Mis confusiones

Rius

Fragmento

Título

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A LO HECHO, PECHO

Aunque usted no lo crea, yo llevo sangre india en mis venas.

—¡Por favor: güero y de ojos azules, blanco como carne de pollo y cara de gachupín! ¿Cómo va a tener sangre india en sus venas, don Rius?

—Ah, pues aunque ponga esa cara de interrogación, así es. Porque resulta que, cuando yo nací, mi papá estaba ya muy enfermo y mi mamá, con tantas preocupaciones y embarazada de alguien que ya no quería (yo iba a ser el quinto), había perdido la leche. No tenía leche que darme, nada de nada. Así las cosas, buscaron a alguien que quisiera darme el pecho con leche calientita y sabor a chocolate, pensaba yo. Y encontraron a una güare, una india purépecha joven y rozagante, supongo. O como fuera, pero que tuviera leche hasta para aventar pa’ fuera. Y así fue. Y puesto que la leche se convierte luego en sangre, yo presumo para pena de los que no simpatizan con la indiada (como toda mi familia de entonces) de tener sangre india en mis venas. Nunca supe el nombre de esa pechugona ni cuánto tiempo me estuvo dando a mamar la chichita, ni si me llegó a agarrar cariño o tirria. El caso es que gracias a ella salí adelante y me encanta relacionarme con los indios (e indias, faltaba más), o al menos con gente de color serio. Aunque a mí me hablan en inglés creyéndome gringo y los indios me ven con la desconfianza que veían a los conquistadores. Conmigo se da la discriminación al revés, lo que no es nada agradable, creo.

De todos modos hoy me resulta extraño que mi mamá, que era de un racismo marca diablo y que trataba casi a patadas a las “güares tarascas”, que consideraba que Zamora era exclusiva para los blancos, haya permitido que una india purépecha (o tarasca, nunca he sabido en qué se diferencian), me haya dado el pecho y haya así contribuido a mi buen crecimiento. Ya que, lo sabemos hoy, no hay mejor leche para los recién nacidos en este valle de lágrimas que la leche materna. Y en este caso, la leche del pecho de una señora de la raza despreciada por mi madre, que tomó su lugar —previo pago, supongo— para nutrir a un encanijado güero de ojos azules.

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Pues esa condición, de haber nacido como güero de rancho, limitó mucho mi acercamiento con los verdaderos mexicanos. Siempre se me ve como un “conquistador”, y en el peor de los casos como un gringo que habla el español sin acento, y eso hace, qué espantoso, que en los destinos turísticos como Acapulco, Cancún o Mazatlán, la gente nativa me hable en inglés y me vea como gente propicia a aceptarles todo más caro. Y lo hemos visto con mi última esposa, Mica, de origen campesino y de un envidiable color serio, sin llegar a ser indígena, sino simple mestiza. Cuando vamos al mercado, hemos acordado que ella vaya adelante y yo atrás, después de comprobar que a ella le dan precio más bajo que a mí. Pero cuando se trata de hacer algún trámite burocrático en alguna oficina, entonces las cosas funcionan al revés: a mí, blanco, güero y de ojos azules, me hacen más caso, y más si esbozo una tímida sonrisa frente a la dueña de la ventanilla. Es la discriminación en ambos sentidos: el taxista morenito y bigotón me trata siempre de cobrar más por la facha de gringo o gachupín que me cargo. Y en el otro sentido, el blanco (mexicano de primera) se dirige a los mestizos o indígenas como si fueran de menor categoría y valieran menos. Todos somos mexicanos, pero en la práctica siempre cuenta, y es definitivo, el color de la piel. Inclusive, cuando se trata de mencionar al Benemérito de las Américas, la gente “bien” lo llama “el pinche indio Juárez”, y hasta al General Cárdenas del Río, el mejor presidente del siglo XX, como era de color café con leche, con más café que leche, le decían el Trompas, pese a haber nacionalizado el petróleo y llevado a cabo una —incompleta— Reforma Agraria, envidia de otros países. Y todo porque mi General se preocupó por “rescatar al indio” y hacerle justicia. Así es, mis valedores: México es un país muy racista, muy conservador y muy discriminador de los indios y aplaudidor de los rubios. Es la tal Maldición de Malinche, que todavía sigue haciendo de las suyas entre nosotros...

Estaba yo hablando de mi mamá, doña Guadalupe Lupe, y no quisiera que se quedaran los lectores con la impresión primera de que era muy racista. Sí lo era, pero tenía otras virtudes que le permitieron sacar adelante, sin esposo y con la animadversión de la familia paterna, a tres mocosos con los que emigró a la muy noble y leal ciudad de México. Es decir, a un mundo desconocido y a veces hostil para con los provincianos como nosotros, que huíamos a la gran ciudad para sobrevivir, por lo menos. Ya pueden imaginarse lo que le costó, en sangre, sudor y lágrimas, a doña Lupe —de escasos 34 años, sabiendo apenas leer y escribir, viuda y bonitilla— salir adelante. No tenía dinero, era de una ignorancia enciclopédica, muy católica eso sí y por ende muy dada a imponer su autoridad a gritos y sombrerazos; reacia a hacer uso de la razón y quedarse con la fe de sus mayores (como es usual en esta sociedad) y teniendo que vivir en un medio desconocido como era la necesaria burocracia. Desde luego reconozco, agradecido, que mi mamá las debe haber pasado horribles para salir adelante, y en cuanto hubo modo y manera de hacerlo, nos preocupamos (mi hermano mayor Antonio y yo) por sacarla de trabajar. A ello contribuyó mayormente que un viejito viudo francés, José André Bellón, de aquellos franceses que llegaron desde Barcelonette y anexas a fundar El Palacio de Hierro, el Centro Mercantil, Paris-Londres, El Puerto de Liverpool y otros parecidos emporios del comercio, se enamorara (o prendara) de la señora Lupe y la pidiera en matrimonio cuando ya tenía ella encima (o a un ladito) como cincuenta años de edad.

