Las palabras perdidas

Victoria Dana

Fragmento

Las palabras perdidas

Deambula por las calles del centro de la ciudad donde, desde tempranas horas de la mañana, la vida se manifiesta con todo tipo de matices y variaciones.

Lleva varias horas vagando, inmersa en una especie de sopor que la mantiene absorta, con la vista fija en un solo punto, sin alcanzar a ver realmente lo que sucede a su alrededor. No entiende cómo llegó hasta ahí para convertirse en una desconocida en medio de una multitud de extraños. Los vendedores instalan sus puestos en las aceras, dificultando el paso de los peatones quienes observan la ­infinidad de mercancías, en medio de pregones ensordecedores.

Escucha sin comprender. Prosigue su camino, aislada del bullicio, ajena a la prisa de cientos de transeúntes que la rozan al pasar. Algunos, los más apresurados, la empujan sin que ella lo note. Anda con lentitud, encorvada, los hombros caídos, la mirada perdida. No pone atención cuando termina la banqueta y cruza la calle. Prosigue su marcha a pesar del semáforo que marca un alto luminoso y rojo. Tampoco advierte que las bocinas de los automovilistas suenan estridentes. Varios choferes tienen que actuar con rapidez para no atropellarla: frenan de forma intempestiva. ¡Vieja loca!, le gritan desde las ventanillas de sus vehículos. Ella no los mira, aunque abra los ojos desmesuradamente y vuelva la cabeza en todas direcciones simulando que, alerta, se oculta de alguien.

Parece otra, como si hubiera decidido alejarse de sí misma. Cualquiera diría que envejeció de golpe. A pesar de sus cincuenta y dos recién cumplidos, se ha convertido en una anciana disminuida, inconsciente, que se dirige a siglos de distancia desprendiéndose de todo lo que en su historia personal, alguna vez le pareció familiar.

Se mantiene sumergida entre la multitud, guiando sus pasos cada vez más lejos, hasta que, de pronto, ocurre el milagro. Gracias a un instante casi imperceptible de conexión, parecido a un relámpago luminoso que gira en su cerebro, logra unir su cuerpo con el resto de su enten­dimiento.

Se detiene sorprendida. Levanta las manos intentando defenderse. Nadie la mira. El gentío y la prisa siguen impasibles su camino. Por un momento cierra los ojos con la esperanza de que, al abrirlos, desaparezca este mundo desconocido y asome su casa entre la quietud de todos los días, pero no sucede. Ahí sigue: desamparada, instalada en el centro de una pesadilla viviente que se multiplica gracias a la confusión y al ruido.

Se palpa el rostro, el cuello y los brazos, en un afán de recobrarse y descubre que su bolso, por suerte, sigue colgado de su hombro. Lo abre. Mira sus pertenencias, se siente feliz de reconocerlas. Acomoda con cuidado el monedero, la agenda, la polvera con rubor y el lápiz labial. Saca uno de los pañuelos desechables de la bol­sita de plástico y se seca los ojos sin lágrimas. Observa el celular. Después de tenerlo en su mano unos momentos, recuerda cómo abrirlo. Marca el primer número que encuentra en su directorio: A de Alfonso. SEND.

—Te estuvimos esperando por más de dos horas en los tribunales. ¿Me puedes explicar en dónde se supone que estás?

—No sé —grita, procurando que sobresalga su voz.

—¿Cómo que no sabes?, ¿dónde demonios estás?

—Hay mucho ruido.

Cuelga. Un temblor recorre su cuerpo. Terminada la confusión que su propia mente generó, ahora reacciona como si fuera la de alguien ajeno a ella que la enfrenta: un juez severo que exige cordura y demanda explicaciones. ¿Te has vuelto loca? ¿Qué demonios haces aquí? Incapaz de comprender, su conciencia decide torturarla, convertirse en su propio verdugo.

Acostumbrada a exponer los hechos de manera clara y contundente, atar cabos sueltos y lograr conclusiones imparciales, por primera vez no sabe qué argumentar. Si fuera el abogado defensor asignado para llevar su caso, no tendría idea de cómo presentar un discurso convincente ante su familia, la parte acusadora. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Es que se puede estar tan distraída y cruzar media ciudad sin darse cuenta?

Suena el teléfono. Un Alfonso impaciente grita concluyendo sus frases con una nota aguda. No sé qué decirle, mejor no escucharlo; acabará regañándome como siempre. Cuelga otra vez y, después de dudarlo unos minutos, apaga el celular.

Sola me metí en este lío y sola voy a salir. Guarda el teléfono en su bolsa, lo pone en el cierre interior donde lo deja siempre junto a las llaves. ¡Las llaves! ¡Claro! ¿Y el coche? Tuve que haberlo estacionado cerca de aquí. No será tan difícil dar con él en una zona de la ciudad donde hay pocos BMW plateados como el mío. Camina varias cuadras observando los autos con atención, clasificándolos por colores y tamaños. El suyo no aparece por ningún lado.

