Presentación
No se escribe de tanta violencia sin esperanza...
¿Te asusta la violencia en México? ¿Has visto su semilla expandiéndose poco a poco de los individuos a la sociedad?
Sigue ahí, pero no la quieres ver. La violencia se ha mimetizado y usa los disfraces más sutiles para colarse en los espacios de los jóvenes.
Si el libro Amar a madrazos se convirtió en un retrato de la violencia en el noviazgo, Los nadie pretende ser el boceto de un mapa de la violencia que sufren los jóvenes en diferentes situaciones, lugares y temáticas.
La premisa es la misma: la violencia no discrimina. La encuentras en la mesa de la casa, en la banca de la escuela, en la silla de la oficina, en la plaza de alguna ciudad, en la impunidad que destilan los escritorios de las autoridades o en el espejo roto de la empatía por la diferencia.
Los nadie es un proyecto periodístico que se permite navegar por los diferentes espacios en los que transita la violencia, a veces en forma de bulimia, anorexia, trata de personas, discriminación, bullying, mobbing, aborto, ninis o desplazados por la guerra contra el narcotráfico.
Es imposible abordar la infinidad de problemas que un joven enfrenta en esta etapa de su vida, por lo que en la presente publicación se tocan preocupaciones que mediáticamente llaman más la atención, como el bullying, hasta fenómenos violentos que tienen el comportamiento expansivo de un monstruo tan poderoso como una hidra. En el presente libro no se busca limitar o encasillar las dificultades de este sector de la sociedad, sino comprender su aquí y ahora.
La violencia avanza y tiene diferentes formas de nombrarse. A veces no se habla de ella porque causa vergüenza, porque se ha aceptado como parte de la normalidad, porque se valida detrás del chiste, porque los medios de comunicación la legitiman desde la ambigüedad de sus mensajes o porque la violencia da miedo y silencia.
México es un país poco acostumbrado al diálogo. Hablar de estos temas va reconstruyendo espacios en la sociedad desde la comunicación que promueve informarse, protegerse y trabajar por resanar el tejido social.
Esta labor no ha sido fácil. Las instituciones en algunos casos se mantuvieron aisladas y obstaculizaron este trabajo periodístico que se propuso poner al alcance de la sociedad información pública que, a veces, fue negada por “protección” a las víctimas, o simplemente las mismas instituciones se negaron a visibilizar un problema que nos atañe en el cuidado de nuestros jóvenes.
Tal fue el caso del programa “Escuela sin violencia”, que impulsa el gobierno del Distrito Federal, cuando nos fue negado acercarnos de manera personal a conocer su funcionamiento, logros, experiencias e historias. Compartir no es un objetivo de la burocracia; generar crecimiento y experiencia social desde la confianza tampoco lo es. Asimismo, la Procuraduría capitalina puso muchos obstáculos para abordar de frente temas como delitos cibernéticos y sexuales. De toda la información que pudieron compartir con nosotros se limitaron a enviarnos tres documentos fríos y fragmentados.
Sin embargo, en la ruta de investigación encontramos a personas que participan en organizaciones, instituciones públicas o privadas, dispuestas a generar un proceso de experiencia compartida, de aventurarse a hablar de temas álgidos y dolorosos para que los demás aprendamos de ellos.
Por ejemplo, GIRE (Grupo de Información en Reproducción Elegida) nos llevó al Estado de México para conocer algunas historias sobre el aborto; ABC de los TCA (un centro de tratamiento de los trastornos de la conducta alimentaria) dialogó con nosotros, supervisó y seleccionó con cuidado la historia sobre desórdenes alimenticios; el sistema penitenciario del DF nos dio a conocer el concepto de justicia que viven los menores infractores desde las comunidades de tratamiento.
Los nadie es un ejercicio periodístico que propone abordar la violencia desde 29 historias con diferentes temas a través de personajes que desde su testimonio revelan y comparten experiencias de vida en torno a la violencia. Ella los cambia, nunca los deja intactos. Estos testimonios están agrupados según los distintos tipos de agresiones. Cada uno de ellos cierra con estadísticas y con el comentario de algún especialista al respecto. Sin embargo, las historias que están en “Desplazados por narcotráfico”, “Ninis”, “Mobbing o acoso laboral”, “Cibernético”, “Aborto” y “Trata de personas”, son abordadas temáticamente, por lo que esos datos estadísticos, así como las opiniones de los especialistas, cierran el tema y no las historias.
