En esto creo

Carlos Fuentes

Fragmento

Amistad

Amistad

Lo que no tenemos lo encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia. No soy en ello diferente de la mayor parte de los seres humanos. La amistad es la gran liga inicial entre el hogar y el mundo. El hogar, feliz o infeliz, es el aula de nuestra sabiduría original pero la amistad es su prueba. Recibimos de la familia, confirmamos en la amistad. Las variaciones, discrepancias o similitudes entre la familia y los amigos determinan las rutas contradictorias de nuestras vidas. Aunque amemos nuestro hogar, todos pasamos por el momento inquieto o inestable del abandono (aunque lo amemos, aunque en él permanezcamos). El abandono del hogar sólo tiene la recompensa de la amistad. Es más: sin la amistad externa, la morada interna se derrumbaría. La amistad no le disputa a la familia los inicios de la vida. Los confirma, los asegura, los prolonga. La amistad le abre el camino a los sentimientos que sólo pueden crecer fuera del hogar. Encerrados en la casa familiar, se secarían como plantas sin agua. Abiertas las puertas de la casa, descubrimos formas del amor que hermanan al hogar y al mundo. Estas formas se llaman amistades.

Porque creo en este valor iniciático de la amistad me llama la atención el cinismo filosófico que la acompaña como una nube negra. Oscar Wilde emplea su temible don de la paradoja para decir de Bernard Shaw que no tiene un solo enemigo en el mundo, pero ninguno de sus amigos le quiere. Para Byron, la amistad es, tristemente, el amor sin alas. Y si la amistad puede convertirse en amor, lo cierto es que el amor rara vez se convierte en amistad. Al amigo, dice la sabiduría popular, hay que recibirlo con alegría y despedirlo con prisa. Si es huésped, a los tres días, como los cadáveres, apesta.

Yo creo que hay más dolor que cinismo en las amistades perdidas. Los sentimientos descubiertos y compartidos. La ilusión de sabiduría confirmada que nos proporciona un amigo. La constitución de la esperanza que sólo nos otorga la juventud compartida en la amistad. La alegría de la banda, la cuatiza, the gang, l’équipe, la chorcha, la patocha. Los lazos de unión. La complicidad de las amistades juveniles, el orgullo de ser joven y, si se es ya joven sabio, la voz admonitoria de la propia juventud cuando es vieja amistad. Aprendamos a gobernar el orgullo de ser jóvenes. Un día no lo seremos y necesitaremos, más que nunca, a los amigos.

Dos edades abren y cierran la experiencia de la amistad. Una es la edad juvenil, y mi “disco duro” recuerda nombres, rostros, palabras, actos de compañeros de escuela. Pero lo que recuerdo no rebasa todo lo que he olvidado. ¿Cómo no celebrar que, sesenta años más tarde, mantenga un vínculo con mis primeros amigos de la infancia (una infancia errante, de familia diplomática, una peregrinación atentatoria contra la continuidad de los afectos)? Aún me escribo con Hans Berliner, un niño judío alemán que llegó a mi escuela primaria en Washington huyendo del terror nazi y fue objeto de esa crueldad infantil ante lo diferente. Era moreno, alto para su edad, pero usaba, como los niños europeos de esa época, calzón corto. Para el niño norteamericano, no era “regular”, es decir, indistinguible de ellos mismos. Yo perdí mi popularidad inicial cuando el presidente Cárdenas nacionalizó el petróleo en 1938 y me convertí —por primera pero no única vez en mi vida— en sospechoso comunista. La exclusión nos unió, a Hans y a mí, hasta el día de hoy. La geografía nos separó pero en Santiago de Chile, adolescente ya, encontré pronto equipo, banda, chorcha, patocha, en los muchachos que preferíamos la lectura y el diálogo a los rudos deportes enlodados de nuestra escuela inglesa, The Grange, al pie de los Andes, regida por capitanes ingleses convencidos de que la batalla de Waterloo se ganó en los campos deportivos de Eton. Recuerdo los nombres de todos, las caras de todos —Page, Saavedra, Quesnay, Marín— pero sobre todo Torretti, Roberto, mi compañero intelectual, literario, con el cual escribí, al alimón, nuestra primera novela. Ésta se perdió en los baúles testamentarios de la madre de Roberto, pero Torretti y yo nos seguimos escribiendo y mantenemos, hasta el día de hoy, diálogos vivos en Oaxaca o Puerto Rico, y diálogo escrito entre México y Santiago. Él es un extraordinario filósofo y su amistad me retrotrae siempre a esos años juveniles en una escuela inglesa, a fingidas aventuras de mosqueteros en el palacete de la embajada de México y a otras memorias más lejanas o más dolorosas. Conocí allí a José Donoso, mayor que yo, futura gloria de las letras chilenas. No sé si él me conoció a mí. Y conocí, en una escuela anterior, el dolor de un amigo íntimo desaparecido a los doce años de edad, dejándome desolado ante la primera muerte de un hombrecito de mi edad. Aunque tan desolado como me dejó el destino de otro niño, físicamente deforme, objeto de burlas y golpes, a quien me atreví a defender, descubriendo así otra dimensión de la amistad: la solidaridad. Que después del cuartelazo atroz del atroz Pinochet ese muchacho, ya hombre, haya sido torturado en los campos de la muerte del sur de Chile, sólo aumenta mi horror ante la crueldad humana pero también mi ternura y compasión hacia la realidad misma de eso que llamamos y debatimos “amistad”.

