Siguiendo el juego (Play Along) (La Ciudad de los Vientos 4)

Liz Tomforde

Fragmento

Playlist

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Ilustración decorativa de una línea de reproducción de Spotify.

Love On the Run – Sons of Zion

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2:57

Drunk & I’m Drunk – Marc E. Bassy

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3:56

Obsessed – Mariah Carey

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4:04

You Got It – Jamieboy & Miles Parrish

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3:36

Lose Control – Teddy Swims

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3:30

Bad Side – iyla

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2:40

Home – Good Neighbours

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2:37

Ms. Poli Sci – Paul Russel & Khary

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2:08

Classic – MKTO

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2:55

Trial By Fire – Marc E. Bassy feat. Bibi Bourelly

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2:34

Seasons – VEDO

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3:20

DFMU – Ella Mai

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3:17

Must Be Mine – Kiana Ledé feat. Ant Clemons

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2:31

MARS – Mario

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3:48

Abracadabra, Pt. 2 – Wes Nelson

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2:47

6 months – John K

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3:37

Make Me Wanna – VEDO

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3:40

Naked – James Arthur

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3:53

This City Remix – Sam Fischer feat. Anne-Marie

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3:17

Comfortable – H.E.R.

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4:15

Love Like This – Natasha Bedingfield

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3:41

Prólogo

Isaiah

Hace tres años

Es el peor día del año.

Es el peor día de todos los años.

Normalmente paso este día con mis compañeros de equipo en algún viaje de pretemporada destinado a familiarizarnos unos con otros. Debería estar en Cancún o Miami dando sorbitos a algún cóctel al borde de una piscina, completamente distraído por la fiesta que me rodea.

Solo que este año ni estoy al lado de la piscina, ni borracho ni distraído. Me he escondido en los lavabos de las chicas, que están cerca del vestuario del equipo, porque esta temporada empieza pronto y, por desgracia, el primer día de béisbol no figura entre mis distracciones favoritas.

Los lavabos de las chicas están inmaculados, infinitamente más limpios que los nuestros. Tienen hasta un sofá de terciopelo ahí dentro y frasquitos de colonia sobre un mostrador. También hay unas toallas muy bien dobladitas y caramelos de menta en un cuenco de cristal. Huele muchísimo mejor que los lavabos de los tíos, y mi única esperanza es que los otros chicos no se enteren de lo cojonudamente bien que se está aquí porque este es mi escondite secreto y lo ha sido durante los seis últimos años, es decir, desde que me ficharon para jugar como campocorto para los Windy City Warriors.

Como no hay mujeres en el equipo, nadie utiliza este cuarto de baño más que yo, cuando necesito estar un rato a solas conmigo mismo.

Se podría decir que soy el loco del equipo, o sea, un poco temerario y bastante fanfarrón. El tío al que van dirigidas todas las bromas porque hace reír a cuantos le rodean. De manera que empezar la temporada teniendo una crisis nerviosa o llorando potencialmente como una puta delante de mis compañeros de equipo me dejaría a la altura del barro.

Soy un hombre de veintiocho años y no me avergüenza admitir que, incluso después de todos esos años, este día me resulta duro. Solo tenía trece años cuando a mi hermano, dos años mayor que yo, no le quedó más remedio que darme la noticia de que el coche de nuestra madre había chocado con un árbol mientras ella iba conduciendo en plena tormenta, camino de casa, y que nunca más volveríamos a verla.

De modo que sí; este es el día que más jodido estoy del año, el peor de todos.

Sentado sobre la tapa cerrada del retrete de una de las cabinas, intento poner las cosas en orden. Necesito volver a ser el tontorrón de Isaiah Rhodes, el tío al que todo le resbala. El que sabe cómo hacer feliz a cuantos le rodean. Al que todos esperan ver entrar en el vestuario.

Me gusta ser ese tipo de tío. El noventa por ciento del tiempo lo soy de manera natural. De pequeño me di cuenta de que podía hacer reír a mi hermano, aunque estuviera demasiado estresado incluso para sonreír, y decidí sacarle partido a esa tontería. Fue como si hubiera encontrado mi misión en la vida: hacer felices a cuantos me rodean. Por eso tiendo a pasar los momentos tristes o chungos sin que nadie me vea.

