Tras la puerta

Freida McFadden

Fragmento

Prólogo

1

Alguien me observa.

Lo noto. Aunque es ilógico pensar que es posible percibir la mirada de otra persona en el cogote, por alguna razón eso es justo lo que siento ahora mismo. Es un hormigueo que me nace en el cuero cabelludo y desciende poco a poco hasta la base del cuello antes de escurrirse por la columna.

He venido sola a este bar. Me gusta estar sola; me ha gustado toda la vida. Siempre que puedo, elijo mi propia compañía. Incluso cuando voy a un restaurante y me encuentro en medio del murmullo de las conversaciones de otras personas, prefiero estar sentada sin nadie más.

Tengo delante mi bebida favorita: un old fashioned. En las noches en que no me apetece irme directamente a casa, vengo a Christopher’s. Es un garito oscuro, ideal para pasar desapercibida, con las superficies de la barra impregnadas de olor a tabaco. Además, suele haber poca gente, y los camareros no están nada mal. A veces me retiro a un reservado, pero esta noche estoy sentada a la barra, con los ojos clavados en mi copa, contemplando cómo el cubito solitario se derrite mientras el hormigueo en el cogote se intensifica.

Al fondo, oigo vagamente el ruido del televisor a todo volumen. Casi siempre tienen puesto algún partido, pero esta noche están dando un concurso. El rostro del presentador ocupa toda la pantalla mientras lee la pregunta en una tarjeta que sostiene ante sí.

«¿Qué amigo de Charles de Gaulle fue primer ministro de Francia durante buena parte de la década de 1960?».

Me giro de golpe para pillar in fraganti a quien sea que me esté observando. No hay suerte. Tengo algunas personas detrás, pero ninguna de ellas me mira, al menos en este preciso instante.

Lo más probable es que me esté preocupando sin motivo. Debe de ser un hombre que está pensando en invitarme a una copa, o algún compañero de trabajo que me ha reconocido.

No tiene por qué tratarse de alguien que sabe quién soy en realidad. Eso nunca pasa. Seguramente estoy paranoica porque se cumplen veintiséis años del día en que me cambió la vida por completo.

El día que descubrieron lo que había en nuestro sótano.

—¿Todo bien, Doc? —El barman está inclinado hacia mí, con los musculosos antebrazos apoyados en la superficie ligeramente pegajosa de la encimera. Es nuevo; solo lo he visto un puñado de veces. Parece un poco mayor que el anterior, de unos treinta y cinco años, como yo.

Me tiro del cuello del pijama sanitario verde. El barman me puso el mote de «Doc» por la ropa. De hecho, no se equivoca: estoy especializada en cirugía general. Como soy mujer, la mayoría de la gente que me ve con el uniforme me toma por una enfermera, pero él adivinó que era médica.

Si mi padre lo supiera, sin duda se sentiría orgulloso. No sé si es capaz de experimentar muchos sentimientos o emociones, pero el orgullo desde luego es uno de ellos; eso quedó claro durante el juicio. Él mismo había querido ser cirujano, pero no alcanzó las notas necesarias para ingresar en la facultad. A lo mejor, si lo hubiera conseguido, no habría acabado haciendo lo que hizo.

—Sí, bien. —Deslizo el dedo por el borde de mi vaso—. Todo bien.

Arquea la ceja.

—¿Qué me dices del cóctel? ¿Qué tal me ha salido?

—Está bueno.

Me he quedado corta. Le ha salido perfecto. Lo he visto colocar el terrón en el fondo del vaso en vez de vaciar un sobrecito de azúcar en la bebida, como hacen otros bármanes. Ha añadido la cantidad justa de angostura, y no ha hecho falta que le indique que no le ponga agua de soda.

—Si te digo la verdad —comenta—, no me esperaba que fueras a pedirme un old fashioned. No pareces ese tipo de persona.

—Hum —digo, mostrando el menor interés posible para que se vaya y me deje en paz. No debería haberme sentado aquí, aunque lo cierto es que los camareros de este lugar no suelen ser tan parlanchines.

Me desarma con una sonrisa.

—Creía que pedirías un cosmopolitan, un spritzer de limón o algo por el estilo.

Me muerdo la mejilla por dentro para no responder. Me encantan los old fashioned. Es mi bebida preferida desde que tenía veintiún años, o quizá desde un poco antes, si he de ser sincera. Son turbios, fuertes, un poco dulces y un poco amargos. Bebo un sorbo mientras mi irritación por su insistencia en charlar conmigo se evapora.