Porque todos, en grado menor o mayor, hemos traicionado o sido traicionados por la amistad. Las bandas se desbandan y los íntimos amigos de la juventud pueden convertirse en los más alejados e indiferentes fantasmas de la edad adulta. Y es que no hay nada más traicionable que la amistad. Si hiciésemos la lista de los amigos perdidos, las apostillas dirían indiferencia, odio, rivalidad, pero también épocas distintas y distancias épicas. Dirían muertes. ¿Por qué los abandonamos? ¿Por qué nos abandonan ellos? Viéndolo bien, hay poca amistad en el mundo. Sobre todo entre iguales. William Blake lo decía de manera incomparable: tu amistad me hiere demasiado. Por favor, sé mi enemigo. Porque si la amistad, en su origen, es disposición, generosidad, apertura a reunirnos con otros, no deja de ser, al mismo tiempo, un rechazo secreto e insinuante de esa misma intimidad cuando es sentida como dependencia. Wordsworth habla de las “horas primitivas” de la vida, durante las cuales vivimos una paradoja que nos arroja al camino de la suerte a la vez que nos protege de sus accidentes. Accidentes, a veces, del humor. Sargent pudo decir que cada vez que pintaba un retrato perdía un amigo. Y el famoso canciller británico, Canning, le daba a la amistad un giro diplomático vigente. Sálvame del amigo sincero, rogaba. Es cierto: en la diplomacia y en la política, confiar en la amistad es exponerse al error. En el poder se concentran las leyes que destruyen con más seguridad a la amistad. La traición. El arrepentimiento. La deserción. El campo de cadáveres que va dejando el uso del abuso. Las trincheras abandonadas que va dejando la indiferencia de la fuerza. Y siempre, la tentación del humor cruel. Malraux a Genet: Que pensez-vous vraiment de moi? Genet: Je ne vous aime assez pour vous le dire.

No son éstas lecciones inútiles. Los terrenos más yermos florecen para indicarnos que, en cuestiones de amistad, hay que darle cabida, en ocasiones, a la sabiduría del Eclesiastés y admitir que aun las heridas de un amigo pueden ser heridas fieles. Y que con el amigo podemos exponernos a decirle por qué no lo queremos. Al enemigo, en cambio, nunca se le debe dar esa satisfacción. Pero lo terrible de la pérdida de la amistad es el abandono de los días a los que ese amigo les dio sentido. Perder a un amigo se vuelve, entonces, literalmente, una pérdida de tiempo. Esperanzas excesivas, celos de los triunfos ajenos. Es tiempo de regresar a la amistad sabiendo que exige un cultivo cotidiano a fin de rendir sus frutos maravillosos. Establecer simpatías y gozar afinidades. Obsequiarnos serenidad unos a otros. Obligarnos a una disciplina jocunda para mantener la amistad. Descubrimiento con los amigos de las potencias del mundo y del deleite de compartir las horas. Reír con los amigos. Vivir la amistad como invitación permanente a aceptar y ser aceptados. Y reclamar internamente una posible perfección de la amistad al abrigo de todo atentado. Vivir la compañía de los amigos sin permitir ninguna ocasión de vergüenza al día siguiente, ni que se hable mal de los ausentes. Defender a la amistad contra celos, envidias, temores. Y estar de acuerdo en no estar de acuerdo —agree to disagree—. Las diferencias deben aumentar la amistad y el respeto mutuos. El trato inteligente entre amigos no admite ambición, intolerancia o mezquindad. Amistad es modestia digna, es imaginación y es generosidad. Y a veces, por qué no, es todo lo contrario. Orgullo. Naturalidad pasiva. Avaricia del afecto.

Digo “naturalidad pasiva” y se me ocurre que siendo el diálogo una de las fiestas de la amistad, el silencio lo puede ser también. Es una enseñanza de mi amistad con Luis Buñuel. Al principio, pensé que sus lagunas en el curso de una conversación generalmente muy animada era una falla mía, un reproche de él. Llegué a saber que saber estar juntos sin decir nada era una forma superior de la amistad. Era respeto. Era reverencia. Era reflexión opuesta al mero parloteo. No somos, instantáneamente, pericos. Seremos, momentáneamente, filósofos… ¿No eran estoicos, ambos de Córdoba, Séneca y Manolete?

