La libertad y el valor para escribir

Virginia Woolf

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

Algunas preguntas sobre nosotros mismos:

Virginia Woolf y la crítica literaria feminista

Existe una fotografía de Virginia Stephen a los doce años, cuando aún no había adoptado el apellido de Woolf con el que firmaría sus obras, en la que aparece jugando al críquet con su hermana. Vanessa está en primer plano, inclinada hacia delante, concentrada en colocar el bate de madera en la posición correcta. A Virginia la reconocemos unos pasos más atrás, borrosa y risueña, con la pelota entre las manos. Es una niña flacucha, con el pelo recogido de manera descuidada. Salta a la vista que el vestido le queda grande, y las zapatillas que calza parecen gastadas, como si en el momento en que se tomó la imagen llevara varios meses trepando entre las rocas y los árboles de una playa de St. Ives, en Cornualles, donde pasó los mejores veranos de su infancia. La escena es maravillosa por la sencillez y la espontaneidad que desprende. Nos permite ver a Virginia antes de que los críticos la convirtieran en la autora de gesto torcido que nos mira desde las alturas de la literatura inglesa.

Me resulta fascinante pensar en esta niña desgarbada y seguir sus huellas hasta la entrada de una casa alta y blanca situada en el número 22 de Hyde Park Gate, en el barrio londinense de Kensington. En la parte de atrás hay un cuarto alegre, con una claraboya y amplias ventanas al jardín, en el que Vanessa está practicando técnicas de dibujo con un libro de Ruskin. Virginia se sienta a su lado y le tiende un periódico casero manoseado, el Hyde Park News, que fundó un tiempo antes, cuando tenía nueve años.(1) En sus páginas hay algunas historias de fantasmas y cotilleos familiares, ilustrados con unos cuantos retratos, entre los que destacan una graciosa caricatura con anteojos de Leslie Stephen, su respetable padre, y el dibujo de un gato negro con el lomo arqueado. Mientras Vanessa las hojea, Virginia coloca sobre sus rodillas huesudas Silas Marner, un libro de la gran escritora victoriana George Eliot, que comienza a leer en voz alta: «En los tiempos en los que las ruecas zumbaban atareadas en las granjas...».(2)

Al preparar las páginas de este prólogo he viajado mentalmente hasta Hyde Park Gate en numerosas ocasiones. He tratado de imaginar las conversaciones entre las dos aspirantes a reporteras y el título de los volúmenes esparcidos sobre la mesa, aquel inmenso botín arrebatado de la librería paterna. Contrariamente a lo que se pudiera suponer, Virginia Woolf, una de las primeras críticas literarias feministas, no se forjó en un aula universitaria, ni tampoco en una biblioteca de Cambridge, donde un ángel guardián vestido de negro le habría cortado el paso antes de alcanzar el último peldaño.(3) Ni siquiera lo hizo en su salón de Bloomsbury, donde años más tarde conversaría con algunas de las mentes más brillantes de su generación. Nació en aquella pequeña habitación, demasiado humilde para llamarse biblioteca, a mitad de camino entre cuarto de juegos y estudio improvisado. Fue allí donde leyó por primera vez a George Eliot y a Charlotte Brontë, las autoras sobre las que pasados muchos años escribiría algunos de los ensayos que componen La libertad y el valor para escribir.

Como nos enseñó Carmen Martín Gaite, el «cuarto de atrás» constituye una metáfora poderosa para hablar de la vida de las mujeres, de su relación con la memoria y el pasado. En el caso de Virginia Woolf, es una imagen especialmente afortunada, pues su interés temprano por la obra de escritoras como Jane Austen o George Eliot no solo se fraguó en aquel cuarto trasero de la infancia, sino que los textos aquí reunidos constituyen el verdadero reverso de Una habitación propia (1929), la biblioteca invisible e imaginaria que late con fuerza entre sus líneas. En ellos Woolf incubó o dejó florecer muchas de las reflexiones que hacen de ella un referente indispensable del feminismo contemporáneo. También una de las grandes novelistas del siglo XX.