Se detiene. Le da curiosidad saber dónde se encuentra y lee el nombre de la calle: Carmen. No tengo idea si estoy cerca o lejos del despacho o de la casa.

Los vendedores la llaman, mostrándole mercancías diversas. Desde sombrillas, anteojos para el sol y aparatos eléctricos, hasta dulces mexicanos y figuritas recién llegadas de China. Ella no escucha, sigue de frente. ¿Dónde ­estará mi coche? Se da cuenta que podría estar en otra parte, en cualquier otro sitio. Al lado opuesto de la misma calle, por ejemplo. Decide regresar el camino andado y proseguir todavía unas cuadras más. Seguro por ahí lo estacioné. Se fija en los letreros, en la mercancía de las tiendas y en los puestos sembrados en la acera con el fin de encontrar algún detalle que le parezca familiar. Nada. Todo es distinto y extraño. Aterricé en otro planeta.

No voy a desesperarme, ordenó la mente traicionera. Sabía que hasta para los casos más intrincados, hay un tiempo, el del acomodo, donde cada situación va encontrando su propio lugar en la trama; el culpable sale a flote, asomando del pozo de los enredos, para que los testigos den fe de su perversidad. ¡Qué fastidio! Y el coche que no aparece.

Tiene hambre, empieza a caer la tarde.

Entiende lo absurdo de proseguir con esta búsqueda loca y más me vale llamar a Alfonso y explicarle pero, ¿qué le explico? No, a Alfonso no. Su marido le exigirá una declaración completa y detallada, una especie de auditoría, la exposición objetiva de algo que ni ella misma comprende. Mejor le marco a Mariano, él siempre está de mi parte. Vendrá por mí y será lo bastante sensato para no hacer preguntas indiscretas. Mete la mano en la bolsa para sacar de nuevo el celular y descubre, junto a las llaves, un papel doblado. Estacionamiento Ranver. No. 0512, quejas a los teléfonos… y más abajo, casi ilegible de tan pequeña la letra, Reforma 926. ¡Bendita suerte! El boleto del estacionamiento estuvo en mi bolsa todo este tiempo y yo poniéndome histérica. Disfruta de cierto alivio, como si lo bebiera a pequeños sorbos, hasta que se da cuenta que no sabe cómo llegar al ­mentado ­estacionamiento. Se aventura a preguntar a una joven empleada que, aburrida, se recarga en el ­mostrador de una zapatería.

—¿Caminando? Uh, está lejos. ¿Qué serán? No, si son un montón de cuadras. ¿Por qué no mejor se toma un taxi? A pie nomás no llega.

Jamás había tenido la necesidad de tomar un taxi. En esta ciudad puede suceder cualquier cosa y subir a un coche de alquiler que no sea de sitio, se considera muy riesgoso pero, ¿qué hago? Estoy en una calle atestada de vendedores ambulantes. En cuanto oscurezca un poco y la gente empiece a quitar sus puestos, esto se volverá cada vez más peligroso. Mejor me arriesgo, me urge llegar a mi casa.

Un coche compacto amarillo se detiene ante su llamado. Sube desconfiada. El trayecto le parece demasiado largo. Ve, a través de la ventanilla, la procesión de calles que van quedando atrás. ¿Todo esto caminé?

Trata de hacer el recuento de la mañana. Se acuerda de su arreglo cotidiano, saqué el traje sastre azul marino y me sequé el pelo, me maquillé viéndome en el espejo del baño, luego escogí los zapatos, los más cómodos. También recuerda haber bajado a la cocina, tomado una barra de cereal y salir corriendo. Del resto no. Su cabeza sigue perdida, dando vueltas, revolviendo las ideas.

Capta, por unos segundos, su imagen en el espejo retrovisor. Un desastre. Con el sudor, se corre el maquillaje de los ojos dejando unas sombras negras que la reflejan ojerosa y mayor. ¡Qué espanto! Mira nada más, me veo fatal.

El taxi se detiene y el conductor se dirige a ella:

—Servida, señora.

Saca el primer billete que asoma de su monedero y baja sin esperar respuesta. Un oleaje de claridad refresca su mente. Logra acomodar la pieza del rompecabezas que faltaba. Por supuesto, el despacho de abogados en pleno Reforma y la cafetería donde acostumbra tomar un capuchino por las tardes.

Respira hondo, se siente liberada. De todas formas y por las dudas, lleva el boleto del estacionamiento apretado en su puño, lo más resguardado posible. No puede darse el lujo de perderlo, ni olvidarlo otra vez en el fondo de la bolsa: es su único vínculo patente con la realidad.

Se lo entrega al joven que atiende la caseta.

—Nueve horas. Son doscientos ochenta pesos.

—¿Nueve horas?

—Nueve horas y trece minutos. Mire el boleto, su carro entró a las 10:30 AM.

Nueve horas. Lo que se puede hacer en nueve horas y trece minutos. Viajar en avión a Europa, ver por lo menos tres películas atrasadas, pasar una mañana de colegio, resolver un caso, rendir un examen de conocimientos, preparar un banquete, caminar media ciudad, cometer un crimen.

Reconoció de inmediato su coche. Concéntrate en el regreso, ya tendrás tiempo de divagar.

Las palabras perdidas

CATAPULTA. f. Máquina antigua para lanzar piedras. // Mecanismo para impulsar aviones.

Buscar en el diccionario se había convertido en su ritual matutino. Esperaba que Alfonso y los hijos se fueran cada uno a sus distintas obligaciones para prepararse un café, sentarse en el escritorio de Patricia, la hija mayor, y sacar del último cajón la libreta azul donde apuntaba todo lo que le parecía interesante.

Se proponía descifrar en el viejo diccionario una palabra, cualquier palabra, la primera que encontraran sus ojos al abrir una hoja al azar. Lo que empezó como un juego para ejercitar su memoria, se convirtió en una necesidad: una especie de supervivencia mental que le aseguraba un día más en el mundo de los cuerdos. Separó con el índice las hojas y, sin verlas, lo abrió a la cuenta de tres.

La suerte favoreció a CATAPULTA. Primero leyó la palabra despacio, separándola en sílabas. Se deleitó con un sonido que le pareció armónico, aunque no lo comprendiera. La pronunció varias veces, más rápido y más ­fuerte cada vez. En un principio no le sugirió nada, pero tras unos minutos, su cerebro logró hacer un vínculo con el pasado. Ca-ta-pul-ta, Ca-ta, Cata, Catita, la nana de la nena bonita, como le decía la mujer entrada en años y en carnes, mientras le restregaba con fuerza los codos y rodillas dejando roja su piel.

Bastó un segundo para que cobrara vida el cuadro que formaban ella y su nana de tantos años. Blanquita permanecía sumergida en la tina, disfrutando la caricia del agua tibia que cantarina viajaba, desde la jícara, hasta el cuello y la espalda. Después de enjabonarla y enjuagarla, la negra desplegó frente a la niña una toalla blanquísima que hacía contrastar aún más su oscuridad y repetidas veces la animó a salir de la bañera. Pero la chiquilla, al prever la sensación de frío que la hacía temblar como una hoja, decidió quedarse en la tina a toda costa y llevar a cabo uno de sus berrinches magistrales, de esos que provocaban en los adultos reacciones impredecibles.

—¡Ay, niña! No te puedes quedar a vivir en la tina. Mírate las manos, arrugaditas de tanta agua y tanta calor.

Blanquita lloró con premeditación: agudo y fuerte. En uno de sus espléndidos aullidos, abrió tanto la boca que, sin poder evitarlo, tragó de esa combinación de agua, jabón y suciedad que le supo asquerosa y la hizo llorar más fuerte. Catita no tuvo más remedio que ejercer su voluntad con firmeza.

—Ya ve, mi niña, por andar haciendo berrinche, hasta el jabón se engulló. ¡Válgame Dios y toditos los santos!

La cargó y la sacó del agua en un solo movimiento, al tiempo que la envolvía, amorosa, con la toalla. La acercó al lavabo y ahuecó sus manos para darle a beber un sorbo.

—Ándele, escuincla, enjuáguese y escupa. Y de una vez voy a aprovechar para limpiarle los mocos. ¡Nomás eso me faltaba contigo!

Lista para continuar el ritual, tomó los extremos de la toalla y empezó a frotarla con fuerza secando el cabello, la espalda, el pecho y las piernas. La pequeña seguía curiosa sus movimientos, pero sin darse por vencida: pensaba llorar toda la noche. Ahora lo hacía más quedo, en un puchero. Catita la secaba con movimientos cadenciosos. A medida que frotaba con más fuerza, las carnes colgaban armoniosas de los brazos y era tanta la agitación que los pechos subían y bajaban, a punto de escaparse del delantal a cuadros. En cambio, las imponentes nalgas tenían vida propia: siguiendo su ritmo personal, se sacudían de un lado al otro como si vivieran separadas de la cadera y el resto del cuerpo. De ahí a la cantada y al baile, sólo mediaba un ruego de la pequeña:

—¿Cantas, nana? La del Pedrito Infante que tanto te gusta.

—No, qué va a ser, si yo no sé cantar. Mejor te visto aprisa para que no tengas frío y te cepillo esas mechas que si no, qué va a decir tu mamá, ella, la pobrecita, trabaje y trabaje, va a decir que no te atiendo como Dios manda.

—Un pedacito, ¿qué te cuesta? —insistió la niña.

La nana extendió con las dos manos la enorme falda y empezó a moverla al compás de una marimba imaginaria. Blanca la seguía descalza por toda la habitación tratando de imitar sus pasos.

Para bailar la Bamba

Para bailar la Bamba se necesita

Una poca de gracia y otra cosita

Ay arriba y arriba y arriba iré

Yo no soy marinero

Soy capitán, por ti seré por ti seré

Bamba, bamba, bamba, bamba… empezaron las vueltas y más vueltas, giros maravillosos que las acercaban cada vez más a Veracruz, a su olor a naranja y a plátano macho, al vaivén de sus olas embriagadoras, al zapateado interminable de las negras con trajes de lunares y de los ritmos salvajes impregnados de selva, al danzón serio y formal, brotando al son de un arpa melodiosa.

—Cuando crezcas, Blanquita, le pedimos permiso a tu mamá y nos vamos pa’l pueblo, a que veas cómo se baila en tierra caliente.

La niña daba brinquitos por toda la habitación mientras pensaba emocionada: mejor nos vamos de una vez y ya no regresamos nunca. Nos llevamos a mamá y dejamos aquí su máquina, para que baile sin tanto coser y coser y también que venga papá, a ver si con el sol se le ilumina la cara y se le pone morenita como la de Cata. Después de la función musical, Blanquita se tranquilizó. Sentada en el borde de la cama, dejó que la nana cepillara su cabello y lo trenzara. Qué buena es Catita. Cata. Cata. Ca-ta-pul-ta.

CATAPULTA. f. Máquina. Se detuvo. Tampoco entendió el signi­ficado de máquina. Tendría que buscar también máquina. Recorrió, hoja por hoja, el diccionario, hasta encontrar la eme junto a la a: MAMILA, MAMOTRETO, MANGLAR, MANTECOSO, MANUBRIO, no. MAPA, MAQUILLAR, MÁQUINA, aquí está.

MÁQUINA. (lat. machĭna.) f. Conjunto de piezas dispuestas según arte, para dirigir o regular la acción de una fuerza. Fuerza, ésa sí le pareció conocida, fuerza. Es ser fuerte. Yo soy fuerte, no me dejo.

La tarde del desconcierto. Ya en su coche, de regreso a casa por un camino más que conocido, decidió que sólo se sentiría fuerte y dueña de su persona mientras pudiera guardar el secreto. Ésa sería su estrategia. Nadie se va a enterar de esto, aquí no ha pasado nada. Durante el trayecto, hilvanó, con cautela, una historia para que su familia no sospechara.

“Por Dios, Alfonso, claro que llamé al despacho, dejé el recado con la señora Idalia, ¿que no te dijo? Me habló una amiga de Monterrey, se quiere divorciar y tenía que verla hoy; viajó especialmente a plantearme su situación. Lo que pasa es que el marido es de aquí y se casaron en la ciudad. Sí, nos conocemos desde hace años, éramos compañeras de la preparatoria, porque ella vino a estudiar una temporada aquí al DF. Vivía con unos tíos. ¿Rica? Con muchísimo dinero y un montón de infidelidades que aguantar. Como te imaginarás, se me hizo tarde para llegar a la comida con las abogadas. ¿Idalia no te avisó? Qué bárbara, está cada vez más viejita la pobre, todo se le olvida. Traté de contestarte, pero el ruido era imposible; las señoras no dejan de parlotear ni un segundo, opté por apagar el celular. En serio que no puede ser, le hablé dos veces. Sí, Alfonso, perdóname, sé que te colgué el teléfono, pero ya te expliqué. Estaba en medio de la comida con las mujeres empresarias y había un ruido espantoso, tú mismo viste que no se oía nada…”.

Lupe, la joven que servía en su casa, interrumpió la conversación.

—Señora, ¿gusta algo de cenar?

Claro que sí gustaba, pero no lo dijo. No, muchas gracias, comí demasiado en la reunión con las amigas. Bueno, ¿podrías traerme, con mi café, unas galletitas para asentar el estómago?

A pesar de la preocupación, esa noche Blanca se durmió enseguida. Necesitaba descansar después de las largas horas de caminata. Al día siguiente se levantó muy temprano. La misma intranquilidad la despertó, después de un sueño angustioso, agotador. Soñó con su rostro, joven todavía. Un tenue color rosado cubría sus mejillas y sus ojos aparecían enormes, negros, como en el acercamiento máximo de una fotografía. Un tul delgado la fue cubriendo, empezó a flotar sobre su rostro movido por un viento suave, ondeaba como una bandera formando un oleaje que la acariciaba, pero el velo se fue haciendo cada vez más denso y viscoso, la cubría por completo, ceñía sus facciones como una máscara de látex; el velo, o más bien, la máscara, oprimía

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