Esta experiencia de la amistad como silencio reflexivo y respetuoso me conduce a un filo inevitable en el que la frontera entre estar con mis amigos y estar solo separa nuestras vidas. Si la amistad es el nexo entre la vida en común y la vida del yo, éste tiene que reclamarle soledad a la amistad. Es natural: exigimos para nuestro ser la pasión, la inteligencia o el amor que reconocemos en la mirada del amigo. Las simpatías, los movimientos de acercamiento, tienen un límite: yo mismo. Regreso a mí, a mi desconsuelo pero también a mi propio poder. Recuerdo con nostalgia el amanecer de la infancia compartido con los amigos. ¡Qué difícil es mantenerlo de adultos! Repaso los momentos de las rupturas con dolor inevitable. Las horas no son las mismas. Los caminos se han desviado. Pero no puedo evitar la limosna que el propio yo le exige, al cabo, a la fortuna de la amistad. Pues, ¿no sabíamos ya, secretamente, desde el principio, que un día sentiríamos ante el amigo la necesidad de renovar la vida? ¿No sabíamos desde siempre que con íntimo desasosiego, casi con vergüenza, portamos una imperfección que no podemos revelar ni compartir con el amigo más entrañable?

Le entregamos entonces, paradójicamente, nuestra imperfección al mundo y nuestra vergüenza a la sociedad con la esperanza de que otra forma de amistad, la de pertenecer a la vida en común, nos redima. El artista, por definición, aprende muy pronto a soportar la soledad en nombre de la creación de la obra. Pero más ampliamente es la propia amistad lo que nos obliga no sólo a reconocer nuestros límites, sino a entender que los compartimos. Somos amigos en comunidad: nos necesitamos. Con razón decía Thoreau que tenía tres sillas en su casa. Una, para la soledad. Otra, para la amistad. Y la tercera, para la sociedad. Saber estar solo es la contrapartida indispensable y enriquecedora de saber estar con amigos.

La soledad no es la única contrapartida de la amistad. Lo es también la muerte. Así como recuerdo fielmente a mis más remotos amigos de la niñez, otorgo una memoria constante a esos viejos amigos ya partidos que fueron, además, mis maestros. Mi generación recuerda con verecundia latina a dos grandes maestros de nuestra juventud. El mexicano Alfonso Reyes y el español Manuel Pedroso. Dos sabios que además eran amigos. Su enseñanza intelectual era inseparable de su enseñanza cordial. No esperaban, como los falsos maestros, idolatría sin contradicción. Esperaban y solicitaban la reconquista de la propia juventud a cambio de nuestra propia conquista del saber y experiencia cordiales, de su vejez. Volvíamos a descubrir, con Reyes, pequeño y redondo, con Pedroso, alto y angular, que la amistad significa perdurar en la vejez —o en el tiempo—. Que siempre falta descubrir más de lo que existe. Que la amistad se cosecha porque se cultiva. Que nadie hace amigos sin hacer enemigos, pero que ningún enemigo alcanzará jamás la altura de un amigo. Que la amistad es una forma de la discreción: no admite la maledicencia que maldice al que la dice, ni el chisme que todo lo convierte en basura. Amistad es confianza. (Es más vergonzoso desconfiar de los amigos que engañarlos, escribió La Rochefoucauld.) Que la amistad, para ser cercana, nos enseña el camino del respeto y de la distancia. Aunque la amistad autoriza a amar y detestar las mismas cosas.

Así, las épocas de la vida se van midiendo por los grados de afinidad íntima que mantenemos a lo largo de nuestras edades. Se olvidan amigos remotos en el tiempo. Se abandonan amigos de la juventud que no crecieron al mismo ritmo que nosotros. Se buscan amigos más jóvenes para adquirir el paso de una vitalidad que biológicamente se aleja. Buscamos a amigos de toda la vida y ya no tenemos nada que decirnos. Vemos la decadencia de viejos y queridos amigos a los que ya no reconocemos o que ya no nos reconocen. Pero cuando la edad aleja es sólo porque nos está esperando. Vuelven a brillar en el ocaso las luces de la primera juventud. En medio, quizás, de una bruma distante, recordamos las afinidades, descubrimos juntos cuanto existe, reconquistamos la juventud, volvemos a ser banda, cuatiza, chorcha, patocha, barra, gang. Volvemos a cosechar las pasiones y a subyugar las rebeliones. Y miramos con nostalgia las antiguas horas de la amistad, como si nunca hubieran sido…

