Diario de escritora

Fragmento

cap

Nota sobre esta edición

Virginia Woolf empezó a llevar un diario con regularidad en 1915, a la edad de treinta y tres años, y siguió haciéndolo hasta poco antes de su muerte en 1941. Escribía en hojas blancas de unos veinte centímetros de ancho por veinticinco de alto, que luego mandaba encuadernar para su conservación. Al morir, dejó veintiséis de esos cuadernos. El conjunto no podía salir a la luz mientras siguieran vivas muchas de las personas de las que se hablaba, pero acabó publicándose entre 1977 y 1984, en cinco gruesos volúmenes editados por Anne Olivier Bell, una integrante del grupo de Bloomsbury que proporcionó notas, índices y apéndices invaluables para su estudio y comprensión. (Existe una traducción completa en castellano a cargo de Olivia de Miguel, Madrid, Tres Hermanas, 2017-2022). La exhaustiva edición de Olivier Bell sigue siendo la de referencia, aunque sin duda es también la más difícil de manejar para quienes no sean expertos en la autora.

El presente volumen, en cambio, está orientado al público general, y reproduce la edición que primero dio a conocer el texto: la selección publicada por Leonard Woolf en 1953 con el título de A Writer’s Diary. El compendio, además de ofrecer una proporción muy bien escogida de los diarios, tiene la ventaja de reunir en una longitud abarcable todas las referencias que hace Virginia Woolf a su propia escritura, así como sus comentarios sobre lecturas concretas y sus reflexiones sobre la literatura en general. En ese sentido, como indica el título del editor original, constituye un «diario de escritora», un diario sobre el oficio de escribir. Cabe señalar también que la cohesión temática realza lo que Leonard Woolf llamó «una imagen psicológica inusual de la producción artística».

A Writer’s Diary se publicó por primera vez en castellano como Diario de una escritora (Lumen, 1981). Para la presente edición, no solo se ha enmendado el título, sino que se ha revisado la traducción a la luz del original. Los criterios de Leonard Woolf se han conservado intactos: en aras de una lectura sin interrupciones, no se indican los cortes de partes ni de entradas completas, y la primera entrada corresponde a 1918, cuando la autora empieza a centrarse en cuestiones estéticas. Hemos incluido unas pocas notas al pie, basadas en las de la edición original, con el fin de facilitar la identificación de lugares, publicaciones y personas.

LOS EDITORES

Diario de escritora

1918

Lunes, 5 de agosto

Mientras espero comprar el libro en que escribir mis impresiones sobre Christina Rossetti primero, y sobre Byron después, más valdrá que las consigne aquí. Entre otras cosas, apenas me queda dinero, ya que he comprado grandes cantidades de Leconte de Lisle. Christina tiene la gran distinción de ser una poetisa nata, como parece que sabía muy bien. Pero, si yo tuviera que actuar de acusadora en un juicio contra Dios, Christina Rossetti sería el primer testigo al que llamaría. Es una lectura melancólica. En primer lugar, se privó, hasta la inanición, de amor, lo cual significaba de vida, también; luego se privó de poesía en deferencia a lo que ella creía exigencia de su religión. Tuvo dos buenos pretendientes. El primero de ellos no carecía ciertamente de rasgos peculiares. Era un hombre de conciencia. Christina solo podía casarse con un cristiano de determinado matiz. Y este pretendiente solo pudo mantener este matiz durante unos meses. Por fin, el pretendiente contrajo la fe católica, y eso le perdió. Peor fue todavía el caso del señor Collins, erudito realmente delicioso, solitario, ajeno al mundanal vivir, y convencido adorador de Christina. Este pretendiente jamás pudo ser atraído al rebaño. Por esta razón, Christina Rossetti solo podía hacerle respetuosas visitas en sus habitaciones, costumbre que Christina, hasta el fin de sus días, conservó. La poesía también quedó castrada. Christina pone los salmos en verso; y deja toda su poesía al servicio de la doctrina cristiana. En consecuencia, a mi parecer, hizo pasar hambre hasta dejarlas en estado de depauperada austeridad a unas grandes dotes originales que solo necesitaban libertad para llegar a adquirir una forma más bella que las de, por ejemplo, la señora Browning. Christina Rossetti escribía con gran facilidad, de una forma espontánea e infantil que, según cabe imaginar, es en general la propia de los verdaderamente dotados, pero sin el debido desarrollo. Tiene las dotes del cantor natural. Y también piensa. Y tiene fantasía. Soy tan irreverente que creo que podía ser mordaz e ingeniosa. Y, como premio a sus sacrificios, murió aterrada, con dudas acerca de su salvación. Confieso que solo he hojeado sus poesías, buscando inevitablemente aquellas que ya conocía.

Miércoles, 7 de agosto

El diario de Asheham[1] es el receptáculo de mis meticulosas observaciones acerca de las flores, las nubes, los escarabajos y el precio de los huevos. Y, por estar solos, esto es cuanto se puede consignar. Nuestra tragedia ha sido la oruga aplastada; nuestra excitación, el regreso de las criadas, procedentes de Lewes, anoche, cargadas con los libros de guerra de L., y con la English Review para mí, con comentarios de Brailsford sobre la Sociedad de las Naciones, y Katherine Mansfield y su «Felicidad». Arrojé «Felicidad» lejos de mí, exclamando: «Se ha acabado Katherine Mansfield!». Realmente, no sé hasta qué punto se puede creer en ella, en cuanto a escritora y en cuanto a mujer, después de haber escrito semejante historia. Mucho me temo que no me quedará más remedio que aceptar que la inteligencia de Katherine Mansfield es como una muy delgada capa de mantillo, con una profundidad de una o dos pulgadas, extendida sobre una roca estéril. Sí, porque «Felicidad» tiene la longitud suficiente para permitirle profundizar un poco más. Por el contrario, se contenta con una elegancia superficial; y la concepción es pobre, barata, en manera alguna es la visión, por imperfecta que fuere, de una mente interesante. Y además escribe mal. Y me produjo el efecto de hallarme ante un ser humano duro y despiadado. Volveré a leer el libro, pero me parece que no cambiaré de parecer. Seguirá escribiendo esa clase de cosas a entera satisfacción suya y de Murry. Ahora me alegra que no hayan venido. ¿O acaso es absurdo deducir del relato todas esas críticas personales?

