Todas nos quedamos con los ojos muy fijos en el escenario, incapaces siquiera de robarle una mirada a Tara.

El último stripper era su marido, J.B. du Rone. Iba disfrazado de obrero de la construcción. Lucía un casco de obra, chaleco reflectante, vaqueros de pega y un pesado cinturón de herramientas. En vez de llaves inglesas y destornilladores, se había enfundado herramientas más útiles, como cocteleras, un par de esposas revestidas de peluche y algunas cosas más que era incapaz de identificar.

Resultaba bastante claro que aquello pillaba de improviso a Tara.

De todos los momentos bochornosos de mi vida, ese ocupó de repente el número uno.

La mesa de Bon Temps se quedó petrificada mientras Claude iba presentando a los bailarines por sus nombres artísticos (J.B. era «Randy»). Alguna de nosotras tenía que romper el silencio. Por fin vi la luz al final del túnel de nuestra locuacidad.

—Oh, Tara —dije con toda la seriedad del mundo—, qué detalle más mono.

Las demás se volvieron hacia mí simultáneamente, mirándome como si fuese el salvavidas de ese momento tan incómodo. Aunque podía «oír» que Tara deseaba llevarse a J.B. a la planta de procesado de carne de venado para hacerle picadillo, me lancé a la desesperada.

—Sabes que lo está haciendo por ti y por los bebés —continué, inyectando en mi voz cada gota de sinceridad que fui capaz de aunar. Me acerqué y la cogí de la mano. Quería asegurarme de que me oyese sobre el estruendo musical—. Sabes que quiere la paga extra para darte una sorpresa.

—Bueno —dijo con los labios apretados—, pues la sorpresa ha conseguido dármela.

Vi por el rabillo del ojo que Kennedy cerraba los ojos en agradecimiento por mi pronta reacción. Sentí el alivio abriéndose paso por la mente de Holly. Michele se relajó visiblemente. Ahora que las demás tenían una ruta que seguir, todas cogieron el ritmo. Kennedy contó una historia muy creíble sobre la última visita de J.B. al Merlotte’s, en la que le confesó lo preocupado que estaba por las facturas médicas.

—Con gemelos en camino, temía que eso significase pasar más tiempo en el hospital —explicó Kennedy. La mayoría se lo estaba inventando, pero sonaba convincente. Durante su carrera como reina de la belleza (y antes de su otra carrera como criminal convicta), Kennedy había llegado a dominar el arte de parecer sincera.

Tara por fin pareció relajarse un poco, pero yo no dejaba de escuchar sus pensamientos para tener capacidad de reacción. Ella no tenía ganas de llamar la atención hacia nuestra mesa, que es lo que haría si pedía que nos marchásemos, aunque ese había sido su primer impulso. Cuando Holly mencionó titubeante la posibilidad de hacerlo si Tara se sentía demasiado incómoda, la afectada nos miró de una en una con mirada grave.

—Ni hablar —dijo.

Gracias a Dios que a continuación nos rellenaron las copas y las cestas de comida. Todas pusimos nuestro empeño en fingir que no había ocurrido nada fuera de lo normal, y ya estábamos mucho mejor cuando la música empezó a sonar al ritmo de Touch My Nightstick para anunciar la aparición del «policía».

El bailarín era un hada de pura sangre, más delgado de la cuenta para mi gusto, pero muy guapo. No existen las hadas feas. Y lo cierto es que sabía bailar muy bien y disfrutaba haciéndolo. Hasta la mínima superficie de piel mostrada resultaba tan tentadora como todo lo que venía detrás. «Dirk» tenía un fantástico sentido del ritmo y parecía estar pasándoselo en grande. Se revolcaba en el placer, la excitación, de saberse el centro de atención. ¿Eran todas las hadas tan superficiales y conscientes de su propia belleza como Claude?

Dirk describió unos giros sensuales sobre el escenario y un increíble montón de billetes de dólar pidieron paso para ocupar el escueto tanga masculino que acabó siendo la última prenda que lo separaba de la desnudez absoluta. Estaba claro que había sido generosamente dotado por la naturaleza y que gozaba de todas las atenciones que estaba recibiendo. De vez en cuando, alguna valiente se atrevía a rozar su protuberancia, pero Dirk enseguida la echaba atrás y la reprendía con una negación con el dedo.

—Buag —soltó Kennedy la primera vez que pasó eso, y tuve que comulgar con ella. Pero Dirk era tolerante, incluso alentador. Propinó un rápido beso a una donante especialmente generosa, lo que sirvió para avivar los decibelios del local. No se me da mal calcular propinas, pero no me atrevía a asegurar cuánto había sacado al abandonar el escenario, sobre todo habida cuenta de que, de tanto en tanto, tenía que entregar manojos de billetes a Dermot para seguir recibiendo. El espectáculo terminó en perfecta sincronía con la música, Dirk se quitó la escasa tira que le cubría y abandonó el escenario.