Amor

Amor

En Yucatán, el agua nunca se ve. Corre subterráneamente, bajo una frágil capa de tierra y piedra caliza. A veces, esa delicada piel yucateca aflora en ojos de agua, en líquidos estanques —los cenotes— que dan fe de la existencia del misterioso flujo subterráneo. Creo que el amor es como los ríos ocultos y los surtidores sorpresivos de Yucatán. Nuestras vidas se asemejan a veces a infinitos abismos que no tendrían fin si en el lecho mismo del vacío no corriese un río, plácido y navegable a veces, ancho o estrecho, precipitado otras, pero, siempre, abrazo de agua que nos impide desaparecer para siempre en la vastedad de la nada. Oportunidad y riesgo de nadar en vez de riesgo sin oportunidad de nada.

Si el amor es ese río que fluye y mantiene la vida, ello no significa que el amor y sus atributos más preciados —el bien, la belleza, el afecto, la solidaridad, el recuerdo, la compañía, el deseo, la pasión, la intimidad, la generosidad, la voluntad misma de amar y ser amados— excluyan lo que parecería negarlo: el mal. En la vida política es posible convencerse de que se actúa por amor a un pueblo para acabar destruyendo a ese pueblo y concitando el odio —desde adentro y desde afuera—. No dudo, por ejemplo, que Hitler amaba a Alemania. Pero desde Mein Kampf hizo saber que amar a Alemania era inseparable del odio a cuanto Hitler veía como opuesto a Alemania. El amor alimentado por el odio a los demás se hizo explícito en una política del mal sin parangón en la historia. Desde un principio, Hitler declaró que practicaría, para procurar el bien, una política del mal. No lo disimuló, al contrario de Stalin, quien se envolvía en la bandera de una ideología occidental humanista —el marxismo— para perpetrar un mal comparable al de Hitler, pero que no se atrevió a decir su nombre. El amor al mal de Hitler condujo a un apocalipsis wagneriano en medio del Berlín en llamas. El amor al mal de Stalin se tradujo en el lento derrumbe de un Kremlin de arena deslavado por las olas, lentas pero constantes, de la misma historia que la Dictadura del Proletariado pretendía encarnar. El nazismo se derrumbó como un espantoso dragón herido. El comunismo soviético se arrastró a la muerte como un gusano enfermo. Fafner y Oblómov.

El Marqués de Sade también propone un amor al mal que solicita el placer del cuerpo para fundar el dolor del cuerpo y su desaparición mortal. El amor sadista, nos dice el Marqués, podrá ser un mal para la víctima, pero es un supremo bien para el verdugo. Sade, sin embargo, no pretendía llevar su visión monstruosa del mal como bien a la práctica. No era un político, era un escritor, casi siempre encarcelado, incapacitado, pues, para actuar, salvo en el reino de la fantasía. Allí era el monarca de la creación. Y nos advierte: “Soy un libertino, pero no soy un delincuente ni un asesino.”

Hay otra forma disfrazada del mal presentado como amor. Consiste en imponer nuestra voluntad a otro “por su propio bien”, es decir, por amor a quien, desviando de su propio destino, despojamos de la libertad en nombre del amor. Tema constante en la literatura, para mí nadie lo encarnó con tanta lucidez como un autor que apasionó mi juventud, François Mauriac.

Thérèse Desqueyroux, Le désert de l’amour, Le noeud de vipères, Le baiser au lépreux, Le Mal mismo, son novelas de un mal pervertido que, proponiéndose hacer el bien, destruye o rebaja la capacidad de amar manipulada por la religión, el dinero y, sobre todo, la convención social y el fariseísmo. Thérèse Desqueyroux, en el colmo de este drama de las buenas intenciones empedrando los infiernos, asesina en nombre de una antigua falta para rescatar la hubris familiar al precio de su propia salud. La sociedad, la familia, el honor, determinan así, en nombre del amor debido a esas instituciones, la esclavitud erótica y el crimen pasional de la heroína.