Ejercer un periodismo responsable significa contar historias desde el respeto, sin juicios inquisidores o prejuicios primitivos. Comunicar es nuestro compromiso, dialogar desde la comprensión es el reto del contenido de las siguientes páginas, desde las cuales deseamos abrir camino de la lectura al ejercicio crítico. Los protagonistas de estas 29 historias son personas que han aceptado compartir su pasado y sus procesos de aprendizaje de vida.
Estamos frente a testimonios reales, sin lugar a la ficción. Testimonios que lastiman la realidad con un dolor visible que a veces se esconde y se acepta. Cuando los personajes escapan o se resisten a sucumbir, cuando abren caminos y generan alternativas se presenta un punto de inflexión que alivia y sana su presente. Quizá ninguna historia de violencia esté destinada al desastre, siempre se tiene la opción de sobrevivirla o transformar la vida cotidiana y aspirar a un entorno social más respirable.
Las historias se acompañan por conceptos, datos oficiales estadísticos y aportaciones de especialistas que nos ayudarán a comprender y profundizar en las diversas problemáticas juveniles, ya sea por historia o por un grupo de historias que tocan el mismo tema.
Prólogo
La primera vez que Ale del Castillo y Moisés Castillo hicieron dupla nos entregaron Amar a madrazos, su libro iniciático, una compilación de 19 relatos cuyo principal valor ha sido conectar a los lectores con la realidad inquietante, cotidiana y distante de la violencia de género entre jóvenes; historias que suelen ocurrir en la intimidad, ese territorio de privacidad en el que la vida de una familia transcurre bajo resguardo y que con frecuencia puede mutar en una cueva sórdida en la que se golpea, se hiere con la palabra o se maquinan chantajes y mentiras que pueden llegar a ser destructivas (como las mentiras que Ana inventaba sobre Diego y que después contaba a sus compañeros de escuela como quien comparte una noticia linda).
Esta vez el tándem de los Castillo regresa con Los nadie, un libro que traspasa las fronteras de la violencia de género para abordar, sin amarillismo ni excesos —con un cuidado casi quirúrgico y un respeto ejemplar por los personajes que uno echa de menos en algunos diarios, revistas y televisoras— el problema de la violencia que ocurre dentro de un cuerpo, una vida joven abandonada al azar o aislada en una casa, en silencio; un luminoso salón de clases donde los niños y los adolescentes pierden la inocencia, aprenden a comportarse con la maldad de un tirano y comienzan a formarse como maridos y padres golpeadores, madres y esposas abusivas y proclives a humillar y ser humilladas, y unos hijos que crecerán y tal vez serán uno de esos esposos o compañeros maltratadores, o esos jefes sin escrúpulos habituados a ordenar con los gritos, las humillaciones y los tratos violentos aprendidos años atrás, en familia, en la escuela, con los amigos, en esos espacios que uno supone que sirven para construir sueños y vidas, no para destruirlas.
Todo eso ocurre en familias rotas por la pobreza y la marginación, y también en otras que habitan casas pintadas con pulcritud, con jardines recortados, perros como esculpidos y parejas que sonríen al cruzar el umbral de la puerta. Y todo esto ocurre en la cara de una sociedad hipócrita e indiferente, que mira pero se desentiende o acepta como normales ciertas conductas que en el tiempo van erosionando una vida, diez vidas, mil vidas, millones de vidas, como una diminuta pelota de nieve gira y crece en una colina hasta formar una masa gigante, peligrosa y devastadora.
Éste es un libro urgente en nuestra aldea llamada mundo, un mundo cada vez más interconectado en el que los puentes de la tecnología unen y al mismo tiempo forman océanos de distancia entre las personas, entre los amigos, entre padres e hijos, como en la historia de Lucía que los Castillo nos cuentan, una historia de niñas atormentadas por los súbitos cambios de vida —la adolescencia, el primer sangrado, los cambios hormonales, los cuerpos que duelen y se expanden— que se aíslan de sus padres para refugiarse en la soledad destructiva de sus computadoras y navegar por sitios lúgubres donde aprenden a escribir “Yo amo a Mía” y a vaciarse los estómagos y la vida en estertores de anorexia.
Los nadie es un libro que niños, adolescentes, padres y madres deberían leer. En los últimos años México ha estado inmerso en un río de sangre producido por el narcotráfico y una errática estrategia de Estado para enfrentarlo. Nos hemos acostumbrado a ver en la televisión y en los diarios escenas y fotografías atroces de personas colgadas en puentes, cuerpos despedazados, cuerpos mutilados. Y en medio de la desazón que todo ello provoca, parecemos haber perdido la capacidad de mirar y comprender historias más íntimas que suceden en nuestras casas, en las escuelas a las que asisten nuestros hijos, en las calles por las que caminamos. Éstas son historias de violencia cotidiana —niños que molestan y golpean a otros niños, padres que violentan a sus hijos, novios que prostituyen a sus novias— pero también son historias de ignorancia y abandono. Padres, maestros, vecinos, un Estado y una sociedad que abandonan a sus hijos más jóvenes, los más indefensos.