En apenas un abrir y cerrar de ojos, el policía se volvió a poner los pantalones de lentejuelas (y nada más) y empezó a deambular entre las mesas, sonriendo y asintiendo con la cabeza a las mujeres que le ofrecían un trago, números de teléfono y más dinero. Dirk se limitó a frugales sorbos de las copas ofrecidas, aceptó algunos números con encantadora sonrisa y se fue guardando los billetes extra en el tanga hasta hacerlo parecer un cinturón verde.

Si bien ese tipo de entretenimiento no era algo que disfrutaría practicando con regularidad, tampoco le veía el problema. Las mujeres tenían la posibilidad de chillar y alborotar en un entorno controlado. Era obvio que se lo estaban pasando en grande. Y aunque algunas estuviesen lo suficientemente embelesadas como para acudir todas las semanas (estaba recibiendo muchas lecturas de no pocas mentes), solo era una noche. No eran conscientes de que estaban vitoreando a elfos y hadas, cierto, pero estaba segura de que eran más felices sin saber que, aparte de la de J.B., la carne y las habilidades que tanto admiraban no eran humanas.

Los demás bailarines eran más de lo mismo. El ángel, «Gabriel», era de todo menos angelical, y el aire seguía lleno de plumas blancas a pesar de que aparentemente se había desprendido de sus alas (estaba segura de que seguían ahí, aunque invisibles), así como de casi cualquier prenda que tuviese costuras sobre su divino cuerpo. Al igual que el policía, se encontraba en un estado de forma formidable y particularmente bien dotado. También estaba afeitado, tan suave como el culo de un bebé, aunque costaba mucho incluirlo en una misma frase con esa palabra. Las mujeres agarraban las plumas del aire, así como a la criatura que las había llevado puestas.

Cuando Gabriel se acercó al público (las alas de nuevo visibles y con apenas un monokini blanco), Kennedy lo agarró al pasar junto a nuestra mesa. Sus inhibiciones iban desapareciendo al mismo buen ritmo que las copas que apuraba. El ángel contempló a Kennedy con unos brillantes ojos dorados, o al menos eso fue lo que vi. Ella le entregó su tarjeta de visita y una mirada de soslayo repleta de intención, recorriendo sus abdominales con la mano. Cuando el ángel se giró, le colé de manera sutil un billete de cinco dólares entre los dedos a cambio de la tarjeta de visita. Los ojos dorados se cruzaron con los míos.

—Hermana —dijo. Pude oír su voz a pesar del estruendo que precedió al siguiente bailarín.

Sonrió y se alejó con paso grácil para mi mayor alivio. Escondí con rapidez la tarjeta de Kennedy en mi bolso. Puse los ojos en blanco mentalmente ante el hecho de que una camarera a media jornada tuviese una tarjeta de visita; aquello era muy propio de Kennedy.

Por lo menos Tara no estaba pasando una noche horrible, pero a medida que se acercaba el momento en el que J.B., sin duda, ocuparía el escenario, la tensión volvió a aumentar en nuestra mesa. Tan pronto como saltó al centro del escenario y se puso a bailar al compás de Nail Gun Ned, resultó evidente que no era consciente de que su mujer se encontraba entre el público (la mente de J.B. es como un libro abierto con una media de dos palabras por página). Su estilo de baile era sorprendentemente depurado. No sabía que fuera tan flexible. La compañía de Bon Temps se esforzó mucho para evitar los cruces de miradas.

«Randy» se lo estaba pasando muy bien. Cuando se quedó solo con su tanga masculino, todas (o casi todas) compartían su júbilo, tal como atestiguaba la cantidad de billetes que iba amasando. Leí en la mente de J.B. que toda esa adulación estaba cubriendo una profunda necesidad. Estaba tan acostumbrado a recibir aprobación que la buscaba en cualquier lugar donde pudiese obtenerla.

Tara murmuró algo y abandonó la mesa justo cuando su marido se acercaba a nosotras, de modo que no pudiese verla allí sentada mientras hacía su número en esa parte del escenario. En cuando estuvo lo bastante cerca como para reconocernos, una sombra de preocupación recorrió su atractivo rostro. Fue, para mi alivio, lo bastante profesional como para seguir adelante con el trabajo. En realidad me sentí algo orgullosa de él. Incluso bajo el frío glacial del aire acondicionado sudaba con cada giro. Era vigoroso, atlético y sexy. Todas observamos ansiosamente para asegurarnos de que recibía las mismas propinas que los demás, aunque nos resultó un poco violento contribuir a la causa.

Cuando J.B. abandonó el escenario, Tara volvió a la mesa. Se sentó y nos miró a todas con una expresión de lo más extraña.

—Lo he visto desde el fondo de la sala —admitió mientras todas aguardábamos con el corazón en un puño—. Lo ha hecho bastante bien.

Exhalamos casi todas a la vez.

—Nena, ha estado de miedo —rectificó Kennedy, asintiendo con énfasis de modo que su melena castaña se meneara sobre su cabeza.