De todas maneras, me alegró mucho seguir adelante con mi Byron. Al menos tiene las virtudes masculinas. En realidad, me divierte comprobar con cuánta facilidad puedo imaginar el efecto que Byron causaba a las mujeres, principalmente a las mujeres un poco estúpidas o sin formación, incapaces de hacerle frente. Además, muchas también sintieron probablemente deseos de conquistarlo. Siempre, desde la infancia (como diría Gertler, como si ello demostrara su notable personalidad), he tenido la costumbre de dejarme impresionar profundamente por las biografías, y de querer construir la imaginaria figura de la persona en cuestión con cuantas noticias de ella pudiera saber. Durante esta pasión, el nombre de Cowper o de Byron o de quien fuere parecía surgir de improviso en las páginas menos idóneas. Y, de repente, la figura se hace distante, y se convierte en la de uno de los muertos de siempre. Me ha impresionado mucho lo malísima que es la poesía de B., incluso aquellos versos que Moore cita con una admiración que casi le deja mudo. ¿Por qué se cree que esa literatura de almanaque es el más bello fuego de la poesía? Casi es tan mala como la de L. E. L. o la de Ella Wheeler Wilcox. Y le convencieron de que no escribiera lo que él sabía que podía escribir bien, a saber, sátiras. Regresó del Este con sátiras (parodias de Horacio) en la maleta, y con el Childe Harold. Le convencieron de que Childe Harold era el mejor poema que jamás se había escrito. Pero nunca, mientras fue joven, tuvo fe en su poesía; demostración, en el caso de una persona tan dogmáticamente segura de sí misma, de que carecía de talento. Los Wordsworth y los Keats tienen fe, en la medida en que tienen fe en algo. La personalidad de Byron me recuerda a menudo un poco la de Rupert Brooke, aunque este sale ganando con la comparación. De todas maneras, Byron estaba dotado de una fuerza soberbia; sus cartas lo demuestran. Y, en muchos aspectos, tenía una hermosa personalidad; pero como nadie se rio de sus afectaciones, para que las abandonara, fue pareciéndose más de lo que era de desear a Horace Cole. Solo las mujeres podían reírse de él, pero en vez de reírse de él le idolatraban. Todavía no he llegado a lady Byron, pero me parece que en vez de reírse de él solo lo censuraba. De esta manera, Byron llegó a ser byroniano.

Viernes, 9 de agosto

A falta de interés humano, que es lo que nos da paz y satisfacción, quizá sea preferible seguir con Byron. Habiendo indicado que, después del paso de un siglo, estoy dispuesta a enamorarme de él, supongo que mi juicio del Don Juan quizá sea parcial. Creo que es el poema más legible, entre los de su longitud, que jamás se haya escrito, calidad que se debe, en parte, a la saltarina, descuidada, galopante y aleatoria naturaleza de su método. El método es, en sí mismo, un descubrimiento. Es lo que una ha buscado en vano, o sea, una forma elástica capaz de contener todo lo que se mete en ella. Byron podía expresar así su estado de ánimo, fuera cual fuese; podía decir cuanto se le ocurriera. No se obligó a ser poético, y de esta manera se hurtó a su lamentable talento de ser falsamente romántico y falsamente imaginativo. Cuando es serio es sincero, y puede abordar el tema que quiera. Escribe dieciséis cantos, sin estimularse con golpes de fusta en los flancos. Evidentemente, tenía la competente e ingeniosa mente de lo que mi padre, sir Leslie, habría llamado naturaleza totalmente masculina. Sostengo que esa clase de libros ilícitos son mucho más interesantes que los libros decentes en los que se respetan con devoción, en todo momento, las ilusiones. Sin embargo, no parece fácil seguir este ejemplo; y, en verdad, como ocurre con cuanto es libre y fácil, solo los preparados y los maduros saben llevar a buen término su trabajo. Pero Byron rebosaba ideas, calidad que da dureza a sus versos, y que me induce a efectuar breves incursiones por el paisaje que me rodee o la habitación en que me encuentre, en plena lectura. Y esta noche tendré el placer de terminar a Byron, aun cuando, teniendo en consideración que me han gustado casi todas las estrofas, no sé si será un placer. Realmente, no lo sé. Pero siempre lo es, tanto si se trata de un buen libro como de un mal libro. Maynard Keynes reconoce que con una mano mantiene separadas las páginas de propaganda, al final del libro, mientras lee, para saber con exactitud cuánto le falta para acabar.

Lunes, 19 de agosto

Por cierto, he terminado la Electra de Sófocles, que he estado arrastrando aquí, a pesar de que, a fin de cuentas, no es terriblemente difícil. Lo que siempre me impresiona de nuevo, como si fuera la primera vez, es la soberbia calidad de la historia. Con esta historia parece imposible no escribir una buena obra. Quizá sea el resultado de disponer de tramas tradicionales que han sido elaboradas, mejoradas y podadas de cuanto de superfluo hubiera en ellas, por el trabajo de innumerables actores, autores y críticos, hasta convertirse en algo parecido a un fragmento de vidrio pulido y suavizado por el mar. Además, si todos los espectadores saben de antemano lo que va a ocurrir, todos percibirán matices más y más sutiles, con lo que cabe la posibilidad de reducir las palabras. De todas maneras, estimo que es preciso leer este texto con gran atención, y dar a todas sus palabras y frases gran importancia, por cuanto su sequedad es solo superficial. Desde luego, queda la cuestión de interpretar erróneamente las emociones expresadas en el texto. Por lo general, me humilla advertir lo mucho que Jebb es capaz de ver; me queda la duda de que quizá Jebb vea demasiado, como creo que también se puede ver mucho en una mala obra teatral inglesa moderna, si uno se pone a trabajar en el asunto. Por último, el particular encanto del griego sigue siendo tan fuerte y de tan difícil explicación como de costumbre. Desde las primeras palabras se nota la inmensa diferencia que media entre el texto original y la traducción. La mujer heroica es casi igual en Grecia que en Inglaterra. Pertenece al tipo de Emily Brontë. Clitemnestra y Electra son madre e hija, por lo que debería haber entre ellas cierta comprensión, aun cuando una comprensión torcida engendra el odio más feroz. E. es el tipo de mujer que defiende la familia ante todo; el padre. Siente una mayor veneración por las tradiciones que los hijos varones de la casa; siente que ha nacido por parte de padre y no por parte de madre. Es raro notar que, a pesar de que los convencionalismos son falsos y ridículos, jamás parecen mezquinos o carentes de dignidad como nuestros convencionalismos ingleses. Electra llevó una vida de reclusión mucho más rígida que las mujeres de mediados de la época victoriana, pero eso no produce ningún efecto en ella, salvo en lo tocante a hacerla dura y espléndida. No podía dar un paseo sola; en Inglaterra habría sido el habitual caso de la doncella y el coche de alquiler.

Martes, 10 de septiembre

Aun cuando no soy la única persona de Sussex que lee a Milton, quiero escribir mis impresiones del Paraíso perdido, mientras lo estoy leyendo. La palabra «impresiones» expresa con notable justeza lo que ha quedado en mi mente. Me he saltado muchos párrafos oscuros. He leído sin plantearme dificultades, con el fin de saborear plenamente la obra. Sin embargo, veo, y reconozco hasta cierto punto, que este saborear plenamente es la recompensa que solo pueden recibir los grandes eruditos. Me sorprende la gran diferencia que media entre este poema y todos los demás. Creo que esta diferencia radica en la sublime dignidad y carácter impersonal de la emoción. Jamás he leído los textos de Cowper sobre el sofá, pero creo que el sofá es un degradado sustituto del Paraíso perdido. La sustancia de Milton está íntegramente compuesta de maravillosas, bellas y magistrales descripciones de cuerpos de ángeles, batallas, vuelos, mansiones. Trata del horror, de la inmensidad, de la sobriedad y de lo sublime, pero jamás trata de las pasiones del corazón humano. ¿Hay acaso otro gran poema que haya arrojado tan poca luz sobre las penas y alegría de un ser humano? En nada me ayuda a comprender la vida. Me cuesta creer que Milton haya vivido, o haya conocido a hombres y mujeres, con la salvedad de las serviles personalidades centradas en el matrimonio y en los deberes de la mujer. Fue el primer masculinista, pero sus desilusiones nacieron de su mala suerte, e incluso parecen una última palabra de despecho en sus querellas conyugales. Pero ¡qué suave, qué fuerte y cuán elaborado es todo! ¿Y en cuanto a poesía? Puedo llegar a comprender que incluso Shakespeare después de esto parezca un poco atribulado, personal, caliente e imperfecto. Puedo llegar a comprender que todo esto es la esencia de la que casi toda la poesía restante es la disolución. La indecible belleza del estilo, en la que se perciben matices y más matices, basta para retener la atención, después de haber despachado el devenir de los asuntos de la superficie. Muy en el fondo, se perciben todavía más combinaciones, más rechazos, más logros y más maestría. Además, aun cuando aquí nada hay que se parezca al terror de lady Macbeth o al grito de Hamlet, ni piedad, ni comprensión, ni intuición, las figuras son mayestáticas; en ellas se resume mucho de lo que los hombres pensaban del lugar que ocupamos en el universo, de nuestros deberes para con Dios, de nuestra religión.

1919

Lunes, 20 de enero

Tengo la intención de copiar estas líneas cuando pueda comprar un libro, por lo que omito las florituras propias del año nuevo. Ahora no es dinero lo que me falta, sino las fuerzas precisas, después de haber pasado quince días en cama, para hacer el viaje hasta Fleet Street. Incluso siento los músculos de la mano derecha cual, según imagino, deben sentirlos las criadas. Cosa curiosa, experimento la misma rigidez en lo referente a formular las frases, a pesar de que, lógicamente, debería hallarme con la mente mejor dispuesta que hace un mes. La semana pasada en cama ha sido consecuencia de la extracción de una muela, y de un cansancio tal que me produjo dolor de cabeza, una larga y horrible afección que retrocedía y avanzaba de forma muy parecida a las nieblas en un día de enero. Durante las próximas semanas, mi ración de escritura será de una hora diaria; y, como sea que esta mañana he ahorrado tiempo, acumulando el de la hora permitida, ahora puedo gastarme parte de ella, ya que L. está fuera, y yo me encuentro muy rezagada en lo que se refiere a enero. Sin embargo, me doy cuenta de que escribir un diario no cuenta como escritura, ya que acabo de releer mi diario del año pasado, y he quedado muy impresionada por el rápido y descuidado galope al que balanceándose avanza, a veces traqueteando de una forma intolerable sobre un mal empedrado. Sin embargo, si no lo escribiera a más velocidad que el más veloz mecanografiado, si me detuviera a pensar, no lo escribiría; y la ventaja de este método consiste en que abarca, de una manera incidental, asuntos desperdigados que, si yo dudara, excluiría, pero que son como diamantes en el cubo de los desperdicios. Si Virginia Woolf, cuando tenga cincuenta años, cuando se siente para construir sus memorias sobre la base de estos libros, es incapaz de escribir una frase como se debe, lo único que podré hacer será expresarle mis condolencias, y recordarle la existencia del fuego del hogar, en el que cuenta con mi permiso para convertir estas páginas en otros tantos negros restos, con ojos rojos. ¡Cuánto le envidio la tarea que le estoy preparando! No hay tarea que pueda gustarme más. Solo esta idea tiene la virtud de eliminar unos cuantos terrores de mi treinta y siete aniversario, el próximo sábado. En parte, en beneficio de esa señora entrada en años (entonces, no habrá posibles subterfugios, a los cincuenta años se es entrada en años, aun cuando ya preveo las protestas de esta señora, afirmando que a los cincuenta años no se es viejo) y, en parte, para dar sólido fundamento al año, me propongo pasar las veladas de esta semana de cautiverio dedicada a dar cuenta de mis amistades y de su presente estado, no sin hacer referencia a la forma de ser de esos amigos; y añadir una valoración de su trabajo y una previsión de su futuro trabajo. La señora de cincuenta años podrá determinar hasta qué punto me he acercado a la verdad. Pero esta noche ya he escrito bastante (por lo que veo, solo quince minutos).

Miércoles, 5 de marzo

Acabo de regresar de pasar cuatro días en Asheham y uno en Charleston.[2] Espero el regreso de Leonard, y siento que mi cerebro todavía avanza velozmente sobre los rieles ferroviarios, lo que le deja incapacitado para la lectura. ¡Y cuánto tengo que leer! Todas las obras de los señores James Joyce, Wyndham Lewis y Ezra Pound, a fin de compararlas con todas las obras del señor Dickens y de la señora Gaskell; además, las de George Eliot; y por fin las de Hardy. Y acabo de habérmelas con la tía Anny,[3] a escala realmente generosa. Sí, desde la última vez que escribí, ha muerto; murió, para ser exactos, hace una semana, en Freshwater, y fue enterrada ayer en Hampstead, donde hace seis o siete años vimos Richmond bajo un sudario de niebla amarilla. Me parece que los sentimientos que experimento hacia la tía Anny son en su mitad nebulosos; o, mejor dicho, en su mitad son reflejo de otros sentimientos. Mi padre le tenía cariño; es la última que desaparece entre quienes formaban aquel viejo mundo decimonónico de Hyde Park Gate. A diferencia de la mayoría de las viejas señoras, mostraba muy pocas ansias de verla a una; a veces pienso que le era un poco doloroso vernos, como si nos hubiéramos alejado mucho, y eso le provocara una sensación de infelicidad, infelicidad en la que jamás le gustó demorarse. Además, a diferencia de la mayoría de las ancianas tías, tenía la inteligencia de darse cuenta de lo mucho que disentíamos de ella en los problemas actuales; y eso le producía quizá una sensación, que jamás se daba en los ambientes que frecuentaba, de ancianidad, caducidad, extinción. En cuanto a mí, no debería haberme preocupado por lo anterior, ya que la admiraba sinceramente, pero las generaciones tienen, ciertamente, diferentes puntos de vista. Hace dos o tres años, L. y yo la visitamos. La encontré muy disminuida en cuanto a tamaño, con esa prenda de plumas llamada «boa» alrededor del cuello, y sentada sola en una sala de estar que era casi la copia exacta, aunque a escala menor, de la vieja sala de estar; con el mismo ambiente agradable y apagado dieciochesco, con viejos retratos y porcelana antigua. Tenía el té dispuesto, esperándonos. Sus modales eran un poco distantes y más que un poco melancólicos. Le pregunté por mi padre, y dijo que los jóvenes de aquellos tiempos reían «ruidosa y melancólicamente», y que las gentes de su generación fueron muy felices, pero egoístas; que nuestra generación le parecía hermosa pero terrible, que no teníamos escritores como los de su generación. «Algunos de ellos tienen un toque de calidad; Bernard Shaw lo tiene; pero solo un toque. Lo agradable era tratarlos como a personas corrientes, no como a grandes hombres». Después contó una conversación entre Carlyle y mi padre; Carlyle dijo que antes se lavaría la cara con agua de un charco que escribir periodismo. Recuerdo que la tía Anny bajó la mano y la metió en una bolsa o una caja situada junto al fuego del hogar, y dijo que había escrito tres cuartas partes de una novela, pero que no podía terminarla. Supongo que no la terminó, pero ya he dicho todo lo que puedo decir, coloreándolo todo un poco con matices rosáceos, en el Times de mañana. He escrito a Hester, pero ¡cuánto dudo de la sinceridad de mis emociones!

Miércoles, 19 de marzo

La vida se ha ido acumulando tan aprisa que no tengo tiempo de consignar por escrito el montón de reflexiones, que crece a su misma velocidad, y que siempre anoto mentalmente a medida que aparecen para consignarlas aquí. Quiero escribir acerca de los Barnett, y de la peculiar repulsión que inspiran aquellos que, aprobando su propia conducta, meten los dedos en el alma del prójimo. Los Barnett los metieron hasta el codo, se quedaron con las manos manchadas de sangre, si es que eso les puede ocurrir a los filántropos, y por eso constituyen buenos ejemplos; y, después, poco dados al análisis y a la observación, se delataron a sí mismos de tal manera que casi anularon mi capacidad crítica. ¿Será principalmente el esnobismo intelectual lo que me induce a tenerles antipatía? ¿Es esnobismo sentir indignación cuando ella dice entonces: «Me acerqué a la Gran Puerta», o cuando concluye que Dios es el bien y el diablo es el mal? ¿Se da necesariamente una relación entre esa áspera y ruda superficie y la antipatía que se sienta hacia quienes son como ellos? ¡Y el seguro vigor de su autosatisfacción! Jamás ponen en tela de juicio la corrección de lo que hacen, siempre actúan animados por un insensato impulso a seguir adelante, hasta el momento en que, como es natural, cuanto hacen adquiere un tamaño colosal y una portentosa prosperidad. Además, ¿puede una mujer dotada de percepción o de sentido del humor cantar semejantes elogios acerca de su propio genio? Quizá la raíz de todo se encuentre en la adulación de los carentes de formación, y en el fácil dominio de la voluntad de los pobres. Y de día en día odio más todo género de dominio de alguien sobre alguien; todo tipo de mando, toda imposición de voluntad. Por fin, mi gusto literario queda ofendido por la suave manera en que se hace lo preciso para que el cuento termine floreciendo en el triunfo, como una profusa peonia. Pero me he limitado a rascar la superficie de los sentimientos que han inspirado en mí estos dos gruesos volúmenes.[4]