Mateo perdió un ojo cuando lo atacó el cáncer siendo muy pequeño. Después de una operación se animó a salir a las calles terrosas, para encontrarse con niños que le daban la espalda porque los padres de los vecinos les prohibían jugar con él porque pensaban que podía contagiarlos. Años después sus compañeros de la escuela primaria le llamaban tuerto y lo comparaban con un burro al que le faltaba un ojo. Le pegaban y le rompían sus cosas, motivados por un enigma que no entendían pero que debían resolver a golpes: ¿cómo era posible que el tuerto lograra mejores calificaciones? Mateo no denunció los maltratos para no preocupar a sus padres, y creció sin ningún tipo de ayuda que le hiciera posible entender y enfrentar su circunstancia. A José, que fumaba mariguana siendo un niño, sus padres lo corrieron de la casa. Lo abandonó su familia y ninguna institución del Estado estuvo presente para ayudarle a resolver un problema de salud. A Iván, nos relata Moisés, su madre y sus hermanas lo encontraron como un títere frágil, ahorcado en la azotea de su casa. En la escuela, tres niños lo golpeaban y lo molestaban. Nadie dijo nada. No dijeron nada sus compañeros. No dijeron nada sus maestros. ¿Nadie se enteró o a nadie le importó que unos niños se ensañaran con otro niño?
Decir que estas historias de violencia cotidiana tienen un origen en las condiciones de pobreza que persisten en el país sería incurrir en un desafortunado estereotipo. Pero la mayoría es consecuencia de una cadena infausta de circunstancias acumuladas durante décadas: familias pobres habitadas por abuelos y padres que asistieron a la escuela pero la abandonaron, o que nunca pisaron un aula porque desde muy jóvenes tuvieron que trabajar. Hombres y mujeres que crecieron en espacios llenos de tensión porque sus madres y padres no tenían un empleo y en casa había poco o nada, porque el Estado ha fallado en la tarea esencial de facilitar a sus ciudadanos oportunidades para vivir. Si carecían de lo más elemental, ¿cómo aprenderían a entender y respetar a otras personas porque eran diferentes? ¿Cómo entender y respetar a un tuerto? ¿Por qué una familia marginada y hundida en la falta de posibilidades iba a saber entender y ayudar a un hijo que fumaba mariguana? ¿Cuántos Jaimes, otro de los antipersonajes de este libro, están encerrados en prisión bajo acusaciones no probadas? ¿Qué aprende un casi niño en prisión? Para responder esta pregunta, Ale nos entrega la historia “Supernova”, un relato hondo y repleto de detalles sobre la vida criminal en las correccionales.
En Los nadie hay también historias sobre el México tempestuoso de estos días. Los Castillo nos llevan a conocer vecindarios de la ciudad de México donde no hay parques, centros culturales ni espacios deportivos, y el barrio es una máquina que devora jóvenes que robustecen las filas de las pandillas y el narcomenudeo. Y también nos muestran algunas estampas de jóvenes sumidos en la desesperación y el pánico en Monterrey, donde las oportunidades menguan y el reino del narcotráfico parece abarcarlo todo.
El trabajo de Ale del Castillo y Moisés Castillo confirma que los detalles —las historias— en apariencia insignificantes pueden ayudar a entender la fotografía completa que tenemos enfrente y somos incapaces de interpretar. La violencia no sólo es una ráfaga de metralleta, un cuerpo decapitado o colgando de un puente como un despojo. Detrás de ella se esconden razones más profundas que el crimen organizado y el narcotráfico, razones que en el vértigo de los últimos años no hemos explorado con suficiencia. La violencia, nos muestran estos dos jóvenes escritores, parte del sitio más íntimo, la familia, nuestra casa, en donde con extraordinaria frecuencia rondan los fantasmas que nos aterrarán al día siguiente.
WILBERT TORRE,
periodista y escritor
TRASTORNOS ALIMENTICIOS
Lo tenía que sacar
POR ALE DEL CASTILLO
Lucía conoció la violencia en casa. A su padre no le importaba lo que ella pensara o sintiera, de todas maneras nunca tenía razón. Si se equivocaba, venía un golpe; si opinaba sobre algo y no le parecía a su progenitor, seguro merecería algo más.
—¡Lucía, saca al perro a pasear! —le ordenó su papá desde la cama.
