Un verano en NY

Alex Aster

Fragmento

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Nueva York, cada fin de semana, ofrece una oportunidad para vivir una escena de película. Tomar algo en una azotea a la sombra de un horizonte urbano cuyo brillo y perfil parecen hechos a medida para esa foto sobresaturada y editada al milímetro que estás a punto de publicar. Cenar cerca de un famoso que no toca su comida y que comenta de viva voz cotilleos de una estrella de cine tan jugosos que te atragantas con el gin-tonic. Asistir a fiestas en las que hay drogas parecidas a gominolas esparcidas por la mesa de mármol en un ático con habitaciones para el servicio y un estudio de pilates tan grande como tu apartamento.

A menos, claro está, que seas como yo, y para ti una noche de viernes perfecta tenga poco que ver con abrirte paso hasta una mesa en la periferia del Marquee y mucho con ponerte a ver Netflix enfundada en una camiseta raída que un día perteneció al exnovio de tu compañera de piso. Una camiseta que quizá le robaste en un momento de debilidad porque suspirabas por él casi tanto como suspiras por esa tarrina que te zampas cada semana de Ben & Jerry’s de la que juras que solo te comerás unas pocas cucharadas, confiando por completo en tu autocontrol, hasta que la cuchara rasca el fondo.

—¡Perdón!

Aspiro entre dientes como si me hubieran atizado un puñetazo porque una chica calzada con unos zapatos de tacón finos como agujas acaba de pisarme el dedo gordo del pie.

Una estudiante de odontología, en la que mi madre nunca debió confiar, me arrancó las muelas del juicio sin anestesia.

Pero esto duele más.

Justo cuando estoy a punto de farfullar una retahíla de palabrotas y mientras me pregunto si es posible denunciar a un tacón, una mano se posa en mi hombro con suavidad.

Penelope, mi mejor amiga y antigua compañera de piso, que tiene un gusto excelente para los chicos y no tan bueno para juzgar en qué consiste una gran noche, suspira y me lanza esa mirada compasiva que la gente acostumbrada a salir de fiesta lanza a los recién llegados.

—Ahora ya sabes por qué no hay que ponerse tacones abiertos en la discoteca, Elle.

Inspirando hondo y con un pálpito en el dedo gordo que parece el de un corazón en pleno infarto, le digo:

—No tengo otros zapatos. Y es la primera vez que vengo a una discoteca.

Penelope se me queda mirando durante diez segundos de reloj antes de fruncir el ceño.

—Mira, no sé cuál de esas dos frases es más patética.

Le dedico una mirada que significa: «No seas idiota».

—Llevamos aquí casi dos horas. Pronto me convertiré en calabaza. Te doy quince minutos más.

Si permití que Penelope me arrancara de la comodidad de mi edredón, que parece espuma de capuchino, fue porque me prometió que nos quedaríamos una hora como mucho y luego compraríamos patatas fritas en el quiosco de la esquina, que solo las vende a partir de medianoche. También porque se suponía que sería una velada tranquila. Una revista de finanzas muy conocida ha alquilado la sala para ofrecer una fiesta a las empresas que conforman su lista de Próximas Salidas a Bolsa. Penelope lleva un tiempo tratando de contactar con un capitalista legendario que financia la primera empresa de la lista, Atomic.

En teoría es una salida de trabajo.

—Vale, vale.

Me agarra la mano y me la apoya en una esquina de la barra como un capitán que amarra su barco al muelle. El mármol está tan pegajoso como cabría imaginar.

—Quédate aquí —me ordena. Luego se sumerge en el gentío con la desenvoltura de alguien que tiene memorizados los laberintos del oscuro, sudoroso y pegajoso metro de Nueva York.

No le hago caso. Hay una pareja a mi lado restregándose con tantas ganas que empiezo a temer que su ropa entre en combustión por la fricción antes de que pasen a una relación sexual plena. Me pregunto si eso se consideraría raro en un sitio como este. Intento encogerme tanto como puedo y, protegiéndome con los codos bien pegados al cuerpo, me zambullo de cabeza en el mogollón en un intento desesperado por encontrar el cuarto de baño para echar un vistazo a los daños del pisotón en mi pie.

La multitud me escupe con la misma rapidez con la que me ha engullido y acabo en un rincón mucho más silencioso de la sala.

Más silencioso, pero no mucho más desierto.

Una cola sinuosa se alarga desde el único baño a la vista.

«Único». Frunzo el ceño. No es posible que una discoteca de este tamaño tenga solamente un servicio.

Veo a un segurata plantado contra la pared. Observa la sala con la misma concentración que un agente del Servicio Secreto.

—Oiga, disculpe.

Doy unos golpecitos en un brazo más ancho que mi cabeza. Hacen falta tres toques para que el gigante se percate siquiera de mi presencia. Cuando lo hace, entorna los ojos y me inspecciona como si me estuviera saltando alguna norma de la discoteca.

¿Hay normas en las discotecas?