—En fin —dice lanzándome una última mirada—. Si se te ofrece algo más, me avisas.

Miro cómo se aleja. Durante una fracción de segundo, me doy el capricho de admirar los afinados músculos que se le marcan bajo la camiseta. Desprende un atractivo poco amenazador, con el cabello castaño claro y unos ojos marrones de mirada tierna. Tiene una sombra en las mejillas que no llega a la categoría de barba. Por su falta de rasgos distintivos, es esa clase de tío que costaría identificar en una rueda de reconocimiento. Un poco como mi padre.

Cuento con los dedos los meses que hace que no me llevo a un hombre a casa. Luego me pongo a contar los años. De hecho, es posible que estemos hablando más bien de décadas. He perdido la cuenta, lo que resulta bastante inquietante de por sí.

Sin embargo, no estoy interesada en enrollarme con el barman buenorro ni con nadie. Hace mucho, decidí que las relaciones ya no formarían parte de mi vida. Durante un tiempo, esta decisión me deprimía, pero ya tengo asumido que es lo mejor.

Cojo mi vaso de nuevo y hago girar el líquido en su interior. Aún noto el cosquilleo en la nuca, como si alguien me observara, pero tal vez no sea verdad. A lo mejor todo está en mi cabeza.

Veintiséis años. No puedo creer que haya pasado tanto tiempo.

El presentador del concurso de la tele interrumpe mis pensamientos y hace que aparte la vista de mi bebida.

«¿Cómo se llamaba el asesino en serie conocido como el Manitas?».

El barman se vuelve un momento hacia la pantalla.

—Aaron Nierling —dice sin pensarlo dos veces.

Esta noche han hecho una pregunta sobre mi padre en un concurso televisivo. Quizá se deba a que es el aniversario de su detención, pero lo más probable es que se trate de una casualidad. Da igual cuántos años pasen; la gente jamás olvidará lo que hizo. Me pregunto si estará viendo el programa. Le gustaban los concursos. ¿Le dejarán ver la tele ahí dentro? No tengo claro qué está permitido en la cárcel y qué no. No he hablado con él desde que la policía se lo llevó.

Y eso que me escribe una carta cada semana.

Ahuyento de mi mente los pensamientos sobre mi padre mientras bebo mi cóctel con tragos cortos, dejando que me inunde esa sensación agradable y cálida. El barman, en la otra punta de la barra, está pasando un trapo por la encimera, contrayendo los músculos bajo la camiseta. Hace una breve pausa para mirarme… y me guiña el ojo.

Hum. Tal vez mi abstinencia autoimpuesta no sea tan buena idea. ¿En qué me perjudicaría pasarlo bien una noche, vestirme con algo que no fuera el pijama quirúrgico o soltarme el pelo en vez de llevarlo recogido en un moño tan apretado que arranca gritos de dolor a mis folículos capilares?

—¿Doctora Davis? ¿Es usted?

En cuanto oigo la voz a mi espalda, la sensación agradable y cálida provocada por el whisky se esfuma. El instinto no me ha fallado: alguien me estaba mirando. Ojalá me hubiera equivocado por una vez. Solo quería un poco de tranquilidad esta noche.

Durante dos segundos largos, acaricio la posibilidad de no girarme, de fingir que no soy la doctora Nora Davis, sino otra mujer con uniforme sanitario verde que casualmente se parece mucho a la doctora Davis.

Al menos no me ha llamado Nora Nierling. Hace mucho, mucho tiempo que nadie me llama así. Y procuraré que eso no cambie.

El hombre que está de pie detrás de mí es un cincuentón bajo y fornido. Lo identifico enseguida como un paciente. Aunque no me viene a la memoria su nombre, me acuerdo de todo lo demás. Ingresó en el hospital con fiebre y dolor abdominal. Se le diagnosticó una colecistitis, infección de la vesícula biliar. Intentamos realizar una extracción laparoscópica con la ayuda de cámaras, pero a media intervención tuve que pasar a cirugía abierta. Por eso sé que, si le levantara la camisa por encima del voluminoso vientre, vería una cicatriz oblicua en el cuadrante superior derecho del abdomen. Una cicatriz ya madura, sin duda.