—Ahora no, estoy cansada —contestó.
Cuando menos lo esperaba, el hombre se levantó de la cama y se dirigió hacia ella. Primero la cacheteó, luego la pateó, la tomó por el cabello y la arrastró por toda la casa.
Cualquier cosa, por mínima que fuera, representaba una motivación para golpearla.
La relación entre sus progenitores también era violenta: el padre siempre minimizaba a la madre, cometía agresiones verbales y humillaciones. Nunca hubo golpes frente a Lucía y su hermano, pero la mamá amanecía vestida de moretones, que siempre atribuía al contacto accidental con algún mueble.
Su madre era una mujer sumisa que nunca estuvo ahí para Lucía, mucho menos para defenderla; su relación no era la mejor, entre otras cosas, porque la mamá no medía lo violentas que pueden ser las palabras. En Lucía todavía retumban frases como “no te ves bien”, “no salgas con nadie” o “¿para qué tienes amigos?”, las cuales proyectaban la incapacidad de su madre para crecer, y también para mantenerla a ella empequeñecida.
Si cometía un error, la reprimenda era instantánea: “¡Eres una tonta, no sabes hacer nada!”... Lucía creció con esa idea y llegó a creerlo. “Si soy una tonta, si no sirvo para nada, ¿para qué estoy aquí?” Aquellas palabras calaban “muy adentro”.
Cuando su padre regresaba del trabajo, de nuevo comenzaban los problemas: “Tu hija se portó mal y peleó con su hermano”. Entonces el hombre arremetía contra sus dos vástagos y los tundía a nalgadas.
Esos golpes flagelaron a Lucía, y su temor crecía con la posibilidad de cometer más errores. No falta el recuerdo de las matemáticas y la dificultad comprender las fracciones, que al no entenderlas Lucía, se convertían en cachetadas que alguna vez la hicieron sangrar o propiciaron que se orinara por el miedo. Su padre, pensaba que aquella era la mejor manera de educar.
Había una promesa que la llenaba de esperanza: cuando crecieran ella y su hermano, su padre ya no les pegaría más. Pero eso no sucedió.
Su hermano aprendió bien la lección: en la calle —donde él y Lucía salían a jugar—, sin ninguna justificación o razón aparente, se lanzaba a golpes sobre ella, frente a los amigos de la cuadra. Cuando jugaban bote pateado o escondidillas, súbitamente le jalaba el cabello y la tendía en el piso para agredirla y patearla. Lucía se sentía impotente, indefensa... no sabía cómo pedirle que parara.
Los amiguitos del barrio seguían el ejemplo: si jugaban futbol, pasaban junto a ella y le daban una nalgada; algunas veces se le acercaban y la besaban de manera abrupta. Lucía no sabía cómo escapar, se sentía desolada y no tenía a quién contarle lo mal que la pasaba. Su misma soledad la orillaba a permitir que la trataran así. La violencia en su casa, con sus padres, en la calle y en los juegos la dejaban sin escapatoria. No tenía refugio.
Para Lucía todo eso parecía normal: si en su casa lo hacían, “¿por qué afuera no?”, y con esa idea de la vida creció.
A los 11 años todavía era una niña y comenzaba a desarrollarse. Su cuerpo empezaba a tornearse, su periodo menstrual estaba por llegar, los pechos le dolían y mientras eso sucedía pensaba que subía de peso.
Un día, entre juegos, una de sus vecinas le mostró una página de internet cuya música le provocó miedo. El sitio era de Ana y Mía y emitía una melodía “medio diabólica, como de muerte”, recuerda Lucía. Ella no leyó nada del contenido, recuerda haberse espantado y luego cerrar la página. El juego se convirtió en pesadilla.
De aquella tarde Lucía se llevó la tonada en la cabeza y soñó con ella. El sitio web la intrigó y volvió a él para averiguar qué más había. Leyó con detenimiento todos los pormenores y se enganchó. Siguió buscando páginas y así llegó también a los foros.
Cuando menos lo notó, ya estaba haciendo todo lo que se indicaba en aquellas páginas de internet. Cada vez, las instrucciones se hicieron más normales mientras ella descubría que otras compañeras de la escuela también lo hacían. Pensaba: “Pues es algo normal”.
La información consultada hacía que todo pareciera muy sencillo, no había oportunidad de dilucidar que con esas prácticas no te importaba tu vida; la lógica era que si otras niñas sufrían lo mismo y no les había pasado nada, “¿entonces por qué yo no voy a seguir con ese jueguito?”, reflexionaba entonces Lucía.