Virginia Woolf publicó reseñas y ensayos críticos durante toda su vida. El más antiguo de los que el lector encontrará en este volumen es «La señora Gaskell», aparecido en The Times Literary Supplement en septiembre de 1910; y el último que esbozó fue «Madame de Sévigné», en el que estuvo trabajando hasta poco antes de su muerte, en 1941. Publicar en los periódicos constituyó, en definitiva, una actividad constante desde aquellas primeras historietas infantiles del Hyde Park News escritas para divertir a su familia. Después, a partir de 1904, las colaboraciones que envió a The Guardian, un semanario femenino de Londres, en las que vertía sus opiniones sobre los libros y los personajes que más le interesaban, le parecieron una manera fácil de ganar algunas libras.(4) Finalmente, cuando un año después comenzó su colaboración con The Times Literary Supplement, que pronto se volvería asidua, las críticas y los ensayos que publicó allí de manera anónima (como todos sus colaboradores) continuaron siendo el género más adecuado para expresar sus preferencias literarias y reflexionar sobre los temas que siempre le importaron, como el arte de la ficción, las dificultades a las que se enfrentaban las escritoras o su apasionada relación con los clásicos. A través de estos y de los que publicó en otros medios, como The Nation o The New York Herald Tribune, se convirtió en lo que hoy llamaríamos una «prescriptora» de libros, una voz autorizada que sirvió de altavoz al grupo de Bloomsbury.

El prestigio alcanzado por sus novelas, como La señora Dalloway (1925) o Al faro (1927), así como por Una habitación propia, a menudo ha eclipsado estos otros ensayos, pequeñas obras maestras que hoy nos siguen admirando por su belleza e inteligencia crítica. La forma en la que Virginia Woolf abordó en ellos las obras de la duquesa de Newcastle, Jane Austen, Mary Wollstonecraft o Katherine Mansfield fue absolutamente original no solo porque prestara atención a la producción femenina, tan ninguneada por la historia literaria, sino por el interés genuino que manifestó por estudiar y dar a conocer las técnicas literarias de estas escritoras, así como las condiciones materiales y biográficas que habían marcado sus vidas como artistas.(5) Fue al asimilar la producción de estas precursoras y contemporáneas como ella misma conquistó la libertad para escribir. En este sentido, esta colección de ensayos también debe ser leída como una aportación pionera a la historia de la crítica literaria, uno de los primeros pilares sobre los que luego se construirán la ginocrítica o los estudios sobre écriture féminine, por nombrar solo dos teorías literarias del siglo XX sobre las que ejerció una influencia decisiva.(6)

Aunque el conjunto de los textos que componen el presente volumen giran en torno a la literatura anglosajona escrita por mujeres, podemos agruparlos en dos bloques bien diferenciados. El primero de ellos estaría integrado por «Las mujeres y la novela» y «Profesiones para la mujer», que el lector encontrará al abrir el libro, como si fueran un manifiesto estético de la autora que sirve de introducción al resto. Después siguen los textos de crítica literaria propiamente dichos, consagrados a escritoras anglosajonas nacidas entre 1624 y 1888, que Woolf nos presenta como miembros insignes de una misma constelación. Algunas tienen nombres muy familiares —Eliot, Austen, las Brontë, Mansfield...—, pero otras, mucho menos —Margaret Cavendish, Dorothy Richardson o Dorothy Osborne serían algunos buenos ejemplos—. Con todo, estas últimas sin duda constituirán un feliz descubrimiento para el lector español y, tal vez, la puerta de entrada a nuevos mundos literarios. Construir esta cartografía de autoras que vivieron entre los siglos XVII y XX fue sin duda otro gesto pionero de Woolf, pues manifiesta hasta qué punto creía en la existencia de una tradición literaria propiamente femenina, que además relacionaba con el arte producido por minorías injustamente tratadas.(7) Mención aparte merece el ensayo «Dos mujeres», el único que no dedica a una escritora, sino a la educadora feminista Emily Davis, fundadora del Girton College en las afueras de Cambridge.

En todo caso, conviene advertir que la intención de Woolf nunca fue celebrar a las escritoras de manera ingenua. Al igual que sucede con los autores varones sobre los que publicó otros trabajos críticos, como Henry James, Joseph Conrad o Thomas Hardy,(8) lo que la movía a interesarse por ellas sin duda eran sus obras y, sobre todo, los problemas estéticos (mejor o peor resueltos) que les había planteado su ejecución. Un buen ejemplo lo encontramos en «Una señora dada a escribir», un ensayo donde no dudó en despellejar a Eliza Haywood, prolífica autora del siglo XVII, sobre la que llegó a decir que la única intervención que tuvo en la historia de la literatura fue «aumentar el volumen del coro».(9)