Me concedo otro momento de tristeza antes de salir del cubículo del váter, me remojo un poco la cara en el lavabo y abandono el servicio de las chicas.

Pero en cuanto abro la puerta, oigo unas voces que vienen de fuera. Esta parte del vestuario está habitualmente vacía, así que me detengo al reconocer la voz del doctor Fredrick. Me mantengo escondido y fuera de la vista porque no quiero que nadie sepa que he estado llorando un rato a solas.

—Mentiste en tu solicitud.

—Yo no miento —dice una mujer.

Fredrick baja la voz intentando que nadie escuche su conversación, pero yo los oigo perfectamente.

—Has intentado engañarnos, y lo sabes.

—Kenny es la abreviatura de Kennedy. Ese es mi apodo.

En ese momento me asomo por el pequeño tabique para ver cómo Fredrick mira despectivamente y con cara de irritación a la mujer.

No sé qué aspecto tiene ella porque me está dando la espalda, pero me parece que apenas le llega a la altura de la barbilla a Fredrick, al que no se puede considerar un hombre alto. Tiene el pelo recogido en una gruesa cola de caballo que le cae hasta la mitad de la espalda. No distingo el color, pero sé que no es ni rubia ni morena. La verdad es que no sabría cómo clasificarla.

Los ojos de Fredrick escudriñan los alrededores para asegurarse de que están solos, de manera que rápidamente me agacho detrás del tabique para seguir escuchando.

—Este sitio no es para ti. Te sugiero que rechaces la oferta de trabajo y busques un puesto más apropiado para… alguien como tú.

—¿Alguien como yo? ¿Se refiere a mi condición de mujer?

«¿Qué coño está pasando?».

El doctor Fredrick nunca ha sido de mis favoritos. Es el jefe de nuestro Departamento de Salud y Bienestar y el médico principal del equipo, así que todos los demás médicos, nutricionistas y fisioterapeutas le mantienen informado de todo. No obstante, el respeto que pudiera sentir por él se disipa al instante tras escuchar lo que le acaba de decir a esa chica.

Por un momento reina el silencio, como si el tío estuviera calculando qué podría decir para salir del apuro.

—Ya no necesitamos a nadie para el puesto de segundo médico. Por lo que me han dicho en Recursos Humanos, no puedo anular la oferta, pero sí cambiarla. En este momento lo que quiero es contratar a un entrenador de atletismo.

—¿Qué? —pregunta ella riéndose, pero asustada—. Yo me he doctorado en Medicina. ¿Espera que acepte convertirme en entrenadora de atletismo?

—Yo no espero que aceptes nada.

—Doctor Fredrick, acabo de trasladarme a Chicago para el trabajo de segunda médica deportiva. Ya ha visto mis referencias y también las prácticas que he hecho. Por eso me contrató.

—En ese momento tenía una idea diferente sobre a quién estaba contratando.

—Porque creía que yo era un hombre.

—No voy a seguir discutiendo contigo más tiempo. Si quieres trabajar para los Windy City Warriors, puedes hacerlo como entrenadora de atletismo de nivel inicial. Ese es el puesto que necesito cubrir en este momento.

La chica guarda silencio un instante y, a juzgar por la firmeza con que le responde, me imagino cómo tendrá de tensos los hombros.

—¿Cuándo he de darle una respuesta?

—Al final del día.

—De acuerdo. Le haré saber mi decisión lo antes posible.

De nuevo se instala el silencio, lo que me induce a pensar que se ha acabado la conversación, pero entonces oigo que Fredrick interviene diciendo:

—Por si finalmente decides trabajar con nosotros como entrenadora, quiero hacerte una advertencia: si cometes alguna tontería con alguno de los jugadores, serás despedida de inmediato. Esa es una de las razones por las que no contrato a mujeres. Estarás con ellos en los vestuarios, en los aviones y en los hoteles. Espero que tengas muy claro que no puedes ser una distracción.

«“Esa es una de las razones por las que no contrato a mujeres”. Gilipollas».

—Con el debido respeto, doctor Fredrick, le diré que he pasado los dos últimos años como médica responsable, junto con otros dos médicos, de todo el programa de atletismo de la Universidad de Connecticut. En mi historial no hay nada que pueda hacerle dudar de mi profesionalidad.

—Esos eran niños. Estos son hombres —responde él—. Creo que sabes muy bien a qué me refiero.

Ella se aclara la garganta, y ahora sí que percibo la profesionalidad que él está poniendo en duda, porque si fuera yo, probablemente le habría arreado un puñetazo en la mandíbula.

Soy un poco impulsivo en ese sentido.

—Le diré algo a mediodía —dice para concluir.

Oigo pasos que se van acercando a donde yo estoy. No tengo por dónde escapar, y aunque mi intención es informar de esto a Monty, nuestro mánager, no quiero que Fredrick sepa que he estado escuchando a escondidas esta conversación.

Para ponerme a salvo, vuelvo a los lavabos de chicas y me quedo allí un rato hasta que estoy seguro de que el tío se ha largado y no hay moros en la costa.

Nunca me ha caído demasiado bien nuestro médico jefe. Es un poco coñazo porque siempre quiere hacerse el coleguilla con los tíos del equipo, pero por la manera en que le ha hablado a esa mujer, como si él valiera más que ella, me dan ganas de contarles a todos los de la organización de los Warriors lo machista que es.

—Machista de mierda. —Alguien, al otro lado de la puerta de los servicios, dice en un tono de rabia espantoso justo lo que yo estaba pensando.

Justo antes de que la mujer irrumpa en los lavabos que nunca se usan me escondo en una cabina. No me siento. Me quedo de pie como un completo idiota porque no tengo ni la más remota idea de cómo me he metido en este lío.

Miro por la rendija de la puerta del cubículo y veo su reflejo en el espejo. Tiene las manos apoyadas en la encimera del lavabo y la cabeza colgando hacia abajo, así que sigo sin verle la cara.

Se ríe sola.

—¿Qué coño es lo que acaba de pasar?

Luego respira profundamente y por fin se yergue y se mira en el espejo, ofreciéndome de este modo su reflejo. Toda la pena y el dolor desgarrador que llevaba padeciendo ese día pasan por un momento a un segundo plano porque ahora no puedo estar más distraído.

Esa mujer menuda con un color de pelo inclasificable y un tono de voz que acojonaría a cualquier hombre es impresionante.

Infinidad de pecas salpicadas por cada pulgada de su ruborizada piel pálida. Unos ojos que me permiten hacer una suposición fundada y llamarlos marrones o castaños, porque se parecen mucho a los míos. Y los labios… Los tiene remetidos bajo los dientes para no llorar, pues se nota con claridad que prefiere estar enfadada en lugar de triste.

Llámalo instinto, pero imagino perfectamente que una sonrisa suya podría animarme el día; lástima que ahora tiene el ceño fruncido.

Mientras se mira en el espejo, sus ojos empiezan a empañarse.

—No —se ruega a sí misma—. Aquí no. Ponte las pilas, Kennedy.

«Kennedy».

Inhalando profundamente, menea la cabeza.

—Y deja de hablar sola de una puta vez, que pareces un bicho raro.

Justo entonces, en el peor día del año, noto un cosquilleo en los labios y me entran ganas de reír.

La observo atentamente mientras saca el móvil y llama a alguien con el altavoz puesto, paseándose por los lavabos.

Probablemente debería anunciar mi presencia. Esto es una intromisión en su vida privada, pero no tengo ni idea de cómo explicarle mi actual situación.

«Hola, es que me encanta pasar el rato en los lavabos de chicas. No te preocupes por mí. Me lavaré las manos a toda velocidad, ya verás. He estado espiando tu conversación con el jefe del Departamento de Salud y Bie­nestar. Puedo ir a Recursos Humanos. contigo si te apetece. Por cierto, eres guapísima».

—Hola, ¿qué pasa? —dice una voz de hombre al otro lado de la línea.

Inmediatamente le odio.

—¿Tienes tiempo para hablar? —pregunta ella—. Es que necesito hablar con alguien.