¿Habré roto alguna al hablar con él?

Trago saliva.

—¿Solo… solo hay uno? —le pregunto señalando el baño.

Él gruñe y asiente, y yo suelo captar la indirecta cuando alguien no me quiere cerca, así que retrocedo y vuelvo a la cola.

Cuando pasan cinco minutos y la fila no ha avanzado lo más mínimo, decido usar la linterna del móvil para echarle un vistazo a mi dedo gordo del pie.

Está perfectamente. Y eso solo significa que tengo un dedo muy resistente porque esperaba ver un agujero o al menos una uña rota.

Encantada con mi pie intacto, suspiro y miro la hora. Ocho minutos. A Penelope le quedan ocho minutos.

—¿Te diviertes?

La voz procede de tan arriba que tengo que alzar la vista —y luego aún más— para saber quién me habla. Otro segurata. Más alto que el de antes, pero vestido con las mismas prendas negras.

Pestañeo.

¿Divertirse será una norma de esta sala?

Pongo los ojos en blanco para mis adentros.

«No seas tonta, Elle».

Aunque… puede que no sea tan tonta. Es muy posible que los clubes nocturnos tan exclusivos como este, esos locales en cuya entrada hay grupitos de gente guapa haciendo cola bajo la lluvia a lo largo de toda la manzana, sean capaces de expulsar a alguien solo por mostrar una expresión agobiada. No querrán que una amargada arruine la fiesta, ¿verdad? ¿Será posible que la revista tenga órdenes estrictas de crear un ambiente animado para todos los empresarios cuarentones y cincuentones que bailan en la pista con las alianzas escondidas en el bolsillo del pantalón?

Me encojo de hombros mentalmente. ¿Qué importa? De todas formas me voy a marchar —echo un vistazo al reloj— dentro de siete minutos.

Así que suelto la verdad.

—No.

Enarca una ceja. Mira alrededor y luego a mí con una expresión de auténtico desconcierto.

—¿No?

¿Tengo aspecto de ser la clase de persona que piensa que todo esto —el suelo pegajoso por el alcohol, la oscura melena mojada porque se ha hundido sin querer en la bebida de alguien, las gotas de sudor en el pecho por estar entre tanta gente— es divertido?

Qué interesante. La idea de que alguien me pueda tomar por uno de ellos resulta en parte… ¿emocionante? En este ambiente tan loco, que no controlo en absoluto…

El segurata aún me observa con el ceño fruncido.

Suspiro.

—Mira, si me vas a echar, hazlo ya. Ahórrate las críticas.

Su ceño se vuelve más profundo.

—¿Echarte?

—Sí. —Lo miro de arriba abajo—. ¿No eres, o sea, un segurata?

—¿Crees que trabajo aquí?

Ahora soy yo la que frunce el ceño.

—¿Me equivoco?

En sus ojos brilla algo. Nerviosismo, quizá. Se inclina tanto que huelo la menta de su aliento.

—¿Qué me ha delatado?

¿Cómo? ¿Es un guardia de seguridad de incógnito? ¿Intenta pasar desapercibido?

Uf, qué raras son las discotecas.

Me encojo de hombros con cierta arrogancia y me aferro a mi papel de fiestera neoyorquina, la típica chica de veinticinco años que habla con chicos en rincones oscuros de las salas.

—Para empezar, eres enorme.

Tuerce el gesto ante la palabra «enorme». Pongo los ojos en blanco.

—Eres como treinta centímetros más alto que yo. Y llevo tacones. Y… —Gesticulo hacia sus brazos y me sorprendo mirándolos fijamente. Sus hombros son tan inmensos que parecen precipicios. Y esos brazos que tensan la… Carraspeo—. Y el traje negro.

Asiente despacio mientras lo medita.

—Si pretendes no llamar la atención, deberías vestirte como los demás —le digo en pleno subidón de autoconfianza. Ahora sí que me estoy haciendo pasar por otra. Por alguien capaz de explicarle a un completo desconocido cómo hacer su trabajo.

En sus labios se dibuja una sonrisa. Se inclina un poco más hacia mí y su boca casi me roza el oído.

—Bueno, entre tú y yo, esta es mi última noche.

—Ah, ¿sí?

Asiente.

—Y tú también podrías ser más discreta.

Frunzo el ceño.

—¿En qué sentido?

Encoge un hombro.

—Todo el mundo sabe la clase de gente que se acerca a esta sala en noches como esta. Que pululan cerca del baño, donde hay más tranquilidad… Que vienen a conocer a milmillonarios del mundo de la tecnología.

Ahora sí que no entiendo nada. Y siento una curiosidad extraña. ¿Qué clase de persona cree que soy?

El chico continúa:

—Que llevan tacones como esos —su mirada asciende por mis piernas— y faldas como esa.

Sus ojos se desplazan por mi cuerpo y es como si proyectasen llamaradas. El calor se acumula en mis entrañas. Me he tomado un par de copas —que igual podrían haber sido cinco, teniendo en cuenta que normalmente no bebo nada más fuerte que la kombucha de Penelope— y la atención es aún más embriagadora. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie me miraba así? ¿Cuánto tiempo hacía que no llevaba una falta tan corta, que me sitúa a un mal gesto de enseñar la ropa interior?

Si accedí a salir con Penelope fue también por otra razón. Esta es mi última noche en Nueva York. Mañana me mudo a la otra punta del país. Para siempre.

Por eso me presté a enfundarme en este conjunto, a salir hasta las tantas y a tener una última oportunidad de vivir una escena de cine.

Sus ojos se demoran en mi pecho antes de buscar los míos. Y yo casi me caigo de los precarios tacones al percibir la intensidad que desprenden. Puro deseo.

Es como si estuviera viendo también su última oportunidad de vivir una escena de película.

No sé quién se mueve primero…, pero en un abrir y cerrar de ojos estamos en el hueco de una escalera. Mi espalda contra la pared. Nuestras respiraciones se aceleran. Yo estiro el cuello hacia arriba, él lo inclina hacia abajo.

Y esta no soy yo, esta es una desconocida, aunque es lo más parecido a una escena de cine que he vivido nunca, así que atrapo el instante al vuelo y le acuno la cara con las manos. De repente sus labios están sobre los míos.

Esto es una locura.

Noto su boca cálida contra la mía, contra mi cuello y mi pecho, y al momento me levanta del suelo con una facilidad que me deja sin aliento y le rodeo la cintura con las piernas. Esas enormes manos que tiene me agarran el culo, empuja la cadera contra la mía y yo veo las estrellas.

Desliza una mano por debajo de mi camiseta. Sus dedos ásperos repasan con suavidad el encaje de mi sujetador y luego su pulgar se desliza por debajo, justo cerca de…

Me echo hacia atrás, ya que tengo la sensación de que me he serenado un poco. O quizá sea porque aquí la luz es más intensa que dentro.

Ahora puedo verlo y es perfecto. Penetrantes ojos verdes. Pelo oscuro, quizá demasiado largo, que se curva alrededor de las orejas. Pómulos como las facetas de una talla esmeralda. Seguro que es el típico modelo que trabaja en un club nocturno para pagar el alquiler. Puede que esta sea su última noche porque al fin ha encontrado algo que vale la pena.

—¿Qué quieres? —me pregunta, y su voz profunda me arranca de mis pensamientos.

Todavía sin aliento consigo preguntarle:

—¿Qué?

Él también jadea, pero sus ojos son de una claridad sorprendente cuando se clavan en mí. Desliza la mano por mi barriga, y sus callosidades me rozan y me hacen estremecer.

—Quiero acompañarte a casa —dice con sumo tiento, como si quisiera asegurarse de que entiendo a la perfección cada una de las palabras—. ¿Qué puedo hacer para conseguirlo?

Vuelve a mirar mi cuerpo como si no pudiera evitarlo. Yo bajo la vista también y me doy cuenta de que la falda se me ha enrollado a la altura de la cintura. Jadeo y de nuevo busco sus ojos. Está esperando una respuesta y me observa con atención como si quisiera leerme el pensamiento.

—¿Qué quieres?

Suena un golpe de tacones cuando bajo las piernas y aterrizo sobre los pies casi perdiendo el equilibrio. Él me sostiene, pero rechazo su ayuda.

—¿Por qué me preguntas qué quiero?

Se encoge de hombros.

—Todo el mundo quiere algo.

No se altera al ver la ira que se apodera de mi semblante.

—Te deseo. —Señala su cuerpo—. ¿Tienes bastante conmigo o… quieres algo más?

Sus palabras me pillan por sorpresa. Casi se me escapa la risa.

Y luego entro en cólera.

—¿Quieres pagarme?

Me mira decepcionado.

—No. No pago por tener sexo. Pero —suspira— ¿te gustaría que te invitara a cenar? ¿O dar un paseo en helicóptero por la ciudad? —Juraría que habla completamente en serio cuando me dice—: Es eso lo que buscas, ¿no? ¿No has venido por eso?

Me quedo pasmada. Aunque más o menos está describiendo una cita, no me gusta lo que insinúa. No me gusta que me describa como alguien que quiere de él algo más que pasar un buen rato.

Me acuerdo de lo que me ha dicho antes. Sobre la clase de persona que soy. Una chica que se acostaría con alguien por su dinero.

—¿Eso piensas? ¿Crees que puedes comprar el afecto? ¿Organizarle a una persona una cita chula para acostarte con ella?

Vuelve a encoger un hombro.

—Puedo comprar lo que quiera.

Estoy furiosa. «¿Qué se ha creído este tío?».

—De eso nada —le digo antes de abrir la puerta con rabia para volver al interior de la sala.

Mi escena de película acaba de terminar oficialmente.

El estruendo repentino de la música me aturde durante un instante. Trastabillo y por poco me caigo por culpa de estos estúpidos tacones, pero una mano me sujeta. Es Penelope.

—¡Te he buscado por todas partes! —me dice con la expresión aterrada de quien está a dos minutos de llamar a un programa de personas desaparecidas—. ¿Qué hacías en la escale…?

La puerta se abre otra vez y aparece el chico contra el que acabo de pegar hasta la última parte de mi cuerpo.

Penelope eleva las cejas casi hasta el nacimiento del pelo.

—¿Con el CEO de Atomic…?

Pestañeo. Me giro despacio y miro a la inmensa figura cuyo sabor perdura en mis labios.

—¿Quién?

Él me contempla impertérrito. Enarca una ceja.

—¿Eso cambia algo?

Casi hago algo de lo que me habría arrepentido más tarde. Lo habría hecho, pero Penelope me aferra las dos manos y no puedo hacer nada más que inclinarme hacia su rostro y espetarle:

—Espero que la burbuja tecnológica estalle y tu estúpida startup sufra una muerte lenta y dolorosa.

Nos marchamos antes de que los auténticos seguratas nos obliguen a abandonar la fiesta. Y solo cuando estamos fuera, bajo las luces de Nueva York a las dos de la madrugada, a una manzana de distancia del quiosco de patatas fritas y lo bastante lejos de donde he dejado tirada mi dignidad, me vuelvo hacia Penelope y le digo:

—Me parece que ese gilipollas ha creído que soy una cazafortunas.

2

DOS AÑOS MÁS TARDE

 

—Mira, hoy en día es muy fácil vender una empresa por miles de millones de dólares. No es para tanto.

Me pego el teléfono a la oreja con tanta fuerza que oigo suspirar a Penelope por encima de la voz que advierte a través de los altavoces que no pierda de vista mis pertenencias, del niño que estampa su maleta teledirigida contra el expositor de un quiosco y de la azafata que regaña a los pasajeros en la puerta más cercana por apelotonarse en la zona de embarque antes de recibir el aviso de que pueden pasar.

—Tú no dejes de repetírtelo, Elle —me dice Penelope por fin.

Han pasado años y esos ojos verdes, que me miran desde la misma revista financiera que dio la fiesta —en la portada esta vez—, todavía consiguen que me hierva la sangre. Ni siquiera intentó salir mono en la foto. Miró al fotógrafo, y ahora a mí, con una apatía que sugiere que se prestó a la sesión por obligación.

El titular que acompaña a la imagen me provoca ganas de romper el móvil en mil pedazos y desmiente por completo mi capacidad de enviar a los demás a tomar viento y olvidarlos.

—Virion comprará Atomic por diez mil millones de dólares.

—Lo llaman el Soltero Milmillonario —suelta Penelope mientras yo coloco otra revista delante de todo el montón para borrar su cara y me alejo del quiosco hacia mi puerta de embarque. Por lo que parece, mi amiga no ha captado el mensaje de que, en teoría, debería odiarlo tanto como yo.

Cuando se lo digo, suelta una carcajada.

—En eso estamos de acuerdo, es un capullo. Pero nunca volverás a verlo. ¿A quién le importa?

A mí me importa, me gustaría decirle, pero ya es bastante patético que lleve tanto tiempo arrastrando este resentimiento. Me mintió sobre su identidad, se lio conmigo en el hueco de una escalera durante unos minutos y prácticamente me acusó de ir detrás de su dinero. Vaya cosa.

Sí.

Vaya cosa.

—¿Podemos cambiar de tema? —le pregunto, molesta—. ¿Hablar, por ejemplo, de que me vas a echar mucho de menos? ¿De que no sabrás qué hacer en Los Ángeles mientras tu mejor amiga se ve obligada a regresar a ese flashmob perpetuo que es Nueva York?

Penelope se ríe.

—En primer lugar, tú lo has sacado a colación. Otra vez —murmura antes de pasar a otra cosa, como la chica lista que es—. Y sí, Elle, no sé cómo voy a sobrevivir los próximos tres meses sin ti. No voy a hacer nada de lo que tú te niegas a hacer, como ir a la playa, pasear por el paseo marítimo, hacer excursiones o literalmente cualquier cosa que implique quitarse el chándal.

Ojalá estuviéramos hablando por videollamada para que Penelope pudiera ser testigo de hasta qué punto la fulmino con la mirada.

—O… salir con el cirujano buenorro que se ata el pantalón del pijama médico con un cordón…

Me paro en mitad de la terminal y una persona choca conmigo, salpicándome la manga de café caliente.

—¿Te llamó?

Casi veo la sonrisa de Penelope, me la imagino sentada con las rodillas contra el pecho para poder apoyar la barbilla.

—No solo me llamó. Se presentó en mi casa. Me dijo que había tardado horas en encontrar mi dirección.

Echo la cabeza hacia atrás, sorprendida.

—Y…

—Sí, Elle, me gustó. Sabes mejor que nadie que una conducta inquietante solo es realmente inquietante si…

—Si el chico no te gusta. Ya lo sé, sí. Como Edward cuando miraba dormir a Bella en Crepúsculo.

Alguien que está esperando en la puerta de embarque a la que por fin he llegado me lanza una mirada rara y yo lo observo fijamente hasta que aparta la vista.

—Vale, ¿y luego qué pasó?

Penelope suspira.

—Me trajo jamón y prosecco de la misma región de Italia de la que procede mi familia… Encontró la información en internet, no sé dónde… Además, usó su propio juego de cuchillos caros para cortar la carne.

Hago una mueca.

—Oye, no te lo tomes a mal, pero ¿estás segura de que no es un asesino en serie?

—No es un asesino en serie. Solo es un hombre que se compromete.

—Humm…

Mi amiga chasca la lengua.

—No te preocupes. Ya lo he investigado a fondo en internet. Sigo a todas sus exnovias con mi cuenta falsa. He creado una alerta en Google con su nombre y he verificado su identidad hasta la época del instituto. Fue a uno muy bueno, por cierto. Ya sabes. Lo normal.

Inclino la cabeza y me cambio el teléfono al otro oído.

—Vale, ¿estás segura de que tú no eres una asesina en serie?

Estoy casi convencida de que el tipo no es un asesino en serie, y no solo porque estadísticamente es muy difícil toparse con uno (gracias, pódcast de crímenes reales que me ayudan a conciliar el sueño).

No, tengo la certeza casi absoluta de que realmente es un buen chico, un hallazgo que en Los Ángeles merece el mismo mimo y reverencia que una especie en extinción. Penelope tiene un don para atraer a hombres buenos. Es casi sobrenatural. Dice que es por sus pecas, que le dan un aspecto amable. Desconozco los fundamentos científicos de esa teoría.

Si bien a la mayoría de la gente le encantaría caminar felizmente hacia el ocaso con cualquiera de los hombres con los que ha estado Penelope, ella aguanta unos meses con cada uno de ellos antes de mandarlos a paseo. Deja una estela de hombres con el corazón destrozado a su paso y nunca vuelve a mencionarlos.

Es horrible. Una vez rompió con un chico enviándole por mensajero una tarta de galleta en forma de carita triste y una respuesta negativa a la invitación de la boda de su hermana.

Pero es mi mejor amiga y haría lo que hiciera falta para defenderla.

—Vaya —dice Penelope—. Te toca embarcar, Elle. Te deseo un tío bueno en el asiento de al lado y cero turbulencias.

Después corta la llamada.

Y yo me subo a un avión con destino a una ciudad a la que juré que nunca volvería.

3

El verano en Nueva York se parece a vivir en el infierno.

Hace más calor que en mi ciudad natal de California del Sur y unos pretenciosos espejos de sesenta metros de altura reflejan ese calor y te proyectan la luz del sol directamente en la cara. Todos los ricos huyen a los Hamptons el viernes por la tarde puntuales como un reloj y los más ricos no vuelven hasta septiembre, cuando el calor ha cesado y reina un ambiente agradable y aterciopelado que es prácticamente otoñal.

Junio no es así.

Para cuando llego con mis maletas al vestíbulo del edificio, estoy empapada en sudor. Tengo el pelo apelmazado y pegado al rostro, y mi chaqueta de traje de color gris claro es ahora gris oscuro por culpa de la transpiración.

El portero tiene que contenerse para no hacer una mueca de horror.

—Ah, sí, Elle. La estábamos esperando. Yo se las llevo.

Antes de que pueda hacerme de rogar, ha trasladado todas mis cosas a un carrito de equipaje y las ha depositado, junto conmigo, en un ascensor más grande que mi cuarto de baño de Los Ángeles.

El botón ya está pulsado.

Solo hay dos pisos en esa planta y yo estoy a punto de pasar el verano en uno de ellos.

Desbloqueo la puerta con el teléfono, y ya sé que antes o después me quedaré fuera porque se me da fatal eso de cargar los dispositivos, y encima tropiezo al entrar. Los techos tienen seis metros de altura. Los ventanales abarcan toda la pared del fondo y muestran una perspectiva de la ciudad que nunca había contemplado. Las vistas son inmensas, sin obstáculos y muy por encima de los edificios que normalmente te impedirían avistar el perfil del horizonte.

Esto es de locos.

Todo es relativo. Pensamos en las cosas comparándolas con otras. Lo aprendí en la clase de marketing a la que Penelope me arrastró en la facultad. Veinticinco dólares es mucho por una comida, pero no por un vestido. Dos mil dólares es un montón de dinero para una boda, pero no para una casa.

Este piso sería enorme aun si albergara unas oficinas o un restaurante.

Es inmenso para ser una casa y punto, y es aún más inmenso para ser una casa en el centro de Manhattan.