Pero no se crea que don Pepito era millonario. No sé por qué se desligó del grupo fundador de los emporios mencionados y se dedicó a atender una modesta zapatería por el rumbo de San Cosme, ahorrando lo suficiente para vivir en casa propia, misma que compartió con la Jefa doña Lupe. ¡Por primera vez en su vida, mi mamá pudo vivir en casa propia y no en cuarto de vecindad! Lo único que tenía mi mamá era un pequeño terreno comprado en abonos como burócrata de Hacienda, y en el que construyó don Pepito una pequeña casa en la colonia Centinela (al principio llamada Miguel Alemán, hasta que a algún líder de la burocracia le dio pena), casita a la que, con mis ahorros de monero, añadí en la azotea un cuarto donde viví acompañándolos, hasta el momento en que (gulp) decidí casarme y hacer mi propia familia. Claro, con el tiempo don Pepito André murió, mi mamá requirió mudarse a vivir a Cuautla por cuestiones del corazón y la presión, y yo (nosotros, Rosita y la recién nacida Raquel) nos quédamos a vivir ahí, pagándole religiosamente (raro para un ateo) la casa en abonos, y con ese dinero y el que aportó mi hermano Antonio, conseguirle a la Jefa un terreno en Cuautla, Morelos.

El resto de la historia es más complicado que fácil de explicar. Basta decirles que con el tiempo me encargué por completo del cuidado de mi mamá; le hice una casita en Cuernavaca donde pasó feliz y alegre los últimos años de su vida. Murió a los 96 años, rodeada de nietos y biznietos y con la pena de que uno de sus hijos se había vuelto ateo, comunista y vegetariano. Poco antes de morir me confesó que yo había sido un hijo no deseado y que me había tenido con la esperanza (de mi padre) de que fuera la mujercita que tanto había deseado (de los cinco que tuvieron, cinco fuimos varones). Así que: ¿qué se puede decir en estos casos?, sólo gulp, creo... o entonar el viejo tango que dice: “Eran cinco hermanos, ella era una santa”.

P. D. Casi adjunto encontrarán un curioso documento de mi papá: una credencial que lo acredita como Agente de Seguros que, más curiosamente, está fechada el año 1934, año de mi nacimiento... y año de su muerte. Falleció el 8 de diciembre, día de las Conchitas, como quien dice (sin alusiones chilenas a la palabreja).

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Título

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ZAMORA LA MICHOACANA

Suena como paletería, pero debo confesar que nací en esa ciudad de Michoacán un 20 de junio de 1934 mientras caía un tormentón de madre y señora mía, y siendo como las 9:45 de la mañana. Aunque a muchos les he contado que nací en un día de campo cerca de Tingüindín, adelantándome a la cigüeña que debía entregarme en Zamora y no en mi querido Tingüindín.

—¿Y por qué esa mentira, don Rius?

—Pus porque Zamora nunca me ha gustado, por mocha y pretenciosa.

Los zamoranos cursientos, que les dicen, han presumido siempre de aristócratas y gente “decente”, menospreciando y tratando a patadas a los indios tarascos que vivían por esos andurriales junto al río Duero, diciéndoles que los habían bajado del cerro (de la Beata) a tamborazos. Zamora es una ciudad muy hipócrita, propiedad casi del clero o de sus descendientes, llena de conventos, iglesias y colegios de monjitas, y donde hay que ser católico declarado para vivir tranquilo. A un amigo muy querido, Roberto Garbuno, que se vio obligado a irse a Zamora para hacer los planos topográficos para una pequeña presa, le hicieron la vida imposible y acabó huyendo de Zamora, de noche y a escondidas. A sus hijos los hostigaron en la escuela. A su esposa le llegaron a negar la venta de todo en las tiendas, y a él lo veían feo y le negaban el saludo. ¿Y saben por qué? Pues porque no había puesto un moño negro en la puerta de la casa que alquilaban, al desconocer, ateo y mal pensado como era, que el Papa no sé qué (creo que era el tal Pío XII) había muerto (y no de vergüenza por no haber defendido a los judíos durante el holocausto nazi, dado que el tal Papa era compadre de Hitler, el que se decía católico). Yo salí de Zamora antes de cumplir dos años de edad, porque los hermanos y hermanas de mi papá nos corrieron a todos, a mi mamá y a sus tres hijitos. Nos negaron el acceso a la casa que había sido de mi papá (nunca supe por qué, pero seguro que fue por cuestiones de billetes) y nos vimos obligados a emigrar al Distrito Federal (México City), donde mi mamá tenía una hermana viviendo y trabajando como recamarera en un hotel de la calle 5 de mayo.