—Justo ahora estoy sacando fotos al equipo; me pillas muy liado. ¿Te encuentras bien?

Ella cierra un momento los ojos y se recompone.

—Sí, por supuesto. Solo quería saludar a mi hermanastro.

Hermanastro. Anotado.

—Vale, pues hola. Te echo de menos. ¿Qué tal va tu primer día?

Se mira de frente en el espejo y miente:

—Todo va genial.

—Bien. Oye, tengo que dejarte. Ahora no puedo parar de sacar fotos, pero llámame más tarde y hablamos.

Ella esboza una sonrisa que incluso yo, un perfecto desconocido, sé que es falsa.

—Te llamaré.

Kennedy cuelga el teléfono y deja caer la cabeza de nuevo diciendo en voz baja:

—Joder.

No sé nada sobre esta chica, pero es evidente que necesita a alguien que la haga sonreír, y esa es mi especialidad. También creo un poco en el destino, y aunque este día sea para mí la peor fecha del calendario, tiendo a encontrar un significado en las cosas que pasan en él.

Puede que estuviera destinado a escuchar esa conversación.

Puede que me haya tenido que quedar encerrado en los lavabos de las chicas porque ella necesita alguien con quien hablar.

Puede que mi madre me haya enviado aquí para que hoy me cruzara en su camino.

Esta última suposición me hace cerrar los ojos y abrir la boca antes de pensármelo bien del todo.

—Si necesitas a alguien con quien hablar de esa oferta de trabajo, puedo ayudarte.

«Dios, qué cutre ha quedado eso».

Vuelvo a abrir los ojos y veo cómo los suyos lanzan una mirada al espejo antes de encontrar el reflejo de mis pies.

—¿Qué haces en los lavabos de chicas?

—¿Acaso me ha delatado la talla de los zapatos?

—¿Me estás espiando?

—Bueno, técnicamente yo estaba aquí antes que tú…

Entorna los ojos y recorre con la mirada la cabina hasta encontrar los míos por la estrecha rendija.

—¿Vas a contestar a alguna de mis preguntas o piensas seguir respondiéndome con otra pregunta?

Se me escapa una carcajada. Eso ha estado bien.

—Me he escondido en los lavabos de las chicas porque estoy pasando un día espantoso, y por lo que he oído, tú también.

Sus hombros, que hasta entonces estaban a la altura de sus orejas, se recolocan en su sitio.

—Ah, vaya.

Abro la puerta del cubículo hasta que por fin la veo de cuerpo entero.

Unos leggins negros cubren cada pulgada de sus tonificadas piernas. Lleva un jersey con cremallera de color gris oscuro remangado hasta los codos y unas zapatillas deportivas impolutas. Veo que también tiene pecas en los antebrazos y en los tobillos; es como si se hubiera pintado la piel pálida entre ellas.

Lleva un atuendo deportivo de lo más pulcro. Y es guapa. Guapísima.

Su tono es menos intimidante cuando me pregunta:

—¿Y cuánto has oído de este día mío tan horroroso?

Acercándome al lavabo, me apoyo en la encimera y la miro.

—He oído tu conversación en el pasillo con Fredrick. Regresé aquí para que él no me viera.

—Oh. —Asiente con la cabeza y aparta la vista de mí—. Entonces lo has oído todo.

—Deberíamos hablar con Recursos Humanos. También puedo hablar con Monty, el mánager, para que se lo diga al propietario del equipo…

—No, no quiero decirles nada. No es la primera vez que tengo que vérmelas con un jefe machista. Después de todo, soy una mujer que trabaja en el mundo del deporte.

—¿Jefe? ¿Así que vas a aceptar el trabajo?

—No sé… —Se interrumpe, y examina de arriba abajo mi metro noventa y dos de estatura, aunque con ropa normal no llamo demasiado la atención—. ¿Tú quién eres?

Es entonces cuando caigo en la cuenta de que no tiene ni idea de que soy campocorto del equipo para el que ella puede trabajar potencialmente, y me propongo utilizar esa identidad desconocida en mi provecho.