El elogio del amor como realidad o aspiración suprema del ser humano no puede ni debe olvidar la fraternidad del mal aunque, en esencia, la supera en la mayoría de los casos. La aplaca, pero nunca la vencerá del todo. El amor requiere una nube de duda contra el mal que lo acecha. Pero no sólo esa nube, sino la rabia misma del cielo, se disipan en el placer, la ternura, la ciega pasión a veces, la felicidad así sea pasajera, del amor tal y como lo vivimos los hombres y las mujeres. La más viva pasión amorosa puede degenerar en costumbre, en irritación a lo largo del tiempo. Una pareja empieza a conocerse porque ante todo se desconoce. Todo es sorpresa. Cuando ya no hay sorpresas, el amor puede morir. A veces, aspira a recobrar el asombro primerizo pero acaba dándose cuenta de que, la segunda vez, el asombro es sólo la nostalgia. Acomodarse a la costumbre puede ser visto por algunos como una pesada carga —un desierto final, repetitivo y tedioso cuyo único oasis es la muerte, la televisión o la recámara aparte—. Pero ¿cuántas parejas, también, no han descubierto en la costumbre el amor más cierto y duradero, el que mejor acoge y cobija la compañía y el apoyo que también son nombres del amor? ¿Y no es otro desierto, ardiente de día pero helado de noche, el de la pasión sin tregua, mortificante al grado de que los grandes protagonistas del amor romántico prefirieron la muerte joven y apasionada en su clímax, que la pérdida de la pasión en la grisura de la vida cotidiana? ¿Pueden envejecer juntos Romeo y Julieta? Quizás. Pero el joven Werther no puede terminar sus días viendo Big Brother en televisión como única forma de participación vicaria en pasiones menos dormilonas que la suya.

El amor quiere ser, por el mayor tiempo posible, plenitud de placer. Es cuando el deseo florece por dentro y se prolonga en las manos, los dedos, los muslos, las cinturas, la carne erguida y la carne abierta, las caricias y el pulso ansioso, el universo de la piel amorosa, reducidos los amantes al encuentro del mundo, a las voces que se nombran en silencio, al bautizo interno de todas las cosas. Es cuando no pensamos en nada para que esto no termine nunca. O cuando pensamos en todo para no pensar en esto y darle su libertad y su más larga brevedad al placer carnal cuando le damos la razón a san Agustín, sí, el amor es more bestiarum, pero con una diferencia: sólo los seres humanos (complicaciones aparte) hacemos el amor dándonos la cara. Para el animal no hay excepciones. Para nosotros, la excepción animal es la regla humana.

¿Cuándo es mayor la felicidad del amor? ¿En el acto de amor o en el salto adelante, en la imaginación de lo que sería la siguiente unión amorosa? ¿La alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el deseo pleno, aumentado por el amor, de un nuevo acto de amor: felicidad? Este placer del amor nos deja asombrados. ¿Cómo es posible que el ser entero, sin desperdicio o abandono alguno, se pierda en la carne y la mirada del ser amado y pierda, al mismo tiempo, todo sentido del mundo exterior al amor? ¿Cómo es posible? ¿Cómo se paga este amor, este placer, esta ilusión?

Los precios que el mundo le cobra al amor son múltiples. Pero, como en los teatros y los estadios, hay precios de entrada diferentes y butacas de preferencia. La mirada es boleto imprescindible del amor. Por los ojos entra el amor, dice el dicho. Y en verdad, cuando amamos, todo el mundo huye de nuestra mirada. Sólo tenemos ojos para el ser amado. Una noche en Buenos Aires descubrí, no sin pudor, emoción y vergüenza, otra dimensión de la mirada amorosa: su ausencia. Nuestra amiga Luisa Valenzuela nos llevó a mi mujer y a mí a un sitio de tango en la larguísima avenida Rivadavia. Un salón de baile auténtico, sin turistas ni juegos de luces, las cegadoras strobelights. Un salón popular, de barrio, con su orquesta de piano, violín y bandoneón. La gente sentada, como en las fiestas familiares, en sillas arrimadas contra la pared. Parejas de todas las edades y tamaños. Y una reina de la pista. Una muchacha ciega, con anteojos oscuros y vestido floreado. Una Delia Garcés renacida. Era la bailarina más solicitada. Dejaba sobre la silla su bastón blanco y salía a bailar sin ver pero siendo vista. Bailaba maravillosamente. Le devolvía al tango la definición de Santos Discépolo: “Es un pensamiento triste que se baila.” Era una forma bella y extraña de amor bailable, simultáneamente, en la luz y en la oscuridad. La media luz, sí.

El “crepúsculo interior” nos enseña también, con el tiempo, que se puede amar la imperfección del ser amado. No a pesar de ser imperfecto, sino por ser imperfecto. Porque una cierta falla, un defecto conmensurable, nos hace más entrañable a la persona querida, no porque nos haga creer en nuestra propia superioridad —los griegos castigaban la hubris como la ofensa trágica, más que contra los dioses, contra los límites humanos— sino, por el contrario, porque nos permite admitir nuestras propias carencias y, estrictamente, emparejarnos. Esto difiere de otra forma del amor, que es la voluntad de amar. Acontecimiento ambiguo que puede ondear con las banderas de la solidaridad, pero también lucir los harapos del provecho propio, la astucia o esa forma de amistad por conveniencia que describe Aristóteles. Hay que distinguir muy claramente estas dos formas de amor, pues la primera abarca la generosidad y la segunda concierne al egoísmo.