Jueves, 27 de marzo

… Noche y día, que L. ha pasado dos mañanas y dos noches leyendo. Reconozco que el veredicto que ha emitido por fin, esta mañana, me ha producido un placer inmenso. Ignoro hasta qué punto podía darlo por descontado. En mi opinión, N. y d. es un libro mucho más maduro, acabado y satisfactorio que Fin de viaje, y hay razones para que así sea. Supongo que me presto a que se me acuse de tratar de emociones que realmente carecen de importancia. Desde luego, no creo que llegue siquiera a dos ediciones. Sin embargo, no puedo evitar la creencia de que, teniendo en cuenta lo que es la narrativa inglesa, supero en originalidad y sinceridad a la mayoría de los modernos. L. considera que la filosofía es muy melancólica. Está demasiado acorde con lo que L. dijo anoche. Sin embargo, si se quiere tratar de la gente a gran escala y decir lo que se piensa, ¿cómo evitar la melancolía? Pero no estoy dispuesta a reconocer que carezco de esperanza: ocurre que el espectáculo es profundamente extraño; y, como las actuales soluciones de nada sirven, una tiene que buscar a tientas otra solución, y la operación de descartar las viejas soluciones, cuando no se sabe con certeza qué poner en su lugar, es una operación triste. Sin embargo, a poco que se piense en ello, ¿qué soluciones aportan Arnold Bennett o Thackeray, por ejemplo? ¿Soluciones satisfactorias y felices que una aceptaría, teniendo un mínimo respeto por su propia alma? Ahora he acabado mi última y odiosa sesión de mecanografía, y he terminado de garrapatear esta página, por lo que voy a escribir fijando para el lunes el almuerzo con Gerald.[5] Creo que jamás he gozado tanto escribiendo como gocé en la segunda mitad de Noche y día. Realmente, ninguna parte de Noche y día me ha fatigado tanto como Fin de viaje; y, si la facilidad y el interés de una son promesa de algo bueno, tengo derecho a albergar esperanzas de que este libro será para algunos, al menos, un placer. Me pregunto si algún día seré capaz de volver a leerlo. ¿Llegará el día en que pueda soportar leer mi propia literatura en letra impresa, sin sonrojarme, temblar y sentir deseos de ocultarme?

Miércoles, 2 de abril

Ayer, llevé Noche y día a Gerald, y tuve una conversación medio profesional, medio familiar, con él, en su despacho. No me gusta la manera en que los hombres de club contemplan la literatura. Ante todo, suscita en mí violentos deseos de alardear, y alardeé de Nessa, de Clive y de Leonard; del mucho dinero que ganaban. Luego, abrimos el paquete, y a Gerald le gustó el título, pero recordó que la señorita Maud Annesley escribió un libro titulado Noches y días, lo cual puede crear dificultades. Pero Gerald ha dicho que está seguro de querer publicarlo; hemos estado muy cordiales; he advertido que todas las hebras de su pelo son blancas, mediando un espacio entre hebra y hebra; un campo ralo. He tomado el té en Gordon Square.

Sábado, 12 de abril

Estos diez minutos los he hurtado a Moll Flanders, que ayer no terminé, como había previsto en mi hoja de reparto de tiempo, pues cedí al deseo de dejar de leer e ir a Londres. Pero vi Londres, principalmente el panorama de blancas iglesias y palacios, desde el puente de Hungerford, con los ojos de Defoe. Vi a las viejas vendedoras de cerillas a través de sus ojos; y la zaparrastrosa muchacha que paseaba alrededor de la plaza de St. James, me pareció salida de Roxana o Moll Flanders. Sí, sin la menor duda, un gran escritor se imponía a mi personalidad, al cabo de doscientos años. Un gran escritor… ¡Y Forster[6] no ha leído sus libros! Desde la biblioteca, Forster me ha hecho señas de que me acercara. Nos hemos estrechado la mano muy cordialmente; pero siempre tengo la impresión de que, llevado por su sensibilidad, se encoge en mi presencia, en cuanto a mujer, mujer inteligente, mujer moderna. Dándome cuenta de ello, le he recomendado que lea a Defoe, lo he dejado, y me he comprado más Defoe, me he comprado en Bickers un volumen de Defoe.

Jueves, 17 de abril

Por mucho que se ataque a los Strachey, lo cierto es que su inteligencia es siempre fuente de placer; chispeante, clara y flexible. ¿Debo añadir que atribuyo siempre las cualidades que más admiro a personas que no son los Strachey? Hacía tanto tiempo que no veía a Lytton que las impresiones que de él me formo nacen, en exceso, de sus escritos, y lo que he escrito acerca de lady Hester Stanhope no es de lo mejor. Podría llenar esta página de chismorreos sobre los artículos que algunos publican en el Athenaeum, debido a que ayer tomé el té con Katherine y Murry.[7] Murry estuvo sentado, mudo y con la cara del color del barro, animándose solamente cuando hablamos de lo suyo. Murry ya tiene el celoso partidismo del padre por sus hijos. Procuré ser honesta, como si la honestidad formara parte de mi filosofía, y dije lo muy poco que me gustaba Grantorto y sus pájaros silbadores, y Lytton, etc. El ambiente masculino me desconcierta. ¿Desconfían de mí? ¿Me menosprecian? Y, si así es, ¿por qué aguantan mi presencia hasta el final? La verdad es que, cuando Murry dice la frase ortodoxa masculina acerca de Eliot, por ejemplo, ignorando mi solicitud por saber lo que ha dicho de mí, yo no me amilano; pienso en el tajante precipicio que la inteligencia masculina abre, y en lo mucho que los hombres se enorgullecen de un punto de vista que se asemeja en gran manera a la estupidez. Me es mucho más fácil hablar con Katherine; cede y resiste tal como de ella espero; avanzamos más en menos tiempo; pero yo respeto a Murry. Deseo que tenga buena opinión de mí. Heinemann ha rechazado los relatos breves de K. M., y ella está muy ofendida porque Roger no le ha invitado a su fiesta. La dureza de M. es solo superficial.