—¡Doctora Davis! —El hombre me dedica una gran sonrisa de dientes amarillos, algunos de ellos podridos—. La estaba mirando desde allí y no estaba seguro, pero… Ya veo que sí que es usted. Vaya, no me esperaba encontrármela en un sitio así.

«¿Qué hace una chica maja como tú en un lugar como este?». Por lo menos no ha hecho comentarios sobre mi old fashioned.

—Ya, bueno… —murmuro.

Ojalá me dijera cómo se llama. Me siento en clara desventaja. Tengo una memoria excelente para muchas cosas —podría dibujar con los ojos cerrados todos los vasos sanguíneos que irrigan la cavidad abdominal—, pero los nombres de la gente no son una de ellas. Por más que escarbo en las profundidades de mi cerebro, no me viene nada.

—¡Oye, jefe! —le grita el hombre al barman—. ¡La copa de la doctora Davis corre de mi cuenta! ¡Esta mujer me salvó la vida!

—No hace falta —balbuceo, pero es demasiado tarde. El paciente sin nombre ya se está poniendo cómodo en un taburete junto a mí, a pesar de que mi cara sin maquillar y el uniforme que me queda casi como un saco de patatas no invitan precisamente a hacerme compañía.

—¡Ella me hizo esto! —anuncia, alzándose el faldón de la camisa. Bajo el vello oscuro y apelmazado que le cubre el abdomen, se alcanza a entrever la tenue señal del corte que le practiqué. Coincide con todo lo que recuerdo—. ¿A que es un trabajo de primera?

Esbozo una sonrisa.

—Es usted una auténtica heroína, doctora Davis —dice—. Yo es que estaba muy enfermo, ¿sabéis? Y…

A continuación, se pone a contarle a todo aquel que esté lo bastante cerca para oírlo la historia de cómo le salvé la vida. Creo que esto es discutible. Sí, yo le extirpé la vesícula infectada, pero podría alegarse que tal vez también lo habría curado un tratamiento con antibióticos intravenosos y un drenaje guiado por radiología intervencionista. No es necesariamente cierto que yo le salvara la vida.

Sin embargo, cualquiera convence a este hombre de lo contrario. Además, es cierto que llevé a cabo la operación con éxito, que él se recuperó del todo y que se le ve bastante sano, salvo por la dentadura.

—Impresionante —comenta el barman cuando el paciente anónimo concluye el relato de mi hazaña. Una sonrisa socarrona le baila en los labios—. Eres una fenómena, Doc.

—Sí, bueno… —Apuro el vaso de old fashioned—. Es mi trabajo.

Me levanto del taburete con piernas vacilantes. A un observador externo le daría la impresión de que he bebido demasiado para conducir. Pero la razón por la que me tambaleo no tiene nada que ver con el alcohol.

Hoy hace veintiséis años. A veces me parece que fue ayer.

—Me voy a ir —digo, dirigiéndole una sonrisa cortés a mi expaciente—. Gracias por la copa.

—Ah. —Al hombre se le pone la cara larga, como si esperara que me quedara otra hora para hablar de su vesícula infectada—. ¿De verdad se marcha?

—Sí, lo siento.

—Pero… —Echa un vistazo a mi vaso vacío y tamborilea en la barra con los dedos rechonchos—. Quería invitarla a otra copa. Y tal vez también a cenar. Ya sabe, como muestra de agradecimiento.

De pronto me viene a la mente otro detalle sobre este hombre. Cuando me dio las gracias durante su visita de seguimiento, me posó la mano en la rodilla y me dio un apretón antes de que me apartara. «Ha realizado usted un excelente trabajo, doctora Davis». Con razón no me acuerdo de su puñetero nombre.

—No es necesario —digo—. Ya me pagó su compañía de seguros.

Se rasca el cuello, una pequeña zona enrojecida a causa de la irritación por el afeitado. Intenta resucitar su sonrisa.

—Vamos, doctora Davis… Nora. Una mujer guapa como tú no debería estar sola en un bar.

La sonrisa cortés se desvanece de mis labios.

—Estoy bien, muchas gracias.

—Venga. —Me guiña el ojo. Me fijo en que uno de sus incisivos podridos es de un color marrón oscuro, casi negro—. Será divertido. Te mereces pasar una noche agradable.

—Sí, me lo merezco. —Me cuelgo el bolso del hombro—. Por eso me voy a casa.