“Un perfecto egoísmo entre dos” es la fórmula, bien francesa, como Sacha Guitry definía al amor, dándole un cierto aire de ironía a la intimidad misma. El egoísmo compartido supone, por una parte, aceptar, tolerar o guardar discreción frente a las múltiples miserias que, en palabras de Hamlet, “la carne hereda”. Pero el egoísmo sin más —la soledad radical y avara— no sólo es separación del otro, sino de uno mismo. No falta quien diga que, a pesar de todo, el mejor momento del amor es la separación, la soledad, la melancolía del recuerdo, el momento solitario… Situación preferible a la melancolía del amor que nunca tuvo lugar por premura, por indiferencia, por falta de tiempo. “No hubo tiempo. No hubo tiempo para la última palabra. No hubo tiempo para decirse tantas cosas del amor.”

Voluntad o costumbre, generosidad o imperfección, belleza y plenitud, intimidad y separación, el amor, acto humano, paga, como todo lo humano, el precio de la finitud. Si del amor hacemos la meta más cierta y el más cierto placer de nuestras vidas, ello se debe a que, por serlo o para serlo, debe soñarse ilimitado sólo porque es, fatalmente, limitado. El amor sólo se concibe a sí mismo sin límite. Al mismo tiempo, los amantes saben (aunque apasionadamente se cieguen, negándolo) que su amor tendrá límites —si no en la vida, entonces seguramente en esa muerte que es, según Bataille, el imperio del erotismo real: “La continuidad del amor más intenso en ausencia mortal del ser amado”—. Cathy y Heathcliff en Cumbres borrascosas. Pedro Páramo y Susana San Juan en la novela de Rulfo. Pero en la vida misma, ¿nos satisface plenamente el más absoluto y pleno de los amores? ¿No es verdad que queremos siempre más? Si fuésemos infinitos, seríamos Dios, dice el poeta. Pero queremos por lo menos amar infinitamente. Es nuestro acercamiento posible a la divinidad. Es nuestra mirada de adiós y nuestra mirada de Dios.

Ojalá que el lector de este libro encuentre las formas variadas del amor en cada capítulo de mi alfabeto personal. Hay una, sin embargo, que deseo destacar a fin de tenerla siempre presente. Es la calidad de la atención. El amor como atención. Prestarle atención a otro. Abrirse a la atención. Porque la atención extrema es la facultad creadora y su condición es el amor.

Agnes Heller, la filósofa de origen húngaro, escribe que la ética es asunto de responsabilidad personal, la responsabilidad que tomamos en nombre de otra persona; nuestra respuesta al llamado del otro. Toda ética culmina en una moral de la responsabilidad: somos moralmente responsables de nosotros y de los demás. Sin embargo, ¿cómo puede una sola persona hacerse responsable de todas? Ésta es la pregunta central de las novelas de Dostoyevski.

¿Cómo abarcar la experiencia total de una humanidad sufriente, humillada, anhelante?, le pregunta, con juvenil desesperación, Dostoyevski al más grande crítico ruso de su tiempo, Vissarion Gregorievich Bielinsky. La respuesta del crítico fue abrumadoramente precisa: empieza con un solo ser humano. El más cercano a ti. Toma con amor la mano del último hombre, de la última mujer que has visto, y en sus ojos verás reflejados todas las necesidades, todas las esperanzas y todo el amor de la humanidad entera.

Balzac

Balzac

Creo en Balzac. Junto con Cervantes y Faulkner, es el novelista que más me ha influido. Y como todo gran escritor, posee muchas facetas. Pero acaso no hay otro que de manera tan deliberada dé su sitio a la realidad social (Moi, j’aurai porté toute une société dans ma tête) y, lado a lado, erija un espectro que es una advertencia: el relato fantástico. Realista y fantástico. Su realidad incluye la realidad de la imaginación. Sus personajes son ambiciosos trepadores sociales pero también los derrotados y humillados. Su obsesión es el dinero pero también el terror y el sueño. Sus pasiones son personales pero también colectivas. Los études de moeurs (Père Goriot, Illusions perdues, Eugénie Grandet) conviven con los estudios filosóficos (Louis Lambert, Séraphita, La recherche de l’absolu).

“El novelista de la energía y la voluntad”, como lo llamó Baudelaire, es también novelista de un duelo constante con el terror. La energía tan prodigiosamente gastada por los arribistas balzacianos tiene sus recompensas. Posición social, dinero, fama. Pero también presenta cuentas inevitables, desgaste, vejez, pérdida, rendición… La peau de chagrin —la piel de onagro, piel de la pena— es el símbolo balzaciano del mundo de los objetos. Es el objeto supremo, la-cosa-en-sí, la posesión capaz de aumentar la posesión mediante el simple deseo.