«Las mujeres y la novela» es un ensayo aparecido originalmente en marzo de 1929, el mismo año en el que Woolf publicó Una habitación propia tras pronunciar dos conferencias sobre las mujeres y la ficción precisamente en los colleges femeninos de Girton y Newnham. La relación entre ambos textos es patente y no solo por la cercanía temporal. «¿Por qué las mujeres no se dedicaron a escribir con continuidad antes del siglo XVIII?»,(10) se pregunta al comienzo, adelantándose más de cuarenta años a la famosa pregunta «Why Have There Been No Great Women Artists?» (¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?), de la teórica de arte Linda Nochlin.(11) ¿Por qué razón, continúa preguntándose Woolf, a partir de entonces, las mujeres empezaron a escribir de manera tan habitual como los hombres y casi siempre prefirieron utilizar la forma narrativa?

Woolf responde a estas cuestiones con argumentos similares a los que esgrime en Una habitación propia, a saber: la forma novelesca es más plástica, más maleable y más joven que la de cualquier otro género literario. En ella pueden encontrar acomodo mil diferentes realidades humanas, naturales y divinas que el narrador o la narradora tratará de vincular entre sí. Curiosamente, la manera que tenía Woolf de pensar la novela resulta bastante afín al concepto de «dialogismo» de Mijaíl Bajtín, el crítico ruso que en esos mismos años vivía apartado en un remoto pueblo de Kazajistán. La idea de que la novela es el género polifónico y relacional por excelencia, defendida aquí por Woolf, vertebrará también la Teoría y estética de la novela de Bajtín, uno de los grandes monumentos de la teoría literaria contemporánea.(12)

El novelista, prosigue Woolf en su ensayo, soporta las interrupciones de un modo que sería intolerable para el poeta; y su prosa es menos solemne que la crítica o la biografía. La novela es, en definitiva, un espacio abierto para las mujeres, un castillo en el que aún no se han colocado todos los muebles y donde Austen, Eliot o las Brontë pueden pasear a sus anchas. En los cuartos todavía desnudos de la ficción narrativa, estas autoras transforman sus limitaciones —como la falta de legitimación artística— en su mayor virtud y viven sin temor a recibir improperios del misógino catedrático Von X de cara colorada que Woolf caricaturizó en Una habitación propia.(13) La libertad que permite la novela, concluye Woolf, empujó a mujeres con temperamentos tan diferentes como Austen y Charlotte Brontë a decantarse por este género frente a otros, como la poesía o el drama. O, dicho con las palabras que utilizó nuestra Emilia Pardo Bazán en La cuestión palpitante: «El elemento femenino, una vez dueño de la novela, ya no soltó la presa».(14) Aunque Woolf augura que las escritoras del futuro —con más tiempo y recursos materiales que las de su época— «escribirán menos novelas, pero mejores; y no solo escribirán novelas sino también poesía, crítica e historia».(15)

«Profesiones para la mujer», el segundo ensayo que figura al comienzo de La libertad y el valor para escribir, es un texto profusamente citado y casi tan célebre como Una habitación propia o Tres guineas (1938). En él, Woolf reflexiona sobre las posibilidades laborales que tenían las mujeres en la Inglaterra del momento y sobre los desafíos a los que se enfrentaban cuando deseaban transformar la escritura, entendida como mero adorno burgués, en una auténtica profesión. Como explica en la parte central del texto, una de las primeras cosas que ella tuvo que hacer para lograrlo fue echar las manos al cuello del «ángel del hogar», la visión idealizada de la mujer victoriana, popularizada por Coventry Patmore en un poema de 1854. No le quedó más remedio que acabar con aquella sombra molesta que solía colarse subrepticiamente entre ella y el papel donde escribía sus reseñas de libros y novelas. «Si no lo hubiera matado —argumenta Woolf—, él me habría matado a mí. Habría arrancado el corazón de mis escritos».(16) Esta presencia fantasmal —magnífica metáfora de la célebre «ansiedad de la autoría»—(17) representaría uno de los mayores obstáculos para una escritora: encarna tanto su voz interior, castrante y represiva, como la mano invisible que guía su pluma para que solo escriba cosas femeninas y encantadoras que no hieran a nadie, especialmente el ego del catedrático Von X.

Es también en este ensayo en el que Virginia Woolf emplea la imagen bellísima de la pescadora como símbolo antitético del siniestro ángel. «El ángel estaba muerto, ¿qué quedaba entonces? [...] Quisiera que se imaginaran a una muchacha sentada con la pluma en la mano, pluma que, durante minutos, e incluso horas, no moja en el tintero».(18) Esta figura de la pescadora en el lago de la imaginación será años más tarde retomada por Ursula K. Le Guin en otro ensayo igualmente hermoso, «La hija de la pescadora», dedicado a las relaciones entre maternidad y creación. En sus páginas, la autora de La mano izquierda de la oscuridad rinde homenaje a Woolf y añade a la escena imaginaria un personaje de su propia cosecha, una niña de cinco años, curiosa y parlanchina, que acompaña a su madre mientras espera pacientemente la violenta sacudida que le haga tirar del hilo hacia la superficie.(19)

Pero volvamos ahora al cuarto trasero de Hyde Park Gate. A los libros que leyeron en voz alta las dos hermanas y que más tarde le servirían a Woolf como fuente de inspiración para escribir los textos críticos que el lector encontrará después de los ensayos de este volumen. Aunque su apariencia externa nos haga pensar que se trata de trabajos menores, su importancia en el conjunto de la obra crítica de Woolf es enorme, pues en ellos no se limitó a reflejar sus impresiones más o menos elogiosas sobre autoras como Wollstonecraft, Mansfield o Elizabeth Barrett Browning, sino que también formuló de manera extremadamente accesible los principios fundamentales que articulaban su manera de pensar la literatura. Dicho en otras palabras: en estos textos críticos podemos tomarle el pulso a la teoría literaria de Virginia Woolf.

El primero de estos principios consiste en subrayar la importancia que poseen las condiciones materiales y familiares para la creación artística realizada por mujeres. Se trata de una idea que la propia Woolf puso en práctica magistralmente al describir a Margaret Cavendish, Dorothy Osborne, Christina Rossetti, Sara Coleridge y Jane Austen de pequeñas, cuando todas ellas eran unas muchachitas excéntricas, remilgadas y asombrosamente caprichosas. Al describir las hadas que se posaron en su cuna, la muselina con la que las vistieron de bebés o los primerísimos receptores que tuvieron sus obras, Woolf nos ofrece un retrato extraordinario del niño artista, un tema muy querido por los escritores desde el romanticismo, pero raramente tratado, como sucede aquí, en su versión femenina. Pocas páginas de crítica literaria me han conmovido tanto como las que dedica a Jane Austen escribiendo a hurtadillas sus textos de juventud o aquellas en las que una pequeña Margaret Cavendish pasea a solas durante horas, meditando y examinando por sí misma la naturaleza.

Otro principio que articula su teoría literaria lo encontramos planteado en los textos en los que Woolf desarrolla reflexiones sobre los géneros literarios. Su visión se encuentra dominada por un profundo espíritu de vanguardia, lo que la conduce a preferir a las escritoras que se aventuraron a experimentar con las formas literarias establecidas y a cruzar las fronteras de aquellos géneros considerados tradicionalmente femeninos, como las cartas o los diarios. Dorothy Osborne, por ejemplo, no aparece retratada solamente como una espléndida escritora epistolar, sino que para Woolf sus cartas esconden auténticos ensayos disfrazados.(20) O Madame de Sévigné, también fecunda autora de cartas, le lleva a suponer que en nuestra época habría sido una gran novelista. Asimismo, el diario de Dorothy Wordsworth, la hermana del poeta, lleno de observaciones meticulosas sobre los senderos y lagos por los que caminaba, la convierten en una adelantada al naturalismo.

Sus análisis del lenguaje literario también atestiguan que Woolf parecía intuir una mayor capacidad de experimentación en algunas obras escritas por mujeres. Es el caso de sus contemporáneas Dorothy Richardson y Katherine Mansfield, correligionarias en las filas del modernismo anglosajón, a quienes valora justo por haber sido capaces de reflejar lingüísticamente la conciencia de los personajes femeninos de un modo que desafía las gastadas convenciones del realismo. Y si Elizabeth Barrett Browning merece su aplauso es por haberse atrevido a componer Aurora Leigh, una novela en verso en pleno siglo XIX, una audacia que Woolf, autora a su vez de experimentos tan atrevidos como Orlando (1928), considera loable en sí misma,

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos