La balada de los bandoleros baladíes

Daniel Ferreira

Fragmento

Asalto a mano armada

Dos hombres irrumpieron en la habitación de la anciana.

¿Dónde está la plata, vieja hijueputa?

Cuchillo y navaja, y el puño cerrado.

La anciana reconoció las caras de aquellos obreros que araron su huerta la semana anterior.

¡Hablá, menopausia!

¿Dónde la escondés?

Sacaron a la anciana de la cama y levantaron el colchón para inspeccionar. Luego descosieron el petate a puñaladas en busca de plata entre los algodones.

¿Es aquí donde la guardás?

Matémosla, decía el que cavó el agujero en el patio. ¿Para qué querías el roto? ¿Para enterrar toda tu plata?

Le arrancaron la bata de dormir y cayeron sus senos escurridos, básculas de carne floja.

Estás jugosa como una uva pasa, abuelita.

Si nos das la plata, no te matamos, dijo el otro.

¡Matala!, dijo el primero.

Pero el segundo ya había lanzado a la anciana sobre los tablones de la cama desmantelada y empezaba a desabrochar su pantalón.

¿Todavía te acordás, arruga?

El otro se limitó a desocupar cajones y a romper porcelanas, a tomar los vestidos del ropero y a romper sus bolsillos a puntazos de puñal, mientras la anciana corcovada se encogía sobre las tablas.

¿Dónde está la plata?, decía el de los pantalones desabotonados. ¡Dónde!

Luego el de los cajones quitó al que la hostigaba, levantó a la vieja y empuñó su mata de pelo blanco.

¿Dónde está?

La anciana tenía el rostro enflaquecido y sostenía una mirada dura dentro de las orbitas huesudas, pero nunca la vieron llorar. Ni un gesto ni una lágrima que delatara temor. Durante todo el asalto, de su boca marchita salió apenas un rumor de oraciones ininteligibles. Quizá fue eso lo que motivó en el de los pantalones desabotonados el impulso de matar, porque gritó que callara cuando se vio empujado por el otro a un lado de la cama y enseguida sacó el revólver y le dio dos tiros en el estómago «para que aprendas que Dios no existe, y si existe, dejó crucificar a su hijo sin misericordia».

La anciana cubrió sus heridas con la mano izquierda, y empezó a convulsionar mientras se desangraba.

Luego vino el reproche en la mirada y la reprobación del otro ante el revólver.

Habíamos quedado en no usar balas.

Qué va: habíamos quedado en que aquí había plata ¡y esta vieja no tiene ni dónde caerse muerta!

Eso sí tiene, dijo con simpleza el que cavó el hueco en el solar.

Y luego volvió a sujetar sus pantalones frente al espejo.

Echémosla al hueco entonces, dijo al otro, que se debatía entre mirar al mismo tiempo el cuerpo de la anciana y en el espejo el perfil de su compañero que volvía a la compostura después de los espasmos de la brutalidad.

¿Y ahora qué?

No jodás, ayúdame más bien a echarla al hoyo.

Entre los dos tomaron a la vieja muerta de pies y manos y la llevaron al patio donde estaba el hoyo. Pero la tierra excavada estaba de nuevo en el interior del cráter.

¡Claro, era para eso que necesitaba el hoyo! ¡La vieja enterró la plata!

Dejaron el cuerpo a un lado con la corazonada del tesoro y los dos, a cuatro manos, empezaron a remover la tierra blanda hasta que uno vio la antigua pala comida de óxido, reclinada en el palo de mango, y empezó a sacar la tierra de arrebato.

¿Deseas ayudarme, cariño?, dijo en jadeos al cabo de veinte paladas.

Yo abrí solito ese hueco antier, mi vida, repuso el otro.

De todos modos se turnaron a mitad de la excavación.

Aquí debe estar la plata del tesoro, seguro.

Lo que se me hace raro es lo del perro.

¿Cuál perro?

La vieja dijo que tenía un perro, y estoy seguro de que lo oí ladrar.

Pura mierda de esta cucha, y pateó las corvas del cadáver.