Domingo de Pascua, 20 de abril

En la holganza que sigue a un artículo largo, y Defoe es el segundo de este mes, he sacado este diario y he leído sus páginas, como siempre se lee la propia escritura, con cierta culpable intensidad. Confieso que el estilo rudo y descuidado, a menudo tan poco acorde con la gramática, y que pide a gritos el cambio de una palabra por otra, me ha afligido un poco. Quiero decir a cualquiera de mis versiones que lea este texto algún día que puedo escribir mucho mejor, y que no malgaste el tiempo en su lectura y que prohíba que nadie lo mire. Ahora ya puedo añadir mis pequeños elogios, y decir que estas páginas tienen vigor y desparpajo y que, de vez en cuando, dan en una diana imprevista. Pero, y esto tiene más importancia, creo que la costumbre de escribir así, para mí misma, es buena. Relaja los ligamentos. No hay que dar importancia a las omisiones y tropezones. Al escribir a esa velocidad, me veo obligada a disparar directa e instantáneamente sobre la pieza, por lo que debo agarrar las palabras, escogerlas y dispararlas, sin otra pausa que la precisa para mojar la pluma. Creo que, durante el año pasado, pude advertir cierto incremento en la facilidad de mis escritos profesionales, que atribuyo a esa media hora de escritura descuidada, después del té. Además, ante mí se alza la sombra de cierta forma que se puede conseguir en un diario. Con el paso del tiempo, cabe la posibilidad de que llegue a saber lo que se puede hacer con este flotante y móvil material vivo, de encontrar otro uso diferente de este al que lo dedico, otro uso mucho más consciente y escrupuloso, en ficción. ¿Qué clase de diario quisiera que fuera el mío? Algo de ilación suelta, pero no desaliñada, tan elástico que pudiera abarcar cualquier cosa solemne, ligera o hermosa que se me ocurriera. Me gustaría que se pareciera a una amplia y vieja mesa escritorio, o a un gran armario para todo, donde una arroja una masa de objetos heterogéneos, sin ni siquiera mirar lo que son. Me gustaría volver a mirar esta masa, dentro de uno o dos años, y descubrir que los objetos se han ordenado a sí mismos, se han depurado y se han conjuntado, tal como tan misteriosamente suelen hacer estos depósitos, adoptando una forma dotada de la transparencia suficiente para reflejar la luz de nuestra vida, pero que, al mismo tiempo, por su firmeza y serenidad, se compadeciera con la dignidad de la obra de arte. Al releer estos viejos volúmenes, pienso que el principal requisito no es el de adoptar el papel de censor, sino el de escribir cuando se tiene ganas o lo que sea; y de hecho sentí la curiosidad de descubrir cómo me desenvolvía al escribir descuidadamente, y me di cuenta de que el significado se encontraba allí donde jamás lo sospeché en el momento de escribir. Pero la soltura pronto se transforma en desaliño. Hace falta realizar un pequeño esfuerzo para enfrentarse con un personaje o con una anécdota que es preciso consignar. Tampoco se puede permitir que la pluma escriba, sin darle guía; por temor a llegar a ser desaliñada y fofa, como Vernon Lee. Para mi gusto, sus ligamentos son demasiado laxos.

Domingo, 12 de mayo

Estamos en plena estación editorial; esta mañana, Murry, Eliot[8] y yo nos hallamos en las manos del público. Quizá por esa razón me siento levemente, aunque con toda claridad, deprimida. He leído de cabo a rabo un ejemplar encuadernado de Kew Gardens, habiendo esperado, para llevar a cabo el nefasto trabajo, a que el libro estuviera acabado. El resultado es vago. Me parece ligero y corto; no comprendo por qué la lectura de esta obra impresionó tanto a Leonard. Según él, es el mejor relato breve que he escrito hasta el momento; y tal parecer me indujo a leer La mancha en la pared, en el que encontré muchos defectos. Como dijo en cierta ocasión Sydney Waterlow, lo malo de la literatura es que uno depende en exceso de los elogios. Tengo la seguridad de que este relato no me reportará ninguno, y esto, para mí, tendrá cierta importancia. Sin elogios, me resulta difícil empezar a escribir por la mañana, pero el hundimiento solo dura treinta minutos, y, cuando comienzo a escribir, me olvido de todo. Es preciso esforzarse seriamente en hacer caso omiso de los altibajos; un cumplido aquí, silencio allá; piden los libros de Murry y de Eliot, y el mío no; el asunto básico sigue intacto, y este asunto es el placer que el arte me produce. Y espero que esas nieblas del espíritu tengan otras causas, aun cuando están profundamente ocultas. Hay como un ir y venir de la marea de la vida que lo explica, aunque no sé con seguridad cuál es la causa de este ir y venir.

Martes, 10 de junio

Debo utilizar los quince minutos que faltan para la cena para seguir escribiendo aquí y llenar la gran laguna. Acabamos de regresar del club; de encargar a la Pelican Press una nueva edición de La mancha en la pared; de tomar el té con James. Nos ha dado la noticia de que Maynard, descontento con las condiciones de la paz, ha presentado la dimisión, se ha sacudido de encima el polvo de su despacho y ahora es una figura profesoral en Cambridge. Pero, en realidad, debo cantar mis propias alabanzas, ya que dejé de escribir cuando, al regresar de Asheham, encontramos la mesa del vestíbulo atestada, rebosante, de pedidos de Kew Gardens. Los esparcimos sobre el sofá, y fuimos abriéndolos, con pausas, mientras cenábamos, y lamento decir que nos peleamos, debido a que los dos estábamos muy excitados, y las encontradas oleadas de excitación nos hacían chocar, y esas oleadas estaban impulsadas por el trompetazo crítico de Charleston. Todos estos pedidos, unos ciento cincuenta, procedentes de librerías y personas individuales, son el resultado de la crítica del Lit. Sup.,[9] debida probablemente a Logan, en la que se me prodigaban cuantos elogios me hubiera atrevido a pedir. ¡Y hace diez días me preparaba estoicamente para enfrentarme con un fracaso total! El placer del éxito quedó considerablemente reducido, en primer lugar, por nuestra pelea, y, en segundo lugar, por la necesidad de preparar noventa ejemplares, de cortar las cubiertas, imprimir las etiquetas, pegar los lomos y, por fin, enviarlos, en lo que he empleado todo el tiempo libre y parte también del tiempo no libre hasta el presente momento. Pero ¡cuán torrencial ha sido el éxito de estos días! También gratuitamente, he recibido una carta de Macmillan de Nueva York, en la que se muestran tan impresionados por Fin de viaje que ahora quieren leer Noche y día. Me parece que el nervio del placer se entumece muy fácilmente. Me gustan los pequeños sorbos, pero la psicología de la fama merece ser considerada con tiempo. Lytton almorzó aquí, junto con los Webb, y, cuando le conté mis diversos triunfos, imaginé advertir una leve sombra, al instante disipada, aunque no antes de que mi rosáceo fruto quedara al sol. Bueno, la verdad es que yo di un tratamiento parecido a sus triunfos. No puedo sentirme satisfecha, cuando habla ampliamente de un ejemplar de Victorianos Eminentes, con un «M» o una «H» manuscrita por el señor o la señora Asquith. Sin embargo, recordarlo producía en él un cómodo esplendor. El almuerzo fue un éxito. Comimos en el jardín, y Lytton participó en la conversación muy elegantemente, incluso con más seguridad de la habitual en él. «Pero es que Irlanda no me interesa…».