Mi equipaje ocupaba una parte considerable del apartamento que acabo de abandonar. Pero, en este salón gigantesco, solo es un patético montoncito de maletas.

«¿Quién necesita tanto espacio?», me pregunto mientras me interno en la habitación sintiéndome más y más pequeña con cada paso.

No es práctico. Haría falta un ejército de Roombas para mantener limpia esta única sala. Aunque espero que esa responsabilidad no recaiga en mí.

Cuidar de la casa durante las reformas. Eso es todo. No accedí a nada más.

Hago unos giros de hombros para relajarlos y, agachándome con un crujido impresionante —y preocupante para una persona de veintisiete años—, cojo el portátil, que asoma de mi bolso igual que asomaría una barra de pan si esto fuera una película de Netflix ambientada en París. Pero yo no estoy en París.

Ni en una película.

Solo estoy escribiendo el guion de una.

Hay una página en blanco ante mí y yo intento rellenarla. Mis dedos, fatigados por el vuelo, están haciendo horas extras con la esperanza de que aparezcan las palabras: pequeñas observaciones, ideas incipientes, semillas que espero que estallen en palomitas dignas de una película. Todo sobre una ciudad que detesto. Una ciudad que apesta aún más de lo que recordaba.

En el momento más inoportuno, suena mi móvil y yo inspiro hondo antes de convertir mi enfado en un saludo medio agradable.

—Hola, Sarah.

—¡Elle! Pasándolo en grande en la ciudad, ¿eh? ¿Cómo va de momento?

Miro la hora en el horno.

—Hum… Llevo aquí dos horas.

Y una la he pasado en un Uber que olía como si hubiera un sándwich pudriéndose debajo del asiento.

Se ríe y lanza un suspiro nostálgico.

—De todas formas…, Nueva York es como ponerse un jersey, ¿verdad? Reconfortante y perfecto a más no poder.

—Estamos a treinta y tres grados y medio.

Sarah vuelve a reírse como si yo fuera la más graciosa de sus clientas y no una guionista que tiene la norma estricta de no escribir comedia. Luego va directa al grano.

—¿Y qué…? ¿Ya se te ha ocurrido alguna idea?

Parpadeo y estoy a punto de repetir: «Solo llevo aquí dos horas», pero Sarah es una de las agentes más importantes de la Agencia de Artistas Creativos e, igual que tengo una regla para la comedia, también tengo la norma estricta de no ser una artista que se muere de hambre.

—Todavía no —le digo, y me vuelvo a mirar la ciudad en cuestión a través de los inmensos ventanales—. Pero… la inspiración llegará. Siempre llega.

—Siempre —enfatiza Sarah, y se me cae el alma a los pies.

Porque llevo un año sin escribir nada relevante y ella no tiene ni idea.

Porque solo tengo tres meses para escribir un guion que podría cambiarme la vida.

Porque en teoría tengo que ambientarlo en una ciudad que no soporto. Una ciudad de la que creía que había escapado.

Se despide y… café, necesito un café. Exactamente por lo contrario por lo que la gente suele necesitarlo.

Me hace falta para relajarme.

Me obligo a llevarme el portátil por si me inspiro de camino a la cafetería Blue Bottle más cercana y salgo del piso sin cambiarme, aunque estoy hecha unos zorros.

A decir verdad, prefiero ir por ahí hecha unos zorros cuando estoy en Nueva York. Ni una sola vez me han silbado por la calle yendo en chándal, ni un solo camarero me ha comido la oreja ni me han mirado con deseo. Y eso es lo que quiero. Las pocas veces que he tenido que entrar en una tienda yendo arreglada, después de una comida o de una reunión, me han tratado como si fuera un personaje importante, una estrella de la tele o una modelo de Instagram. Los mares de Nueva York se dividían ante mí: de repente todo el mundo me cedía el paso. El tipo de la charcutería, que había sido claramente grosero conmigo en todas las ocasiones anteriores, ni siquiera me reconoció al verme con falda y me obligó a quitarme los auriculares un montón de veces para decir: «¿Qué?» porque intentaba entablar una conversación conmigo. He llegado a la conclusión de que ni siquiera guarda relación con estar guapa porque hay miles de chicas en Nueva York más atractivas que yo. Es casi como si los hombres vieran a una mujer arreglada y de inmediato pensaran que se ha acicalado para ellos.

La ciudad ha cambiado en dos años. Cafeterías pintadas de colores pastel con wifi gratuito han reemplazado a algunas tiendas. Ahora los bares, al parecer, tienen terrazas. No reconozco los nombres de ninguno de los locales de comida rápida saludable, que seguramente desaparecerán dentro de unos meses sustituidos por otro concepto, y luego otro y otro, como tendencias que se reencarnan una y otra vez.

Soy quisquillosa con las cafeterías.

Normalmente mis preferencias no tienen nada que ver con el café (aunque un expreso suave suma puntos), sino con cosas en las que pocas personas se fijan.

Las tazas: me gusta que la funda del envase sea firme. Me gustan las tapas con una parte extraíble que cubre la boquilla y que tiene consistencia, como si la bebida llevara un sombrerito, y que la boquilla no se arrugue bajo mis labios cuando bebo ni se hunda.

El local: me gustan las mesas tan minúsculas como para que nadie intente compartirlas conmigo, pero lo bastante grandes para que quepan mi portátil, la bebida y el inevitable dulce.

La bollería: me gustan las pastas de panificadoras que no abastecen también a las grandes cadenas. Me gusta la variedad. Un dónut relleno de crema. Una magdalena de sabor ambiguo. Un cruasán enorme, que se desmigue, en forma de cangrejo.

Los extras: una tostada recién hecha. Bagels. Granola y yogur.

Podría pasarme la vida entera en una buena cafetería solo con el bolso y el portátil. Poder trabajar allí dentro es todo un lujo, una costumbre que adquirí en la universidad y que he conservado. Una de las cosas que más disfruto de mi trabajo es entrar y salir de cafeterías que puedo usar como oficinas.

Sigo sin reconocer los nombres de ninguno de los locales, así que evalúo su esencia a partir de la gente que veo dentro.

La de color rosa claro tiene la palabra «matcha» en el nombre y una cola de aspirantes a influencers esperando a hacerse fotos ante un pequeño mural que incluye las palabras «café» y ¿«alas»? Paso.

¿El cuchitril lleno de tipos trajeados que parecen sacados de Wall Street y que sirve el café en tazas desechables de los hipermercados Costco? No, gracias.

Al final, llego frente a una puerta de madera con aspecto deteriorado. Las ventanas están ligeramente veladas. Habría tomado el local por un bar cutre si no hubiera visto a una mujer con un aspecto parecido al mío —pelo recogido con descuido, chándal, auriculares, portátil bajo el brazo— salir mientras se comía la crème de la crème de los cruasanes de cafetería: de almendras y cubierto de azúcar glas.

Hoy es uno de esos días que quisiera olvidar, pero nada más entrar en este local me siento… en paz. Huele a café, a crema y a azúcar en un té perfectamente infusionado. Hay una decena de mesas repartidas por una sala de techos altos, con un tragaluz, e incluso sofás y un expositor para pastas.

Me siento como en casa. Acabo de encontrar la cafetería que va a ser mi favorita durante los próximos tres meses y espero que no acaben prohibiéndome la entrada al local por lo mucho que voy a monopolizar una de sus mesas.

Durante unas horas, empiezo a pensar que quizá haber vuelto a Nueva York no haya sido tan mala idea. Hay un montón de cafeterías para escoger.

No escribo mientras estoy sentada a mi nueva mesa favorita, sino que leo mis correos electrónicos y repaso mi lista de tareas pendientes; cualquier cosa menos escribir. Y todo empieza a tener buena pinta.

Hasta que me marcho, cargada de café y de dulces, casi teniendo la sensación de que yo misma soy un café con leche, y empieza a llover.

Al principio solo es llovizna. Apuro el paso. No es nada preocupante, solo un poco de agua en mi bollo y algunas salpicaduras en la capucha de la sudadera.

Luego, de golpe y porrazo, la llovizna se convierte en un chaparrón, que me empapa de pies a cabeza.

Igual que una madre que piensa en su hijo antes que nada, yo solo puedo pensar en mi querido portátil y sin perder un instante me lo meto debajo de la ropa y lo protejo con mi vida.

Echo a correr y casi pierdo un ojo en el mar de paraguas mientras la lluvia me azota la cabeza con tanta saña que mi bonito coletero de seda sucumbe a la tormenta y cae, y acabo con la melena suelta y mojada pegada a las mejillas.

Estoy tan empapada que, cuando llego al vestíbulo del edificio, el portero no quiere abrirme. Justo cuando estoy a punto de golpear el cristal con la mano, me reconoce y esta vez sí que hace un gesto de dolor mientras recorro el suelo de mármol chapaleando con cada paso.

Tengo el pelo en toda la cara, el portátil bien sujeto contra la barriga y ni siquiera soy consciente de que hay alguien completamente seco en el ascensor conmigo… hasta que alargamos la mano a un tiempo para pulsar el mismo botón y nuestros dedos se rozan.

Nos volvemos para mirarnos y yo por poco culmino el proceso de convertirme en un charco.

Es él.

El tipo de la revista. El tipo de las noticias.

El tipo con el que me lie en el hueco de una escalera no muy lejos de este mismo ascensor.

El Soltero Milmillonario.

Parker Warren.

Aparto la vista tan deprisa que estoy segura de que no me ha visto la cara. Tampoco es que fuera a reconocerme si la viera. De creer lo que dice la prensa, debe de haberse liado con cientos de chicas desde aquella noche. Prácticamente vive en la portada de Daily Mail, a juzgar por la cantidad de artículos que publican sobre él y sus ligues.