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Entonces, pues, no me considero zamorano, y en dos ocasiones me he negado a recibir la medalla o el reconocimiento como “ilustre zamorano” e hijo putativo de la Noble Villa de Zamora, declarada ciudad por el cura Hidalgo, el de la Independencia, por más señas. Aunque debo decir que, gracias a que la familia paterna nos “perdonó” de no sé todavía qué crimen, nos íbamos —sin mi mamá— a pasar las vacaciones a Zamora, a la casa de donde nos habían corrido en 1936, ubicada, para que lo sepan, en Lerdo de Tejada 39, junto al jardín del Teco, mero donde yo nací. Ahí vine a conocer a mi abuelita paterna, doña Julia del Río, de un genio endemoniado. Y también conocí a mis tías y tíos, a sus preciosas hijas, mis primas, y a un montononal de parientes, algunos más locos que yo. De dos de esos parientes saldrían años más tarde dos personajes de Los Supermachos: doña Eme, que era mi tía Angelita, conocida en Zamora por mocha y rata de sacristía. El otro personaje se basó en Indalecio Haro del Río, primo y boticario, que le daba preferencia a la práctica diaria de confesarse y comulgar en la iglesia más cercana a su botica, que cerraba mientras hacía esas retrógradas religiosidades. Por eso acabó por tronar la botica, pues, ya se sabe, que al ojo del amo engorda el caballo, y en su ausencia enflaquece. La botica fue perdiendo prestigio, y aunque se llamaba Botica de la Providencia, acabó convertida en su mínima expresión.

Otro primo, Trino Ascencio del Río, que estudió medicina para complacer a su padre y que nunca ejerció porque le daba pena ser médico, fue el mejor pariente que tuve en la levítica Zamora, donde por cierto estudió de seminarista Amado Nervo, poeta y diplomático. Trino era un genio, inventor de cosas raras y mecánicas, que nunca pagó el teléfono y la luz porque se la agenciaba con unos aparatos de su invención. También inventó un sistema de cable para captar las señales de la televisión, antes que se inventaran los sistemas de cable en toda la república mexicana. Desde su cama, con un intrincado sistema a base de cordones y alambres, controlaba el mesón del que vivía y donde había procreado nueve hijos, según creo o intento acordarme. Era medio ateo, pero no lo manifestaba en público para no perder el trabajo que tenía, que era dar clases en el colegio de los salesianos para completar el gasto. La conclusión es que a Trino, que se cambiaba pantalón una vez al mes, lo bautizaron como Ciro Peraloca. Murió muy joven, al fallarle el corazón como a sus papás. Dejamos pendiente escribir un libro sobre Zamora y sus habitantes, pues mi primo se sabía al dedillo, o como se diga, la vida y milagros de toda la parentela. La condición que me había puesto el primo era que el libro, que iba a salir firmado por ambos dos, se publicara sólo a su muerte y no antes. Trino apareció en la historieta bajo el nombre de Matatías Garbuno, y físicamente era él: pelón y barbudo, mal vestido y diciendo verdades disfrazadas de locuras incoherentes. Pero confieso que no le hice justicia y sólo apareció una faceta de su personalidad, siendo casi el único pariente que estimé en Zamora la Pretenciosa, donde a principios del siglo XX empezaron a levantar tremenda catedral de estilo gótico o románico, similar a las de España, para presumir de tener la catedral más imponente de México (y hasta del continente, yéndonos más lejos), que vino a terminarse hasta principios del siglo XXI. Nomás que quedó encerrada en medio de casas que no estaban calculadas para estar tan cerca de la iglesiota, así que no luce la pobre y hay que andar pidiendo informes para localizarla en medio de la ciudad antaño levítica (o sea, ciudad que daba, dio y dará curas y monjas en cantidades industriales). Lo de levítica viene de la bíblica tribu de Leví, que tenían la exclusiva de ser los sacerdotes de Palestina.

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Aquella ciudad provinciana que conocí y recorrí cuando era niño, ya no existe. El mentado “progreso” la ha convertido en una ciudad híbrida de casas feas que imitan a la colonia Del Valle del DeEfe (donde echan abajo las viejas casonas de patio y corredores disfrutables), con típicos tejados de barros coloreados y techos con vigas y morrillos, altos y refrescantes. O las tiran y ponen negocios de franquicias importadas. La casa donde nací sigue ahí, impertérrita, muy reformada con modernidades arquitectónicas, esperando quizás —lo más seguro es que no— que pongan una placa donde conste que ahí nació el tal Rius.

En Zamora cada vez queda más lejos el paisaje. Han levantado horribles fraccionamientos a su alrededor, y para salir de día de campo ya casi no hay dónde hacerlo. Los pocos parientes que me quedan, desconocidos para mí, se quejan de que cada vez hay menos zamoranos auténticos, mientras llegan a vivir gentes de pueblos y ciudades vecinas, quizás en busca de la “prosperidad” que trajo la fresa al Valle de Zamora, uno de los más ricos para la agricultura y que proveía de papas a toda la república (de papas para comer, no del Vaticano. Aunque Zamora ya tiene un cardenal, medio pariente nuestro). También Zamora ha dado al mundo un Premio Nobel de la Paz, en la persona de don Alfonso García Robles (otro pariente), y a uno de los mejores futbolistas mexicanos, Rafael Márquez (sin parentesco) y a una runfla de obispos, arzobispos y madres superioras (lo que no es para presumirlo demasiado, pero queda la constancia para que no se diga).