—Piénsatelo bien. —Intenta agarrarme del brazo, pero me suelto con un movimiento brusco—. Lo pasarías bien conmigo, Nora.

—Lo dudo mucho.

Todo rastro de afecto desaparece de su rostro. Me mira con los ojos entrecerrados.

—Ah, ya lo pillo. Eres demasiado buena para charlar cinco minutos con uno de tus pacientes.

Mis dedos aferran con fuerza la correa del bolso. Vaya, qué rápido se ha ido de madre la cosa. Tengo que decirle a Harper que se asegure de que este hombre no vuelva a pisar el consultorio. Ah, no, no puedo. Sigo sin saber cómo se llama.

—Perdona. —La voz severa del barman interrumpe nuestra discusión—. Doc, ¿te está molestando este señor?

Henry Callahan. El nombre acude a mi memoria con la fuerza de una patada en la boca. Exhalo un suspiro de alivio.

Callahan se vuelve hacia el barman y toma nota de su estatura, así como de sus bíceps y los músculos de sus antebrazos. Frunce el ceño.

—No, ya me iba.

—Mejor.

Callahan me propina un empujón en el hombro al pasar por mi lado mientras trastabilla hacia la puerta. Me pregunto cuántas copas se habrá tomado antes de abordarme. Seguramente demasiadas. A saber si por la mañana se acordará siquiera de todo esto.

Henry Callahan. Se lo diré a Harper mañana a primera hora. Ese hombre ya no es bienvenido en mi consulta.

Echo otra ojeada a mi vaso vacío. Por lo visto Henry no me ha invitado a esa copa, después de todo. Llevo la mano a mi bolso para sacar la cartera, pero el barman niega con la cabeza.

—Invita la casa —dice.

—Quiero pagarla —contesto, adelantando el mentón.

—Pues yo quiero invitar a la mujer que le salvó la vida a un tío.

El barman posa en mí los ojos marrones de mirada tierna. Su expresión me resulta extrañamente familiar. ¿Lo he visto antes en algún sitio?

Escudriño sus facciones, de un atractivo genérico, intentando recordar de qué me suena. No puede tratarse de un paciente; es mucho más joven que la mayoría de las personas a las que atiendo, y se me quedan grabados todos los que pasan por mi quirófano, como Henry Callahan, aunque me haya costado un poco acordarme de su nombre.

«¿Nos conocemos?». Tengo la pregunta en la punta de la lengua, pero no se la hago. Debo de estar confundida. Ha sido una noche extraña, como mínimo, y nada me apetece más que irme a casa.

—Está bien —digo al fin—. Gracias por la copa.

Ladea la cabeza.

—¿Te vas tranquila? ¿Quieres que te acompañe hasta tu coche?

—No te preocupes —respondo.

Vuelvo la vista hacia el aparcamiento del bar. Mi coche está bajo una farola, a solo un tiro de piedra de aquí. Veo a Henry Callahan subir a su vehículo, un Dodge azul pequeño con una abolladura enorme en el parachoques trasero. Se me relajan los hombros mientras observo cómo arranca y se aleja.

Aunque el hormigueo en el cogote se me ha pasado, ha cedido el paso a una ligera sensación de malestar. Me esfuerzo por aplacarla. No estoy preocupada por Henry Callahan. Después de todo lo que he visto en la vida, pocas cosas me afectan.

Aun así, me quedo unos minutos más en el bar, solo para asegurarme de que no va a volver.

2

Mi coche es un Toyota Camry verde oscuro, un vehículo práctico, de un color poco llamativo, sin un solo arañazo o muesca. El doctor Philip Corey, mi socio del consultorio, se compró un Tesla rojo el año pasado. Cuando me referí a él como su «crisis de la mediana edad con ruedas», se limitó a guiñarme un ojo. Le encanta salir a la autopista con ese Tesla y pisarle a fondo. Subir a un coche conducido por Philip es jugarse la vida.

Yo no atravieso una crisis de la mediana edad. Solo necesitaba un vehículo seguro para desplazarme del punto A al punto B de la manera más discreta posible.

Reina un silencio casi absoluto en el aparcamiento de Chris­topher’s cuando me acomodo tras el volante de mi Camry. En cuanto enciendo el motor, la música clásica inunda la cabina. Se trata del Nocturno en do sostenido menor de Chopin. Antes tocaba el piano y me aprendí esta pieza para interpretarla en un concierto en el instituto. Tengo la sensación de que ha pasado una eternidad. Hace por lo menos una década que no pongo un dedo sobre una tecla de piano.

Cuando enfilo la calle, todo está tranquilo, como es habitual las noches de entre semana. Acelero poco a poco y, como de costumbre, me dirijo hacia casa por carreteras secundarias.

Cuando llevo conduciendo un par de minutos, veo unos faros por el retrovisor.

No es necesariamente algo malo. Sí, tengo un coche detrás. ¿Y qué? Pero el caso es que normalmente soy la única que circula por aquí a estas horas. Casi siempre estamos solo las estrellas y yo. Y a veces la luna, según la época del mes.

Además, el coche se me está acercando demasiado. Supero en por lo menos quince kilómetros por hora el límite de velocidad de esta pequeña carretera, y los faros deben de estar a menos de dos coches de distancia. Si freno en seco, seguro que me da por detrás.

Sospecho que me está siguiendo, pero solo hay un modo de comprobarlo.

La carretera se bifurca un poco más adelante. Pongo el intermitente izquierdo. Cuando llego a la bifurcación, empiezo a girar a la izquierda, pero en el último momento doy un volantazo a la derecha.

No despego los ojos del retrovisor. Observo que los faros que tengo detrás comienzan a desplazarse a la izquierda antes de girar de golpe hacia el ramal izquierdo de la bifurcación mientras yo me alejo por la derecha. De repente, el otro coche derrapa hasta detenerse. Después de dar marcha atrás, tuerce a la derecha en la bifurcación.

Inspiro con brusquedad, apretando el volante con las manos. Confirmado: el otro vehículo me está siguiendo. Ese hijo de puta quiere algo de mí.

Mientras medito mi siguiente paso, me pasa por la cabeza un pensamiento fugaz. Es algo que suelo preguntarme cuando me encuentro en una situación difícil: «¿Qué haría mi padre?».

Siempre me asalta esa reflexión, por más que intento evitarlo. No quiero saber cómo reaccionaría mi padre. Y, desde luego, no quiero hacer lo mismo que haría él. Después de todo, está cumpliendo dieciocho cadenas perpetuas. No es precisamente algo a lo que yo aspire.

Tengo el teléfono en el bolsillo, conectado por bluetooth. Debería llamar a la policía, darles mi ubicación y decirles que me viene siguiendo un coche. Pero tampoco hago eso.

En la siguiente esquina, por lo general doblo a la derecha para ir a casa. Ahora, en cambio, tuerzo a la izquierda. El coche que tengo detrás gira también. El resplandor de los faros inunda la cabina conforme el otro vehículo gana terreno poco a poco. Ya ni siquiera intenta disimular el hecho de que me está siguiendo. La distancia de dos coches se ha reducido a uno solo. Viene pegado a mí.

Hasta que diviso más adelante mi destino: la comisaría local.

Entro en el aparcamiento del edificio. Mantengo los ojos fijos en el retrovisor para ver si el conductor tiene las narices de seguirme hasta el estacionamiento de la comisaría. Sin embargo, los faros desaparecen de mi espejo, tal como me imaginaba. Cuando aparco, veo que el coche que me seguía pasa de largo.

Es un Dodge azul con el parachoques trasero abollado.

Me quedo diez minutos en el aparcamiento de la comisaría, vigilando la carretera para asegurarme de que el coche sospechoso no regrese. Tampoco es que me sienta muy a gusto aquí. Recuerdo mi primera visita a una comisaría. Tenía diez años. Habían detenido a mi padre. La policía me hizo un montón de preguntas.

«Nora, ¿desde cuándo tiene tu padre un taller en el sótano?».

«Nora, ¿tu madre bajaba ahí alguna vez?».

«Nora, ¿hay otros escondites secretos en tu casa?».

Tal vez otra mujer habría entrado en la comisaría, pedido que la escoltaran a casa y denunciado a Henry Callahan por seguirla. Pero a mí no me serviría de nada. Además, la mera idea de poner un pie en una comisaría me produce náuseas. Después de todo lo que tuve que soportar entonces, no quiero volver a pisar uno de esos lugares en la vida.

Al fin y al cabo, una simple comprobación de antecedentes les revelaría exactamente quién soy. Y eso prefiero evitarlo.

Transcurridos los diez minutos, estoy bastante convencida de que Callahan se ha ido de verdad. En efecto, cuando salgo de nuevo a la carretera, la encuentro tan tranquila y vacía como de costumbre. Tardo quince minutos más en llegar a mi acogedora casa de dos plantas en Mountain View. Aunque, según los de la inmobiliaria, era ideal para una familia pequeña, yo vivo ahí sola. Hubo un tiempo en el que creí que tal vez no sería siempre así, pero, en retrospectiva, queda claro que me equivocaba.

Hay dos dormitorios en el piso de arriba. Uso el segundo como despacho y a veces como cuarto de invitados. La lavadora y la secadora están en el sótano. Cuando Philip me hizo una visita poco después de que comprara la casa, arrugó la nariz y comentó que podía permitirme algo mejor. Sí, podía, pero estoy bien aquí. ¿Qué diablos iba a hacer yo con un casoplón de cinco dormitorios para mí sola? No es que vaya a tener alguna vez hijos para llenar esas habitaciones.

Accedo por la entrada del garaje. La puerta se cierra detrás de mí con un golpe retumbante y, cuando el eco se apaga, me rodea un silencio sepulcral. Me quedo ahí de pie, con las llaves en la mano derecha.

—¡Cariño, ya estoy en casa! —grito.

Tiene gracia porque, bueno, vivo sola.

Permanezco inmóvil unos instantes, escuchando como resuenan mis palabras en aquel espacio. A veces me da mal rollo llegar a una casa vacía. Si alguien se hubiera colado y estuviera aquí, esperándome, ¿quién se enteraría?

Por otro lado, es un barrio seguro. No suelo preocuparme por estas cosas.

Me muero de hambre. Si no hubiera tenido que lidiar con el intento de Henry Callahan de darme un susto, me habría pasado por el In-N-Out Burger de camino a casa, como parte de mi empeño por palmarla de un infarto antes de cumplir los cincuenta. Pero he perdido la oportunidad, así que me dirijo a la cocina a ver qué hay en el congelador. Necesito comer algo que absorba parte del whisky. Y luego tal vez más whisky, para que absorba parte de la comida.

No, realmente no debería. Es tarde, y tengo que levantarme de madrugada para operar por la mañana. Por lo general, no necesito muchas horas de sueño, pero empiezan a pesarme los párpados.

Cuando abro el armario de la cocina, oigo un golpe sordo. Y luego otro.

Alguien intenta entrar por la puerta de atrás.

¡Bum!

Me he quedado por lo menos diez minutos esperando frente a la comisaría. Henry Callahan se había largado. No me ha seguido hasta aquí; de eso estoy segura. He estado mirando todo el rato por el retrovisor y no había ningún vehículo detrás de mí. Lo habría visto, aunque tuviera las luces apagadas. Soy muy observadora.

Vuelvo los ojos hacia la ventana, pero al otro lado no vislumbro más que oscuridad. Ahí no hay nadie.

Como ya he dicho, vivo en una zona muy segura. Todos mis vecinos son profesionales con un futuro prometedor y en su mayoría con una familia recién formada. En realidad, nada de eso me consta, pues no he tenido ocasión de conocer a ninguno. No me sé el nombre de nadie que viva en un radio de un kilómetro de mi casa, aunque supongo que reconocería a algunos de vista.

Me imagino lo que dirían si me pasara algo. «Parecía buena persona. Era muy reservada. No se metía con nadie». Lo que se dice siempre.

¡Bum!

Me acerco de nuevo al armario de encima del fregadero, lo abro de un tirón y saco el objeto que buscaba antes de dirigirme de vuelta hacia la puerta trasera. Tras echar una última ojeada a la ventana para confirmar que no hay nadie fuera, giro el pestillo de la puerta trasera y la abro de golpe.

Oigo unos maullidos de inmediato. Tengo a mis pies una gata negra que restriega la cabecita peluda contra la pernera de mi pantalón. Luego alza la vista hacia mí, esperanzada.

—Ya va, ya va —digo.

Abro con un chasquido la lata de comida húmeda que he sacado del armario y la vacío en el pequeño bol que dejo siempre frente a la puerta de atrás. La gata no es mía. Vive en la calle. Seguramente debería llamar a una protectora, pero, en vez de ello, he comprado un paquete de latas de alimento para gatos. Y ahora, al parecer, soy la responsable de alimentar al bicho.

Contemplo cómo engulle a lengüetazos sesenta centavos de pollo triturado. Cad

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