Poco a poco comenzó a descubrir otras chicas como ella. Pequeñas preguntas le daban la clave: “¿Eso te vas a comer?”, y así descubría que eran varias en las filas de la anorexia. También se daba cuenta que varias de sus compañeras comían y luego iban al baño a provocarse el vómito.
La vecina de Lucía padece anorexia, pero no lo acepta. Lo visible para Lucía era la obsesión con los tés y las pastillas.
Ella se sentía bien. Percibía los afilados huesos de sus caderas y pensaba: “Súper bien, es normal”. Sufría hambre y el estómago le exigía a gritos alimento, pero ella prefería castigarse y pelear consigo misma.
Cuando sentía hambre recurría a las páginas de Ana y Mía, y así mantenía su esfuerzo por no comer. Volvía a las imágenes que había guardadas en su ordenador, imágenes que las mismas páginas de Ana y Mía sugerían para mirar y así encontraba paz con el recordatorio constante: si eres gorda eres una fracasada, si eres gorda eres una ballena a la que nadie va a querer, si eres gorda nunca tendrás novio, si eres gorda nunca vas a ser feliz... Si eso no era suficiente, llamaba a alguna de sus amigas con anorexia, ella planteaba la situación y obtenía una respuesta: “No comas. Y pues ya”.
Mientras tanto, en la escuela recibía halagos como: “¡Qué bonita te ves!”, entonces consideraba: “Lo estoy haciendo bien, aunque sea en algo en mi vida no estoy fallando”.
A los 13 años su relación con la anorexia se agudizó, tiraba la comida y su papá la descubrió. La llevó a pesarse y la báscula marcó 47 kilogramos con 1.54 metros de altura. Primero la golpeó y luego la condenó. “Vas a comer bien”, le dijo su padre y comenzó a llenarla “de comida chatarra, como tacos y así”.
Lucía “no soportaría subir de peso”, no en ese momento, así que pensó: “Órale, me voy a comer todo lo que tú quieras; tú no te vas a dar cuenta y voy a ir a vomitar todo, porque... ¿por qué me lo voy a tragar?” Así empezó con la bulimia. “Ahora tengo que hacer que como súper bien y voy y lo vomito”, pensó como solución.
A los 14 años entró al tercer grado de secundaria. Lucía era muy callada pero algo la animó a acercarse a otras chicas; las escuchaba hablar de Ana y Mía, y en sus cuadernos escribían: “Mía, te amo”.
Miraba sus manos y en sus muñecas descubría pulseras moradas y rojas, tal como lo decían las páginas de internet cuando daban tips para identificar a otras chicas con un trastorno como la bulimia y la anorexia.
Entonces se acercaba a ellas y les solicitaba: “¿Cómo le hacen? Pásenme tips”. Y así toda información era compartida. Nadie asumía que tenía anorexia o bulimia, pero podían verbalizar cosas como: “Yo me llamo Ana” o “Yo soy Mía”.
Después de decir alguna vez: “Yo amo a Mía”, Lucía ahora reflexiona: “¿Yo amo la enfermedad? ¿Yo amo la bulimia? ¿Soy eso? ¿Soy la enfermedad?” Y esos cuestionamientos los responde ella misma: “Creo que eso me hacía sentir como poderosa, decir que tenía una enfermedad aunque no era la realidad”.
En ese entonces ellas poseían algo en común y se hicieron amigas; esperaban la hora del receso y decían: “Pues ahora sí nos acabamos todo”, comían hasta reventar y luego corrían al baño todas juntas.
La sensación de tener algo en el estómago la hacía sentir pesada, y pensaba: “¡No quiero, me vale madres lo que pase, yo quiero ir a vomitar y me vale!”
Al principio sentía pena, cuidaba que nadie la viera o la descubriera y la dinámica era silente y oculta, pero al contar con el refugio y el apoyo de tres de sus amigas, alentar el vómito parecía mucho más seguro. Era considerar: “¡Vamos, vamos, nos urge hacerlo ya, lo tenemos que hacer!”
Entonces una de ellas comenzaba a vomitar, Lucía la escuchaba y se permitía seguir con el ritual. En ese momento ninguna de ellas lo veía “tan mal”, lo veían como “algo normal, algo que hacen las personas”.
En casa no resultaba diferente: terminando de comer, Lucía corría a su habitación, ponía música a un volumen alto y comenzaba a vomitar. Su hermano ya la había descubierto y entonces tocaba la puerta del baño: “¡Ya apúrate, apúrate!” Pero a Lucía poco le inquietaba; pensaba: “No me importa que te des cuenta, que vayas y le digas a mi papá”. Per