—Ahora mismo soy sencillamente alguien con quien hablar. Has dicho que necesitabas hablar.

Vislumbro cierto aire de desconfianza en su mirada cuando intenta evaluarme, pero la necesidad de desahogarse supera cualquier sospecha que yo le inspire.

—No puedo conseguir un trabajo en el deporte profesional. —De momento su admisión está en el aire—. No importa que me haya graduado en Columbia habiendo quedado la primera de mi clase. Tampoco cuenta que los médicos con los que hice mi residencia me pongan por las nubes cuando les piden mis informes. No importa que haya sido la médica jefa más joven de una escuela que ganó el campeonato mundial con su programa de atletismo. No, nada de eso importa porque tengo dos tetas y una vagina.

Ante tanto candor, se me ponen los ojos como platos.

—Oh, Dios mío. —Hace una mueca antes de taparse la cara con la mano derecha—. No me puedo creer que le haya dicho a un completo desconocido que tengo dos tetas.

—Más me habría impresionado que hubieras dicho que tenías tres.

Cuando mira a través de los dedos, esbozo una pícara sonrisa burlona. Ya no tiene los ojos empañados cuando se retira la mano de la cara y muestra una tímida sonrisa.

Tímida, sí. Pero una sonrisa al fin y al cabo.

Le tiendo la mano para estrechar la suya.

—Isaiah.

Me devuelve el gesto.

—Kennedy.

—Bueno, Kennedy, ahora que he dejado de ser un desconocido, cuéntame más cosas de esas dos tetas tuyas.

Intenta disimular una sonrisa, pero esta vez le sale una que es radiante y genuina.

—Buena la he hecho diciéndote eso, ¿no?

—Ya lo creo. —Ladeo la cabeza—. Me ha parecido oír que te llaman Kenny, ¿no?

Chasquea con la lengua. Me gusta ese sonido que implica tanta confianza en uno mismo.

—Nadie me ha llamado nunca Kenny. Simplemente adopté ese nombre después de recibir seis cartas de rechazo por haber usado el nombre de Kennedy.

—Vale, Kenny.

—¡Que no!

—Háblame de la oferta de trabajo.

Exhala un suspiro de agotamiento.

—Llevo intentando meterme en el deporte profesional desde que terminé las prácticas en la residencia. Mi objetivo es llegar a ser algún día la médica jefa de un equipo, pero todavía no he conseguido ni siquiera acercarme a mi meta. Hay tíos que fueron compañeros míos de clase que se licenciaron a trancas y barrancas y tienen unos informes mucho peores que los míos que, sin embargo, han conseguido trabajos que yo había solicitado. Así que cuando me ofrecieron aquí el puesto de segundo médico, pegué saltos de alegría. Cogí mis bártulos y, el pasado fin de semana, me instalé en un edificio del centro de Chicago. El doctor Fredrick y yo solo nos habíamos comunicado por correo electrónico porque, al estar fuera de temporada, se había cogido unas vacaciones. Posiblemente mis referencias no aludieran al hecho de que soy mujer; no estoy segura. Pero esta mañana, cuando me he presentado ante él, inmediatamente ha anulado la oferta de trabajo.

No solo es guapa, sino también lista. Lo ha pillado enseguida.

—Cuando el doctor Fredrick le dijo al jefe de Recursos Humanos que había habido un error y que el puesto de segundo médico no estaba disponible, le informaron de que legalmente tenía que contratarme para algún empleo. No creo que en Recursos Humanos sepan que su repentina decisión de no contratar a un segundo médico tiene algo que ver con que accidentalmente había contratado a una médica.

Parece que no puede parar de hablar, las palabras brotan de ella sin cesar.

—Y ahora me han ofrecido el puesto de entrenadora de atletismo de un nivel inicial, lo cual, no me malinterpretes, es un buen trabajo, pero yo no me he pasado toda mi vida adulta estudiando Medicina Deportiva para tener que pedirle a un médico un plan de tratamiento, ¿entiendes? —Me mira de arriba abajo—. ¿Y por qué demonios te estoy contando a ti todo esto?

Chasqueo con la lengua. Está nerviosa. Es entrañable.

—Porque se me da bien escuchar a la gente.

Surge de nuevo su tímida sonrisa.

—Entonces ¿qué crees que debería hacer?

¿Me lo está preguntando a mí? Supongo que lo hace porque no sabe nada sobre mí, no tiene ni idea de que soy la última persona a la que uno se dirige cuando necesita consejo. Soy el tío al que la gente se acerca solo cuando necesitan reírse o pasar un buen rato.

Mi hermano es el serio de los dos, y si Kai estuviera aquí en lugar de estar fuera jugando al baloncesto para los Seattle Saints, le preguntaría a él qué consejo debo darle a esta chica. Es mi principal asesor y le echo muchísimo de menos.

Pero como no está aquí, soy yo quien debe aconsejarla.

Personalmente, creo que debería ir a ver al doctor Fredrick y darle una patada en los huevos, pero al mismo tiempo me encanta la idea de que trabaje aquí. Me gustaría mucho ver esa cara pecosa en todos mis partidos.

Resulta fácil hablar con ella, y además está haciendo que el peor día del año sea soportable. Incluso bueno.

—¿Tú qué quieres hacer? —le pregunto en lugar de darle mi opinión.

—Cómo te gusta responder a las preguntas con otra pregunta, ¿eh?

Sonrío burlonamente.

—Quiero trabajar en el mundo del deporte profesional —afirma escuetamente—. Casi nunca hay puestos disponibles porque para la mayor parte de la gente es un trabajo que dura toda la vida.

—Quieres trabajar en el mundo del deporte profesional —digo, repitiendo sus palabras.

Asiente muy seria.

—Debería aceptar este trabajo. Así al menos metería un pie en el mundillo del deporte. Pero es que el doctor Fredrick me parece espantoso, y si él trata así a las mujeres, no quiero ni imaginar lo horribles que serán los jugadores del equipo.

Qué golpe más bajo.

Desde luego somos una pandilla de idiotas, pero ninguno de los tíos es irrespetuoso.

—Yo…, ejem… —carraspeo—. Me aseguraré de que ninguno de los otros tíos del equipo te ponga las cosas difíciles.

Entorna los ojos con cara de desconcertada, pero aún mantiene esa bonita sonrisa en los labios que me provoca toda clase de sensaciones agradables.

—¿Quién eres?

—Dos tetas y poca memoria, ¿eh, Kenny? Ya te he dicho mi nombre.

—¿Trabajas en la oficina o para…?

—Debería salir de aquí. —Señalo la puerta del cuarto de baño—. ¿Me acompañas?

Me mira con recelo, y lo único que se me ocurre es sonreír como un imbécil por haber conseguido que esta chica tan lista me preste atención.

No soy tan ingenuo. Sé que se enterará de que soy uno de los jugadores, y si se ha tomado en serio la advertencia de Fredrick, una vez que sepa la verdad, no volverá a alegrarme nunca más el día. Así que por ahora me aprovecharé del poco tiempo que me queda.

Abro la puerta de los servicios para ella, y sin tener que agacharse, pasa por debajo de mi brazo hacia el pasillo.

—No se lo puedes contar a nadie —se apresura a decir.

—¿A qué te refieres?

—Si acepto ser entrenadora de atletismo, no le cuentes a nadie lo que ha dicho el doctor Fredrick ni hables de mis cualificaciones.

—Serías el primer médico que conozco que no quiere que nadie sepa que es médico.

—Isaiah, por favor.

Esas tres palabritas me dejan paralizado.

Mi nombre. Qué bien suena cuando lo dice ella.

También me gusta que me lo pida por favor.

Escudriño su cara y veo que hay desesperación en ella.

—No voy a contarle nada a nadie.

—¿Y sobre lo que has escuchado?

—¿Te refieres a la parte por la que me he enterado de que el doctor Dick odia a las mujeres?

—Sí, a esa parte.

—Sobre eso tengo algo que decir y, de hecho, lo diré ahora mismo.

Para que no siga hablando, me coge el antebrazo con su pálida y pecosa mano, que contrasta con mi piel bronceada por todo el tiempo que paso al aire libre jugando al béisbol. Pero antes de que pueda memorizar ese contraste, retira la mano al instante.

—Si voy a trabajar para él, ya tendré bastantes dificultades. No puedo empezar esta relación laboral con una queja al mánager o al propietario del equipo. Ya me las arreglaré yo sola.

Esta chica irradia independencia y determinación, y aunque solo mida aproximadamente un metro sesenta, tiene los hombros cuadrados y la espalda recta, lo que le hace parecer más alta y corpulenta de lo que realmente es.

Bien. Va a necesitar esa resolución para trabajar con ese gilipollas.

—Cuando —la corrijo—. Cuando trabajes para él.

Los dos nos lanzamos una sonrisa cómplice, como si hubiera un secreto que solo conocemos ella y yo.

—¿Te veré por aquí? —pregunta.

—Oh, sí, estoy segurísimo de que me verás con mucha frecuencia.

—¡Rhodes! —Cody, nuestro primer base, me llama cuando da la vuelta a la esquina y me encuentra frente a los lavabos de las chicas. Va con el uniforme completo, listo para las fotos que van a sacarnos hoy a todo el equipo—. Por fin te encuentro. ¡Date prisa! Las fotos empiezan dentro de cinco minutos y tu uniforme aún sigue colgado en tu taquilla del vestuario. Monty me ha mandado a buscarte.

Dicho lo cual, Cody da media vuelta y regresa corriendo al vestuario.

Miro a Kennedy con mi sonrisa más inocente en los labios.

Me da la impresión de que su piel ha empalidecido aún más.

—¿Eres un jugador?

—Campocorto —digo, guiñándole el ojo.

Todo indicio de su anterior sonrisa hace tiempo que se ha esfumado, y su conducta cambia al instante. Puedo notar físicamente el hielo del aire que la rodea. Está asustada. Confundida. Y un poco cabreada.

—Esta conversación nunca ha tenido lugar.

No duda un segundo en alejarse de mí; estoy seguro de que la advertencia de Fredrick ha hecho efecto en ella.

—¡Oye, Kenny! —la llamo, y se detiene mirándome de mala gana—. Te he prometido que me aseguraré de que los otros tíos no te hagan pasar un mal rato, pero en ningún momento he dicho nada de mí. —Sus labios se separan ligeramente y le lanzo otro guiño—. Te veré por ahí, doctora.

—¿Dónde te habías metido? —me pregunta Travis, nuestro receptor novato, mientras me quito la camiseta y dejo caer al suelo los vaqueros junto a mi taquilla para ponerme el uniforme nuevo como el resto de mis compañeros de equipo.

Su taquilla está a la izquierda de la mía, mientras que la de Cody está a mi derecha.

—Estaba ocupado.

Miro la foto que tengo de mi madre, mi hermano y yo pegada en la parte superior de la taquilla, donde no puede verla nadie, y la acaricio con el pulgar cuando dejo el reloj en uno de los estantes.

—Sí, claro. —Cody se ríe, señalando al otro lado del vestuario—. Ocupado con esa.

En calzoncillos, me doy la vuelta y reconozco a Kennedy hablando con el doctor Fredrick. Veo cómo este aprieta la mandíbula e infla las fosas nasales, y me doy cuenta de que en ese preciso momento ella le está diciendo que acepta el empleo.

Travis suelta un discreto silbido.

—Qué guapa.

—Y además lista —añado, pero no les digo nada más porque así me lo ha pedido Kennedy y porque me gusta saber algo de la nueva entrenadora de atletismo que nadie más sabe—. Eh, ¿de qué color os parece que tiene el pelo?

—Rojo —contesta sencillamente Travis.

—Venga ya, Trav. Te he dicho que tienes que ser más descriptivo para Isaiah —dice Cody, y se queda mirándola un momento—. Yo diría que es de color caoba. Es una mezcla de rojo cálido y castaño tierra, pero también tiene algo de cobrizo.

—¿Como un penique?

—Exacto.

Esa es la razón por la que siempre le pregunto ese tipo de cosas a Cody. El tío sabe que necesito los detalles.

Sin quitarle ojo desde el vestuario, observo que su mirada se cruza con la mía mientras Fredrick le está soltando algún rollo. Primero dirige la atención a mis pies y sube por las piernas desnudas, se detiene en mis calzoncillos y se toma su tiempo en mi pecho al descubierto. Y cuando llega a mi cara, esbozo la sonrisa más arrogante que puedo asegurándome de que sepa que la he pillado.

Aparta la mirada al instante, y no puedo remediar que me dé la risa.

Travis me toca el hombro.

—Bueno, ¿y sabes quién es?

Ese día en que todo me parece una señal, no dudo en decir:

—Mi futura esposa.

Los dos chicos estallan en una sonora carcajada, pero yo no pierdo de vista a la única mujer de todo el edificio.

Kennedy se mete detrás de la oreja un rebelde mechón de su cabello color caoba, y entonces es cuando lo veo: en su dedo anular izquierdo lleva un anillo de diamantes que es imposible que pase desapercibido, pero que, sin embargo, yo no había visto hasta este momento.

—Lo siento, tío. —Cody se ríe otra vez y me da una palmada en el hombro—. Parece que alguien se te ha adelantado.

Y así, sin más, este vuelve a ser mi peor día del año.

1

Isaiah

En la actualidad

—¿Qué pasa, colegas? —Agarro a Cody y a Travis por los hombros cuando me los encuentro en la planta del casino del hotel—. ¿Hacia dónde nos dirigimos?

—Ya era hora, Rhodes. —Travis, nuestro receptor, se escurre por debajo de mi brazo—. Tardas más que nadie en arreglarte, y encima tus calcetines están desparejados.

Me miro los pies, donde los pantalones llegan justo por encima de los tobillos.

—A mí me parece que están bien.

—Nos espera una mesa con bebidas en el club del Caesars Palace. —Cody señala hacia delante—. Vamos para allá.

Nuestro primer base se pone en movimiento dando grandes zancadas, el resto del equipo le sigue pisándole los talones y yo inicio la marcha al final del grupo.

Llevamos ya unos días en Las Vegas y esta es la última noche que vamos a pasar aquí. Todos los años, antes de que empiece la temporada, los chicos y yo emprendemos un viaje con la excusa de estrechar vínculos entre nosotros. Normalmente, vamos donde haga calor o un clima tropical a modo de premio por sobrevivir al crudo invierno de Chicago, y aunque en Las Vegas no hace demasiado calor en esta época del año, los sofocantes clubs llenos de humo y el alcohol nos mantienen a todos bien calentitos.

No es que tengamos que preocuparnos por el precio del alcohol ni por pagar demasiado en nada. Como equipo de béisbol profesional, nos regalan todo lo que cenamos en los clubs y todo el alcohol que nos entre cada noche que pasamos aquí.

Hace dos años, los Windy City Warriors ficharon a mi hermano mayor Kai, así que él también es un miembro más del equipo, pero no está con nosotros en Las Vegas porque ha preferido quedarse en Chicago con su hijo y con la que pronto será su prometida. Sin embargo, tengo aquí al resto de mis chicos, y aparte de pasar tiempo con mi familia, no hay nada con lo que disfrute más que saliendo de copas con mis amigos.

—¿Esta será tu noche? —Travis aminora el paso y se pone a la cola del grupo conmigo.

—¿Mi noche para qué?

—¿Será esta la noche en que hables en el club con alguien que no sean tus compañeros de equipo?

—No veo la necesidad. Este es un viaje destinado a confraternizar con el equipo. Y eso es lo que estoy haciendo, estrechar vínculos con mis compañeros.

—Vale, todos estamos haciendo el mismo viaje, pero tú eres el único que te has ido a casa solo las dos noches que llevamos aquí.

—No me interesa —digo, encogiéndome de hombros como para quitarle importancia al asunto—. Además, eso no es verdad. Lautner, el novato de Oregón, tampoco se ha ido a casa con nadie. Eso que sale ganando el chico.

—No te reconozco. ¿Qué ha sido de Isaiah Rhodes? ¿Cuándo has dicho tú que algo no te interesa? ¿Y desde cuándo has dejado de ser el rey de la fiesta? El año pasado en

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