Pulsa el botón de nuestra planta y el suelo empieza a desplazarse. O puede que sea yo, que estoy a punto de desmayarme.

¿Qué hace aquí, en este edificio?

¿Subiendo a mi planta?

He soñado más veces de las que me atrevería a reconocer que volvía a encontrarme con él, y le echaba en cara hasta qué punto se equivocó conmigo, quizá blandiendo un Oscar al mejor guion original.

En mi sueño yo no tenía el aspecto de un mocho.

El ascensor se detiene y yo salgo disparada hacia mi piso con la cabeza gacha. Me doy tanta prisa que estoy dentro antes de que él haya puesto el pie en el rellano.

Apoyada contra la parte interior de la puerta, respirando con dificultad y empapando el entarimado de madera importada, oigo abrirse la puerta de la segunda vivienda de la planta… y luego cerrarse.

Es mi vecino.

«¿Querías una escena de cine? Pues ya la tienes», pienso.

Solo que esto es una película de terror.

4

—En otra vida debí de hacerle a alguien magia negra —le digo a Penelope por teléfono.

Está demasiado ocupada partiéndose de risa como para articular una frase inteligible. Empieza una y otra vez antes de emitir un sonido que a ratos recuerda a alguien que se ahoga en tierra firme y a ratos, a las carcajadas de una bruja, y yo solo sigo esperando porque no quiero experimentar a solas un pánico como este.

—Tú… Estaba… En la misma planta…

Cuando por fin se serena, suspira.

—Caramba, Elle. El karma no es tu novio.

—¿Acabas de citar a Taylor Swift?

—Claro que sí. —Tararea—. Bueno, ¿y sigue siendo guapo a rabiar?

«Sí». Todavía parece un modelo o un deportista profesional, no un genio de la tecnología de veintinueve años que ha puesto patas arriba la industria y acaba de protagonizar una salida a bolsa de miles de millones. No me extraña que los medios estén tan fascinados con él y que le hayan dedicado desde un artículo de portada en Forbes hasta un reportaje a fondo en Cosmo acerca de por qué nunca ha tenido una relación seria.

—No tanto —le digo con la esperanza de que, la próxima vez que lo vea, el karma ya sea mi novio (no, mi prometido), y Parker Warren haya envejecido cuarenta años y perdido todo el pelo.

Penelope hace un ruidito de impaciencia.

—Si no te conociera desde hace casi diez años, puede que te creyese.

—Si no te conociera desde hace casi diez años, te habría colgado cuando llevabas treinta segundos ahogándote de la risa como una bruja.

Eso le arranca aún más carcajadas. Y la verdad es que sí que parece una bruja que se estuviera ahogando.

Penelope fue lo mejor que me ofreció Columbia y seguramente la razón por la que me gradué. Después de tomarme un semestre libre por razones personales, me planteé la idea de… sencillamente no volver a Nueva York. Fue ella la que cruzó el país en avión para venir a California, hizo mi equipaje y me obligó a regresar con ella.

Así que le perdono las risas porque me encantan, aunque no se lo reconocería ni bajo tortura.

Es curioso cómo se las arregla el amor para teñir de mi color favorito cosas que normalmente me reventarían.

—Penelope —le digo en tono monocorde.

Deja de reírse de inmediato porque sabe muy bien que cuando uso su nombre completo, las cuatro sílabas, es porque me he puesto seria.

—¿Qué voy a hacer?

Suspira.

—Nada, guapa. Vivís en la misma planta, pero las dos sabemos que eres una ermitaña. Solo sales de casa para mantener en funcionamiento el negocio de la cafetería más cercana, así que seguramente no te lo volverás a encontrar. Y si te lo encuentras… finge que no te acuerdas de él. —Guarda silencio un momento—. ¿Puedo ser sincera?

—Siempre lo eres.

A veces hasta extremos brutales.

—Elle, es probable que ni se acuerde de ti.

Y entonces la noto: una aguja que me pincha los pulmones y que me hace sentir aún más ridícula por experimentar este odio exagerado por un hombre que es prácticamente un desconocido.

Si exploro el sentimiento —algo que he hecho con mi psicóloga, con frecuencia— sé que esto me pasa porque ese hombre representa todo lo que detesto. Me juzgó por mi apariencia, como si yo no pudiera ser también una persona de éxito, como si necesitara depender de un hombre y como si fuera una lujuriosa cazafortunas.

¿Se le pasó por la cabeza que yo podía ser una guionista brillante que, la noche antes de conocernos, había firmado un contrato por una película que acabó recaudando más de quinientos millones de dólares?

No. Me vio y dio por hecho que buscaba su dinero.

Puede que no me hubiera molestado tanto si mi madre no me hubiera educado para que defendiera mi independencia con uñas y dientes. Si mi madre no hubiera compaginado dos empleos mientras se sacaba el máster para que mi hermana pequeña y yo siguiéramos estudiando en un buen colegio después de que mi padre se marchara. Si no me hubi

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