Se turnaron la pala por última vez y fue el mismo excavador de tres días antes quien halló la empuñadura que sobresalía entre la tierra negra.

¡Marica!, ¡el tesoro!, ¡lo encontramos!, dijo.

¿Qué es?

Su compañero saltó al hueco y tomó el objeto extraño. Quiso extraerlo de un tirón, y en lugar de hallar el cofre anhelado, repleto de dinero o de alhajas finas, lo que sacó fue un cuchillo de hoja larga y reluciente que estaba clavado en algo bulboso y nauseabundo.

Fue entonces cuando percibieron el olor a cadaverina y descubrieron, entre el raizal y los gusanos tajados por el filo, la silueta de un cuerpo humano.

Humo en el kilómetro 16

Apagué la radio. La casa en la carretera al fin se quedó en silencio. Vi ropa de bebé puesta a secar en una cuerda del patio, pero desde fuera la casa parecía sola. La recorrí despacio, atento a las ventanas. La carretera estaba desierta y fue pan comido regar más de cincuenta litros de gasolina por los pasillos y salpicar las puertas y el machihembrado sin que nadie me viera. Lancé la antorcha después de lavar mis manos con cloro, con jabón en polvo. La casa crepitó del fogonazo. Una llamarada de tono ocre y un hongo de humo competían por llegar al cielo. Lo maravilloso fue seguir viendo el resplandor del incendio mientras me alejaba en la motocicleta. El espejo retrovisor lo reprodujo límpido en mi retina hasta que ya era sólo una mancha disolviéndose en la tarde. No había nada que produjera más placer a mi mirada. Había quemado la casa de mi padre como había prometido.

Yo, el enfermo.

El idiota de la familia.

El idiota de la familia

A finales de cuarto año, el rector del colegio llamó a los acudientes para exigirles todas las explicaciones del caso. Nunca llevaba tareas. Nunca llegaba temprano, decía. Nunca usaba la camisa por dentro del pantalón y eso en su colegio no se toleraba, porque en su colegio sólo enseñaban a obedecer y a llevar por dentro la camisa inmaculada. Mi padre se quedó viéndome con su cara de chorizo y los cuajarones de barros, el ceño fruncido. Mi madre, limpiándose con un pañuelo, dejó de llorar. Hace meses que ha cambiado, dijo. Desaparece por las tardes y llega con la ropa húmeda a la casa. Era verdad. Para entonces amaba esa quebrada de aguas blanquecinas tanto como a mí mismo. Amaba sus pozos profundos y cascadas y rápidos que ya se pudrieron. Y mientras mi amor por ella crecía, odiaba mi casa. Odiaba a mi padre haciéndose pajas en su taller. Odiaba a mi madre al verla sentada, enseñándole las tablas de multiplicar a mi hermana. Odiaba a mi hermana y su pelo de oro. Quería acabarlos a todos. Un día dejé regar la gasolina del taller a propósito. Supongo que fue entonces cuando concebí la idea de incinerarlos dentro. Pero no encontré el método para prenderle fuego al combustible y el olor penetrante alertó a mi padre, que nunca supo cómo hice para llevar el bidón tan pesado desde el lugar más seguro de su taller. Otro día fui a la cocina y empuñé el cuchillo de cecinar carne. Mi hermana dormía a pierna suelta, fundida en la modorra. Estaba bocabajo, con la falda del colegio tan subida sobre los muslos que le veía perfectamente los calzoncitos color fucsia recién estrenados. Había ganado el examen de Ciencias, y siempre que ganaba algo mi madre la premiaba con ropa interior. Tenía un escaparate lleno de ropa. El pelo, sujeto en una moña, ahora le caía de la nuca al piso. Esta vez entré por su pelo. Tomé con dos dedos la punta de la trenza, la estiré y empecé a trozar con el cuchillo. Mi padre apaleó mi cara esa tarde y escupí sangre y, entre la sangre, iban dos dientes. Mi madre me llevó al taller oscuro y me encerró para que pensara bien lo que había hecho. Pero lo único que pude pensar, mientras escuchaba sus gritos echándose la culpa el uno al otro, fue en la gasolina de mi padre, en las maravillas que haría sobre la carne desollada y en algo que me dijo cuando era un bebé de brazos: Lo voy a echar al aceite hirviendo para que se frite.