El precio es que, cada vez que deseamos y el deseo nos es concedido, la piel nos desposee de nuestra propia vida y nos ofrece, en cambio, la posesión final y eterna: la Muerte.

La posesión de las cosas es tema central en el Balzac social. Pero la pérdida de las cosas es el tema central del Balzac mítico. Y el mito es el de Tántalo, condenado para siempre a no tocar los frutos casi al alcance de su mano. “Delgada sombra, desangrada y fría, ves, de tu misma sed, martirizarte” escribió Quevedo, tantalizado. Aunque Balzac va más acá y va más allá del mito. Más acá está la actividad social. Raphaël de Valentin, el protagonista que adquiere la piel de zapa como un regalo envenenado, es un jugador. Su apuesta es que la vida y la muerte son los únicos números dignos de jugarse en el casino del mundo. La ruleta de la vida y de la muerte da y quita lo que poseemos. Y en el mundo social de Balzac, lo que tienes es lo que eres.

Como una gran ópera, La piel de zapa tiene un primer acto que se desarrolla en un casino, el lugar donde las cosas se ganan o se pierden monetariamente. Un segundo acto en la casa de préstamo, donde Raphaël es salvado de la ruina gracias al talismán. Y un tercer acto que es orgía prolongada de la propiedad y la muerte, en la que Raphaël primero lo gana y luego lo pierde todo debido al objeto mágico que posee y lo posee.

El genio de Balzac se despliega en la tensión entre el tiempo y el espacio de sus novelas. En La piel de zapa, la piel misma es el espacio simbólico de la narración. Raphaël desea: el objeto-espacio se va reduciendo con cada deseo. Pero junto con el espacio, se agota su tiempo. La voluntad del héroe será aniquilada por el cumplimiento de sus deseos. Pocos momentos de mayor terror y de absurdo mayor que el de la pregunta del camarero Jonathas: “Señor, ¿desea usted más espárragos?” “¿Quieres matarme?”, grita aterrado Raphaël.

En esta novela desesperada, el tiempo y el espacio, la posesión y la desposesión, la vida y la muerte al cabo se funden en la pasión erótica. En Balzac, el sexo es prácticamente invisible. Raphaël desea el cuerpo de la cortesana Foedora pero prefiere la piel de zapa a la piel de Eros. El deseo sexual podría destruir la piel y la vida de Raphaël. La piel de zapa sería, en términos freudianos, “la prueba del triunfo sobre la castración”. También posee la cualidad fetichista de ser ignorada y en consecuencia de ser permitida. Nadie le prohíbe a Raphaël que posea la piel porque el precio del objeto es desconocido. Nadie, en otras palabras, le prohíbe a Raphaël ser el propietario de su propia muerte.

La sorpresa erótica de la novela de Balzac es que la plenitud sexual le es reservada a la heroína pura, Pauline. Es esta mujer virginal del melodrama populista la que esconde y demanda una entrega sexual tan completa que, deseándola, Raphaël agota su destino, evapora la piel de zapa y muere —escena final atroz— mordiendo el seno de Pauline. La dulce Pauline, no la cruel Foedora, mata a Raphaël porque no le permite vivir sin desearla —o más bien dicho, no le permite morir sin desearla—. Cuesta arrancar el cadáver de Raphaël del seno de Pauline que el héroe muerde como una bestia feroz.

Hay otras dos obras del Balzac visionario que me resultan particularmente inquietantes. En Séraphita, el/la protagonista, a veces hombre, a veces mujer, o mitad mujer, mitad hombre, hace de la ambigüedad sexual un objeto inalcanzable, y por ello anhelado sin fin y sin fortuna, del deseo. El de Wilfrid por Séraphita es tan inalcanzable como el de Minna por Seraphitus. Y es que Wilfrid, deseando a la mujer Séraphita, corre el riesgo de abrazar al hombre Seraphitus y Minna, en su propio abrazo, puede encontrar el cuerpo de la mujer Séraphita. Nuevamente, el mito de Tántalo ilumina la iconografía fantástica de Balzac y tiene la razón Mme. Potocka, una de las ilustradas amantes y corresponsales del escritor, cuando le dice, a propósito de Séraphita, que no se trata de una “criatura” sino de una “creación”. ¿Cómo podrán poseerla Wilfrid o Minna si no comprenden que se acercan, no a un hombre o a una mujer, sino, plenamente, a una creación que les exige, a cada amante, unirse sin reservas a un movimiento del alma en el que nos jugamos —personajes y lectores— la vida? Ésta es la diferencia, digamos, entre Séraphita y la muy bella e ingenua novela de Virginia Woolf, Orlando, maravilloso juego de las metamorfosis constantes del tiempo y el sexo. Pero Woolf no nos compromete ni se compromete. Orlando traspasa los tiempos en soledad. Séraphita nos exige ser algo que no queremos ser al mismo tiempo que, ardientemente, deseamos ser Él o Ella. Nos exige abandonar la vida para poseerla más allá del sexo. Es decir, nos exige el erotismo.