Zamora la Pretenciosa, que siempre pretendió ser la capital del estado, sin poder quitarle nunca a Morelia ese puesto. Zamora la inventora de los chongos zamoranos, de los ates y de los empalagosos huevos reales, también es productora de las delicias llamadas uchepos (tamales da elote) y corundas, esos tamales amarillos de formas caprichosas y únicas, que acompañados de crema, salsa picosa y frijoles se vuelven uno de los más ricos y nutritivos desayunos que recuerda mi panza. O aquellos inolvidables chilaquiles rociados de queso cotija y crema de a de veras, que acompañaban al chocolate en agua (o al revés) junto con las toqueras de queso panela y su buena dosis de frijoles bayos de la olla. ¡Y los vasotes de leche bronca que daban unas natas propicias para convertirse en quesadilla a la menor provocación! No cabe duda que la nostalgia por el terruño pasa por el estómago y se convierte en recuerdos imborrables de la niñez (qué cursi me quedó esto, chihuahua).

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También recuerdo, alborozado y alborotado, que todos los días comíamos lo mismo: caldo de res con calabacitas y ejotes nadando ahí, un plato de arroz, y de plato fuerte la misma carne de res que acompañábamos con los infaltables frijoles de la olla. El mismo menú, sin variaciones, se repetía todos los días de todas las semanas de todos los meses. Sólo cuando era el cumpleaños de alguien se ponían manteles —para presumir con las visitas— y para comer encima del mantel un pollo con mole y arroz con chícharos. Pero en las calles de Zamora se vendían a granel exquisitas rebanadas de chinchayote (la raíz del chayote) rociadas de limón y chile en polvo, y unos deliciosos garbanzos verdes todavía encapsulados dentro de su cáscara individual, saladitos y bien cocidos, que se iba uno comiendo por la calle echando la cáscara donde caía. Otra delicia que conocí en Zamora, cuando lograba meterme a la cantina que frecuentaba mi tío Joaquín sólo antes de comer (para recetarse una sola copa de tequila), eran los cueritos en vinagre que exhibían en preciosos garrafones de boca ancha acompañados de trocitos de manzanas y papas preparadas y cocidas con vinagre. Mi tío sólo me daba a probar los cueritos, nada de tequila. Y sólo en la casa, a la hora de la comida, me concedía la prueba de tantita espuma de la reglamentaria cerveza que todos los días acompañaba la eterna comida de todos los días. Esos son los mejores recuerdos que me llegan todavía de Zamora la Pretenciosa.

Porque lo más bonito de Zamora eran sus alrededores. Pueblitos como Jacona, lleno de huertas de árboles frutales (recuerdo unas limas que les decían macuecas, de las que sólo se comía la gruesa cáscara y se tiraba lo demás), que acabó por unirse a Zamora. O Ario Santa Mónica, donde nació mi mamá, y donde me enteré, en una visita al viejo panteón, que había sido excomulgado. Leía yo una hoja de papel que habían pegado en la capilla del panteón, llamándome la atención que se referían a la revista Siempre!, donde yo trabajaba. El anuncio declaraba que todos los que trabajaban en la susodicha revista estaban excomulgados, al igual que lo estarían los que la leyeran. Alabado sea el señor...

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Y cerquita de Zamora está el maravilloso lago de Camécuaro, de aguas cristalinas que dejan ver las raíces de los árboles que crecen en su seno, o como se llame. En realidad es un preciosísimo manantial que espero no hayan echado a perder las modernidades del progreso plástico que se ha adueñado del país. Chavinda, Atecucario, Ecuandureo, Chilchota, Tangancícuaro, Cotija de los quesotes, para rematar en Tingüindín, donde ya dije que me hubiera gustado nacer. Y como también ya dije que todos esos antaño preciosos pueblitos ya se deben de haber echado a perder con la civilización del automóvil y los plásticos, ya no lo vuelvo a repetir.

Pero lo precioso de esos pueblos se volvía horrible por el ambiente religioso e hipócrita en el que transcurría la vida, dependiendo en todo y para todo de la Iglesia y los ricos. Vivir en Zamora o en sus alrededores era vivir ahogándose por la falta de aire libre, de vida cultural que no estuviera ligada a la Iglesia, señora mandona y dueña de vidas y haciendas. La Iglesia controlaba el cine, calificando previamente a su exhibición todas las películas que se pasaban en los tres o cuatro cines de la localidad. Todas las escuelas eran de tipo religioso y nunca hubo un periódico de izquierda (ni muchísimo menos), pues ni la oligarquía ni la Iglesia (valga la redundancia) lo permitieron.

Recuerdo (nada más de oídas) que a la pequeña zona roja de Zamora se le llamaba “los zumbidos” (sepa por qué) y que era frecuentada —a escondidas— por lo mejor de la sociedad, incluyendo de vez en vez a los canónigos que, según me contó Trino, sólo iban cuando había doncellas por estrenar. Estoy seguro que yo no logro describir aquel ambiente cerrado y a oscuras en que transcurría la vida zamorana. Muchísimo mejor que yo podría haberlo hecho don José Rubén Romero, el padre de Pito Pérez y de tantos otros libros dedicados a Michoacán; o el gran historiador Luis González y González. Zamora sólo ha dado poetas (y bastante mediocres), uno que otro pintor de segunda y muchos curas y monjas. Creo que hasta algún santo obispo o arzobispo, que hasta puede que sea de la familia. La gente en cuanto tiene oportunidad abandona la ciudad y se va a vivir a Guadalajara, que ha dejado de ser tan persignada como Zamora, a Dios gracias (y a Jis y Trino entre otros rebeldes).

Los Sahagún fueron una familia muy contradictoria (ubíquese a Martha Sahagún, que degeneró de paisana mía a esposa del ínclito Vicente Fox) en la que igual se encontraba al matón policía Sahagún Baca, que al padre Sahagún, editor de un semanario más o menos liberal y hasta dentro de la Teología de la Liberación, que al papá de Marthota, declarado ateo por él mismo, y con quien me echaba, ya salido yo de la telaraña católica, sabrosas pláticas en la botica de mi primo Indalecio (bautizado por mí como Andalerrecio por lo nervioso que era). Alguna vez pensé en irme a vivir a Zamora, tentación que deseché rápidamente temiendo que un día me lincharan por hereje, ateo y malpensado. Y francamente soy masoquista, pero no a ese grado.

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Título

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POR VIVIR EN QUINTO PATIO

Pues sí, mis cuates: desde los dos hasta los nueve años me la pasé viviendo en vecindades del DeEfe. Y no me digan que no saben qué son las “vecindades”, porque les contesto inmediatamente lasmadresmentes, como aprendí a decir en ellas. Son algo así como multifamiliares, pero horizontales. Oséase, una colección de cuartos habitados por gente, separados entre sí por paredes más o menos viejas, donde a veces los baños son colectivos. Ya sé que eso no les dice nada, pero créanme que es difícil (al menos para mí) hacer una descripción válida de una vecindad de la ciudad de México. Varias de las que habitamos con mi familia habían sido anteriormente conventos de monjas, con celdas separadas donde vivían y dizque rezaban las monjitas, y que al ser expropiadas por los gobiernos liberales de don Benito Juárez y sucesores, se habían convertido en morada de familias varias. Por ejemplo, la vecindad donde vivimos por los años 1942 y 1943 (en plena Segunda Guerra Mundial), ubicada en la calle de Loreto 19, interior 26, mero enfrente de la plaza de Loreto, contraesquina casi de la iglesia del mismo nombre (toda inclinada hacia un lado), y vecina de la iglesia de Santa Teresita del Niño Jesús (así se llama todavía), igual que el convento adjunto que se volvió multifamiliar. Es decir, para que lo entiendan y no se hagan bolas: en sus buenos tiempos aquello se consideraba como un convento con su iglesia junto. No he logrado averiguar si era un convento de clausura o qué, y a decir verdad ni me interesa. Lo que sí recuerdo es que era un edificio viejo durante varios siglos, de dos pisos, con tres patios y una especie de corral al fondo, donde seguramente, o casi, las monjas criaban gallinas y puede que hasta vacas. En total, en aquel veterano y medio tétrico edificio, había más de 50 departamentos o cuartos habitados por gente humilde. Creo que es lo que en Cuba llaman “solares”, refugios de los que no tienen casa propia ni les alcanza para rentar una casa sola o un departamento más o menos pasable. Nuestro departamentito constaba de dos cuartos. En uno estaba la cocina (una vil estufa de tractolina), el comedor, la sala y una cama de latón donde dormía mi mamá, doña Guadalupe Lupe. El otro cuarto era también grandecito, como de unos cuatro metros de largo por unos tres de ancho, donde dormíamos los tres hermanos Del Río: Antonio, el mayor; Gustavo, el de en medio; y el benjamín, o sea yo.

Los pisos eran de madera, que había que pintar de cada en cuando de un feroz amarillo congo que servía también de desinfectante y contra la polilla y se veía bien bonito los primeros días. Luego se ponía del asco, pero así era la cosa. Al fondo, junto a la sala-cocina-comedor y alcoba materna, había un cuartito con mosaico de cuadritos, que se comportaba como baño gracias al excusado (¿excusado de qué o por qué?) y un minúsculo lavabo. Pero no había regadera ni tina, así que para bañarnos cada sábado mi mamá (a quien desde entonces llamamos la Jefa), tenía que bajar al segundo patio y traer el agua en cubetas para calentarlas (el agua, no las cubetas) en la estufita, y llenar una tina de metal así como de aluminio (pero que no era aluminio) con el agua para bañarnos de uno en uno. No recuerdo cómo se llama el metal ese, blanco y brillante al principio pero que luego se va poniendo de un color gris-mugre. Todavía se les encuentra en las tlapalerías o ferreterías, aunque ya han sido desplazadas por el maldito plástico de colores varios, pero las cubetas y tinas se siguen usando mucho, especialmente para enfriar cervezas. ¡Qué soberano trabajo se llevaba la pobre Jefa para bañarnos cada sábado!, pues el único que podía ayudarla a subir el agua era mi hermano mayor Antonio, que ya tenía doce años cuando yo apenas tenía tres. Ah, porque se me olvidó decir que en las tuberías del baño no había agua y teníamos que usar una cubeta (del mismo material) para el excusado cada vez que se usaba. Después, milagrosamente, los dueños de la vecindad, que eran unos de Guadalajara, arreglaron lo del agua (para subirnos la renta), y ya se pudo tener agua a la mano para usarla en todo lo que se usa el agua.

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Entrevista publicada en revista Zona Rosa.

Todo esto que les he contado y peores cosas, les deben indicar que los Del Río vivíamos en la pobreza. Mi mamá trabajaba en Hacienda, que en esos años estaba dentro del Palacio Nacional, con un sueldo lo que se llama raquítico. No se había vuelto a casar pues sospecho que nadie se animaba a cargar con una viuda con tres hijos, y sólo de vez en cuando recibía ayuda de la tía Nieves, que también sufría penurias para sostener a sus hijos, pero que, trabajando en un hotel, tenía mayores ingresos que mi Jefa. Y que luego la tía Nieves agarró un buen puesto en la Tesorería del DeEfe. ¿Y su marido?, dirán ustedes. Ay, hasta pena me da contarles, pero el presunto le resultó borracho y medio huevón y acabó por morirse sin dejar herencia ni nada. Bueno, esta pequeña digresión familiar fue para acabar de decirles que mi infancia se desenrolló en la pobreza, al grado de que en plena Guerra Mundial tuvimos que ir a comer gratis al comedor familiar que abrieron en el mercado Abelardo L. Rodríguez. A mí no me da pena contarlo, ni he tratado de esconder que fui niño de vecindad del rumbo de La Merced. Es más: a esa edad ni me daba cuenta que éramos pobres de solemnidad, quizás porque todos los que me rodeaban lo eran y no había yo entendido aquello de las divisiones de clases con su lucha adherida, ni entendía yo claramente que había ricos, ni cómo se ganaba el dinero (o se robaba, casi siempre) para dejar de ser pobres. Lo que sí puedo decir es que eso de ser pobre me marcó para toda la vida, y hasta la fecha soy medio tacaño por cuidar todo, digamos, como el jabón, la ropa, la comida no se diga, y trato de ahorrar lo más que se pueda. Pero también debo decir que me sirvió para saber lo que es la pinche pobreza y defender, dentro de lo que se puede, a los pobres. Aunque ya he dejado de serlo por trabajar como descosido desde hace 60 años.

Hasta la fecha, nadie ha sabido reflejar en el cine o la literatura la vida de las vecindades. Ni Ismael Rodríguez, Alejandro Galindo o el mismo Luis Buñuel pudieron captar ni medianamente a los personajes que pueblan los ruinosos cuartos y los quintos patios de los viejos conventos vueltos multifamiliares. Quizás José Revueltas logró acercarse un poco a la realidad escribiendo la miseria en que vivía la gente de las vecindades. Ni Armando Ramírez o José Agustín lograron captar los ambientes sórdidos combinados con relajientos que privaban entre los moradores y mal pagadores que sobrevivían a la todavía no anunciada prosperidad nacional que pregonaban los gobernantes priístas cada seis años. Nosotros vivimos en la parte del Centro Histórico pegada a La Merced, primero en una vecindad de la calle Nacional, luego en otra de Guatemala, atrás de Catedral y, antes de emigrar a otra en Popotla, pasamos muchos años en la enorme vecindad de Loreto, mero frente al jardín del mismo nombre, donde abundaban los judíos y sus primos hermanos, los árabes. Mi infancia se dio entre libaneses y judíos, que atendían la inmensa mayoría de boneterías, tlapalerías, negocios de telas, camiserías, papelerías, pastelerías y negocios similares, propiedad de familias judías llegadas de Polonia, de la temida URSS, Bulgaria y los otros países balcánicos (revueltos con los fugitivos de Siria, Egipto o Líbano). En aquellos tiempos de guerras europeas, cuando los ingleses y franceses luchaban contra los alemanes para quedarse con Europa, miles de judíos y turcos (así llamaban a todos los sirios y libaneses aunque no lo fueran) huían despavoridos para escapar de pogroms y matanzas, buscando llegar a los Estados Unidos, donde miles de paisanos podían ayudarles a hacerse medio ricos. Miles no lo lograban, porque ya Washington estaba cerrando sus puertas a la creciente migración de árabes y judíos. No llegaban a Wall Street y se tenían que conformar con La Merced y La Lagunilla, que se convirtieron en ghettos de supervivencia para los harbanos.