—Eres una mujer afortunada —aportó Michele—, y seguro que tus bebés serán igual de guapos y coordinados.

No teníamos muy claro dónde estaba el límite del aliento, y nos alivió el sonoro estribillo de Born to Ride Rough para anunciar la actuación del chico de los cueros. Era, como poco, un semidemonio de un tipo al que nunca había visto: su piel era rojiza, lo que mis compañeras interpretaron como un rasgo de nativo americano (ni por asomo lo que me parecía a mí, pero no tenía la menor intención de verbalizarlo). Tenía el pelo negro y liso, a juego con los ojos, y sabía menear muy bien su tomahawk. Tenía perforaciones en los pezones, algo que a mí no me excitaba especialmente pero demostró ser muy popular entre el público.

Di palmas y sonreí, pero lo cierto era que empezaba a aburrirme un poco. Si bien Eric y yo no habíamos estado en la misma sintonía emocional últimamente, no nos había ido nada mal con el sexo (no me preguntéis cómo es eso posible). Empecé a pensar que me estaba malcriando. Con Eric, el sexo nunca era aburrido.

Me pregunté si bailaría para mí si se lo pedía con amabilidad. Estaba teniendo una fantasía muy agradable al respecto cuando Claude apareció en el escenario, todavía con sus mallas de lentejuelas y las botas.

Estaba convencido de que toda la sala estaba deseando ver más progresiones suyas, y ese tipo de confianza compensa. Él también era increíblemente ágil y flexible.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Michele, su fornida voz a punto de quebrarse—. ¡Tiene toda la pinta de necesitar compañía!

—Vaya —dijo Holly con la mandíbula floja.

Incluso yo, que ya había visto todo el conjunto y sabía lo desagradable que podía llegar a ser Claude, sentí una sacudida de excitación donde no debía. El placer de Claude por recibir toda esa atención y admiración resultaba casi paradisíaco en su pureza.

Como gran final de la velada, Claude saltó del escenario y se puso a bailar entre el público con su tanga. Todas parecían dispuestas a desprenderse de los billetes de dólar que les quedaban… Y de los de cinco, y de los pocos de diez que aún resistieran en los bolsos. Claude distribuyó besos indiscriminadamente, pero esquivando el contacto físico con una agilidad que casi delataba su condición sobrehumana. Cuando se acercó a nuestra mesa, Michele le coló uno de cinco diciendo:

—Te lo has ganado, colega.

Claude respondió a su sonrisa con otra. A continuación se detuvo a mi lado y se inclinó para darme un beso en la mejilla. Di un respingo. Las mujeres de las demás mesas se echaron a aullar exigiendo su propio beso. Me dejó prendida del brillo de sus ojos oscuros y el escalofrío provocado por el contacto de sus labios.

Ya estaba más que lista para darle una buena propina a Gift y largarme de allí.

Tara condujo de vuelta, ya que Michele había bebido de más. Sabía que Tara se alegraba de tener una excusa para mantenerse en silencio. Las demás ya cubrían el silencio comentando lo bien que se lo habían pasado, tratando de dar pie a que Tara se congraciase con los acontecimientos de la noche.

—Espero no habérmelo pasado demasiado bien —decía Holly—. No me gustaría que Hoyt se pasase el tiempo en un club de strippers.

—¿Te molestaría que fuese solo una vez? —le pregunté.

—Bueno, gracia no me haría —se sinceró—. Pero si fuese invitado a una despedida de soltero, o algo parecido, tampoco montaría una escena.

—A mí no me gustaría nada que Jason lo hiciera —intervino Michele.

—¿Crees que te engañaría con una stripper? —preguntó Kennedy. Yo sabía que era el alcohol el que hablaba.

—El día que se le ocurra, saldrá por la puerta con un ojo morado —sentenció Michele con un bufido burlón. Al rato, añadió en tono más sosegado—: Soy un poco mayor para Jason, y puede que mi cuerpo no sea el mismo que hace algunos años. A ver, desnuda gano mucho, no me malinterpretéis. Pero seguro que no tanto como una stripper más joven.

—Los hombres nunca están contentos con lo que tienen, por bueno que sea —murmuró Kennedy.

—¿Y a ti qué te pasa, chica? ¿Es que Danny y tú os habéis peleado por otra? —inquirió Tara a bocajarro.

Kennedy le lanzó una dura mirada y por un momento pensé que soltaría una impertinencia. Así empezaría una pelea en toda regla. Sin embargo, Kennedy dijo:

—Tiene algo secreto entre manos y no me dice el qué. Me ha contado que estará fuera las mañanas y las noches de los lunes, miércoles y viernes. No me ha dicho ni adónde irá ni para qué.

Habida cuenta de que tan cierto era que Danny estaba colado hasta los huesos por Kennedy como que sale el sol todas las mañanas, a todas nos desconcertó su propia ceguera.

—¿Le has preguntado qué tiene entre manos? —preguntó Michele con su habitual franqueza.

—¡Ni hablar! —Kennedy era demasia

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