Louis Lambert, que es la novela más autobiográfica de Balzac, contiene otra anticipación asombrosa. El brillante joven Lambert es, en palabras del propio Balzac, “un mártir del pensamiento”. Se equivocó Flaubert quien, leyéndola como una pesadilla, la juzgó la historia de un loco. Tan loco como Nietzsche, pues Louis Lambert, encerrado en una habitación en penumbra, sin nunca más decir palabra, no está loco. Ha sido vencido por la velocidad de su pensamiento. Su pensamiento es más veloz que su palabra. Tan veloz, que no alcanza a manifestarse en palabras. El pensamiento aniquila al pensador. Louis Lambert es la más asombrosa prefiguración de Friedrich Nietzsche.

¿Puede derrotar la literatura a la muerte? Ésta es la pregunta insidiosa de Balzac y acompaña a Lucien de Rubempré y a Eugène de Rastignac en su ambiciosa escalada social, o a Papá Goriot, moderno Lear, victimizado por la cruel vanidad de sus hijas ingratas, o a la Prima Bette, urdiendo la trama siniestra que la libere, en la venganza, de la humillación, o al gran titiritero de La comedia humana, Vautrin —Abate Herrera/Collin/Trompe-la-Mort—, manipulando todos los destinos para dejar de tener, él mismo, un destino propio, esa carga insufrible. A todos ellos los acompaña un espectro. Pero a nadie como al coronel Chabert cuando se presenta a sí mismo en la casa de la esposa vuelta a casar porque lo creía muerto: “Soy el coronel Chabert, muerto en Eylau.”

En una respuesta a la Duchesse d’Abrantes quejándose de que Balzac no la visitase con más frecuencia en el campo, el novelista dice: “No me culpéis. Trabajo noche y día. Y asombraos de sólo una cosa: aún no he muerto.”

La piel se reduce, pero la novela crece. Balzac ha nombrado a la Muerte. Ha visto que la posesión ofrece vida y al cabo la quita. Pero sólo ha podido hacerlo en la medida en que ha sabido identificar su novela como un texto, una estructura verbal que da permanencia y contenido a todo lo que se rehúsa a tener la una o lo otro, es decir, la fugacidad de la vida y la posesión de las cosas.

Belleza

Belleza

Sócrates se sabía feo y rogaba por “la belleza interna”. Creo que no hay disposición más certera para juzgar “lo bello” que ésta: pedirle al cuerpo que sea guía hacia el alma y, al alma, que nos permita entender la posible armonía entre cuerpo y espíritu. Implícita en nuestra vida está la cuestión de cómo se relacionan el alma y el cuerpo. ¿Son inseparables, sólo los divide la neurosis o la muerte, sobrevive el alma al cuerpo o mueren, abrazados, la una con el otro?

Lo feo es el cuerpo sin forma. El artista trata de reunir todo lo disperso. No importa el tema, dolor, muerte, nacimiento, revolución, poder, orgullo, vanidad, sueño, memoria, voluntad, no importa qué cosa anime al cuerpo con tal de darle forma y entonces deja de ser feo y Sócrates tiene razón. La belleza sólo le pertenece al que la entiende, no al que la tiene. La belleza no es más que la verdad de cada uno de nosotros. La verdad y la belleza de los cuerpos pero también de los juegos, de los sueños, de la solidaridad, de la atención que le ponemos a las cosas y a los seres, de la comida y la bebida, del poema y del canto, de la memoria y de la imaginación, la belleza de la naturaleza, de la muerte y del misterio, del día y de la noche.

En Los años con Laura Díaz pongo estas palabras en boca de una Frida Kahlo imaginaria, herida y sangrante en una cama de hospital:

Puedes mirarme sin pudor… decir que me veo horrible, que no te atreves a mostrarme el espejo, que a tus ojos hoy no soy bella, en este día y este lugar no soy bonita, y yo no te contesto con palabras, te pido en cambio unos colores y un papel y convierto el horror de mi cuerpo herido y mi sangre derramada en mi verdad y mi belleza, porque sabes, amiga mía de verdad, de verdad mi cuata mía a toda madre, ¿sabes?, conocernos a nosotros mismos nos vuelve hermosos porque identifica nuestros deseos. Cuando desea, una mujer siempre es bella…

¿Y cuando es deseada? El erotismo de la representación plástica consiste en la ilusión de la permanencia de la carne. Como todo en nuestro tiempo, el erotismo plástico se ha acelerado. Un medallón, un cuadro, debieron suplir durante muchos siglos la au

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