Lo voy a echar yo a usted, pensé.

Mi hermana, de otro lado, ni se dio cuenta. No lloró por su pelo y esa semana fue al colegio con la cabeza forrada por un pañuelo blanco. La gente la miraba, luego me miraban y después se reían. Lo peor que hay en el mundo es tener una hermana en el mismo curso del colegio: uno es más inteligente y el otro degrada su existencia hasta lo más bajo aunque tenga capacidades. Ella era la inteligente y yo era el que rebajaba mi existencia. Por eso la ignoraba en casa y no le hablaba en el colegio. Los maestros siempre querían ponernos juntos. A final de cuarto año me obligaron a ser su pareja de baile en una contradanza. Esa tarde volví a la casa abatido, humillado. Mi pierna endeble de poliomielitis me dejó en evidencia: yo era un lisiado y ella, perfecta. Busqué y revolví los cajones de mi madre hasta que hallé sus tijeras de modistería. Entonces fui por la ropa de mi hermana y la destrocé a tijerazos. Esta vez sí lloró. Y mi padre tuvo que renovarle el ropero íntegro. Mi padre la amaba a ella como a una amante, mientras mi madre me amaba a mí como a un idiota. Fue ella la que sospechó que lo mío era acaso una enfermedad mental y por su culpa me llevaron al hospital del pueblo. Me vio un tipo negro azulado como reteñido con brea. Me pidió que dibujara figuras alrededor de un centro. Yo dibujé en círculos las piedras de mi quebrada. Luego me pidió que pintara una casa en un paisaje. Yo dibujé la casa sin puertas ni ventanas, un horizonte sin montañas y un río con peces de cola triangular y cabeza cónica al otro lado de la hoja. Sin duda, les dijo a mis padres: Es un niño normal, porque el río no pasa cerca de la casa, señores, ¿se fijan? Mi madre me miró satisfecha y sonrió. Pero mi padre no le creyó ni una palabra al loquero y decidió tratarme como amenaza. Escondió cuchillos y tijeras, botellas y navajas de afeitar. Sacó mi cama de la habitación compartida con mi hermana, me echó al cuarto del rebujo, el más alejado, tras el taller, y desde entonces me llamó el enfermo.

Ven, enfermo.

Lava la loza, enfermo.

La bestia

Lo mantenía encerrado, desnudo, en un cuarto sin luz y asegurado con reja. Mierda y baba escurrían de ese cuerpo imbécil que deambulaba a cuatro patas y daba alaridos noche y día por habitaciones desiertas. Alguna vez, cuando aún era niño, debió creer que era posible enseñarle el lenguaje humano y fue cuando deletreó el nombre de cada plato de comida, llevándose un bocado hasta sus labios para que en un acto reflejo el minotauro entendiera de qué se trataba. La bestia escuchaba en silencio la palabra san-coo-choo en boca de su madre con un hilillo de baba pendiente siempre de la barbilla, pero luego metía la cabeza en el plato, tomaba la presa de pollo más grande, le hincaba el diente y arrojaba las sobras contra la pared, salpicándolo todo y desbaratando el experimento.

Su madre entonces lo encerraba en el baño, de castigo, y abría la llave y lo dejaba empaparse, y luego se iba a laborar y de sus párpados escurrían lágrimas que nadie notaba porque a nadie saludaba mientras iba al trabajo por las calles del pueblo.

Ya en la noche, debía desnudarlo y lavarle la ropa manchada de mierda. Año tras año parecía más escuálida y enjuta y asqueada de realizar el mismo oficio, mientras la bestia crecía y se hacía fuerte. Fregaba con un gesto de repulsión la ropa embarrada todos los días. Se recriminaba por haber parido una bestia en lugar de un hombre. Mientras fue niño, lograba lavarlo y manipular su cuerpo, pero a medida que crecía sus respuestas físicas eran incontrolables para ella. Decidió entonces adecuar el antiguo establo como jaul

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos