La huida del cazador (Biblioteca George R.R. Martin)

George R.R. Martin

Fragmento

Título

OBERTURA

Ramón Espejo despertó flotando en un mar de oscuridad. Por un instante, se sintió relajado y despreocupado, pacíficamente a la deriva, hasta que por un segundo recobró la identidad, como un pensamiento no deseado.

Después de la calidez y profundidad de la nada, no le causaba ningún placer recordar quién era. Aunque no había terminado de despertar, sentía el inexorable peso de su propio ser posándose en su corazón. La desesperación y la ira y la preocupación persistente resonaban en su cabeza como un hombre que carraspeara en la habitación contigua. Por un instante gozoso, no fue nadie, pero ahora había vuelto a ser él. Su primer pensamiento al recobrar la conciencia por completo fue negar la desilusión que le causó ser.

Era Ramón Espejo. Estaba prospectando un posible acuerdo en Nuevo Janeiro. Estaba… estaba…

Cuando esperaba que le llegaran los detalles de su vida —lo que había hecho la noche anterior, lo que iba a hacer hoy, los rencores que albergaba, los resentimientos que lo habían estado inquietando—, el pensamiento se le trabó. Era Ramón Espejo, pero no sabía dónde estaba. Ni cómo había llegado ahí.

Alterado, intentó abrir los ojos, sólo para descubrir que ya los tenía abiertos. El lugar en el que se encontraba estaba completamente oscuro, más oscuro que la noche selvática, más oscuro que la oscuridad de la profundidad de las cavernas de los acantilados de arenisca cerca de Cuello de Cisne.

O quizá se había quedado ciego.

Ese pensamiento le causó una diminuta punzada de pánico. Había oído historias de hombres que se embriagaban con Moscatel barato o Dulce María sintética, y despertaban ciegos. ¿Eso le había pasado? ¿Había perdido a tal grado el control de sí mismo? Un pequeño riachuelo de miedo le recorrió la columna como una fría cascada. Pero la cabeza no le dolía, ni el estómago le ardía. Cerró los ojos y parpadeó varias veces con fuerza, con la esperanza irracional de recuperar la visión; el único resultado fue una explosión de burbujas brillantes sobre las retinas, colores difusos que, de algún modo, resultaban más perturbadores que la oscuridad.

La sensación inicial de letargo soporífero se despejó por completo, así que intentó llamar a alguien. Sintió que sus labios se movían despacio, pero no escuchó una palabra. ¿Acaso también estaba sordo? Intentó girar para sentarse, pero no pudo. Estaba recostado sobre la nada, flotando de nuevo, sin forcejear. Su mente corría a toda prisa. Ya había despertado por completo, pero seguía sin poder recordar dónde estaba o cómo había llegado ahí. Quizá estaba en peligro: la inmovilidad era, en igual proporción, sugerente y ominosa. ¿Había estado en un derrumbe en una gruta? Quizá una roca lo había inmovilizado. Intentó concentrarse en sentir su cuerpo, en afinar su sensibilidad, y por fin concluyó que no sentía peso o presión alguna, y que no había nada deteniéndolo. “No sentirías nada si algo te hubiera cercenado la médula espinal”, pensó y sintió una punzada de horror gélido. Pero después de pensarlo un instante, se convenció de que no podía ser así: podía mover el cuerpo un poco, aunque, cuando intentaba enderezarse, algo lo frenaba, le estiraba la columna, le jalaba los brazos y hombros hacia el suelo. Era como si intentara moverse en jarabe, sólo que el jarabe lo empujaba, lo mantenía quieto con gentileza, con firmeza, sin clemencia.

No sentía humedad en la piel, ni aire, ni brisa, ni calor ni frío. Tampoco parecía estar recostado en algo sólido. Al parecer, su primera impresión había sido la correcta. Estaba flotando, atrapado en la oscuridad, inmovilizado. Se imaginó como un insecto atrapado en ámbar, rodeado de espeso almíbar en el que parecía estar completamente sumergido. Pero ¿cómo podía respirar entonces?

Cayó en cuenta de que no lo hacía. No estaba respirando.

El pánico lo estrelló como a un cristal. Cualquier vestigio de pensamiento se esfumó, y entonces empezó a luchar por su vida como un animal. Rasgó la nada que lo envolvía, intentando abrirse paso hacia una superficie imaginada. Intentó gritar. El tiempo dejó de significar algo; el forcejeo lo consumía por completo, así que no supo cuánto tiempo pasó antes de volver a caer, exhausto. El jarabe que lo rodeaba con suavidad, con firmeza, volvió a colocarlo en la misma posición que al principio. Sentía que quizá debía estar jadeando, esperando oír el pulso de su corazón retumbándole en los oídos… pero no había nada. Ni respiración ni pulsaciones. Ni ardientes bocanadas de aire.

Estaba muerto.

Estaba muerto y flotaba en un extenso mar seco que se extendía hasta el infinito en todas direcciones. A pesar de estar ciego y sordo, podía percibir la inmensidad del inconmensurable océano de medianoche.

Estaba sordo y en el limbo, aquel limbo que el papa no paraba de repudiar en San Esteban, esperando en la oscuridad la llegada del día del juicio final.

Casi se rio de sólo pensarlo —era mejor que lo que le había prometido el sacerdote católico de aquella capilla de adobe en su pueblito en las montañas del norte de México; con frecuencia, el padre Ortega le aseguraba que, si moría sin confesarse, se iría directamente a las llamas y los tormentos del infierno—, pero no podía sacárselo de la cabeza. Había muerto, y este vacío —la oscuridad infinita, la fijeza infinita, atrapado solo, sólo con su mente— era lo que lo había estado esperando toda la vida, a pesar de las bendiciones y consagraciones de la Iglesia, a pesar de todos sus pecados y el ocasional arrepentimiento a medias. Nada de eso había marcado la diferencia. Le esperaban incontables años de nada más que rumiar sobre sus propios pecados y fracasos. Había muerto, y su castigo sería estar por siempre jamás bajo la mirada implacable e invisible de Dios.

Pero ¿cómo pasó? ¿Cómo murió? Tenía la memoria aletargada, ahogada como el motor de un tractor en una fría mañana invernal; incapaz de arrancar o de mantenerse encendido sin esgarrar. Empezó por lo que le resultaba más familiar, imaginar la habitación de Elena en Villadiego: la ventanita encima de la cama, los muros gruesos de tierra amasada. El grifo en el fregadero, un tanto oxidado y antiguo a pesar de que la humanidad no llevaba más de veinte años en el planeta. Los diminutos escurrilingos color escarlata que atravesaban corriendo el techo, con múltiples filas de patas que se agitaban como remos. El intenso olor a raíz de hielo y marihuana, tequila derramado y chiles toreados. El sonido de los transportes voladores que trituraban el aire hasta entrar en órbita.

Poco a poco, los episodios recientes de su vida fueron tomando forma, aunque seguían borrosos, como una proyección mal enfocada. Fue a Villadiego para la Bendición de la Flota. Hubo un desfile. Comió pescado asado y arroz con azafrán de un puesto callejero, y vio los fuegos artificiales. El humo olía como mina a cielo abierto después de las explosiones; los fuegos artificiales sisearon como serpientes mientras caían hacia el mar. Un gigante coronado en llamas agitaba los br

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