Sábado, 19 de julio

Creo que hay que decir algo acerca del día del Armisticio, aunque no sé de cierto si vale la pena pensar mucho en el asunto. Estoy sentada pegada a la ventana, por lo que poco falta para que reciba en la cabeza la constante lluvia cuyas gotas tabalean en las hojas. Dentro de diez minutos, más o menos, comienza el desfile de Richmond. Temo que habrá poca gente aplaudiendo a los concejales del pueblo, vestidos de gala para tener aspecto digno, y dispuestos a recorrer las calles. Tengo una sensación de sillas cubiertas con fundas; de que me hayan dejado en casa, y todos se hayan ido al campo. Me siento desolada, polvorienta y desilusionada. Desde luego, no hemos visto el desfile. Solo nos hemos fijado en los cubos de desperdicios en las afueras. La lluvia ha esperado hasta hace media hora. Las criadas han tenido una mañana triunfal. Han ido al puente de Vauxhall y lo han visto todo. Durante dos horas han pasado generales y soldados, tanques, enfermeras y bandas. Han dicho que ha sido el espectáculo más hermoso que han visto en su vida. Juntamente con la hazaña del Zeppelin, este día tendrá gran importancia en la historia de la familia Boxall. Pero, realmente, no sé; me parece una celebración de criadas, algo organizado para tranquilizar y aplacar «al pueblo», y, ahora, la lluvia lo está estropeando, y quizá sea necesario idear una diversión más. Me parece que esta es la causa de mi desilusión. En estas celebraciones de paz hay algo calculado, político e insincero. Además, se ejecutan sin belleza y con poca espontaneidad. Las banderas son intermitentes; tenemos lo que las criadas, llevadas por el esnobismo, creo yo, insistieron en comprar, para sorprendernos. Ayer, en Londres, las habituales pegajosas y espesas aglomeraciones humanas, adormecidas y en torpor, como un puñado de abejas mojadas, se arrastraban por Trafalgar Square, y se balanceaban sobre los pavimentos de los alrededores. Lo único agradable que vi se debió antes a un leve soplo de viento que al arte decorativo; unas largas banderas en forma de lengua, colocadas en lo alto de la columna de Nelson, lamían el aire, se enroscaban y desenroscaban, como gigantescas lenguas de dragón, con lenta belleza un tanto sorprendente. Por otra parte, los teatros y las salas de música estaban adornados por una especie de gruesos aceretes de vidrio, que quedaron, un tanto prematuramente, radiantes en su interior, aunque no cabe duda de que las luces habrían podido aprovecharse mejor. Sin embargo, la noche fue cálida y magnífica, en estas celebraciones, y los estallidos de los cohetes, que durante un segundo iluminaban nuestro dormitorio, nos mantuvieron despiertos hasta bastante después de habernos acostado. (Y ahora, mientras llueve, bajo un cielo gris castaño, suenan las campanas de Richmond, pero las campanas de las iglesias solo traen a la mente bodas y ceremonias cristianas). No puedo negar que el escribir en un tono tan lúgubre me hace sentir un poco mezquina; sí, por cuanto de todos nosotros se espera que mantengamos la creencia de que estamos contentos y nos divertimos. De la misma manera, en la celebración de un cumpleaños, cuando por una razón u otra algo se torcía, era una cuestión de puntillo, en el cuarto de los niños, fingir. Años más tarde, una podía confesar que le parecía un fraude horroroso; y si, dentro de unos años, estos dóciles rebaños reconocen que también ellos vieron la verdad que se escondía detrás de las apariencias, y no quieren que esto se repita… bueno, si es así, ¿estaré más contenta? Creo que la cena en el Club 1917, y el discurso de la señora Besant, quitaron con gran eficacia cuanta purpurina quedaba, si algo quedaba de ella, sobre la superficie del pastel. Hobson estuvo sarcástica. Vieja señora corpulenta y de enfurruñada expresión, con una cabeza de holgada capacidad, aunque cubierta de cabello blanco rizado, comenzó comparando el Londres iluminado y en fiestas con Lahore. Y a continuación nos lanzó una andanada por haber tratado mal a la India, ya que, por lo visto, ella es «ellos» y no «nosotros». Pero, a mi parecer, no fundamentó sólidamente su argumentación, aun cuando, desde un punto de vista superficial, todo fue verosímil, y el Club 1917 se mostró de acuerdo y aplaudió. No puedo evitar escuchar los discursos como si se tratara de literatura escrita, por lo que muchas de las florituras con que nos obsequió de vez en cuando me parecieron terriblemente artificiales. De día en día me resulta más y más claro que las únicas personas honradas son los artistas, y que estos reformadores sociales y filántropos se salen tanto de cauce y albergan tan reprobables deseos, so pretexto de amar al prójimo, que, a fin de cuentas, merecen más acusaciones que nosotros. Pero ¿y si resulta que soy uno de ellos?

Domingo, 20 de julio

Quizá termine aquí mis consideraciones acerca de las celebraciones de la paz. ¡Realmente somos animales de rebaño! Incluso los más desilusionados. De todas maneras, lo cierto es que, después de haber permanecido impertérrita durante el desfile y los toques de campanas, comencé a pensar, una vez terminada la cena, que, si algo estaba ocurriendo, quizá más valía que participara en ello. Llamé al pobre L. y arrojé a un lado mi Walpole. Primero encendimos una hilera de lámparas de cristal, y, viendo que había dejado de llover, salimos de casa inmediatamente antes de la hora del té. Durante cierto tiempo, las explosiones habían sido promesa de fuegos artificiales. Las puertas de la taberna se encontraban abiertas, y el local estaba atestado; parejas bailaban valses; se cantaba a gritos, vacilantemente, como si fuera preciso estar borracho para cantar. Una tropa de chiquillos con linternas y esgrimiendo palos desfilaba por el jardín. Pocas tiendas afrontaron el gasto de las luces eléctricas. Dos hombres medio ebrios sostenían a una mujer de la clase alta, totalmente borracha. Nos incorporamos a una multitud moderada que ascendía hacia lo alto de la colina. A mitad de camino, ya casi no había luces, pero seguimos adelante hasta llegar a la explanada. Y entonces realmente vimos algo, aunque no mucho, debido a que la humedad había amortiguado los productos químicos. Pelotas rojas, verdes, amarillas y azules se alzaban despacio en el aire, estallaban, florecían en un óvalo de luz que caía desintegrada en granos pequeños y expiraba. Había diferentes resplandores en diversos puntos. Alzándose sobre el Támesis, entre los árboles, estos cohetes eran hermosos; la luz que se reflejaba en las caras era rara; pero, desde luego, había una niebla gris que lo amortiguaba todo y que empañaba el resplandor del fuego. Fue triste ver a los soldados desahuciados, tumbados en cama en el Star and Garter, de espaldas a nosotros, fumando cigarrillos y esperando que el ruido se acallara. Éramos como niños a los que es preciso divertir. Por eso, hacia las once regresamos a casa, y, desde mi estudio, vimos cómo Ealing hacía cuanto podía por disfrutar, y, realmente, una bola de fuego se elevó tanto que L. creyó que se trataba de una estrella, pero en realidad se veían nueve. Hoy la lluvia nos ha dejado sin la menor duda de que cuantas celebraciones faltan quedarán aguadas.

Martes, 21 de octubre

Hoy es el día de Trafalgar, y ayer fue un día memorable debido a la aparición de Noche y día. Esta mañana han llegado a mis manos seis ejemplares, cinco de los cuales han sido despachados, por lo que imagino que cinco amigos ya estarán con las narices pegadas a ellos. ¿Estoy nerviosa? Aunque parezca raro, poco; antes entusiasmada y complacida que nerviosa. En primer lugar, ahí está el libro terminado; después, lo he leído un poco y me ha gustado, y, por fin, tengo cierta confianza en que las personas cuyo juicio valoro probablemente juzgarán bien el libro, confianza que queda muy reforzada por la conciencia de que, incluso si el libro no les gusta, cogeré la pluma y comenzaré otra historia diferente. Desde luego, si Morgan y Lytton y los otros se muestran entusiasmados, tendré una mejor opinión de mí misma. Lo aburrido es hablar con gente que dice lo de costumbre. Pero en términos generales veo qué es lo que busco; tengo la impresión de que esta vez se me ha deparado una buena oportunidad y he hecho cuanto he podido; en consecuencia, puedo adoptar una actitud filosófica y echarle las culpas a Dios.

Jueves, 23 de octubre

Debo hacer constar los primeros frutos de Noche y día. «Sin duda alguna, obra del más alto talento», Clive Bell. Bueno, es posible que no le haya gustado, ya que criticó Fin de viaje. Reconozco que estoy complacida, aunque no esté convencida de que lo que Clive dice sea verdad. Sin embargo, ello constituye una demostración de que he reaccionado debidamente al no tener temores. Las personas cuyo juicio respeto no se mostrarán tan entusiasmadas como Clive, pero creo que se inclinarán decididamente a favor del libro.

Jueves, 30 de octubre

El reumatismo me excusa de seguir escribiendo; y, reumatismo aparte, tengo la mano cansada de escribir. De todas maneras, si pudiera tratarme a mí misma, profesionalmente, como objeto de análisis, podría relatar una interesante historia de los últimos días, referente a mis vicisitudes en lo tocante a N. y d. Después de la carta de Clive, vino la de Nessa, con incondicionales elogios; luego, la de Lytton, con entusiastas elogios, un gran triunfo, un clásico, etc.; a continuación, la frase de elogio de Violet;[10] y, luego, ayer por la mañana, la siguiente frase de Morgan: «Me gusta menos que Fin de viaje». A pesar de que Morgan también se expresaba con gran admiración, y decía que había leído el libro con prisas y que se proponía volver a leerlo, la frase anterior me quitó el placer que me habían producido todas las demás. Sí, pero sigamos. Hacia las tres de la tarde me sentía más feliz y más a mis anchas gracias a la frase peyorativa de Morgan que gracias a los elogios de los demás, me sentía como si de nuevo me encontrara en el ambiente humano, después de haber reposado dichosamente entre nubes elásticas y sobre almohadillados prados. Luego, esta mañana el Times le ha dedicado una columna; grandes elogios e inteligentes; entre otras cosas, dice que N. y d., a pesar de no ser tan brillante en la superficie, tiene más profundidad que el otro, con lo cual estoy de acuerdo. Espero que esta semana salgan las críticas, y me gustaría recibir, a continuación, cartas inteligentes; deseo escribir relatos breves; siento un peso en la mente.

Jueves, 6 de noviembre

Anoche, Sydney y Morgan cenaron con nosotros. Entre una co

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