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Recuerdo particularmente una pequeña panadería ubicada en la calle de Loreto, a donde mi mamá me mandaba a comprarle bolillos, gendarmes, besos, roscas, volcanes, rejas, conchas, ladrillos, teleras, calzones, carlotas y otras delicias de pan de dulce a un viejo judío que apenas hablaba español, pero que nunca se equivocaba al darme el cambio. También recuerdo un negocio, combinación de papelería y bonetería, propiedad de la familia Henaine, mero frente a la Academia de San Carlos, donde vendían toda clase de juegos de mesa. Que Serpientes y Escaleras, El Coyote, la Oca, Damas Chinas e Inglesas, Parkases y etcétera, a los que, años más tarde y cuando yo empezaba a dibujar, les hicimos (con mi hermano Gustavo) dibujos para unas Damas Chinas y un Coyote, que nunca nos preocupamos por recoger, ya impresos y encartonados. Uno de los dueños era Gaspar Henaine, convertido más tarde en el famoso Capulina, cómico del cine mexicano que perpetró innumerables y espantosos churros. En ese añorado barrio de La Merced aprendimos mil cosas de la vida real, rodeados de putitas, cargadores, timadores, pachucos, limosneros, vendedores de pájaros enjaulados, policías (a quienes llamábamos por su nombre) y viejas beatas que habitaban las innumerables iglesias que desde entonces persisten en las calles de Loreto, Santa Inés, Academia, Uruguay, Pino Suárez o Isabel la Católica. Por todas esas históricas calles transcurrió mi infancia, compartiendo con escuincles judíos y libaneses partidos de fut en el jardín de Loreto o juegos de béisbol que hacíamos en los llanos de Balbuena con manoplas de tela que elaboraban nuestras mamás con retazos de telas sobrantes que regalaban los boneteros de Correo Mayor o Justo Sierra, o visitas alborozadas al “cinito” que pasaban en la todavía inclinada iglesia de Loreto, a la hora de la doctrina para ver los carcajeantes cortos de Chaplin o Buster Keaton o las más carcajeantes hazañas de La Pandilla. En todas esas actividades todos éramos mexicanos: sólo nos dábamos cuenta que unos eran judíos porque los sábados los veíamos entrar a la sinagoga, contraesquina de la vecindad. Eran otros tiempos, pues...

Fueron mis tiempos de vecindad pobre y mugrosa. En la de Loreto, que casi era un ghetto de familias michoacanas y jalisquillas que llegaron al DeEfe huyendo de la Guerra Cristera, donde se mataban católicos de civil y católicos de uniforme militar para defender (entre comillas) la fe convertida en negocio de los padrecitos y obispos. Pero en aquella vecindad, hoy desaparecida y convertida en estacionamiento, había también una escuela de ciegos que contenía un enorme salón donde funcionaba también una curiosa orquesta de jazz, de puros cieguitos. Bueno, de jazz mexicanizado, jazz de swing bailable combinado con bolero, que yo oía cuando lograba colarme a los ensayos, embelesado de aquella música que no se parecía a la que sonaba en los radios tan escasos que había en la vecindad. Sospecho que ahí nació mi fanática afición al jazz, que sigo cultivando más que alegremente.

También recuerdo con agrado a un niño tapatío jorobadito que tenía una extraña aptitud para improvisar diálogos y que había fabricado con cajas de madera y huacales un “teatrito” donde los actores eran títeres de barro (que se conseguían en una tiendita de la calle de Guatemala), con los que ponía en escena obras teatrales de su invención. Cada sábado el jorobadito (de 10 o 12 años) convocaba a todos los escuincles de la vecindad y, por un centavo la entrada, nos llevaba a un mundo de fantasía con dragones, caballeros andantes y princesas de la mejor sociedad y genios embotellados que tenían aventuras con parientes de Alí Baba y Las mil y una noches. Ya cuando tuvimos que emigrar a la otra vecindad de Popotla, le perdí la pista y a la fecha ya ni me acuerdo de su nombre. O sea, como notarán ustedes, que la susodicha vecindad de Loreto 19 tenía sus rincones culturales de música y teatro, limitados pero funcionando con todo y sus asegunes. Otras actividades culturales, como el cine, se encontraban afuera en los ya desaparecidos salones que llenaban el Centro Histórico de la anciana Ciudad de los Palacios.

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Cines que ya no recuerdo bien a bien, como el Goya Mundial, Máximo, Granat, Capitolio y muchos más, donde en la proletaria gayola veíamos las series de caballitos, gánsters y policías de la Keystone persiguiendo a Chaplin, por dos centavos dos. De esa cantidad era nuestro “domingo”: dos centavos, que las más de las veces invertía en ver alguna película que alimentara las ansias infantiles por conocer y vivir otros mundos y planetas. Aunque de repente prefería invertir mis dos centavos en cacahuates garapiñados y triangulitos de panocha.

De libros ni me pregunten, porque me da pena confesar que sólo conocía los que se exhibían en las vitrinas de Botas Ediciones (o al revés), que estaba a una cuadra de la casa, en la calle Justo Sierra. Me acuerdo vagamente de las portadas de los libros del Dr. Atl, Mariano Azuela o Gregorio Fuentes y Fuentes o algo así, con dibujos alusivos a una cosa parecida a una revolución. Me conformaba con verlos, porque con dos centavos de domingo, ni en sueños... Y además de los ademases, eran de esas librerías donde daba miedo entrar donde los libros se exhibían “de lejecitos” y pocos se animaban a apersonarse en un mostrador y pedir un libro para leer. Todas las librerías que yo recuerdo eran así, y no había la posibilidad, como la hay ahora, de meterse en una librería “abierta” donde se pueden tentar, hojear y hasta leer en pedacitos, los libros que nos puedan interesar... y comprar. O robarse, en el último de los casos.

Mis primeras impresiones (o lecciones) de erotismo las recibí al descubrir, detrás de las enormes puertas de madera que dividían los patios, a parejitas practicando el abacho becho (y a veces el intento apresurado de coito “de pie”), cuando no les alcanzaba para el hotel de paso que estaba en la esquina, y donde las putitas del rumbo llevaban a sus clientes para hacer travesuras.

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6

MI RUTA INFANTIL

Seré breve para no aburrirlos. Del 34 al 36 fui niño de brazos en Zamora. Del 36 al 44 viví en vecindades y asistí a la fuerza a varias escuelas particulares de segunda categoría. Ya dije que no teníamos dinero y la Jefa no quería meternos a escuela de gobierno, porque eran “socialistas”, o sea comunistas. Pero me consiguieron beca o ayuda de unos millonarios dueños de fábricas de telas, los Del Valle, y entonces estuve internado dos años con los salesianos en Huipulco. Luego, del 45 al 51 me metieron a un seminario, primero en Venta de Cruz, Hidalgo, luego en Tlaquepaque, Jalisco, a estudiar para cura. No me aguantaron como descreído y rebelde, así que del 51 en adelante me volví chino libre, lejos de curas y crucifijos, sin confesiones ni comuniones que practicar y con miles de libros por leer.

Porque, válgame Dios, pero en el seminario (que le llamaban Aspirantado, no sé por qué) no teníamos permitida más lectura que las horrorosas vidas de santos. Ni la Biblia podíamos leer. Y con eso de que éramos puros hombres y ninguna mujer, la libido que como se sabe aparece con fuerza en la adolescencia, se nos manifestaba en serio. Aunque ahora me han dicho que ponían no sé qué sustancia en los tinacos para que al beberla se nos aplacaran un poco los deseos sexuales y de los otros (parece que es algo que ponen también en los cuarteles militares, si me acuerdo se los digo). Entonces a veces recurríamos a la corrientez de la masturbación, algo normal creo en esas situaciones de emergencia extrema. También nos enterábamos que algunos de los profesores que se auto llamaban “superiores” eran homosexuales, y se la pasaban (algunos) echando mano a los que se dejaban. Hasta había alguno que pagaba con caramelos y chocolates los favores recibidos (o dados, según el caso). Ya ven ustedes cómo es eso del mundo gay, como se les dice ahora a los mariconcitos. A mí que me esculquen, pero me defendí bastante para no caer en esas prácticas que, sinceramente les digo, no se me antojan. Aunque he tenido muchos amigos de ese equipo, pero nunca me han solicitado. Será por lo feo.

Y los curiosos se preguntarán: ¿y cómo le hacía don Rius para resolver el problema de la sexualidad que, como todo mundo cree saber, se manifiesta durísima a esa edad? Pero si ya se los dije, ¿para qué vuelven a moler con eso? ¡Nos puñeteábamos, nos la chaqueteábamos cuando nadie nos veía! Me acuerdo todavía que en la penumbra de una obra de teatro que estábamos viendo, todos sentados en duras bancas, nunca faltaba alguien que se estaba tejiendo alegremente una pajuela, que le dicen también al acto de autosuperación personal. También me acuerdo de una vez que, urgido de hacer del dos, abrí la puerta de uno de los baños y me encontré con Rafael Rodríguez López, hoy famoso licenciado y anticomunista de oficio, haciéndose una manuela con toda pulcritud, o al revés. No había de otra. Sólo cuando salíamos de vacaciones, que era cuando había oportunidad de ir al cine a ver películas “no aptas para adolescentes ni menores de edad”, intentábamos tímidamente sentarnos junto a alguna mujer, con vayaunoasaber qué malévolas intenciones. Que se quedaban en eso: en puras y santas intenciones.

Cuando salí del Aspirantado (ya estábamos en San Pedro Tlaquepaque, Jalisco, pegadito a Guadalajara) y cuando salíamos de paseo, pasábamos a fuerza por la zona roja. Casi a la carrera para no pervertirnos, inocentes y desconocedores como éranos. Pero no dejábamos de darnos cuenta que esas mujeres con harto colorete y rímel y labios pintados se dedicaban a la venta de su cuerpecito para sobrevivir a la perra vida. Que su trabajo, luego lo supe, era abrir las piernas y ser penetradas. O penetradas, mejor dicho. No tengo, pues, mucho que contarles a los morbosos lectores. Salí virgen del seminario, pero con todas las inquietudes del caso. También salí sin acné o espinillas, que en mi familia nunca se dieron, no sé por qué. A la mejor por turbarse más de la cuenta...

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7

EL TÍO GUSANO

Alguien llegó a pensar —posiblemente como broma— que aquel viejo tango que decía “...eran cinco hermanos, ella era una santa, eran cinco besos que cada mañana rozaban muy tiernos los hilos de plata de una viejecita...”, se lo habían escrito a mi mamá. Y es que, efectivamente, fuimos cinco hijos varones, y yo el último, considerado más como “hijo no deseado”. ¿Por qué? Pues porque, como ya lo medio expliqué, mi santa madre ya no quería saber de más chilpayates que criar con mi santo padre casi en agonía, amenazando con dejarla viuda. De los cinco, dos se fueron rápido de la escena, a los tres o cuatro años, dada la tremenda ignorancia médica d

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